27/11/20

Diego Maradona... Más que humano... Adiós a Diego y adiós a Maradona

 


 "Entre las mil imágenes que bombardearon las redes en cuanto se supo la noticia, vi una que mostraba al Diego de espaldas, caminando por el túnel, en botines, shorcitos, la diez en la espalda, la nube de rulos en la cabeza. 

Se está yendo rumbo al campo de juego, casi se alcanza a oír el ruido de los tapones contra el piso y, a sus costados, dos filas de superhéroes despidiéndolo. Superhéroes de pacotilla, de la Marvel: a él, que nunca fue un muñequito, que rompió todos los moldes por ser de carne y hueso, por ser tan rabiosamente humano. 

Diego yéndose por el túnel, yéndose como le hubiera gustado a él: vestido para jugar, listo para romperla toda una vez más.

Pelusa, cebollita, barrilete cósmico, mano de Dios, Segurola y Habana, me cortaron las piernas, la pelota no se mancha, más solo que Kung-Fu, ¿sabés qué jugador hubiera sido sin droga? Rey del bardo, siempre al mango, el que dijo, el que se animó a decir: “Yo nunca quise ser un ejemplo”. Y también: “Yo me equivoqué y pagué”. 

El que dijo: “Yo nací en un barrio privado: privado de luz, de agua, de teléfono y de gas”. Y también: “Cuando entré al Vaticano y vi todo ese oro dejé de creer”. El que dijo: “Soy completamente zurdo: con el pie, con la mano, con la cabeza y con el corazón”. Y también: “Gracias a la pelota le di alegría a la gente; con eso me basta y sobra”.

Gracias a vos, genio inmortal, imposible no quererte, nunca te vamos a olvidar. "                (Joan Forn, Página12, 26/11/20)

 

 "Maradona.

Ningún futbolista consagrado había denunciado sin pelos en la lengua a los amos del negocio del fútbol. Fue el deportista más famoso y más popular de todos los tiempos quien rompió lanzas en defensa de los jugadores que no eran famosos ni populares.

Este ídolo generoso y solidario había sido capaz de cometer, en apenas cinco minutos, los dos goles más contradictorios de toda la historia del fútbol. Sus devotos lo veneraban por los dos: no sólo era digno de admiración el gol del artista, bordado por las diabluras de sus piernas, sino también, y quizá más, el gol del ladrón, que su mano robó. Diego Armando Maradona fue adorado no sólo por sus prodigiosos malabarismos sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses. Cualquiera podía reconocer en él una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable.

Pero los dioses no se jubilan, por humanos que sean.

Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía.

La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero.

Maradona fue condenado a creerse Maradona y obligado a ser la estrella de cada fiesta, el bebé de cada bautismo, el muerto de cada velorio. Más devastadora que la cocaína es la exitoína. Los análisis, de orina o de sangre, no delatan esta droga."    (Eduardo Galeano, JACOBIN América Latina, 26/11/20)

 

"Maradona, según Eduardo Galeano: "El más humano de los dioses".

Diego Armando Maradona y Eduardo Galeano compartían una admiración mutua que no temían manifestar, hecho que se puede comprobar en diferentes declaraciones públicas y en las múltiples referencias al astro argentino que el escritor uruguayo plasmó en sus obras. 

Una de las más resonantes y recordadas aparece en su libro Cerrado por Fútbol (2017), en el cual Galeano describe al "10" como “el más humano de los dioses”, una definición que ya había adelantado en el programa Los días de Galeano.

Maradona se convirtió en una suerte de Dios sucio, el más humano de los dioses. Eso quizás explica la veneración universal que él conquistó, más que ningún otro jugador. Un Dios sucio que se nos parece: mujeriego, parlanchín, borrachín, tragón, irresponsable, mentiroso, fanfarrón”, decía Galeano.

En ese mismo fragmento, el escritor uruguayo hacía referencia al precio de la fama y el éxito que debió soportar Diego, por ser el mejor de la historia del fútbol: “Pero los dioses no se jubilan, por muy humanos que sean. Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía. La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero”, agregó Galeano.

Su libro "El fútbol a sol y sombra" (1995), biblia imprescindible para quienes defienden que deporte y letras pueden convivir, incluye ocho relatos en los que aparece Maradona.

