"(...) ¿Consiste la blasfemia en insultar a algún dios? Nada menos evidente.
Si yo me defeco a gritos en Júpiter o en Quetzalcoatl, nadie me tendrá
realmente por blasfemo –todo lo más por desequilibrado– porque ninguno
de esos interesantes personajes mitológicos cuenta actualmente con
feligreses a los que pueda irritar mi exabrupto.
Lo imprescindible para
que haya blasfemia no es que se mancille el honor de una divinidad (por
cierto, ¿tienen ‘honor’ los dioses también, como los políticos acusados
de corrupción?) sino que haya suficiente personal que se considere
agredido en nombre del dios por ciertas expresiones, bromas,
caricaturas, comportamientos o rasgos indumentarios.
De lo que molesta a
los dioses sabemos poco, pero en cambio hay gente muy picajosa… Es
absurdo suponer que alguien puede ‘ofender’ a divinidades que para él no
existen, sea de palabra o de obra.
El único blasfemo posible es el creyente que se burla o desafía a
aquello en lo que cree, como parece que hizo el padre de Kierkegaard
dejando traumatizado para los restos a su pobre hijo. Pero eso es un
asunto íntimo y personal, no una transgresión pública: uno sólo puede
blasfemar contra sí mismo y por tanto sólo uno mismo puede castigarse
por semejante osadía…
Unamuno decía que también la blasfemia es una
forma de oración, siendo la plegaria airada del piadoso que quiere
volverse impío al comprobar los horrores de la vida. Y no olvidemos que
el propio Jesucristo fue acusado de blasfemia por los fariseos, aunque
ahora la opinión pública le haya absuelto de ese cargo.
Pero todo esto tiene poco que ver con las bromas más o menos
maliciosas que algunos hacen a costa de los feligreses de las iglesias
más conspicuas. Porque la verdad es que lo que suelen llamarse
‘blasfemias’ no van contra los dioses sino contra quienes dicen creer en
ellos y se convierten en portavoces de dogmas y rituales.
¿Tenemos que
someternos todos a sus prejuicios y renunciar al humor, a la sátira o a
la crítica porque se tomen demasiado en serio a sí mismos, con el
pretexto de que hay que respetar a Dios o al profeta de su preferencia?
¿Habrá que prohibir ‘La vida de Brian’, que tanto nos ha hecho reír y
que si la ha visto Jesús le habrá hecho reír como a los demás, porque
algunos malasombra penitenciales no soporten la divertida parodia
evangélica?
No creo –ni me importa, desde luego– que la película en
cuestión haya hecho perder a nadie su fe cristiana; me basta con saber
que mantiene la fe en la ironía culta y el humor gamberro que son dos de
los ingredientes indispensables para el cóctel que llamamos
‘humanidad’, cuya pérdida me preocuparía mucho más que la renuncia a
venerar ciegamente tales o cuales símbolos esotéricos.
La ya célebre paparrucha del Papa sobre el puñetazo que se ganaría quien
insultase a su madre ejemplifica bien el error de clérigos y asimilados
sobre este asunto. Porque una cosa es el insulto directo y personal,
que suele incluir menciones denigratorias a los progenitores y ante el
que cada cual reacciona de acuerdo con su educación y las
circunstancias, y otra la ofensa abstracta a lo que algunos consideran
su ‘familia’ sobrenatural.
En este segundo caso, la convivencia
democrática exige deportividad o resignación cívica, pero no puñetazos.
Cuidado con lo que predicas, Francisco, que donde las dan las toman." (FERNANDO SAVATER, EL CORREO – 01/02/15, en Fundación para la Libertad)
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