"El fascismo está de regreso. A decir verdad, jamás dejó de interesar a
los historiadores o de nutrir sus controversias; pero, desde hace algún
tiempo, reaparece con insistencia en los debates públicos. Resurge a
veces espontáneamente, como una suerte de facilidad semántica, cuando no
sabemos cómo denominar realidades nuevas, inesperadas y sobre todo
inquietantes.
Se designa con ese término ya sea el ascenso de las
derechas radicales un poco por todas partes en la Unión Europea, ya la
Rusia de Putin y las facciones que se enfrenta en Ucrania, ya el
“califato” que Daesh intenta edificar en Iraq y en Siria, ya,
finalmente, los actos terroristas de comienzos de 2015 en Francia, Túnez
o Kenia. En Francia, en particular, todo el mundo denuncia o evoca el
“fascismo”, de Marine Le Pen a Manuel Valls, hasta a Alain Badiou y
otros intelectuales de izquierda, en una cacofonía desconcertante.
¿Estamos seguros de que el uso indiscriminado de un concepto tal nos
ayuda en verdad a comprender fenómenos tan obviamente diferentes entre
sí? Mucho más que para analizarlos, la apelación a la noción de fascismo
sirve para estigmatizarlos, según una tendencia –tan típica de nuestra
época– a transformar la moral en categoría cognitiva. Ahora bien, el
regreso del “fascismo” vuelve necesario y urgente distinguir bien las
realidades que dicha noción abarca.
Aquello que, entretanto, merece una atención muy particular es el
ascenso de las derechas radicales, uno de los aspectos más distintivos
de la actual crisis europea. A pesar de su heterogeneidad y de sus
divisiones, que no han permitido la creación de un grupo parlamentario
común en Bruselas, ellas comparten ciertos rasgos –racismo, xenofobia,
nacionalismo– que perfilan una tendencia general.
En esta vasta
nebulosa, una línea divisoria separa a los viejos miembros de la Unión
Europea de los nuevos, salidos del antiguo bloque soviético. En estos
últimos, el viraje de 1989 creó condiciones favorables para un
renacimiento de los nacionalismos de preguerra, fascistoides,
anticomunistas y antisemitas.
Haciendo alarde de su voluntad de
restituir a esos países una conciencia nacional reprimida durante cuatro
decenios de hibernación soviética, todos gozan de una cierta
legitimidad en el seno de la opinión. En Ucrania, un país atravesado por
las nuevas fronteras geopolíticas que separan a Rusia de Occidente,
hemos asistido a la reaparición espectacular de formaciones abiertamente
neonazis.
En el Oeste, entretanto, el epicentro de esta crisis europea
se encuentra en Francia, donde el Frente Nacional domina el paisaje
político. Como el Viejo Mundo no había conocido un ascenso semejante de
las derechas radicales desde la década de 1930, esto despierta en todas
partes la memoria de los años oscuros.
Conceptos
(...) Por un lado, los analistas dudan en hablar de fascismo –salvo a
propósito de algunas excepciones notables, como las de Amanecer Dorado
en Grecia (que puede ser caracterizado como neonazi) o Jobbik en
Hungría– y se ponen de acuerdo a fin de reconocer las diferencias que
separan estos nuevos movimientos de sus ancestros de la década de 1930;
por otro lado, toda tentativa de definición de este nuevo fenómeno pasa
por una comparación con el período de entreguerras.
El concepto de
fascismo parece insuficiente o inapropiado y, a la vez, ineludible para
aprehender esta realidad nueva. El concepto de posfascismo, un término
que distingue esta realidad nueva respecto del fascismo histórico,
aunque sugiriendo tanto una continuidad como una transformación, me
parece más pertinente; no responde, por cierto, a todas las preguntas
planteadas, pero corresponde a esta etapa transitoria. (...)
Saber si las nuevas derechas radicales coinciden con un “tipo ideal”
fascista –la convergencia del nacionalismo, el racismo y el
antisemitismo, la oposición a la democracia, el uso de la violencia, la
movilización de masas y el liderazgo carismático– es un ejercicio
bastante estéril. Un continente que ha conocido setenta años de paz casi
ininterrumpida no puede expresar la misma política “brutalizada” que
afectó a Italia, Alemania o España durante las décadas de 1920 y 1930.
Buscar los Filippo Tommaso Marinetti, Ernst Jünger y Carl Schmitt
–estetas de la violencia y teóricos del Estado total– en la Europa de
hoy sería tan anacrónico y vano como deplorar la ausencia de un filósofo
de la acción comunicativa como Jürgen Habermas, o de un pensador de la
justicia como John Rawls en la Italia de 1922 o en la Alemania de 1933.
Pensar el fascismo hoy en día significa tomar en consideración las
formas posibles de un fascismo del siglo XXI, no la reproducción de
aquel que existió en la entreguerra.