En uno de ellos, "Gol de Maradona", narra un tanto del que fuera técnico de Gimnasia y Esgrima de La Plata cuando integraba los equipos infantiles de Argentinos Juniors, en 1971.

"El número 10 de Argentinos recibió la pelota de su arquero, esquivó al delantero centro del River y emprendió la carrera. Varios jugadores le salieron al encuentro: a uno se la pasó por el jopo (tupé), a otro entre las piernas y al otro lo engañó de taquito. Después, sin detenerse, dejó paralíticos a los zagueros y al arquero tumbado en el suelo, y se metió caminando con la pelota en la valla rival. En la cancha habían quedado siete niños fritos y cuatro que no podían cerrar la boca".

Pero, sin duda, es "Maradona" el relato que mejor disecciona al futbolista y sus circunstancias, su choque frontal con el poder y hasta la carga de 'ser' él.

"El estaba agobiado por el peso de su propio personaje. Tenía problemas en la columna vertebral, desde el lejano día en que la multitud había gritado su nombre por primera vez. Maradona llevaba una carga llamada Maradona, que le hacía crujir la espalda", detalla Galeano, que agrega: "No había demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad de trabajar de dios en los estadios, pero desde el principio supo que era imposible dejar de hacerlo".

Quizá el más emotivo relato dedicado a Maradona sea "El parto", de "Bocas del tiempo" (2004).

Allí cuenta el nacimiento de Diego Armando y explica que su madre, doña Tota, "encontró una estrella, en forma de prendedor", en el suelo del hospital cuando fue a dar a luz. "La estrella brillaba de un lado, y del otro no", narra Galeano en una mágica fábula de lo que luego sería su vida. "Esa estrella de plata y de lata, apretada en un puño, acompañó a doña Tota en el parto. El recién nacido fue llamado Diego Armando Maradona", concluye.

La exitoína es una droga muchísimo más devastadora que la cocaína, aunque no la delatan los análisis de sangre ni de orina”, concluyó el escritor en el conmovedor video.

En vida, cada uno de ellos era declarado fanático del otro. Los unían ideales, pensamientos que defendieron siempre. 

En 2015 cuando “el 10” supo que Galeano había muerto le dedicó un cálido mensaje: “Gracias por luchar como un 5 en la mitad de la cancha y por meterles goles a los poderosos como un 10. Gracias por entenderme, también. Gracias, Eduardo Galeano: en el equipo hacen falta muchos como vos. Te voy a extrañar”.

Este 25 de noviembre pasará a la memoria de los argentinos por la muerte de Maradona. Lo que muchos creían imposible finalmente sucedió en el mediodía de este miércoles. 

Por eso, es necesario recordar el día que Galeano cayó a sus pies."                 (Página 12, La Haine, 26/11/20) 


Daniel Bernabé @diasasaigonados
 
Diego Armando Maradona es el paradigma de la cultura popular del sigloXX: acontecimiento inesperado, héroe plebeyo, rebelde iconoclasta, icono en sí mismo, genio inédito, culpable ejemplarizante, barro y brillo, vida y obra con auge y caída.

Maradona dio a los demás la oportunidad de escapar de sus vidas aunque fuera por 90 minutos, de sentir una tristeza y una alegría sinceras. Fue hundimiento, pero también gloria. Pero sobre todo fue todavía de verdad. La última estrella del rock and roll en un terreno de juego.
 
10:02 p. m. · 25 nov. 2020
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"Adiós a Diego y adiós a Maradona.

Hay algo perverso en una vida que te cumple todos los sueños y él sufrió como nadie la generosidad de su destino. Fue el fatal recorrido desde su condición de humano a la de mito el que lo dividió en dos.

 Aquellos que arrugan el rostro pensando en el último Maradona, con dificultades para caminar, problemas para vocalizar, abrazando a Maduro y haciendo de su vida lo que le daba la gana, harán bien en abandonar esta despedida que abrazará al genio y absolverá al hombre. No van a encontrar un solo reproche, porque el futbolista no tenía defectos y el hombre fue una víctima. ¿De quién? De mí o de usted, por ejemplo, que seguramente en algún momento lo elogiamos sin piedad.

