"Estos tiempos de crisis son propensos a la crítica social
y, también, a la Historia: ¿de qué polvos provienen estos lodos? Hay un
importante consenso entre sólidos analistas sobre que las políticas
económicas neoliberales de los años ochenta y noventa sentaron las bases
de las dificultades que vivimos hoy en día.
Pero, ¿qué es el neoliberalismo? Ha habido muchos intentos
de definir este proyecto político, económico y social, pero quizá
existan pocos ensayos como el realizado por el profesor Fernando
Escalante Gonzalbo (México, 1962), doctor en Sociología y docente en el
prestigioso Colegio de México.
En Historia mínima del neoliberalismo,
Escalante describe con increíble lucidez, pedagogía e imparcialidad las
bases y los actores principales para que esta doctrina económica y
política se convirtiera en hegemónica, incluso entre quienes
supuestamente tendrían que combatirla.
Estamos en 1968: el capitalismo occidental lleva varios
años experimentando un cierto sobrecalentamiento. La izquierda está
fuerte: en París y en otras capitales, los jóvenes creen que pueden
hacer avanzar la Historia y parecen poner a los gobiernos contra las
cuerdas. ¿Cómo es posible que poco más que diez años después la
trayectoria política y económica de Occidente tomara un giro tan
diferente al esperado?
Visto en la distancia, acaso no sea tan sorprendente. La
interpretación habitual supone que los movimientos de protesta de los
años sesenta, cuyo emblema es el Mayo francés, eran movimientos de
izquierda. No está tan claro.
Es verdad que en las manifestaciones había
una crítica del capitalismo, o más bien de la sociedad de consumo, y en
el contexto de la Guerra Fría las protestas contra el Gobierno de
Estados Unidos, o de sus aliados europeos, se identificaban
automáticamente con la izquierda (es decir: el comunismo, la Unión
Soviética).
Pero eran movimientos más complejos, heterogéneos, con una
veta ecologista, es verdad, y un poderoso componente feminista, sobre
todo movidos por un impulso antiautoritario, antiburocrático,
ásperamente individualista, con acentos libertarios.
Para los jóvenes de
los sesenta el enemigo era “el sistema”, o “el establishment”, que
incluía al Estado, los partidos, los sindicatos, y todo el aparato
institucional del Estado de Bienestar, empezando por la escuela, la
universidad, los hospitales...
Por eso no es tan extraño que muchos de
los jóvenes rebeldes de los sesenta hayan venido a ser, con el tiempo,
nítidamente neoliberales (es algo que ha sucedido en todo el mundo). Y
no es tan extraño el giro ideológico de la década siguiente, que en
mucho conservaba la inercia contracultural de aquellos años.
El neoliberalismo tenía un cierto sustrato
revolucionario: ¿cómo explicaría ese atractivo rebelde cuando en el
fondo se defendían los intereses del gran capital?
El neoliberalismo es efectivamente revolucionario:
consciente, deliberadamente revolucionario desde su origen. Porque el
programa neoliberal se piensa contra el orden establecido. En su
momento, contra el New Deal en Estados Unidos, contra el nuevo
liberalismo (teorizado por Thomas Hill Green, Leonard Hobhouse) en el
Reino Unido. Y desde luego, contra el Estado de Bienestar en los años
setenta.
Los neoliberales podían ser tan radicales como los estudiantes
de los sesenta, más radicales incluso, en su crítica del Estado, de la
autoridad, de los burócratas, los sindicatos, los partidos. Y su defensa
del mercado se ha explicado siempre como una defensa del hombre común
en contra de las instituciones burocráticas, autoritarias, que
restringen su libertad, y que además son ineficientes, corruptas.
En ese sentido, revolucionarios son todos: Hayek, Mises,
Becker, Friedman, Röepke, Leoni. En ningún momento defienden
expresamente los intereses de las grandes empresas ni de la banca, ni de
los ricos. El resultado de las políticas que promueven es una acentuada
concentración del ingreso, un aumento de la desigualdad, un nuevo
equilibrio del mercado laboral mucho más favorable para los empleadores,
un creciente, incontrolado poder del sistema financiero.
Pero ellos no
propugnan nada de eso. Se limitan a defender el mercado como expresión
de la libertad. La idea básica, en su retórica, es sencillísima: el
mercado es garantía de libertad, el mercado es más eficiente.
Acaso el mayor éxito del neoliberalismo haya sido mantener
esa imagen de movimiento rebelde, libertario, en defensa del hombre
común, incluso cuando es claramente la ideología dominante, que informa
las políticas de todos los gobiernos del planeta.
¿Cómo consiguieron hacer pasar por revolucionario y
progresista algo que después ha tenido consecuencias tremendamente
reaccionarias?
