23/7/20

“Trans-Inclusividad”: La inquisición postmoderna disfrazada de no-discriminación. El dogma "queer" se ha hecho oficial y alimenta posturas reaccionarias

"Hace siglos la Inquisición era una institución eclesiástica que vigilaba y castigaba las conductas desviadas de la ortodoxia católica. Tenía toda una red de agentes, llamados “familiares”, que podían denunciar a quien sospecharan de pensamiento o práctica herética. 

La persona denunciada era llevaba a las cárceles secretas de la Inquisición. Allí era interrogada -a menudo sometida a tortura- y no tenía derecho a conocer la identidad del denunciante, ni el motivo de la denuncia.

Hoy, en los países del centro capitalista -especialmente Reino Unido, Canadá y Estados Unidos- se ha instaurado una nueva Inquisición, que esta vez no promueve la Iglesia, sino los Estados. Quien cuestione la ortodoxia posmoderna de la “identidad sentida” se enfrenta a denuncias secretas, a interrogatorios por parte de la policía y a formas de castigo que ya no pasan por el potro de tortura, pero sí por el acoso en redes sociales (la moderna picota), la censura, el despido laboral e incluso la agresión física.


Son, en efecto, las sociedades con mayores niveles de desigualdad, marginación y discriminación las que, en nombre de unas políticas “inclusivas” y “plurales”, que supuestamente protegen a los grupos discriminados, promueven esta nueva forma de represión de la libertad de expresión y pensamiento y control ideológico. Tomemos nota, porque las ondas que irradia ese centro tarde o temprano se expanden por sus periferias. De hecho, se sienten ya.


“Durante los momentos de crisis, la burguesía acentúa ideológicamente el factor irracionalista, subjetivista...” (1).


Este factor irracionalista llegó de la mano de la teoría posmoderna, que niega que haya más realidad que la que el lenguaje construye o la que la subjetividad de cada individuo percibe. El posmodernismo y su última parida, la teoría queer, vino a reforzar el individualismo egoísta o posesivo, que no es resultado del mercado capitalista, sino una característica que forma y define el modo capitalista de producción.


Son precisamente los partidos de esa “izquierda” social-liberal, que se alterna en los gobiernos con los llamados “conservadores”, los que, con sus políticas de las “identidades”, llevan tiempo imponiendo el postulado de que una persona es lo que siente ser, y eso va a misa.


La corporación académica, de la que salen la mayoría de los políticos, economistas y empresarios, es el horno donde se cocinan estas nuevas formas de “inclusión” de las “identidades”, que le dan una pátina de igualitarismo. Así, por ejemplo, en el Reino Unido, The University and College Union (UCU), que representa a más de diez mil profesores y personal administrativo, en su documento titulado “UCU position on trans-inclusion” dice lo siguiente: “UCU tiene larga tradición (...) en facilitar a sus miembros que se auto-identifiquen, ya sea como negros, discapacitados, LGTB+ o mujeres” (2).


Sí, han leído bien: incluso como discapacitados. Una persona puede auto-identificarse, por ejemplo, manca, aunque tenga brazo, ya que, si alega que no lo siente, no lo tiene. También puede un adulto decir que tiene 6 años -y exigir que le traten como a tal. Un caso conocido es el del canadiense Stefonknee Wolschtt, de 46 años, que tras 23 años de matrimonio y 7 hijos, se ha dado cuenta de que es transgénero y ha comenzado una nueva vida como niña de 6 años. Ahora vive con una familia adoptiva (3). Ya ha habido algún caso de abuso de esta trans-edad. En noviembre de 2018, en Reino Unido, el abogado de Joseph Roman, violador reincidente de niñas, basó su defensa en que “sus actos con las hijas pre-púberes de sus amigos no constituyen violación, porque es un niño atrapado en un cuerpo de adulto”.


Transiciones de “raza” son igualmente justificables. Aparte de Michael Jackson, que fue un aventajado, hoy proliferan los casos de trans-raciales, algunos muy conocidos, aunque no los citaré por no alargarme (4). Claro que esto choca de frente con otra de las posmo-memeces de los últimos años: la de la “apropiación cultural”, es decir, el rechazo frontal a que una persona de una cultura dada pueda adoptar algún rasgo o símbolo originario de otra cultura. En Estados Unidos se han dado agresiones a chicos blancos por llevar rastas, por ejemplo.


Pero las más conocidas y abundantes son las transiciones de género. Dado que, según la teoría queer, el sexo no existe, y las mujeres y varones somos una mera “ficción representacional”, ya está plenamente asumido que hoy pueda decir que soy mujer y mañana que soy varón. A esto se le llama gender fluid (género fluido o no binario). Quien lo cuestione incurrirá en “delito de odio”, con su correspondiente castigo. En Reino Unido hay un banquero gender fluid que unos días se llama Pippa y aparece maquillado, con peluca rubia y zapatos de tacón; y otros se llama Philip y se muestra calvo, con traje y corbata. La revista Financial Times le incluyó en la lista de las top 100 ejecutivas. (5). Por protestar esta decisión y criticar la “identidad de género”, a la británica Maya Forstater, investigadora sobre evasión fiscal, que codirigió una campaña contra los juguetes sexistas, su empleador, el Centre for Global Development, le comunicó en marzo de 2010 que su contrato laboral no sería renovado (6).


