"No soy el único que piensa que la Guerra Civil es nuestro Far West. Y
es normal que lo sea. Hablamos de la épica, y para que la épica surja
tiene que haber héroes, por mucho que ironicemos con ellos y los
desgastemos. Tiene que haberlos o el sistema no funciona.
Y queda bastante claro que la guerra civil fue una fábrica de héroes,
además de uno de esos momentos trágicos y épicos que se dan muy pocas
veces en la historia. Son algo así como la guerra de Troya, y las
diferentes generaciones tienden a ubicarse, al menos alguna vez, en ese
espacio mítico, en ese Far West donde hasta lo imposible es
perfectamente posible. (...)
A un narrador de ahora le puede interesar más el ambiente de locura
colectiva que presidió los días de la guerra, aquel aquelarre sangriento
en el que podían darse cita todas las formas del extravío, que el
asunto estrictamente político. He ahí la utilidad más evidente de los
espacios míticos: en ellos cualquier exploración parece posible.
Pero es que también todo fue posible para aquellos españoles que ya
se habían curtido en la Guerra Civil y entraron a formar parte de la
división Leclerc, la que liberó París. Aquellos luchadores que llegaban a
París y acogían con orgullo el clamor de la multitud podían decir que
habían ganado la guerra.
No habían liberado Madrid, pero habían liberado
París: algo así como la capital de Europa. Podían mirar hacia atrás y
marearse de vértigo. Se habían salvado por los pelos numerosas veces:
eran los héroes de nuestro tiempo justo antes de que el existencialismo
llenase las calles con sus brumas constantes y empezase a reinar el
concepto de angustia.
Para los españoles que entraban en París con Leclerc, la angustia era
un lujo que no se podían permitir, y la locura una enfermedad sólo al
alcance de los suizos.
Únicamente los griegos de la Antigüedad tenían algo parecido. Por eso
nos quedamos cortos cuando hablamos de Far West: es eso, desde luego,
pero también es a su manera la Ilíada y la Odisea. La Ilíada sería la
Guerra Civil en sí misma, y la Odisea el periodo de la división Leclerc y
todo lo que Bergamín llamó la España peregrina. Una Odisea ya
vinculable a otro mito muy poderoso, el del éxodo judío.
Aquellos peregrinos no conocieron el paraíso y sin embargo no
transmitieron al final de sus vidas un retrato negativo del ser humano.
Eran en realidad de una inteligencia hegeliana capaz de asimilar en ella
todas las tragedias y convertirlas en sustancia positiva. Y para eso
hay que tener mucha madera de héroe, y mucha perspectiva, que es lo que
falta ahora.
Lo que más claramente percibí de esa generación épica cuando traté a
algunos de sus representantes en París era su dureza, combinada con un
sentido de la humanidad muy asentado. Algunos y algunas estaban casados
en segundas nupcias porque se habían quedado viudos. Conformaban
matrimonios discretos y amables, que sólo hablaban de la guerra cuando
se lo preguntaban; y les gustaba transmitir su relato a los jóvenes. Si
les pedías que hablasen, hablaban.
Recuerdo que una vez, yendo en tren desde París a Barcelona, me puse a
hablar con un hombre muy entrado en años que, según me confesó, había
sido esclavo en una granja alemana durante la II Guerra Mundial. Me
interesó mucho su relato y sólo le hice una pregunta, más bien perversa:
¿se había llegado a crear entre amos y esclavos un lazo afectivo?
No dudó en decirme que sí. Se habían ido de la granja con síndrome de
Estocolmo. Al fin y al cabo, su condición de esclavos les había salvado
la vida. ¿Recordaba con rencor a los granjeros alemanes? No, si bien
sabía ponerlos en su sitio. Y les censuraba que una noche estuviese a
punto de morir de frío, porque cerraron todas las puertas de la granja
olvidándose de él, que había permanecido todo el día trabajando en el
bosque.
Los experimentos que los nazis hicieron sobre la resistencia al dolor
en los campos de concentración les llevaron a la conclusión de que los
individuos más resistentes parecían ser los ucranios y los españoles.
Por descontado que si se trataba de españoles de la Guerra Civil, la
resistencia al dolor estaba más que asegurada y podían batir cualquier
récord. Justamente por eso siempre he dado cierta validez a los informes
que hicieron a ese respecto los médicos alemanes, si bien es cierto que
se trataba de españoles de una determinada generación, la generación de
la guerra de Troya y del Far West: la generación mitológica.
Dudo mucho
que ahora los españoles ganásemos la medalla de oro de resistencia al
dolor, aunque viendo la paciencia y la resignación que estamos teniendo
ante la crisis es para pensar que seguimos siendo el pueblo con más
resistencia al dolor de cuantos ha parido la historia, y que al menos en
eso no nos diferenciamos tanto de los héroes de la Guerra Civil,
“domadores de potros”.
La generación de la Guerra Civil tenía una fe supurantemente
ideológica en lo que llamaban la “raza española”, tanto en la derecha
como en la izquierda. Se trataba de un abuso extraordinario del concepto
raza, que ya se confundía con el de estirpe y el de nación, y también
Salazar hablaba de la “raza portuguesa”.
Había que pensar que sólo la
península Ibérica albergaba cuatro o cinco razas más o menos definidas.
Cierto racismo interior estaba asegurado entonces y ahora, si bien ahora
se camufla bajo otros conceptos hurtados a la etnología, pero que en
realidad significan lo mismo y tienen la misma función: separar y crear
fronteras.
Un republicano al que conocí en Barcelona tenía una fe asombrosa en
la fortaleza de la raza. Cené con él una noche en el Ritz, en una de
aquellas fiestas de Planeta, y entre otras cosas estuvimos hablando del
sida, cuyo fantasma ya volaba por el mundo como el ángel exterminador.
El hombre al que me refiero hizo un gesto de escepticismo cercano al
estupor y me dijo que nosotros no teníamos que preocuparnos por el sida,
por la sencilla razón de que la raza española era muy fuerte. “Yo
mismo”, me dijo, “estuve en campos de concentración en los que había
hasta lepra y aquí me tienes”.
Sí, de acuerdo, pensé para mí, pero es que eso me lo estaba diciendo
un héroe, y los héroes no son personas normales y corrientes. Son seres
mitológicos, como el señor heroico que cenaba conmigo aquella noche en
el Ritz y que había participado en el desembarco de Normandía, lo más
parecido que tenemos hoy en día al desembarco de Troya. En esa acción
habían participado 150 españoles: sólo murió uno.
Normal, eran gentes
tocadas por la gracia, en parte porque se habían jugado demasiadas veces
la vida. Asombrosamente, materializaban en sus vidas todos los
atributos del héroe, tanto positivos como negativos: dejaban tras ellos
un largo camino de sepulcros pero seguían vivos. Habían regresado del
abismo." (
Jesús Ferrero , El País,
11 ABR 2015)
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