 Hay algo perverso en una vida que te cumple todos los sueños y Diego sufrió como nadie la generosidad de su destino. Fue el fatal recorrido desde su condición de humano al de mito, el que lo dividió en dos: por un lado, Diego; por el otro, Maradona. Fernando Signorini, su preparador físico, tipo sensible e inteligente y, posiblemente, el hombre que mejor le conoció, solía decir: “Con Diego iría al fin del mundo, pero con Maradona ni a la esquina”. Diego era un producto más del humilde barrio en el que nació. A Maradona lo sobrepasó una fama temprana. Esa glorificación provocó una cadena de consecuencias, la peor de las cuales fue la inevitable tentación de escalar todos los días hasta la altura de su leyenda. En una personalidad adictiva como la suya, aquello fue mortal de necesidad.

 Si el fútbol es universal, Maradona también lo es, porque Maradona y fútbol ya son sinónimos. Pero a la vez era inequívocamente argentino, lo que explica el poder sentimental que siempre ha tenido en nuestro país y que lo hizo impune. Un hombre que, por su condición de genio, dejó de tener límites desde la adolescencia y que, por su origen, creció con orgullo de clase. Por esa razón, y también por su fuerza representativa, con Maradona los pobres le ganaron a los ricos, de manera que las adhesiones incondicionales que tenía allá abajo fueron proporcionales a la desconfianza que le tenían los de arriba. Los ricos odian perder. Pero hasta sus peores enemigos tuvieron que sacarse el sombrero ante su descomunal talento futbolístico. No había más remedio.

 Con poco más de 15 años empezó a concursar para dios del fútbol. Lo hizo, además, en un país que lo acogió como a un mesías sentimental, porque el fútbol, en Argentina, es un juego que solo llega a la mente después de pasar por el corazón. La fascinación por el arte barrial que Diego llevó a los estadios trascendió al hinchismo. No importaba la camiseta que llevara, era un genio, era argentino y eso resultaba suficiente para desatar el orgullo.

Domador de la pelota

Como es su obra lo que lo hizo grande, y no su vida, empecemos por ahí. Hay una primera imagen de Diego dominando la pelota en un escenario humilde, concentrado como un burócrata y feliz como un niño que arma y desarma la pelota, el juguete de su vida. Primero la zurda y luego la cabeza no la dejan caer en lo que parece una amable discusión con esa pelota que aún se le rebela. Está a punto de escaparse, pero Diego no la deja, la somete, como si la estuviera domando más que dominando. Tiene poco más de diez años y ya apunta para virtuoso, aunque la pelota y Diego aún se estén conociendo.

El idilio del domador con la pelota creció con el tiempo hasta llegar a un punto en que ver a Diego manejarla era un espectáculo aparte. Cuando entrenaba, y solo para dar un ejemplo, la tiraba hasta el cielo con un efecto que solo él entendía y, mientras la pelota viajaba, Diego hacía ejercicios como si no se acordara de lo que había dejado colgado en el aire. Pero cuando la pelota, ya cayendo, llegaba a su altura, volvía a mirarla haciéndose el sorprendido, para devolvérsela al cielo con otro efecto y olvidarse de ella otro ratito. Sabía exactamente el momento y el lugar del reencuentro. Lo demás corría a cuenta de su precisión milimétrica. Su infinito repertorio acomplejaba."            (Jorge Valdano, El País, 25/11/20)

 

 "Muchos lloran su muerte, pero la mayoría acabaron con su vida. Son cómplices necesarios. 

Periodistas deportivos, cronistas políticos, tertulianos, cómicos. Aquellos que pasan del amor al odio en cuestión de segundos, que disfrazan su mediocridad bajo la crítica fácil y la descalificación. Se han reído de sus enfermedades, de su adicción, la han instrumentalizado para subir audiencia. A esta lista, debemos agregar compañeros, quienes compartieron vestuario, los que callaron. Lo abandonaron. Los presidentes de clubes en los cuales se entregó en cada partido, lo ningunearon. Lo transformaron en un esclavo de sus intereses, fue moneda de cambio.

Diego jugó y jugaba con la pelota. Fuese de trapo, plástico, cuero, o papel en una media anudada. Pero le tocó vivir en un mundo en transición, el tiempo del neoliberalismo, donde el futbol mutaba en negocio especulativo. Incluso el balón tuvo nombre. Diego retrasó su advenimiento, pero lo situó en el centro del huracán. La televisión era el medio de comunicación por excelencia. Titulares, entrevistas, era noticia.

