10/10/23

La epidemia de la desesperación... "no hay absolutamente ningún perfil para el adicto a los opiáceos. Puede ser tu amable vecino, puede ser tu abuelo mayor, puede ser un niño de once años. Conozco a varias personas que comenzaron a usarlos a esa edad"... entre 2006 y 2014 se distribuyeron en Estados Unidos más de 100 mil millones de opiáceos y otros 24 mil millones más de dosis de pastillas para el dolor altamente adictivas... a 92 millones de personas, se les prescribieron opiáceos... entre ellos, los adolescentes a los que les recetan automáticamente opiáceos al ponerles aparatos dentales... entre los menores de cincuenta años son las drogas y Estados Unidos es el país del mundo con el mayor número de fallecimientos por ese motivo. La incidencia es tal que, debido principalmente a este factor y al aumento de las muertes por alcoholismo o suicidio, la esperanza de vida se reduce cada año que pasa... Es decir, la desesperación está invirtiendo la progresión vital de una de las principales potencias económicas del planeta, un fenómeno sin parangón en el último siglo... No obstante, cabría preguntarse: ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? Es decir, ¿es la adicción la que mengua el número de trabajadores o, más bien, es la falta de oportunidades aquello que los empuja a la desesperación y lo que se deriva de la misma? Los adultos sin título están literalmente muriendo de dolor y desesperación... el mayor coste de ser pobre en Estados Unidos es el coste psicológico, la falta de esperanza, la falta de respeto a sí mismos y el distanciamiento del resto de la sociedad... el 79% de los estadounidenses blancos de clase trabajadora que estuvieron de acuerdo con estas dos declaraciones votaron por Trump: «Las cosas han cambiado tanto que a menudo me siento como un extraño en mi propio país» y «el estilo de vida estadounidense debe protegerse de la influencia extranjera» (Helena Villar)

 "Jenny Roberts entra con un busto de plástico a la sala y lo coloca con delicadeza en la mesa. A continuación, abre el kit que contiene el Naxolone, la medicación necesaria para revertir una sobredosis de opiáceos. Con la pericia de una enfermera o un médico explica cómo revivir el muñeco inerte que tenemos delante. Lo hace de forma casi automática, no en vano 15 mil personas han aprendido en dos años gracias a ella.

En su rostro no hay atisbo del drama que, apenas cinco años antes, la empujó a enseñar a los demás a intentar burlar la muerte. El día en que Jenny encontró a su hermano menor Chris tendido en el salón de casa pensó que podía ser como las anteriores veces, ya eran seis años entrando y saliendo de tratamientos, pero esta vez no volvió a respirar. «Ni siquiera sabía que existía un medicamento para revertir esa situación.

Cuando me enteré, empecé a pensar en todas esas familias que iban a pasar por lo mismo, por lo que decidimos crear una fundación con el nombre de mi hermano con esta única misión: salvar vidas.» En el momento de la entrevista, al menos 86 personas habían vuelto a abrir los ojos gracias al entrenamiento impartido por Jenny, quien da el dato con un orgullo tímido, para nada triunfal.

Aún queda demasiado por hacer: «no hay absolutamente ningún perfil para el adicto a los opiáceos. Puede ser tu amable vecino, puede ser tu abuelo mayor, puede ser un niño de once años. Conozco a varias personas que comenzaron a usarlos a esa edad y no es que se despertasen un día y dijeran, oye, creo que me he vuelto adicto a los opioides. Cada camino es diferente aunque, por supuesto, de lo que más se hable sea de la medicación recetada».

Según una investigación del diario The Washington Post basado en datos federales, entre 2006 y 2014 se distribuyeron en Estados Unidos más de 100 mil millones de opiáceos y otros 24 mil millones más de dosis de pastillas para el dolor altamente adictivas. Un volumen que, además, se disparó a medida que la epidemia iba siendo más mortal, llegando al punto de cobrarse un centenar de vidas al día.