El fascismo fue evocado a menudo para definir las tendencias
autoritarias y las nuevas formas de poder que aparecieron después de la
Segunda Guerra Mundial, no solo en América Latina, sino también en
Europa. En un artículo célebre de 1949, en plena Era Adenauer, Theodor
W. Adorno estimaba que “la supervivencia del nazismo en la democracia”
era más peligrosa que la persistencia “de tendencias fascistas dirigidas
contra la democracia” (1998: 555).
Los estudiantes alemanes que, en la
década de 1970, se manifestaban en contra de las leyes anticomunistas de
la RFA (Berufsverbot) no decían otra cosa. En 1974, Pier Paolo
Pasolini observaba el advenimiento de un “nuevo fascismo” fundado en el
modelo antropológico consumista del capitalismo neoliberal, frente al
cual el régimen de Mussolini aparecía irremediablemente arcaico, como
una suerte de “paleofascismo” (Pasolini, 1990: 63).
Y, hace unos diez
años, los historiadores que se dedicaron a estudiar la Italia de
Berlusconi no pudieron dejar de reconocer una relación de parentesco, si
no de filiación, con el fascismo clásico. Por cierto, las diferencias
son de talle: adepto de las “libertades negativas” y enemigo mortal del
comunismo –un término que utiliza como metáfora de toda idea de
igualdad–, el “pequeño duce de Arcore” no tenía la ambición de erigir un
nuevo Estado y se había volcado, antes bien, al culto del mercado; su
hábitat natural era la televisión, no las “aglomeraciones oceánicas”
apreciadas por su predecesor; su carisma y la exhibición de su cuerpo
eran fabricados por los medios de comunicación modernos y remitían a una
variante particular de carisma “a distancia”, antes que al carisma
clásico teorizado por Max Weber, que implica una relación directa,
emocional, casi física entre el líder y sus adeptos (Santomassimo, 2003;
Gibelli, 2011; Flores d’Arcais, 2011).
Esta pequeña digresión basta para mostrar que el fascismo posee una
dimensión no solo transnacional –brillantes estudios han sacado a la luz
su carácter transatlántico–, sino también transhistórico. Es la memoria
colectiva la que establece el lazo entre un concepto y su uso público,
más allá de su dimensión historiográfica.
Visto desde esta perspectiva,
el fascismo puede convertirse en un concepto transhistórico que rebasa
la época que lo ha engendrado, del mismo modo que otras nociones de
nuestro léxico político. Decir que Estados Unidos, Francia y el Reino
Unido son democracias no significa postular la identidad de sus sistemas
políticos, aún menos pretender que se corresponderían con la democracia
ateniense de la era de Pericles.
El fascismo del siglo XXI no tendrá el
rostro de Mussolini, Hitler o Franco, ni –esperemos– el del terror
totalitario, pero sería erróneo deducir de esto que nuestras democracias
no están en peligro. La evocación ritual de las amenazas externas que
pesan sobre la democracia –en primer lugar, el terrorismo islámico–
olvida una lección fundamental de la historia de los fascismos: la
democracia puede ser destruida desde el interior.
Mutaciones
El posfascismo extrae su vitalidad de la crisis económica y del
agotamiento de las democracias liberales que han conducido a las clases
populares hacia la abstención y se identifican de aquí en más, en todos
sus elementos, con las políticas de austeridad. Su ascenso, con todo,
tiene lugar en un contexto profundamente diferente de aquel que vio
nacer al fascismo en las décadas de 1920 y 1930.
Después del colapso del
orden liberal del “largo” siglo XIX, el fascismo se presentaba como una
alternativa de civilización, anunciaba su “revolución nacional” y se
proyectaba hacia el futuro (Morse, 2003; Sternhell, 1997). Esbozaba la
utopía de un “Hombre nuevo” que debía reemplazar las democracias
decadentes y regenerar las naciones del Viejo Mundo. Mussolini prometía
el renacimiento del Imperio Romano y Hitler anunciaba el advenimiento de
un Reich milenario que habría permitido, a los miembros del Volk
(pueblo alemán) comulgar en un futuro de fraternidad racial.
El
posfascismo, desprovisto del impulso vital y utópico de sus ancestros,
surge en una era postideológica marcada por el colapso de las esperanzas
del siglo XX. Está limitado por una temporalidad “presentista” que
excluye todo “horizonte de expectativas” más allá de los plazos
electorales. Dicho de otro modo, el posfascismo no tiene la ambición de
movilizar a las masas en torno a nuevos mitos colectivos.
En lugar de
hacer que el pueblo sueñe, quiere convencerlo de que sea un útil eficaz
para expresar su protesta contra los poderosos que la dominan y
aplastan, sin dejar de prometer el orden –económico, social, moral– a
las capas poseedoras que han preferido siempre el comercio a las
finanzas y la propiedad hereditaria a las fluctuaciones del mercado.