En 1990, cuando Maradona había dado todo al Nápoles, su afición lo criminalizó. No soportaron la eliminación de Italia en el Mundial de Futbol [en su tierra] a manos de Argentina. Lo persiguió el poder y su equipo lo aisló. La FIFA lo inhabilitó por consumo de drogas. Hubo de abandonar Italia, con su mujer e hijas, una familia rota. Un viaje entre la desesperación y la depresión. Tenía 30 años. Su vida se desmoronaba.

Unos pocos amigos dieron la cara, el resto se dedicó a maldecir. Surgió un Maradona al cual difamar. La prensa amarillista lo hundió un poco más. Periodistas sin escrúpulos. Ocupó las primeras planas de todos los periódicos del mundo por lo que hacía, dejaba de hacer, decía o dejaba de decir. Así fueron sus segundos 30 años. Idas y venidas. Recaídas y momentos de euforia. Jugaron con su persona, lo maltrataron, lo persiguieron, hasta hundirlo en una profunda depresión. Los que hasta hace 24 horas lo ridiculizaban, hoy le lloran. La hipocresía les acompaña. Nunca soportaron su compromiso político, del cual se enorgullecía y con razón.

La revolución cubana, su apoyo a Venezuela, la petición de salida al mar para Bolivia o la defensa de Lula da Silva. Se solidarizó con Cuba y Fidel, se abrazó a Chávez y Maduro, apoyó a todos los líderes populares. Cuba le tendió la mano en medio del tormento. Un país nada futbolero, supo de su grandeza. Entendió su sufrimiento. Pero otra vez padeció la mofa de la prensa. Hiciese lo que hiciese, su vida se fue apagando, entre la desilusión y la incomprensión. En internet, youtube o twitter fue objetivo fácil de aquellos que desde el anonimato lo trasformaron en un monstruo. Todos, unos y otros, no tuvieron la humanidad de la que ahora hacen gala. Lo maltrataron hasta quebrarlo.

Maradona cometía tantos pecados que hasta sus muchos pecadores que lo rodearon de tentaciones se animaron a juzgarlo y simulando ser inmaculados pusieron el grito en el cielo. Un personaje excesivamente famoso que las élites dominantes utilizaron para hacer fortuna, también excesivamente. En el Mundial del 86, en México, fue coronado como rey del futbol, después de gambetearle a todos los rivales ingleses que le aparecieron e hiciera el gol más bonito de la historia. Eso fue después que Dios le prestara la mano en ese mismo partido.

Víctima del personaje que hubo de representar, Diego fue desapareciendo y Maradona tomó su lugar para protegerse. La batalla era desigual. Diego era un amigo entrañable, cariñoso y generoso. Diego era un chico de barrio. Había nacido en Buenos Aires, en una villa miseria. Se llamaba Villa Florito, condenado al hambre y la miseria. Su sueño ayudar a sus padres y hermanos. Comprar una vivienda para su familia y jugar al futbol en un equipo de primera división.

Diego jugaba al futbol como dios, pero mejor. Con la pelota esquivaba el hambre y la tristeza. Repartía alegría, ilusiones, fantasías y belleza. Diego no abandonó nunca a la gente de su barrio, de su clase social. Y siempre alzó la voz. Denunció las injusticias, se encaró con los que mandan para defenderse y defenderlos.

Por eso, Diego vivirá siempre en su pueblo y en el recuerdo de todo el mundo que supo apreciar, disfrutar de su arte y compartir su rebeldía. Lo mató Maradona. Y a Maradona lo mataron quienes lo explotaron hasta el último día. Quienes lo sabían y no hicieron nada, quienes no sabían y prefirieron no saber. Todos, salvo aquellos que no sabían y en todo caso no podían hacer otra cosa que amarlo."                  

 (Ángel Cappa y Marcos Roitman Rosenmann , La Haine, 28/11/20; fuente. La Jornada)

 

 "Maradona, sin autoengañarnos. Huérfanos de jugadores rebeldes como seguimos estando, quienes reconocemos en el fútbol una manifestación fundamental de la cultura popular sujeta a un contexto socioeconómico del que no escapa, acogimos a Maradona como si fuera un revolucionario.