Otro anatema es sostener la obviedad de que “una mujer es una hembra de la especie humana”, o que “un varón es un macho de la especie humana”. Esto molesta mucho a los y las transgénero adeptos a la teoría queer -no todos/as lo son-. Por consiguiente, la persona que lo diga incurrirá en un delito de odio llamado “transfobia” y podrá ser denunciada.


Esto no tiene que ver con que haya personas adultas que padecen lo que se denomina disforia de género y necesiten hormonación u operaciones de cambio de sexo para sentirse a gusto consigo mismas. Es más, hay entre ellas quienes rechazan este tipo de intervenciones y reivindican poder simplemente cambiar su sexo (esa supuesta ficción) en el registro civil y otros documentos identificativos. Y, en algunos casos, aunque se sientan y quieran ser reconocidas como varones o mujeres, no niegan la realidad de su sexo biológico, ni aceptan ser “familiares” de la nueva Inquisición. No obstante, tampoco se libran de la acusación de “transfobia”, como le pasó al trans Debbie Hayton, profesor en Brimingham (Inglaterra), que fue sometido a furiosos ataques por parte de los llamados “activistas por los derechos trans” (7).


Los profesores que cometen la herejía de afirmar que el sexo biológico existe y no es lo mismo que el género, son víctimas propiciatorias de todo tipo de ataques verbales y a veces físicos. Basta con que los trans-queer digan que con la presencia de ese profesor o profesora “no se sienten seguras/os”, para exigir que se suspendan sus conferencias o clases. La profesora de criminología Jo Phoenix iba a dar una en la Universidad de Essex (Reino Unido) sobre los derechos de las personas trans en las prisiones. En seguida, la acusaron de “transfobia” y la universidad accedió a cancelar la conferencia (8) Y la profesora de la Universidad de Oxford, Selina Todd, historiadora especializada en mujeres y clase trabajadora, tiene que impartir sus clases con guardas de seguridad por las amenazas recibidas (9).


El Estado, en cuyas instituciones se asientan tanto “progresistas” como “conservadores”, está consintiendo en que se cierren refugios para mujeres víctimas de violencia sexual, como ha pasado en Vancouver (Canadá), porque son “transfóbicos” (denuncia puesta, por cierto, por el trans que también denunció a unas trabajadoras de salón de belleza por no querer depilarle los testículos). Se están aceptando a trámite las que acusan del mismo “delito” a las mujeres que luchan contra la mutilación genital y la han sufrido, alegando que la frase "mutilación genital femenina" excluye a las mujeres que no tienen vagina (9).


El trans-queerismo ha desarrollado todo un léxico para describir lo que les ofende y señalarlo. Misgendering, por ejemplo, se llama el delito de no usar el pronombre (él/ella, etc) con el que un/a trans desea ser tratada/o, aunque la omisión sea inintencionada.


La locura llega hasta el punto de borrar la palabra “mujer” de los informes clínicos, incluso de los ginecológicos, sustituida por “individuo gestante”, “pariente que da a luz” y expresiones similares. A esto podemos tranquilamente llamarlo sexismo y misoginia. También se ha comenzado a no reflejar el sexo de las personas que cometen un delito. Y el lenguaje de los medios de comunicación -correas de transmisión de la ideología dominante- ya han hecho suyo el neolenguaje que impone lo trans-queer. Así vemos titulares como


“Un hombre transgénero con su pareja no binaria da a luz a un bebé usando el esperma de una mujer" [también trans, como no podría ser de otro modo].


La biología no existe cuando se trata del sexo, la raza o la edad. Pero no diga usted que es trans-clase. No diga, por ejemplo, que se siente la hija de Bill Gates -y quiere su parte en la herencia-, siendo una pobre asalariada, porque entonces mandará la biología con la preceptiva prueba de ADN. No diga el sin-techo que se siente aristócrata y exija que le den los tratamientos correspondientes. De clase sólo se puede transitar si, de entrada, ocurre que se poseen cantidades de esa “ficción representacional” llamada dinero. La “identidad sentida” de género, raza o edad es legal porque no sólo no pone en peligro la sociedad capitalista y su estructura de clases, sino sobre todo porque la apuntala.


En 2017, en Reino Unido, la policía llamaba al empresario Harry Miller. Le interrogó durante más de media hora, porque, a pesar de reconocer que no había hecho nada ilegal, se le había denunciado por un “incidente de odio”. Este consistía en haber expresado aprobación y retuiteado la frase “las trans-mujeres no son mujeres”. El empresario puso el tema en los tribunales, que finalmente le han dado la razón; pero ha tenido que gastar 1.400 libras y pasar un calvario (10). Sin embargo, las personas sin recursos que expresan opiniones similares y son denunciadas, no tienen más remedio que agachar la cabeza, disculparse y borrar sus comentarios. Eso si no la despiden del trabajo, la acosan las turbas queer o la agreden físicamente. Hay suficientes casos ya como para llenar un tratado.