Para hacernos una idea, en 2014, cada 15 minutos nacía en el país un bebé con síndrome de abstinencia neonatal –cada 25 minutos en 2020–; según un estudio basado en la Encuesta Nacional sobre Uso de Drogas y Salud, a más de la tercera parte de los adultos, 92 millones de personas, se les prescribieron opiáceos, y en 2016 hubo más muertes por este motivo que por violencia armada.

Este tipo de medicación altamente adictiva está tan normalizada que el primer ejemplo que me puso un exdrogodependiente y activista al que entrevisté fue el enganche temprano de adolescentes a los que les recetan automáticamente opiáceos al ponerles bráckets o aparatos dentales. Así, los estupefacientes en este país son ingeridos de una manera tan masiva que no parece exagerado afirmar que el Soma[1] de la distopía de Huxley, Un mundo feliz, es una realidad en los Estados Unidos actuales. Detrás, sobre todo, seis compañías distribuidoras: McKesson Corp., Cardinal Health, Walgreens, AmerisourceBergen, CVS y Walmart, y tres fabricantes: SpecGx, una subsidiaria de Mallinckrodt; Actavis Pharma, y Par Pharmaceutical, una subsidiaria de Endo Pharmaceuticals. «Se las comen como si fueran Doritos. Haremos más», escribiría en un correo electrónico, filtrado posteriormente, Victor Borelli, gerente nacional de cuentas del mayor fabricante de opiáceos de Estados Unidos.

Pese a la ingente cantidad de pruebas y al dolor inflingido, la mayoría de los responsables resolvieron cualquier demanda con acuerdos sellados a base de millones de billetes de dólar. Tampoco fueron obligados a dejar de producir la droga. Una paradoja constante en este país, donde es más común de lo que parece pasar buena parte de tu vida en la cárcel por consumir o menudear con drogas si se es un ciudadano pobre.

La dureza del castigo penal por consumo, sin embargo, no evita lo siguiente: pese a la referencia de Jenny al perfil universal del adicto, existe una mayor incidencia entre jóvenes y adultos jóvenes. Así, la principal causa de muerte entre los menores de cincuenta años son las drogas y Estados Unidos es el país del mundo con el mayor número de fallecimientos por ese motivo según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, con una enorme ventaja sobre los siguientes de la lista. La incidencia es tal que, debido principalmente a este factor y al aumento de las muertes por alcoholismo o suicidio, la esperanza de vida se reduce cada año que pasa.

Es decir, la desesperación está invirtiendo la progresión vital de una de las principales potencias económicas del planeta, un fenómeno sin parangón en el último siglo. Estados Unidos es el único país avanzado del mundo donde la flecha de la esperanza de vida se movió en la dirección equivocada de 2014 a 2017. Si entre 1959 y 2014 aumentó de los 69,9 años a los 78,9 años, el promedio tres años más tarde era de 78,6. Aunque la tendencia logró revertirse tímidamente en años recientes, la pandemia la empujó por debajo de los setenta y ocho años, niveles inferiores a los de Líbano, Chile o Cuba, países con un PIB muy inferior.

Esto es sumamente sangrante para el orgullo de la nación que se autoerige como modelo si tenemos en cuenta que en 1960 los estadounidenses tenían la esperanza de vida más alta del mundo. «Es un problema desgarrador» y «extremadamente insólito», llegó a admitir la propia presidenta de la Reserva Federal en 2017. Janet Yellen, ahora actual secretaria del Tesoro, reconoció que el nivel de consumo de estupefacientes era tal que estaba reduciendo el número de población activa.

No obstante, cabría preguntarse: ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? Es decir, ¿es la adicción la que mengua el número de trabajadores o, más bien, es la falta de oportunidades aquello que los empuja a la desesperación y lo que se deriva de la misma? Yellen, por otro lado, también destacó lo siguiente: cuando la tasa de población activa se reduce, el paro también.