Lejos de ser o de presentarse como “revolucionario”, el posfascismo es
profundamente conservador, e incluso reaccionario. Su modernidad se
funda en su uso eficaz de los medios y de las técnicas de comunicación
–sus líderes revientan las pantallas de televisión– más que en su
mensaje, completamente desprovisto de toda mitología milenarista. Si
sabe fabricar y explotar el temor presentándose como una muralla frente a
los enemigos que amenazan a la “gente común” –la mundialización, el
islam, la inmigración, el terrorismo–, sus soluciones consisten siempre
en retornar al pasado: retorno a la moneda nacional, reafirmación de la
soberanía, repliegue identitario, protección de la gente humilde que se
siente, a partir de ahora, “extranjera en su patria”, etcétera.
Una de las fuentes fundamentales del fascismo clásico, su razón de ser
y, en varios casos, la clave de su ascenso al poder ha sido el
anticomunismo. El fascismo se definía como una “revolución contra la
revolución”, y su radicalismo estaba a la altura del desafío encarnado
por la Revolución Rusa.
Los dos postulaban el retorno del orden
establecido y estructuraban sus movimientos según un paradigma militar
heredado del primer conflicto mundial; eran el espejo de una vida
política brutalizada por la guerra total. Hoy en día, el posfascismo
diluye su lenguaje por spots televisados y campañas publicitarias antes que haciendo desfilar sus tropas en uniforme.
Y cuando moviliza a las multitudes, estas últimas no desdeñan ciertos
códigos estéticos tomados en préstamo a la izquierda libertaria, como en
el caso de La manif pour tous (La manifestación para todos) en
oposición al matrimonio homosexual. El imaginario posfascista no se
siente acosado por las figuras jüngerianas de las “milicias de trabajo” (Arbeiter)
de cuerpo metálico esculpido por el combate, ni por los fantasmas
eugenésicos de purificación racial.
En suma, se reduce a las pulsiones
conservadoras de aquello que el pensamiento crítico ha definido como la
“personalidad autoritaria”: una mezcla de temor y frustración y una
falta de autoconfianza que conducen al goce de la propia sumisión.
El posfascismo tiene enemigos, pero ni el movimiento obrero ni el
comunismo estructuran ya su odio y sus cóleras. El bolchevique ha sido
reemplazado por el terrorista islámico que no se oculta ya en las
fábricas, sino en los suburbios poblados por “minorías
étnico-religiosas”. Visto en una perspectiva histórica, el posfascismo
es una consecuencia de la derrota de las revoluciones del siglo XX y del
eclipse del movimiento obrero como sujeto de la vida social y política.
Al haber desaparecido el comunismo y al haberse alineado la
socialdemocracia según las normas de la gobernabilidad neoliberal, las
derechas radicales adquirieron una suerte de monopolio de la crítica del
“sistema”, sin tener siquiera la necesidad de mostrarse subversivas
–ellas ceden ese papel a outsiders tales como Dieudonné y Alain Soral–
ni de entrar en competencia con la izquierda antiliberal.
Allí donde
ésta existe y actúa eficazmente, como en España y en Grecia, el
posfascismo desaparece o reencuentra sus colores de origen. Pero esta
ventaja cierta es también un límite. Es el anticomunismo el que, en la
década de 1930, les permitió a Mussolini y Hitler obtener el apoyo de
las élites dominantes en Italia y en Alemania y a Franco contar con la
no intervención franco-británica durante de la Guerra Civil Española.
Hubo, sin duda, un “error de cálculo”, como lo sugiere Ian Kershaw
(1999: 605), en la designación de Hitler en la cancillería alemana en
enero de 1933, pero está claro que, sin la gran depresión y la
Revolución Rusa, en una República de Weimar completamente paralizada,
las élites industriales, financieras y militares probablemente no
habrían permitido la llegada al poder de un plebeyo iracundo, demagogo e
histérico cuya única hazaña política había sido, en 1923, una tentativa
de golpe desde una cervecería de Múnich.
Hoy en día, la amenaza
bolchevique desapareció, en tanto que los consejos de administración,
los grandes grupos industriales, las multinacionales y los bancos ven
sus intereses mejor representados por el Banco Central Europeo, el FMI y
la Comisión de Bruselas que por la extrema derecha, que hizo su agosto
con la lucha contra la Troika y la moneda única.
Para que las derechas
radicales se conviertan en un interlocutor creíble a los ojos de las
élites dominantes, deberían tener lugar el derrumbe de la Unión Europea y
la instalación –como en Italia a comienzo de la década de 1920 y en
Alemania después de 1930– de un estado de inestabilidad generalizada.