Vuelvo a la pregunta anterior. En estricto sentido, el
neoliberalismo ha sido revolucionario. Se propuso cambiar el orden
establecido, y lo hizo. Se propuso destruir el poder de los sindicatos,
de los funcionarios públicos, porque defendían intereses particulares;
se propuso acabar con los servicios públicos, porque eran ineficientes y
corruptos; se propuso eliminar la regulación de casi todos los
mercados, porque era un obstáculo para la libertad. Y lo consiguió.
Pero
además, consiguió que todo eso fuese visto como progreso: consiguió
apropiarse de la noción de progreso. Y que la idea misma del Estado de
Bienestar, la regulación de los mercados, la protección del trabajo, los
servicios públicos, todo eso fuese visto como cosa del pasado.
Hasta la
fecha, cada vez que se discuten alternativas a las políticas
neoliberales, hay una respuesta de cajón: eso ya se probó, eso ya se
intentó, ya sabemos que no funciona. De modo que el neoliberalismo viene
a resultar la postura progresista siempre, por definición. Y cualquier
otra cosa es pasado, y un pasado que terminó mal, con el desastre de los
años setenta.
Nos falta todavía entender cómo se produjo el cambio
cultural que vino a dejar desarmada, sin respuestas, arcaica, a la
izquierda. Tengo la impresión de que entre otras cosas fue consecuencia
del derrumbe de la Unión Soviética, y del socialismo real, junto con la
ola “democratizadora” de los años ochenta, y los obvios defectos del
Estado de Bienestar realmente existente.
Todo eso engendró lo que habría
que llamar una izquierda neoliberal, que está en el origen de mucho de
lo que vivimos hoy.
¿Cree que el cambio operado en el mundo es obra de
una coalición de intelectuales y empresarios, o que las raíces de dicho
cambio son algo más profundas?
En una frase: el cambio no ha sido obra de una
conspiración. Pero ha habido conspiración. Quiero decir: el modelo
neoliberal no se ha impuesto por casualidad, no ha sido algo accidental.
Sus partidarios, con todas las diferencias que pueden señalarse entre
ellos, comparten un conjunto de premisas, un conjunto de principios, y
se han esforzado por coordinarse, y mantener comunicación, desde los
años cuarenta.
Han formado centros de estudio, empresas de consultoría,
revistas, fundaciones… para elaborar argumentos, explicaciones,
políticas. No es un secreto: la coordinación es real, y perfectamente
lógica, por otra parte (que se quiera disimular es otra cosa, pero ahí
están la Mont Pelerin Society, la Atlas Foundation, etcétera). Es una
historia que está muy bien explicada en el libro de Philip Mirowski y
Dieter Plehwe The Road from Mont Pelerin.
Dicho de otro modo: hubo un fermento de ideas, en buena
medida porque hubo dinero para desarrollarlas y difundirlas. Pero nada
de eso es suficiente para explicar el éxito del modelo neoliberal. Lo
que sucedió en los años setenta fue que esas asociaciones, centros de
estudio, esos grupos de académicos tenían soluciones elaboradas cuando
aparecieron los problemas, y soluciones que se explicaban en un lenguaje
muy propio de la Guerra Fría.
La crisis de los setenta fue
absolutamente real, y fue una crisis por un lado del sector productivo
en los países centrales, del sector financiero sobre todo en los países
periféricos, y de los esquemas de gasto público, y servicios públicos,
que dependían del crecimiento económico.
La crisis se significó por una
disminución, hasta mínimos históricos, de la tasa de ganancia del
capital, y un régimen financiero favorable para los deudores antes que
para los acreedores. El resultado, después del gran ajuste, ha sido un
nuevo equilibrio, favorable, sí, al capital.
Se pueden señalar algunos hechos concretos que marcaron el cambio: el llamado “shock Volcker”,
por ejemplo, el aumento drástico, repentino, de las tasas de interés en
1979. Fueron respuestas a una crisis real del sistema económico, no
producto de una conspiración.
Tenemos una imagen estereotipada del eje
Reagan-Thatcher como los revolucionarios conservadores, como la nueva
derecha que cambió todo para que luego nada volviera a ser como antes.
Pero su estudio hace que afloren otros personajes interesantes también…
Sin duda, Thatcher y Reagan fueron decisivos para el auge
global del neoliberalismo. Sobre todo por su estilo imperioso,
desinhibido, casi provocador.
Sirve de ejemplo la actitud de Thatcher
ante la huelga de los mineros, por ejemplo, la de Reagan con los
controladores aéreos, o su manera de cancelar el proyecto entero del
Nuevo Orden Económico Internacional, y el Informe Brandt, con unas
cuantas frases en la Cumbre de Cancún. La identificación es inevitable,
ambos son figuras emblemáticas del nuevo orden (a pesar de sus
diferencias: el enfoque de Thatcher era claramente doctrinario,
ideológico, Reagan fue siempre mucho más oportunista, inconsecuente,
incluso contradictorio).