Otro factor que, por lo tanto, evidencia lo expuesto anteriormente: había que mirar con lupa los en principio espectaculares datos de desempleo. Es decir, dicho problema se termina si los parados acaban en la cárcel, son drogodependientes o directamente se mueren.

En su obra Deaths of despair, Anne Case y Angus Deaton vinculan de manera magistral el papel que la clase y la educación, y, por tanto, el sistema, desempeñan en la era de la angustia a la que se ha visto abocada la otrora nación de los sueños: «para la clase trabajadora blanca, la América de hoy se ha convertido en una tierra de familias rotas y pocas perspectivas. Los adultos sin título están literalmente muriendo de dolor y desesperación». Una de las cuestiones más interesantes de su estudio es que Case y Deaton ponen el foco más allá de la desigualdad racial, situándolo en la clase trabajadora blanca y más concretamente en los hombres. En este sentido, no es que nieguen el racismo sistémico y estructural, todo lo contrario, pretenden llamar la atención sobre el hecho de que, si hay algo realmente transversal en la actualidad, es el flagelo a la clase trabajadora.

Así, si bien, tal y como apuntan los datos, las tasas de mortalidad entre los afroamericanos siguen siendo las más altas, la diferencia entre este grupo y el de los blancos ha disminuido de manera muy considerable entre 1990 y 2015. En este sentido, la brecha real se sitúa entre quienes tienen y quienes no tienen un título universitario; coincidiendo además con las respuestas a encuestas sobre sufrimiento y dolor. Volviendo al objeto principal de su análisis –los hombres blancos–, si el salario medio de los varones estadounidenses se ha estancado de forma generalizada, el poder adquisitivo en el caso de los blancos sin educación superior se redujo un 13% entre 1979 y 2017, periodo durante el cual el ingreso nacional per cápita creció un 85%.

La falta de trabajo estable o de calidad, argumentan, ha conllevado además una desintegración de las antiguas costumbres sociales de clase, como el formar una familia y tener hijos, por lo que el sujeto se ha encontrado de repente en una situación vital sin perspectiva conocida. Cualquier ávido lector podría argumentar que esto no sólo sucede en Estados Unidos, sino en buena parte del mundo occidental.

Sin embargo, elementos como los que vamos describiendo, como el poder de las grandes empresas sobre los brazos legislativos y judiciales del Estado, la ausencia de una sanidad universal y de un sistema social básico, la agonía del sindicalismo o las enormes dificultades de acceso a una educación superior son excepcionalmente definitivos en la situación de unos ciudadanos alimentados por los mitos del individualismo y la tierra de las oportunidades.

«Hay algo de ser pobre en este país que es super deprimente. Vienes aquí y vas a lugares desfavorecidos, y, por encima de todo, del crimen o de todo aquello que no tienen, está lo siguiente: la falta de esperanza, la falta de respeto a sí mismos y el distanciamiento del resto de la sociedad. Para mí, el mayor coste de ser pobre en Estados Unidos es el coste psicológico.» Carol Graham es investigadora especialista en pobreza, desigualdad y salud pública del Instituto Brookings. Tras años de estudio en América Latina, al regresar a su país se dio cuenta de que había un elemento diferencial que se le estaba escapando y decidió medir la falta de esperanza.

Empecé comparando las actitudes acerca de que si un individuo trabaja duro en este país puede subir en el escalafón social, es decir, hice la clásica pregunta basada en el sueño americano. Comparé las respuestas obtenidas en América Latina y Estados Unidos, y cómo varían entre pobres y ricos. Lo que encontré fue fascinante. En América Latina, los pobres y los ricos casi contestaban igual, con un «no», y no había diferencias estadísticas. Sin embargo, aquí, había una diferencia de casi 20 veces entre pobres y ricos.