 Era El Diego, o d10s, con esa familiaridad con la que nos queremos acercar a las alturas emparentándonos de pega con ellas. También intuyo que un poco meme para bastantes personas jóvenes. Fácil con una cámara apuntándote siempre, teniendo que ser tantas cosas a la vez. Porque puede que la vida de Maradona —corta, intensa y con un final no menos abrupto por muchas veces que fuera anticipado en reuniones informales o redacciones— estuviera marcada precisamente por lo que se esperaba de él desde pronto y en diferentes momentos concretos.

Su trayectoria puede ser también vista como una especie de cartografía del último medio siglo que excede a la persona. Ese mapa le lleva primero de Villa Fiorito a los Cebollitas, el equipo de Argentinos Juniors con el que ganó uno de los Juegos Nacionales Evita. Ese último nombre, el del otro icono nacional, llevaba el hospital de Lanús donde había nacido. Es por esa época que deja un vídeo en el que asegura que tiene dos sueños que en realidad eran el mismo: jugar el Mundial y ganarlo.

Cuando debuta en Primera, el matrimonio Perón ya no vive y en su lugar manda en el país la dictadura más sangrienta de América Latina. La de los militares y Maradona es una historia entretejida a voluntad, sobre todo, de la primera de las partes. Menotti le deja fuera de la convocatoria de Argentina’78, la Copa del Mundo que Videla levanta a menos de un kilómetro del centro de torturas de la ESMA, y la pregunta que se hace Maradona es “¿cómo se lo digo a mi padre?”. A partir de ahí, se da cuenta de que la bronca, el cabreo, ser contrariado, la rabia, le da combustible. Ese es un hambre que seguramente no saciaría jamás.

Con la mayoría de edad, a Diego le llega el turno de la colimba, acrónimo de “correr, limpiar y barrer” y nombre popular de la mili argentina. La del nuevo ídolo vestido de milico era una imagen que la dictadura no podía dejar escapar, pero más importante era dejarle la libertad de que fuera a Japón a ganar el Mundial Juvenil. Aquellos días de septiembre del 79, la Organización de Estados Americanos estaba en Buenos Aires investigando las violaciones de Derechos Humanos denunciadas por colectivos como el de las Madres de Plaza de Mayo. El gobierno no dejó que Maradona y sus compañeros se asomasen al balcón de La Casa Rosada a celebrar nada. El fútbol, sin tampoco total culpabilidad, volvía a echar un capote a quienes arrojaban cuerpos vivos al Río de La Plata. De la estrella se esperaba que, como hasta entonces, no se saliera de la foto.

Pero nada, ni siquiera el torturador Suárez Mason, conocido como “el carnicero del Olimpo” y dirigente de Argentinos Juniors, fue capaz de detener la carrera de Diego hacia un grande, Boca, y poco después hacia, esta vez sí, el primer Mundial. España’82 —jugado en mitad del trauma colectivo por la derrota en Malvinas y el destrozo de una generación de soldados, los nacidos en 1962 y 1963, casi coetáneos al “diez”— lo pasó prácticamente tirado en el césped, cosido a patadas de los rivales. Iba a ser duro en Europa, pero ese verano Maradona llegó a Barcelona. Se esperaba de él que levantase la autoestima de un equipo en depresión. “No creía ser tan importante”, dijo al aterrizar en El Prat.

Si la vida deportiva de Maradona fuera una serie, su etapa en Barcelona sería un capítulo de transición donde van ganando peso un par de tramas hasta ahora subterráneas que después cobrarán mayor importancia. El Diego se convierte, cerca de su representante Jorge Cyterszpiler, en una marca. Anuncia Coca-Cola, McDonald’s. El entourage, cuando ni siquiera se llamaba así la pléyade de personas que pululan con afectos y legitimidades dispares en torno a una persona famosa, carismática y millonaria, aumenta. El “clan Maradona”, lo llamaron. Casi nunca estaba solo.

Los entrenamientos con Menotti eran por la tarde en lugar de por la mañana. Se abren de par en par las posibilidades que brindaba para un chico de 21 años una ciudad como la Barcelona ochentera de vivas Ramblas, Ocañas, Nazarios, y también la de los reservados y los chalets en Pedralbes. Hubo destellos, claro, regates de escándalo o calentamientos de otra época, pero también enfrentamientos con Núñez, un tobillo roto y una noche, tal y como siempre mantuvo él mismo, en que probó la cocaína. Una sanción de meses —con una directiva nada dispuesta a defenderle por los rumores de sus salidas— por una batalla campal tras la final de Copa entre el Barça y el Athletic en su último partido fue el detonante final de su firma con el Nápoles.