Ahora bien, esta implosión será sin duda inevitable, a la larga, si
nuestras clases políticas se obstinan en continuar su orientación
actual, fundada en la aplicación ciega del rigor y en el rechazo
manifiesto de toda voluntad de avanzar hacia la construcción de un
Estado federal, que sería la única condición para volver legítima la
Unión Europea.
Esta falta total de visión y de ambición va acompañada a
menudo de egoísmos y de decisiones miopes, dictadas por sondeos de
opinión o elecciones locales. Desde este punto de vista, nuestras élites
se parecen, menos que a sus ancestros de la década de 1930, a los
“sonámbulos” de la Belle Époque descritos por el historiador Christopher
Clark (2013), los partidarios del “concierto europeo”, que se
encaminaban hacia la catástrofe con la más completa –y culpable–
inconsciencia. (...)
La elección de un político como el luxemburgués Jean-Claude Juncker,
durante veinte años a la cabeza de un paraíso fiscal, para dirigir la
Comisión Europea es la expresión tangible de ese hiato enorme que separa
a las sociedades europeas de sus élites, bastante similares a las
oligarquías del “Antiguo Régimen persistente”, según la definición de
Arno Mayer (1983), que regían los destinos de Europa en las vísperas de
1914.
El fascismo fue también, durante las décadas de 1920 y 1930, una
reacción ante su desprecio por parte de las “multitudes”. Una Némesis
perversa y aterradora que parece resurgir en nuestros días. (...)
Un rasgo común del posfascismo, bien arraigado en todas sus variantes,
desde los movimientos neonazis a los partidos más “moderados” salidos de
las derechas tradicionales, es la xenofobia. El odio violento hacia el
extranjero, siempre identificado con el inmigrante, estructura su
ideología y orienta su acción.
En el imaginario posfascista, el
“extranjero” es definido por oposición al autóctono y posee, con el
mismo derecho que este último, una identidad cambiante. Tanto en virtud
de su código de nacionalidad, que reconoce el derecho de suelo desde la
III República –en otros lugares, más reciente o inexistente–
permitiéndole al inmigrante adquirir la ciudadanía, como a causa de su
concepción de la laicidad, Francia es un observatorio privilegiado para
todo lo que se relaciona con la xenofobia y el racismo. (...)
En consecuencia, el “extranjero” es también y sobre todo un enemigo del
interior, un elemento corruptor que afecta al cuerpo sano de la nación
como un virus, o que lo carcome como un cáncer. Ese mecanismo social de
fabricación de una alteridad negativa no tiene nada de nuevo, como lo
mostró Gérard Noiriel (2007) al reconstituir sus etapas desde el siglo
XIX hasta su cristalización en la política del Frente Nacional.
Sus
metamorfosis, sin embargo, son de tamaño. Hace un siglo, hacía
referencia a los “tanos”, los españoles y los polacos; hoy, dejando de
lado a los gitanos –sobre cuyas espaldas intentó edificar su reputación
de hombre del orden el actual jefe de gobierno–, los europeos ya no son
más tomados en consideración; la xenofobia se focaliza en las minorías
de origen africano, negro y magrebí de religión musulmana. (...)
Uno de los pilares del fascismo clásico era el antisemitismo. (...)
En la Europa de la primera mitad del siglo pasado, el antisemitismo no
estaba, ciertamente, circunscrito a los movimientos y los regímenes
fascistas, pues impregnaba el conjunto de las culturas nacionales en
que, bajo múltiples variantes, gozaba de una total legitimidad e incluso
concedía a sus adeptos una señal de distinción, como lo recuerda Proust
en En busca del tiempo perdido y como lo muestran los escritos
de algunos de los grandes escritores del siglo XX, de Thomas Mann a
Georges Bernanos y Louis-Ferdinand Céline.
A los ojos del fascismo, los
judíos eran racialmente extranjeros para las naciones europeas; su
inteligencia abstracta los había colocado en el centro del capitalismo
financiero, parasitario y especulador, alejándolos de la autenticidad de
los pueblos del Viejo Mundo; su racionalismo calculador estaba en curso
de destruir las viejas culturas orgánicamente ligadas a los territorios
y a sus pueblos, reemplazándolos por una Modernidad mecánica y sin
alma; en fin, los judíos habían introducido en Europa el bacilo del
bolchevismo, cuyo cerebro eran ellos. (...)
Hoy en día, el discurso racista ha cambiado de forma y de víctima: el
inmigrante musulmán ha reemplazado al judío. El racialismo –un discurso
modelado por el cientificismo y el biologicismo– ha cedido su lugar a un
prejuicio culturalista que señala una divergencia antropológica radical
entre la Europa “judeocristiana” y el islam.