Es decir, en Estados Unidos, aquellos que no están en los estratos más bajos creen fervientemente que es por méritos propios. O lo que es lo mismo, los ricos que siempre lo han sido creen que quienes no lo son pueden llegar a serlo mediante esfuerzo y trabajo. Dicho desprecio e incomprensión son fatales en el caso de la población blanca, a la que se presupone que debería irle bien por su condición social. Graham lo explica de este modo:

El suicidio y la depresión son menos comunes en pobres de América Latina, y, en Estados Unidos, lo son menos entre los latinos y los afroamericanos que entre los blancos, porque los primeros no tienen el estigma y, por ejemplo, sus familias los ayudan. Para los blancos, el devenir pobre en los últimos tiempos ha sido un gran shock; de hecho, siguen siendo el grupo más opuesto a las ayudas gubernamentales porque lo relacionan con las minorías.

Graham pone como ejemplo de esta disociación el programa sanitario impulsado por Barack Obama, el llamado Obamacare, asegurando que muchos beneficiarios acabaron por votar a Donald Trump, contrario al mismo. «Es increíble. Hay cosas que puedo explicar y otras cosas que no puedo explicar, pero lo que sí puedo afirmar en función de los resultados de mis estudios es que este tipo captó la frustración con promesas que no tenían que ver con la realidad. Cuando la gente está en situación de perder es mucho más fácil manipularlos.» Graham desgrana el siguiente perfil:

Aquellos hombres ahora sin trabajo o con empleos precarios que se dedicaban a oficios manuales, pesados, difíciles, como minas, factorías…, que además conllevan estilos de vida no muy sanos, con lesiones o dolores. En este contexto, además, las compañías de opiáceos empezaron a repartirlos como caramelos. Se creó la tormenta perfecta: un mercado saturado de opiáceos, altas tasas de desesperación, falta de ayuda comunal y, en muchos casos, lugares completamente aislados. Ve al Misuri rural, vas a encontrar la nada.

Es decir, el votante blanco de clase trabajadora, un tercio del total de los adultos estadounidenses y que en esas elecciones serían decisivos en la victoria de Donald Trump. Siguiendo el ejemplo del Obamacare, poco después de las elecciones en las que el republicano saldría ganador, una reportera de la publicación VOX se acercó a Kentucky a preguntar a beneficiarios de dicho programa sanitario qué los había llevado a votar en contra de sus intereses.

En general, todos le contestaron que creían en la promesa de que Donald Trump mejoraría aún más su plan de salud, pese a no haber concretado cómo. Meses después, la misma periodista regresó para tantear los ánimos. Si bien se encontró con una decepción generalizada, también con justificaciones de que el presidente lo estaba haciendo muy bien en otras áreas como la inmigración, además del clásico: «Como decía mi padre, este es y será un condado republicano».

Este ejemplo sobre el terreno coincidiría con un análisis hecho por The Atlantic en el que, contrariamente a la narrativa de que solamente la pobreza o la ansiedad económica impulsaron ese voto hacia Donald Trump, fue la ansiedad cultural lo que definitivamente los empujó a decidirse por el republicano. En resumen, aquellos que aseguraban sentirse como un extraño en Estados Unidos, que apoyaban la deportación de inmigrantes o que no creían que a mayor educación su situación individual pudiera mejorar.

Así, la publicación destacó que el 79% de los estadounidenses blancos de clase trabajadora que estuvieron de acuerdo con estas dos declaraciones votaron por Trump: «Las cosas han cambiado tanto que a menudo me siento como un extraño en mi propio país» y «el estilo de vida estadounidense debe protegerse de la influencia extranjera». Además, el 87% de los estadounidenses blancos de clase trabajadora que dijeron estar a favor de una política de identificación y deportación de inmigrantes ilegales también le votaron. Finalmente, un 61% de los hombres blancos de clase trabajadora aseguraron que invertir en una carrera universitaria es «una apuesta arriesgada».

Este texto es un extracto del capítulo III (Cómo sobrevive y se sobrevive al sistema) del libro de Helena Villar “Esclavos Unidos. La otra cara del American Dream”. Editorial Akal. Colección A Fondo. Publicado con la autorización de la editorial y de la autora."

(Helena Villar , Venezuela News, 21/09/23)

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