No obstante, en lo fundamental, la batalla
cultural estaba ya ganada cuando ellos llegaron y, en buena medida, por
eso llegaron con un apoyo electoral avasallador.
El neoliberalismo no es sólo una política económica. No se
reduce a un programa de gobierno. El neoliberalismo es una manera de
entender el mundo, una ideología en el sentido más fuerte de la palabra,
que implica una idea de la sociedad, una idea del derecho, de la
educación, de los vínculos humanos, una idea de la justicia y de la
naturaleza humana.
No es obra de un individuo ni de un pequeño grupo,
sino de varias generaciones de filósofos, economistas, sociólogos,
juristas, que pueden tener posturas distintas sobre asuntos concretos
pero comparten un sistema de creencias básico, de notable coherencia
(para entendernos, es más o menos lo mismo que ha sucedido
históricamente con el socialismo, que a partir de un acuerdo fundamental
admite una gran variedad de posturas).
Desde que se perfila como programa intelectual, en los
años treinta, hasta que se impone como sentido común, en el fin de
siglo, la historia del neoliberalismo ha estado marcada por unos cuantos
pensadores de primer orden, como Friedrich Hayek, académicos como
Milton Friedman, Ronald Coase, Bruno Leoni, Gary Becker, James Buchanan,
periodistas e intelectuales públicos a veces muy influyentes, como
Hernando de Soto, Nicolas Baverez, y políticos (de derecha y de
izquierda) como Reagan y Thatcher, Tony Blair, Gerhard Schröeder o
Michel Camdessus.
Estos líderes cambiaron el mundo en poco tiempo: prohibieron de facto el pleno empleo, modificaron el significado de las prioridades económicas. ¿Privatizaron de alguna manera la realidad en que vivimos? ¿Vivimos, percibimos, reflexionamos según las condiciones dictadas por unos pocos?
Es complicado. En un sentido muy concreto, la vida social
ha sido “privatizada” masivamente en los últimos cuarenta años. Mucho de
lo que antes era público, desde empresas productivas hasta servicios
básicos, medios de comunicación, se ha privatizado materialmente: ha
pasado a manos de empresas privadas.
En otro sentido, nuestro mundo se
ha “privatizado” en cuanto lo público nos resulta cada vez más difícil
de imaginar.
Pero no se trata de las ideas de unos pocos. El éxito
cultural del neoliberalismo ha sido categórico, general, abrumador. No
es una exageración decir que el neoliberalismo constituye nuestro
sentido común. Las mismas ideas, las mismas convicciones aparecen en
trabajos académicos, en informes de consultoría, artículos de opinión,
en las tertulias televisivas: racionalidad, mercado, competencia,
incentivos, maximización...
En ese lenguaje nos entendemos, en ese
lenguaje explicamos la experiencia humana en todos los campos, y así la
educación es formación de capital humano, la conversación pública es el
mercado de las ideas, por ejemplo. De modo que es muy difícil argumentar
contra una política económica cuando se basa en las ideas de nuestro
sentido común, que nos parecen absolutamente obvias.
El orden neoliberal favorece desproporcionadamente a unos
pocos, eso es indudable (la idea de que a fin de cuentas favorece a
todos, aunque unos ganen más que otros, es mucho más discutible con los
números en la mano). Pero no son las ideas de unos pocos, sino de la
mayoría. Incluso, según el lugar, diría que de la inmensa mayoría: ése
es el verdadero problema –político— para imaginar una alternativa.
Las
afirmaciones básicas del programa neoliberal parecen indiscutibles: que
una empresa privada es siempre más eficiente que una empresa pública,
que la competencia produce siempre los mejores resultados, que los seres
humanos son egoístas, calculadores, que buscan siempre la máxima
ventaja personal...
Es un tema de estudio interesante, sin duda: cómo,
mediante qué mecanismos concretos, ese sistema de ideas vino a
convertirse en el sentido común de nuestro tiempo.
¿Puede ver el rastro de la Mont Pelerin Society y de los primeros neoliberales en la dureza de las medidas de austeridad en Europa?
¿Puede ver el rastro de la Mont Pelerin Society y de los primeros neoliberales en la dureza de las medidas de austeridad en Europa?
Sin duda, la idea de que la austeridad sea la solución
para una crisis es una de las piezas básicas del repertorio neoliberal.
La convicción básica, que está en el origen de las recomendaciones de
política económica, es que el problema siempre es la regulación, una
regulación excesiva, y el gasto público: déficit, servicios públicos,
impuestos, porque todo eso inhibe la inversión, entorpece el
funcionamiento del mercado. De modo que la austeridad es la
recomendación automática, siempre que hay una crisis.