El antisemitismo
tradicional, que fue durante un siglo un elemento constitutivo de todos
los nacionalismos, no es más que un fenómeno residual. Las instituciones
del Continente han hecho incluso de las conmemoraciones del Holocausto
la fianza moral de sus políticas y mantienen relaciones especiales con
Israel.
El clima malsano del antisemitismo latente pero omnipresente que
dominaba las esferas públicas del Viejo Mundo antes de la guerra no es
ya estructurante; fue reemplazado por una hostilidad análoga hacia todo
lo que concierne al islam, una noción a su vez metaforizada –designa
caóticamente una religión, la inmigración, las minorías, el terrorismo,
etcétera– y esencializada –una suerte de alteridad ontológica en el seno
de las naciones europeas– (Hajjat/Mohammed, 2013).
El lenguaje se ha
renovado, pero la representación del enemigo –el terrorista islámico es a
menudo dibujado, como otrora el judeo-bolchevique, con una alteridad
física muy destacada; su barba abundante cumple el papel de la nariz
ganchuda– reproduce el antiguo esquema racial. (...)
La xenofobia ordinaria se expresa más bien a través de la violencia
simbólica de eslóganes, declaraciones impactantes, imágenes vulgares,
lugares comunes racistas. (...)
Después de décadas de retórica sobre la “inmigración elegida”, la
imposibilidad de “acoger toda la miseria del mundo”, “el ruido y el
olor”, el “pan de chocolate”, etcétera, el posfascismo ha sido
legitimado poderosamente por aquellos mismos que pretendían combatirlo.
Ya en el fascismo clásico, la palabra cumplía un papel más importante
que la escritura. Ahora que la videosfera predomina sobre la grafosfera,
no resulta sorprendente que el discurso xenófobo se propague primero
por los medios de comunicación, asignando a la producción cultural un
papel auxiliar. (...)
La comparación sería, pues, más pertinente con la Alemania
guillermina, en que los judíos eran rigurosamente excluidos del aparato
del Estado, en tanto que la prensa se alarmaba ante una “invasión judía”
(Verjudung) susceptible de poner en cuestión la matriz étnica
(alemana) y religiosa (cristiana) del Reich. El antisemitismo cumplía el
papel de un “código cultural” que permitía definir en negativo una
identidad alemana desfalleciente, sacudida por la modernización del país
y la concentración judía en las grandes ciudades, su parte más
dinámica. En breve, un alemán era ante todo un no judío (Volkov, 1978).
De modo análogo, el islam permite hoy reencontrar, por delimitación
negativa, una “identidad francesa” perdida o amenazada por la
mundialización. En nuestros días, el lenguaje ha cambiado, pero la prosa
de un Alain Finkielkraut, que expresa su “identidad desventurada” ante
el ascenso del multiculturalismo y la idealización del mestizaje,
calamidades que han transformado a Francia en una suerte de “albergue
español” (Finkielkraut, 2014: 111), no es muy diferente de la de
Heinrich von Treitschke.
En 1880, este último deploraba la “intrusión” (Einbruch)
de los judíos en la sociedad alemana, cuyas costumbres trastornaron
como un elemento modernizador y perturbador.
El historiador alemán
concluía su ensayo con una nota de desesperación que se convirtió en un
eslogan: “Los judíos son nuestra desgracia” (Die Juden sind unser Unglück)
(Treitschke, 2004: 16). Lo que es desgarrador para Finkielkraut es este
espectáculo aflictivo de una Francia tradicional en la que los
“sedentarios hacen la experiencia desconcertante del exilio” y sienten
“convertirse en extranjeros en su propio suelo” (Finkielkraut, 2014:
119); una Francia que se disgrega poco a poco ante el avance inexorable
de las carnicerías y los fast-food halal, donde el argot de los
suburbios ha reemplazado la nobleza de la lengua de Chateaubriand y los
adolescentes que escuchan su iPod han perturbado la autoridad de los
maestros de la escuela republicana.
El posfascismo da una respuesta
política a ese grito de dolor de una Francia que se repliega sobre sí
misma, la Francia conservadora que “viene desde el fondo de los tiempos”
y que no se reconoce ya en el mundo de hoy, del que ella esboza un
retrato imaginario y caricaturesco: “La nueva norma social de la
diversidad dibuja una Francia cuyo origen no tiene derecho de ciudadanía
sino a condición de ser exótica, y donde una única identidad está
marcada de irrealidad: la identidad nacional” (ibíd.: 110).
Según
Finkielkraut, lejos de ser una construcción social e histórica, Francia
–es la imagen que da de ella su libro– es una suerte de dato ontológico,
una entidad atemporal que, para vivir, debe defenderse de toda
contaminación externa. (...)
Los nuevos reaccionarios –no todos, pero sí muchos de ellos– exhiben sus
simpatías por el sionismo e Israel, en tanto que el antisemitismo ha
vuelto a ser lo que era en el siglo XIX: el “socialismo de los
imbéciles” (el odio de los judíos disfrazado bajo los rasgos del
anticapitalismo), cultivado por ciertos miembros de las clases más
explotadas de la sociedad en busca de un chivo expiatorio.
En Francia,
este odio hacia los judíos es sobre todo difundido, bajo la forma de
provocaciones anticonformistas, por humoristas dudosos, como Dieudonné, y
por ideólogos apegados al fascismo subversivo de los orígenes, como
Alain Soral.
Hasta el presente, este antisemitismo no encontró expresión
política o electoral, pero su influencia es nefasta y corre el riesgo
de extenderse, sobre todo si, al día siguiente de cada atentado
antisemita, François Hollande aprovecha la ocasión para mostrarse en
público al lado de Benjamin Netanyahu.
La paradoja trágica de esos actos
antisemitas, a veces terriblemente violentos, reside en el hecho de que
son perpetrados por jóvenes salidos de una minoría excluida y oprimida
en contra de otra minoría, portadora de una memoria de exclusión y de
persecución, pero hoy en día muy integrada tanto en el plano social como
en el político y el cultural. (...)
La islamofobia, entretanto, no es más que un sustituto del antisemitismo
de ayer, pues sus raíces son profundas y la ligan a una tradición que
le es propia: el colonialismo. La islamofobia se alimenta de la memoria
del largo pasado colonial del Continente y, sobre todo en Francia, de la
guerra de Argelia, que fue su conclusión traumática.
El colonialismo
había inventado una antropología política fundada en la dicotomía entre
ciudadano e indígena que fijaba jerarquías sociales, espaciales,
raciales y políticas. Una vez desaparecida esta división codificada por
la ley, el emigrante postcolonial, devenido en ciudadano francés, se
transforma en cuerpo extraño, en “un pueblo en el pueblo”.
Es la matriz
colonial de esta islamofobia la que explica su virulencia y
persistencia; es el estigma colonial el que hace que, al cabo de tres
generaciones, un apellido italiano, español o polaco se confunda en la
variedad de patronímicos franceses, en tanto que otro árabe o africano
califica a su portador de ciudadano perteneciente a una categoría
especial: “procedente de la inmigración”, según el eufemismo que
reemplaza un léxico racial de ahora en más obsoleto. (...)
La matriz colonial de la islamofobia provee una de las claves para
comprender la metamorfosis ideológica del posfascismo. Este último
abandonó las ambiciones imperiales del fascismo clásico adoptando una
postura conservadora y defensiva.
No apunta ya a conquistar sino a
expulsar, criticando incluso las guerras neoimperiales llevadas adelante
desde comienzos de la década de 1990 por Estados Unidos y sus asociados
occidentales.
Si el colonialismo del siglo XIX quería cumplir las
promesas del universalismo republicano transformando sus conquistas en
“misiones civilizadoras”, la islamofobia postcolonial conduce su combate
en contra de un enemigo interior en nombre de los mismos valores. La
conquista ha cedido su lugar al rechazo: otrora, se sometía a los
bárbaros a fin de civilizarlos; hoy en día se los quiere segregar y
expulsar para protegerse de su influencia nefasta.
Esto explica, desde
hace un cuarto de siglo, los debates incesantes en torno a la laicidad y
el velo islámico, hasta la promulgación, en 2005, de una ley que
prohíbe el uso de este último en lugares públicos.
El consenso en torno a
una concepción neocolonial y discriminatoria de la laicidad, a la
necesidad de limitar los flujos migratorios y expulsar a los extranjeros
en “situación irregular”, ha contribuido a legitimar el discurso de la
derecha radical en el espacio público.
Pero hemos pasado de una actitud
conquistadora a una postura defensiva. Entre el fascismo y el
posfascismo no está solo la derrota histórica del comunismo, está
también la descolonización.
El posfascismo no oculta, por cierto, su pasión por la autoridad –exige
un poder fuerte, leyes de seguridad, reintroducción de la pena de
muerte, etcétera–, pero abandona su lastre ideológico –en esto no se
corresponde ya con su arquetipo– para adherirse a las Luces. En la era
de los derechos del Hombre y del consenso post totalitario, eso le
concede una cierta respetabilidad. (...)
De acuerdo con los posfascistas, ya no es el racismo doctrinario lo que
inspira su aversión hacia el islam, sino, antes bien, su adhesión a los
derechos humanos. A través de un desvío singular, el universalismo fue
confiscado, desviado y transformado en vector de xenofobia (Rancière,
2015). Marine Le Pen –quien ha tomado claramente distancia de su padre
en relación con estas cuestiones– no quiere solo defender a los
“franceses de origen” frente a la invasión de los nuevos extranjeros
instalados en Francia; quiere defender también los derechos de las
mujeres y de los judíos amenazados por el terrorismo, el comunitarismo y
el oscurantismo musulmanes.
Homofobia e islamofobia gay-friendly
coexisten en esta derecha radical en mutación. Dirigiéndose a los
“franceses judíos”, que en cantidades crecientes se vuelcan al Frente
Nacional, Marine Le Pen (2014) les asegura que este último será “sin
duda, en el futuro, el mejor escudo para proteger[los]; [que él] se
encuentra a [su] lado para la defensa [de las] libertades de pensamiento
o de culto de cara al único enemigo verdadero, el fundamentalismo
islámico”.
En los Países Bajos, la defensa de los derechos de los
homosexuales frente al islam ha estado en el centro de las campañas
islamófobas de Pim Fortuyn y, luego, de su sucesor, Geert Wilders.
El caso del “islamo-fascismo”
La islamofobia posfascista se ha puesto como objetivo –allí reside
uno de los elementos de confusión mencionados al comienzo de este
artículo– la lucha contra el “islamo-fascismo”. La intensa apelación a
esta noción por parte de los xenófobos de todos los sectores –tanto como
por las ciencias políticas neoconservadoras– crea muchos malentendidos y
debería incitar a tomar algunas precauciones antes de emplearla.
A
priori, esta definición parecería totalmente pertinente. Expresión de
una reforma radical de nacionalismo sunita, el “califato” de Daesh
instauró un régimen de terror en los territorios que controla, donde
suprimió toda forma de libertad y de democracia; aquellas, en todo caso,
que podían subsistir en las circunstancias dadas.
Producto de
veinticinco años de guerras que devastaron el mundo árabe, de Iraq a
Libia, demuestra una violencia extrema. En el siglo XX, Europa conoció
fascismos que, a la manera de la España franquista “nacional-católica,
no mostraban un semblante secular, sino religioso. ¿Por qué no tomar
actas del auge de una teocracia fascista en Medio Oriente?
Sí, eso es
posible. Nacionalismo, militarismo, expansionismo, ideología
totalitaria, terror y supresión de toda libertad son rasgos compartidos
por el fascismo y Daesh. Una divergencia esencial existe, con todo,
entre ellos. Los fascismos jamás han surgido, fuera de Europa, sin un
lazo orgánico con los poderes imperiales de Occidente, cuya emanación
directa eran en ocasiones. (...)
La fuerza del “islamo-fascismo”, en cambio, reside precisamente en su
oposición radical con Occidente, en su dominación y sus guerras. Esto es
lo que lo legitima –a pesar de su barbarie– a los ojos de una parte del
mundo musulmán, y es esto lo que explica también la atracción que
ejerce sobre una pequeña minoría de la juventud musulmana de Europa, a
la que la izquierda no fue jamás capaz de ofrecer un proyecto o un lugar
de acogida. (...)
Desde el fracaso histórico del panarabismo y el socialismo laico, el
fundamentalismo aparece como la fuerza más consecuente y eficaz en la
lucha contra Occidente, cuya violencia extrema reproduce, al exhibirla.
Degollar a periodistas occidentales o quemar vivo a un piloto de
Jordania son actos bárbaros e indignantes, así como reunir a decenas de
talibanes en el patio de una fortaleza para divertirse disparándoles
como a conejos, u orinar sobre cadáveres de combatientes de Al Qaeda, o
asesinar iraquíes después de haberlos obligado a asistir a la violación
de sus mujeres o torturar durante meses a prisioneros en Guantánamo y
Abu Ghraib.
En Occidente, las ejecuciones de Daesh son percibidas como
el reflejo de una religión oscurantista; en el mundo musulmán, la misma
ferocidad está identificada con las guerras luchadas en nombre de los
derechos humanos.
El uniforme anaranjado de las víctimas de Daesh, que reproduce
exactamente el de los detenidos de Guantánamo, es mostrado como una
venganza e ilustra el carácter mimético de la barbarie fundamentalista.
Asistimos una vez más a lo que Hannah Arendt (1974: 11) había llamado un
“efecto bumerán” y Aimé Césaire (1955: 77 y 111) un “tiro por la
culata” a propósito del nazismo: la violencia infligida por Occidente al
mundo colonial y postcolonial se vuelve ahora en contra de él (ver
también Rothberg, 2009, capítulo 1).
De cara a este fenómeno horroroso,
la apelación a la noción de “islamo-fascismo” –que sugiere la idea de un
fascismo cuyas raíces residirían, en último análisis, en el propio
islam, en sus dogmas transformados en ideología política– aparece más
como un exorcismo que como un esfuerzo de lucidez analítica.