Las redes sociales como Twitter han adoptado la política de censurar las cuentas que publiquen frases o imágenes que a las/los trans les resulten ofensivas. Los/las hay lo suficientemente ociosas para pasar el día rastreando comentarios y denunciarlos a la policía, que tiene orden de abrir diligencias. Un tema especialmente perseguido es el debate sobre las leyes de Identidad de Género, que permiten el cambio de “sexo” sin tener que pasar por diagnósticos psicológicos o médicos, ni por tratamientos quirúrgicos. Lo hemos dicho en otras ocasiones: nada que objetar. Sin embargo, todo es debatible y es lícito plantearse que, si no se desarrollan bien, estas leyes pueden dar pie a abusos parecidos a los que hemos visto en el caso de los trans-edad.


Algunas transgénero quieren, como mujeres, competir en los deportes femeninos (de hecho, ya han ganado algunas medallas), entrar en los vestuarios femeninos, en las cárceles de mujeres y en todos los demás espacios -físicos y legales- reservados a nosotras. Ya se han dado abusos, que no son dos o tres, como afirman algunas denominadas “trans-feministas”, que han penetrando con fuerza en el movimiento. En España, lo hacen de la mano de Unidas Podemos. El pasado 8-M se vieron eslóganes como


“Con pene o con vagina, mujeres combativas” o “Mujeres con pene, mujeres con vagina: hay muchas más mujeres de las que te imaginas” ¿Entraría también en esta categoría ese bombero acusado de maltrato a su pareja que ha decidido cambiar de “sexo”, porque ahora se siente mujer, y, por tanto, escapa a la jurisdicción de la ley de “violencia de género”?


Curiosamente, no se conocen hombres transgénero (mujeres que han transitado a varón) que reivindiquen participar en los deportes masculinos o entrar a cárceles masculinas. Y nadie habla de ello. No se sabe si es porque son muy pocos en relación a las transgénero, o por otros motivos.


Toda esta barbarie represora disfrazada de no-discriminación, inclusividad y transversalidad, ha crecido a niveles descomunales en los Estados con elevados niveles de desigualdad, racismo y clasismo. En el Reino Unido, por ejemplo, mientras el establishment se la agarra con papel de fumar (la lengua) cuando se trata de guardar respeto e “inclusividad” a las personas trans-lo-que-sea, a la clase trabajadora - especialmente a ese 20% denominado “subclase” o “dispensables”- se la somete a todo tipo de humillaciones, insultos y violencias tanto en la literatura, las películas y otras producciones “culturales”, que rezuman clasismo por los cuatro costados. Hace no mucho llamó la atención el desprecio y la prepotencia con que una de esas presentadoras millonarias de la televisión -dueña de varias casas- trató a una joven trabajadora que estaba a punto de ser desahuciada. Cuando cortó la entrevista, pidió a la audiencia perdón por el “lenguaje ofensivo”, pero no el de ella, sino el supuesto de la entrevistada. Nadie acosó o denunció a la presentadora, ni perdió su empleo en Sky News (11).


La política social-liberal posmoderna de la "inclusividad" de género, raza, etc., o de las "identidades", que se ha dado en llamar en aquellas latitudes “Woke culture”, está provocando una airada reacción en muchos colectivos sociales, especialmente de mujeres -feministas o no-. Y este descontento lo están aprovechando las fuerzas conservadoras -e incluso fascistoides-, que ahora se presentan como adalides de la libertad de expresión y de opinión. Es más, sostienen que esta nueva Inquisición “Woke” es producto de la “cultura marxista”. Una afirmación que parte de la ignorancia o de la malicia, o de ambas cosas a la vez; porque ya se sabe que todo vale con tal de denigrar el marxismo, cuya “cultura” está, por cierto, muy lejos de sostener semejantes dislates.


La desigualdad social crece a pasos agigantados a nivel mundial: rebajas salariales, recortes drásticos en prestaciones sociales, relaciones laborales salvajes, desempleo, miseria, explotación infantil, guerras en zonas estratégicas que masacran a las poblaciones... La clase dominante ejerce su poder para distorsionar la conciencia de esta realidad mediante su control de los medios de producción intelectual: escuelas, iglesias, publicidad, medios de comunicación... Todo este proceso de proletarización galopante, manipulación y exterminio genera desigualdad. Estamos contra todo tipo de discriminación -por sexo, raza, orientación sexual, edad, o la que sufren las personas trans-; pero es que el modo de producción capitalista no busca igualdad y, por ello, no va a acabar con estas discriminaciones, especialmente si quienes las sufrimos somos pobres. La clase trabajadora no debemos entrar en el tipo de juego que nos proponen las clases dominantes con sus “identidades" e "inclusividades”, que no son sino tapadera del sufrimiento que nos están generando, instrumento de distracción para que no identifiquemos a nuestro verdadero enemigo y nos organicemos para combatirlo." (Tita Barahona, Canarias Semanal, 18/03/20)

No hay comentarios: