"(...) Enrico escribió Quijote y los invencibles
como un libro abierto, una espeleología cervantina. Para él, Don Alonso
Quijano no es invencible porque siempre gane, que eso lo puede hacer
cualquiera, sino porque nunca se da por vencido. (...)
“He leído el Quijote dos veces, con 14 y con 50 años. De joven
me enfadaba con Cervantes porque no le ahorraba ninguna humillación a su
protagonista ni al mío. De adulto, siendo ya coetáneo del Quijote,
reconocí la fuerza prodigiosa que le permite levantarse tras las
derrotas, del polvo, para batirse de nuevo.
Ni siquiera la piel del
rinoceronte consigue estar más preparada para reimaginar las heridas
del cuerpo y del amor propio”, dice. Y convence. (...)
Su palabra tiene algo muy fuerte, un estramonio de verdades. Una
altura precisa. No por nada su otra gran pasión, después de —o junto a—
la literatura, es el alpinismo. Tiene sentido: tanto escribir como
escalar tienen en común un peligro mayor para quien lo observa desde
fuera que para quien está dentro. Y un auxilio más corto.
Él lo tuvo
cuando aún era albañil, y camionero, y trabajador para Fiat. O conductor
de vehículos de apoyo durante la Guerra de los Balcanes. O viendo cómo
encarcelaban a algunos de sus amigos por sus ideales. Mucho trote.
“La derrota es una cuestión personal, tiene que ver con las vidas
individuales en el fondo del saco del siglo XX. Creo que muchas otras
batallas de ese siglo en las que participé se ganaron”, sentencia. Pero
entonces, ¿qué le hace ser quijoptimista? “Soy quijoptimista
contra el pesimismo sanchopanzista”. Lo de aquellos, de otros, quienes
prefieren pensar en las consecuencias que actuar por instinto. Es decir,
que Rocinante no está solo.
Para Erri de Luca, la distancia irónica del don se desvanece cuando
tomas a Quijote —que no Don Quijote— como vigía o bocina de tu barco.
“Quijote no acepta ser espectador y destroza un teatro de marionetas en
una posada porque no soporta su condición de impotente acomodado en la
sala. Su irritación merece ser, todavía hoy, contagiosa”, declama cuando
se le pregunta si no hay que dejar títere sin cabeza.
Porque para él Quijote tiene el tiempo de las cosas inasibles. Es
algo más abstracto que un mero personaje de ficción, ya de por sí en la
abstracción de una memoria o un poso colectivo. Quijote, vamos a darlo
por sentado, no es un soñador. Es un visionario.
Y la diferencia es un
vértigo entre un mundo inventado y el invento del mundo. Quijote destapa
esas máscaras. Y, si estuviera vivo, si fuera hoy su publicación,
Quijote seguiría viendo la desigualdad a combatir, la llamada a la
acción porque el velo de la realidad no le cohíbe de su verdadero pero
altruista patetismo:
“Quijote es inactual, obliga a la realidad a adaptarse a él.
Hoy Quijote sería médico e iría a curar a los heridos en los sitios en
guerra. Hoy Quijote forzaría la paz ahí donde estuviese, aunque a su
alrededor estuviesen cayendo bombas”.
Forzar la paz como quien tira de
una cuerda. Para Erri de Luca, el Quijote no tendría reparos en hablar
del Brexit (“Le dejaría las islas a Sancho”) y, más importante, actuaría mientras los demás piensan.
“[Quijote] No se ocupa de compromisos y de razones de Estado. Para él
existen sólo las razones de la calle, estas sólo llaman su atención y
le obligan a intervenir. Su ley moral está dispuesta a infringir los
artículos de sus códigos, sin miedo de las consecuencias.
Actúa por
amor, que es un presidio interior invulnerable”, agrega como quien habla
de un amigo pródigo. Pero entonces, la pregunta, él que ha dicho que
los migrantes actuales sólo tienen un puerto de ida, no un puerto de
llegada, es evidente: ¿Y con los refugiados?
“Como hombre del Mediterráneo,
Cervantes primero y Quijote después
socorrerían a los náufragos. En los alambres de espino, Quijote
reconocería la corona de espinas en la cabeza de Cristo y se la
quitaría”, y habla como si fuera verdad que uno no puede darse por
vencido. Y vuelve a convencer.
“Los viajantes de flujos migratorios, la
figura de innumerables Ulises que han transformado Ítaca en Lampedusa,
el viaje de vuelta de un hombre solo en el viaje de solo ida de una
flota incalculable. Esta es la épica que tenemos delante, pero que
ningún Homero canta”.
Falta un Cide Hamete Benengeli —la ficticia figura que inventó Cervantes en el Quijote,
un supuesto historiador musulmán de quien el autor traducía las
aventuras del hidalgo-- para abrirnos los ojos, alguien que rasgue la
primera capa de realidad, que rasque unos odres de vidrio por matar a un
mal sarraceno. Aquel pleonasmo de la Historia que decía “los vencedores
se erigen en jueces sin dejar de ser enemigos”.
“Es una frase de Carl Schmitt y se aplica al proceso de Núremberg, a
su exigencia jurídica que a mi parecer está muy desequilibrada en la
necesidad histórica de introducir el derecho penal para crímenes de
guerra. Más allá, se puede aplicar, hoy, a los Erdogan de turno”. Los
malos sarracenos, esta vez sí.
Pero aun con todo (lo visto, lo oído, lo aprendido, lo olvidado), Erri de Luca es quijoptimista. Su libro Quijote y los invencibles tiene
una filosofía muy nómada, que se va a asentando en cada lector como en
una cueva nueva y que hace suya. Y no sólo de la palabra de Cervantes
vive el libro: por sus páginas resuenan poemas de otros de adarga
antigua y rocín flaco.
Cuando se le pregunta por los poetas, a la manera de aquellos versos
de León Felipe que bramaban 'Ya no hay locos, amigos, ya no hay locos./
Se murió aquel manchego, aquel estrafalario fantasma del desierto', como
si el Quijote hubiera sido el último, Enrico responde: “No creo que la
cuota de locos en circulación hoy en día sea escasa. A diferencia de los
tiempos antiguos no podemos imaginar meterlos a todos en un barco y
dejar que se destruyan entre ellos en La nave de los locos de El Bosco”.
Y va a más: “La gran mentira de nuestro tiempo es la que nos decimos a
cada despertar: buenos días. Es una mentira pero hace falta decirla
para seguir siendo humanos”. Porque Erri de Luca es pésimo optimista,
pero un magnífico quijoptimista.
Tal vez esto se lo haya dado su estudio
de la Biblia. El escritor aprendió de forma autodidacta hebreo antiguo e
incluso el yiddish, y se dedicó a traducir el Antiguo Testamento, lo
que le ha conferido al texto, dada su condición de no creyente, de un
despojamiento de todo lo marciano e imposible de sus palabras. Y como
los conoce tanto, no duda en llamar al Quijote 'la caricatura de Dios'.
“Es un reparador de errores en la tierra. Como cada profeta, se ha
visto alcanzado por las palabras decisivas que lo han desalojado de su
vida, de su casa, a la intemperie. Las palabras pronunciadas por la
divinidad no lo han desencadenado, sino las palabras de la literatura,
de los cuentos de caballería.
La literatura, en ciertos casos, sustituye
a la palabra sagrada. Esto la hace incendiaria pero frágil, con una
escotilla bajo el brazo, lista para engullir al personaje y hacer reír a
la platea. El escrito juega a ser artífice, a ser el creador. Por esto
es la caricatura de la divinidad”.
“A mí el aniversario de Shakespeare me importa poco y en general soy insensible a estas fiestas. En cualquier caso Shakespeare es más teatral y cinematográfico que Cervantes, esto explica su maquillada actualidad”, comenta con un cierto aire de desapego, como si las efemérides fueran de verdad casualidades del calendario.
Un calendario
que no cesa. Y con eso acaba. “La juventud está condenada a tener un
futuro. Lo tendrán por vía biológica. Es el proyecto de un futuro, su
imaginación y la lucha para favorecerlo que ha perdido energía. La
juventud sufrirá un futuro que no habrá querido conjurar”. Y vuelve a
convencer. " (Entrevista a Erri de Lucas, Alvaro Macías, CTXT, 14/09/16)
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