Esto vale
también para los atentados cometidos recientemente en Europa. Pensar que
ellos se inscriben en un proyecto de islamización de Francia es caer en
los lugares comunes de la propaganda del Frente Nacional. Estos actos
expresan, bajo una forma perversa, una reacción contra la opresión, la
islamofobia y la dominación imperial de Occidente.
Detrás de Mohammed
Merah, los hermanos Kouachi y Amedy Coulibaly está, antes de su
interpretación integrista del islam, la larga historia del colonialismo
con su herencia en la Francia metropolitana, a la que se suman las
guerras en el Cercano Oriente y la ocupación de Palestina. Esta
constatación no apunta a justificar ni a minimizar sus actos, sino que
señala la raíz sobre la cual pueden injertarse los viejos prejuicios
antisemitas sin constituir, sin embargo, su matriz. (...)
Nacional-populismo
Las derechas radicales –varios estudios lo subrayan desde hace años–
convergen en una forma de nacional-populismo. Quieren movilizar al
pueblo, convocan al levantamiento, invocan un despertar nacional.
El
pueblo debe deshacerse de las élites corrompidas, puestas al servicio
del mundialismo, culpables de haber regalado los intereses nacionales en
beneficio de la Europa monetaria, responsables al fin de cuentas de
políticas que, desde hace décadas, transformaron las naciones europeas
en espacio abierto a una inmigración incontrolada y a la colonización
musulmana. Como bien lo mostraron Luc Boltanski y Arnaud Esquerre
(2014), la extrema derecha no abandonó el viejo mito del “buen” pueblo
contra los poderosos, sino que lo renovó.
Antaño, el “buen” pueblo
designaba a la Francia rural opuesta a las “clases peligrosas” de las
grandes ciudades. Después del fin del comunismo, la clase obrera
maltratada por la desindustrialización fue reintegrada en el seno de
esta virtuosa comunidad popular.
El “mal” pueblo –una nebulosa
heteróclita que va desde inmigrantes, musulmanes y mujeres con velos a
drogadictos y otros marginales– se mezcla con los “hippie-chics”, las
clases acomodadas que muestran sus costumbres liberadas: feministas,
defensores de las alteridades sexuales, antirracistas, cosmopolitas
favorables a la legalización de los “sin papeles”, ecologistas…
Finalmente, el “buen pueblo”, nos explica el sociólogo Gérard Mauger
(2014), se parece mucho a la figura del “buey” creada por Cabu en sus
historietas de la década de 1970: machista, homófobo, antifeminista,
racista, indiferente a la contaminación y completamente hostil a los
intelectuales. (...)
En nuestros días, la etiqueta “populista” fue colocada a figuras tan
diversas como Hugo Chávez y Silvio Berlusconi, Marine Le Pen y Jean-Luc
Mélenchon, Matteo Salvini –el líder de la Liga del Norte italiana– y
Pablo Iglesias, el líder de Podemos en España.
Populismo es un acrónimo:
una vez que el adjetivo ha sido transformado en sustantivo, su valor
heurístico es nulo. Sobre todo en un contexto europeo en el cual las
oligarquías en el poder usan de él constantemente a fin de estigmatizar
toda oposición popular a su política, revelando así su desprecio del
pueblo.
A diferencia de América Latina, donde, más allá de su
diversidad, el populismo apunta a integrar a las clases populares y a
los desamparados en la esfera política, en Europa occidental presenta,
sobre todo, un carácter excluyente: propone unir al pueblo en una
comunidad homogénea delimitándolo sobre bases “nacionales” y étnicas,
expulsando todos los elementos que serían extranjeros a él (inmigrantes,
musulmanes, etcétera). Estos dos populismos son antitéticos y nada
justifica que se los clasifique en una misma categoría. (...)
Hoy no podemos saber cuál será el resultado de las metamorfosis del
posfascismo. Podría experimentar una evolución comparable con la de su
ancestro italiano, el MSI [Movimiento Social Italiano] –convertido en
Alianza Nacional en 1995, luego disuelto en el berlusconismo– y, así,
transformarse en una corriente conservadora tradicional.
Podría
experimentar también una nueva radicalización, sobre todo en el caso de
un colapso de la Unión Europea –que él demanda– hacia formas que hoy
resulta difícil prever. Todas las premisas de una tal evolución están
reunidas. En un contexto de crisis, el delirio de un Zemmour (2014), que
no contempla nada menos que una gigantesca depuración étnica –la
expulsión de cinco millones de musulmanes, según el modelo de la
expatriación de los Alemanes de Europa central y oriental en 1945–
podría asumir la forma de un programa político.
Esto consumaría la
transformación de “fascismo” en un concepto transhistórico. Habrá que
tomar ahora conciencia de que el fascismo no fue un paréntesis del siglo
XX. Y esperar que el antifascismo ya no lo sea. " (Enzo Traverso, CTXT, 14/09/16)
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