El ventajismo dice que la historia de amor entre Maradona y la ciudad del Vesubio estaba casi escrita. Ambas partes carismáticas, desprolijas, exageradas, viscerales. Mágicas. Ya solo la fecha del 5 de julio de 1984 queda en el recuerdo de la afición napolitana, correspondiendo a su presentación. Llegaba tras una grave lesión y a un club que jamás había ganado un scudetto, pero que tenía una fortaleza simbólica latente: este sí, mucho más que aquel Barcelona incluso, podía ser el ejército en pantalón corto, quizá la guerrilla más bien, de un territorio económicamente sometido al tirón capitalista de otras latitudes. El sur de Italia por fin tenía bandera.

Para muchas de las gradas escoradas a la derecha, y para parte del aparato mediático del país, Nápoles representaba un motivo de cruel escarnio. Fue precisamente una pancarta dándoles la “bienvenida” a Italia lo primero que vieron Maradona y sus compañeros al llegar al primer partido en el estadio del Verona. Se fueron sucediendo cánticos xenófobos por varios campos hasta que desde el norte, desde Milán y desde Turín, vieron que aquello iba en serio. Pero la culminación tuvo que esperar a que Diego fuese a México a conquistar el mundo, primero tirando de un equipo al que la propia prensa argentina vaticinaba, y casi deseaba, un descalabro. La bronca por demostrar que los medios estaban equivocados y que aquella albiceleste sin grandes nombres podía salir del Azteca como campeona fue la gasofa que por el camino dejó el gol con la mano y el del barrilete cósmico a los ingleses.

Volvió a Nápoles, donde siguen diciendo hoy día que quien ama no olvida, y le ganó dos ligas a Berlusconi. Una de ellas con polémica arbitral a favor, que así escuece más a los poderosos acostumbrados a hacer ley de su voluntad. Pero, precisamente, con el paso del tiempo, que incluye su paso por Sevilla, Newell’s y Boca de nuevo, las suspensiones por distintos positivos, los intentos de establecerse como entrenador o declaraciones políticas quizá con más alma de manifiesto personal que de contribución a una transformación colectiva real, Maradona fue dibujándose como un símbolo intocable para un montón de aficionados al fútbol. Intentamos congelar la imagen en una gambeta, una celebración, un puño apretado, hicimos lema aquello que supo definir el escritor Roberto Fontanarrosa: “Qué importa lo que Diego hizo con su vida, me importa lo que hizo con la mía”. Evocábamos un tiempo perdido, la nostalgia de cuando era posible competir no con publicidad de casas de apuestas en el pecho, sino con la de salsas Buitoni o chocolatinas Mars.

Huérfanos de jugadores rebeldes como seguimos estando, quienes reconocemos en el fútbol una manifestación fundamental de la cultura popular sujeta a un contexto socioeconómico del que no escapa, acogimos a Diego como si fuera un revolucionario. Alguien que, al menos, parecía libre. Pero ni lo era ni lo fue, ni tampoco dejó de estar la mayoría de su vida en una posición privilegiada, a pesar de esa retórica transgresora que por momentos parecía que iba a acabar, qué menos, con la formación del sindicato de futbolistas definitivo que le diese la vuelta a este maravilloso juego secuestrado por el marketing, la falsa neutralidad, por el capital.

 Lo que se dice no es nunca más importante que lo que se hace. Por eso, obviar que, con el fogonazo que en nuestras cabezas siguen encendiendo esos goles, camisetas y fotos, convive la desmesura y egolatría de quien pudo usar su poder para no tratar bien, para tratar mal, para maltratar —hay que escribirlo si recordamos a sus compañeras denunciantes—, sería injusto. Con ellas, sobre todo, con quien a su lado haya podido sentirse mal. Pero también con él, por reducirle de manera condescendiente a objeto de consumo adaptado a nuestra comodidad. E injusto hasta con nosotros mismos por autoengañarnos."                 (Ignacio Pato, el Salto, 26/11/20)

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