En este caso concreto, influye en particular la tesis de
la “austeridad expansiva”, que comenzó a circular hace algún tiempo. Es
la idea de que una política de austeridad, reducción del gasto público,
reducción de impuestos, tiene un efecto positivo sobre el mercado, e
incentiva el crecimiento.
La verdad es que no tiene ningún fundamento.
Números dispersos, escogidos en casos muy particulares, permiten hacerla
verosímil, pero todo lo que sabemos de la historia económica la
desmiente (es muy ilustrativo el libro de Mark Blyth Austerity: the History of a Dangerous Idea).
Sin necesidad de suscribir teorías conspirativas, está
también el hecho de que la crisis, ocasionada en buena medida por el
peso desproporcionado del sistema financiero, ha servido para aumentar
todavía más el poder de los bancos, las compañías calificadoras, y el
sector financiero en general. En general, ha sido una nueva vuelta de
tuerca para reforzar a los acreedores. Es decir: la crisis ha sido útil
políticamente para intensificar las políticas neoliberales.
Parecía que América Latina se libraba, pero la contraofensiva neoliberal renace...
No es difícil de entender la reacción social que dio lugar
al liderazgo de Hugo Chávez, Evo Morales, de los Kirchner, de Rafael
Correa. Pero hay que decir que, en general, los resultados han sido
decepcionantes.
En todos los casos ha habido ideas, decisiones,
políticas muy plausibles en asuntos concretos, y la nueva política ha
producido discusiones de enorme interés. Pero no hay otra línea de
horizonte.
No hay una idea del orden social mínimamente coherente,
factible, que permita imaginar un futuro distinto. Y lo peor es que los
excesos, los errores, los abusos, inevitables, han terminado por
desacreditar la alternativa: incluso el intento de pensar una
alternativa. Y han terminado por ofrecer un nuevo repertorio de ejemplos
de políticas fracasadas para el argumentario neoliberal.
Visto el panorama desde México, como lo veo yo, no ha
habido nunca motivos para el optimismo. México no se ha apartado de la
ortodoxia neoliberal en los últimos veinticinco años.
Y la oposición de
izquierda, convencionalmente de izquierda, dividida, intensamente
clientelista, con maneras casi fascistas a veces, es menos imaginativa
todavía, y sin haber gobernado el país carga con un descrédito muy
similar al de la derecha. No me gusta ser pesimista: no puedo evitarlo.
¿Qué podemos hacer? ¿Cuál es la hoja de ruta para que esta continua revolución neoliberal se detenga?
¿Qué podemos hacer? ¿Cuál es la hoja de ruta para que esta continua revolución neoliberal se detenga?
Sin duda, la pregunta más difícil. No tiene respuesta
posible, o no por ahora. En muchos sentidos, la revolución neoliberal ya
concluyó, con un éxito rotundo, general, definitivo, inapelable.
Nuestro mundo es neoliberal. Pero sucede que un ingrediente fundamental
del programa es la insatisfacción permanente: la exigencia de ir siempre
más allá. Porque siempre es posible cobrar menos impuestos, eliminar
reglas, suprimir servicios públicos, reducir el gasto, siempre, hasta la
desaparición completa del Estado.
De modo que el neoliberalismo es un
horizonte que nunca alcanzamos. Y las crisis que provoca el sistema
sirven para acentuar sus rasgos básicos. Resulta irónico, pero no sería
inexacto decir que el neoliberalismo es la “revolución permanente”.
¿Qué hacer? Sólo se me ocurre proponer los parámetros para
una alternativa, es decir, los factores que podrían permitir al menos
un modesto optimismo, a mediano plazo.
Primero, es necesario que se
generalice la convicción de que el modelo neoliberal fracasó, incluso en
sus propios términos: no ha producido crecimiento, ni mayor igualdad,
ni mayor eficiencia ni mejores servicios, ni siquiera estabilidad
económica.
Segundo, es necesario explorar la imaginación social, a
partir de la certeza de que el mercado sin regulaciones, sin
limitaciones, es una fuerza corrosiva, que destruye el vínculo social –y
que la sociedad tiene que defenderse, como vio con lucidez
extraordinaria Karl Polanyi, en La gran transformación.
Y hay
que confiar en la capacidad de la sociedad para pensar alternativas,
sabiendo que habrá que ensayar, probar una cosa, y otra, y otra.
Y
tercero, es necesario recuperar una conversación pública seria,
profunda, compleja, matizada, realista, alejada de las simplezas de
modelos abstractos y consignas; y eso quiere decir recuperar las mejores
tradiciones de las ciencias sociales (que afortunadamente gozan de muy
buena salud, aunque sea en los márgenes del sistema académico, y de los
grandes medios)." (Entrevista a Fernando Escalante / Autor de “Historia mínima del neoliberalismo”, por Andrés Villena Olivier, en CTXT, 19/10/16)
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