"Estamos instalados en la sociedad del miedo. En lo que Tony Judt llamó en 2010, poco antes de morir, “una nueva era del temor”. Antes, en
los años treinta del pasado siglo, se vivió una etapa similar que llegó
a las puertas del abismo y en la que brilló sin rivales la alternativa
socialdemócrata.
Tanto que, cuando hoy se balbucean posibles
respuestas, todas llevan esta marca. Pero también sabemos que aquellas
recetas no sirven hoy, que nuevos idiomas exigen nuevas sintaxis. Que
las ideas zombi son eso, ideas muertas.
Nada es estable. Vivimos en un mundo convertido en
una “fábrica de temores”, en una “sociedad del miedo” como la califica
en un libro reciente el sociólogo alemán Heinz Bude,
que con razón apunta que la pista a seguir es el miedo porque “nos
enseña qué es lo que nos está sucediendo”.
Si no nos dejamos confundir
con ensoñaciones, sabemos que los empleos son
cada vez menos estables, que los sistemas públicos al servicio de la
igualdad de oportunidades, como la sanidad o la educación, están en
situación de riesgo, que los revolucionarios cambios tecnológicos de lo
que algunos llaman la “cuarta revolución industrial” navegan sin control
social.
Frente al miedo que estalló en los años 30, Franklin D. Roosevelt
respondió con su “lo único de lo que debemos tener miedo es del propio
miedo”, y con medidas nuevas propias de un Estado socialdemócrata, como
seguros ante el desempleo o la jubilación, y medidas para una sanidad
pública.
Después de la Segunda Guerra Mundial, en parte de Europa se
creó un Estado de bienestar, democrático y constitucionalmente fuerte,
con una fiscalidad alta y con resultados indiscutibles. Como dice Judt, “seríamos unos insensatos si renunciáramos alegremente a este legado”.
¿Tiene futuro la socialdemocracia actual? Si no responde a los temores que intimidan hoy a la gente, ningún futuro. Los
viejos partidos socialdemócratas europeos llevan años de conversaciones
agotadas o, peor, de desesperadas imitaciones de sus adversarios. No existe hoy una respuesta socialdemócrata a esta nueva “era del temor”. Cuando Felipe González regresó de su viaje como presidente del gobierno a China, exhibió su emoción por lo que vio con su célebre “gato blanco, gato negro, lo que importa es que cace ratones”.
Hace pues mucho tiempo que a los líderes socialistas europeos se les
olvidó qué importante es para la gente el color del gato. Olvidaron que
para la socialdemocracia, más que las leyes de la economía, lo prioritario son las consecuencias de la economía, que, como nos enseñó Karl Polanyi,
no se trata de poner la sociedad al servicio del mercado, sino al
revés.
Luego vimos cómo esos líderes socialdemócratas transitaban sin
complejo de los sillones del gobierno a los de los Consejos de
Administración de las grandes empresas y entendimos qué quería decir
Judt con eso de “a estos tipos les gusta el dinero”.
Sí, alta traición. Corrompieron el fin para el que
nació la socialdemocracia, el de enfrentarse a los temores de la gente.
Hoy, cuando crecen nuevos miedos, y más incontrolables que nunca,
conviene resaltar que el dilema no es entre
capitalismo y comunismo, sino entre la política de la cohesión social y
la erosión de la sociedad mediante la utilización de la política del
miedo, entre una nueva alternativa socialdemócrata y la opción
de los fundamentalistas del mercado.
Urge un giro discursivo en la
“izquierda de gobierno” ante la velocidad a la que se multiplican las
nuevas fuentes del temor en las sociedades de las nuevas revoluciones
tecnológicas.
Hasta la gente del Foro Económico Mundial, como su fundador Klaus Schwab en La cuarta revolución industrial,
se alarma ante las tendencias destructoras del empleo y señalan que,
para detener esa deriva, habría que “reescribir nuestros manuales de
economía”.
Frente a la demagogia de los “neoliberales con boina”, los que voluntariosamente dicen que, como siempre, los cambios tecnológicos dejarán un balance de empleos positivo,
los poco sospechosos líderes de Davos apuntan que hasta ahora, en
contraste con revoluciones tecnológicas anteriores, las evidencias
demuestran lo contrario. El resultado: en los países más desarrollados está aumentando la riqueza a la vez que aumenta sin parar la pobreza.
El ecosistema laboral tal y como lo hemos conocido se
está desmoronando. Por eso puede crecer el PIB y el número de ocupados,
como exhiben cada día los partidarios de Mariana Rajoy, al tiempo que se reducen las condiciones de bienestar de la mayoría de la población. La cuarta revolución industrial está provocando la generalización del miedo a no conseguir trabajo o a perderlo.
Se trata de una revolución con la que “los algoritmos están en mejores
condiciones de reemplazar a los seres humanos” en todos los campos. Como
para no “regular”.
Los resultados de un sondeo del Foro Económico Mundial a ochocientos ejecutivos de las grandes compañías tecnológicas ponen los pelos de punta.
Con millones de sensores conectados en el “internet de las cosas” se destruirán multitud de empleos poco cualificados.
El fenómeno de Uber palidece al lado de las consecuencias para el
empleo de los vehículos sin conductor, que espera a la vuelta de la
esquina. Los encuestados creen que en 2025 un 10 por ciento de todos los
vehículos en las carreteras de los EEUU serán de este tipo.
Inteligencia artificial, robótica, impresión 3D, tienen repercusiones
similares sobre los puestos de trabajo. Un ejemplo: el estudio prevé que
a mediados de los años veinte el 90 por ciento de las noticias “podrían
ser generadas por un algoritmo, la mayor parte de ellas sin ningún tipo
de intervención humana”. ¡Algoritmos asesinos!
En síntesis, caminamos a
velocidad de crucero hacia un mundo en el que cada vez más gente compite
por cada vez menos puestos por los que se pagan precios cada vez más
elevados. “El ganador se lo lleva todo”. Ya no es solo cosa de los Messi y Ronaldo en el fútbol, el modelo se extiende a los mercados de abogados, médicos (“Los cincuenta mejores”), profesores (“el mejor profesor de España”),
periodistas y etcétera.
Un mundo en el que la llamada economía
colaborativa, bajo demanda (un conductor de Uber, un comprador de
Instacart, un anfitrión de Airbnb, un Taskrabbit), modifica la
naturaleza del trabajo y crea no-empleados y futuros no-pensionistas. Es
decir: fragmentación laboral, aislamiento, exclusión, deslocalización
invisible.
De manera inapelable, como si no hubiera nada que hacer, asistimos
a la destrucción de las bases de la vieja socialdemocracia, la que creó
una amplia clase media que se convirtió en la muralla de protección del
Estado de bienestar. Parece que esa clase media está en
proceso de disolución y, al menos en España, quienes deberían estar
dedicados a crear una nueva respuesta socialdemócrata contra los nuevos
temores parecen incapaces de abandonar la “política del cuplé”.
Inoperantes ante la urgencia de inventar un nuevo Estado regulador
frente a los nuevos miedos. Tony Judt, que veía esa inoperancia, dejó
escrito: “Tenemos que comenzar en otro sitio”. No veo aún dónde, pero
soy optimista: la epifanía llegará." (Jesús Cuadrado, Cuarto Poder, 18/12/17)
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