"El neofascista de nuevo cuño sostiene una concepción pura de la
nación, rechaza visceralmente el mestizaje y señala al inmigrante como
nuevo chivo expiatorio. Su auge procede de la precarización económica y
social
Europa se construye desvelando, como telón de fondo, una identidad
incierta. Experimenta una tensión conflictiva de cara al futuro, porque
los cimientos originales del proyecto europeo, aunque asentados en la
democracia de postguerra, estaban basados en intereses económicos sin
consenso de pertenencia política común.
El nuevo ciclo que se ha abierto con la crisis de 2008 ha puesto en
evidencia tanto el déficit democrático respecto de la gobernabilidad del
conjunto europeo como la desagregación social sufrida por capas enteras
de las sociedades.
Diez años después del inicio de esta deflagración
económica, comparable a la de 1929, y al amparo de una estrategia de
salida de crisis “austericida”, el terreno social es más favorable que
nunca al desarrollo de movimientos nacionales de ultraderecha, que se
oponen al proceso de integración europeo en nombre de identidades
étnicas, políticas, culturales y confesionales, apelando, como bandera, a
la defensa de la nación asediada a través de la exclusión xenófoba. El
crisol de expansión de un nuevo fascismo europeo resulta obvio.
En Europa occidental, el rechazo identitario —latente desde
principios de los años 1980 con la creación del mercado único— se ha
agudizado severamente, dando cabida a movimientos de extrema derecha en
casi todos los países. Y, al fragor de la ola conservadora mundial,
incluso los partidos de la derecha tradicional, con el afán de evitar
neutralizar su liderazgo, se someten poco a poco a la retórica
nacionalista y al uso demagógico de la figura del inmigrante, el nuevo
chivo expiatorio.
En Europa del Este, el auge nacionalista es aún más virulento: junto
al resentimiento contra el viejo enemigo ruso, se ha añadido, ahora, la
sospecha de avasallamiento por parte de los países occidentales,
considerados por la derecha extrema como nuevos opresores. Aunque los
países del Este estén lejos de constituir un ente común y engloben
fuerzas democráticas, liberales y sociales pro-europeas, la nota
dominante la marcan las fuerzas reaccionarias.
El resurgir de los partidos de extrema derecha nos retrotrae
indefectiblemente al fascismo de los años treinta, adaptado a la
actualidad política y económica. Es éste un neofascismo integral, cuya
estructura ideológica no ha variado en la esencia, desplazando solo la
figura del enemigo: del judío y el comunista al inmigrante y desde la
crisis de los refugiados en 2015, el musulmán. Es imperativo, pues,
entender el contenido de esta ideología neofascista.
Sostiene una concepción pura de la nación (biológica, cultural o
histórica), un rechazo visceral al mestizaje, y manifiesta un temor
patológico frente a la evolución de los usos culturales (de ahí su
homofobia y antifeminismo).
En el terreno político, considera el
“pueblo” una entidad orgánica, homogénea y opuesta a la división en
clases sociales; deslegitima la representación política (“todos los
políticos están podridos”), mientras obedece ciegamente a líderes
demagógicos omnipotentes. En general, sus programas políticos hacen
confluir, para atraer a las capas más pobres, vertientes del Estado
social autoritario con una suerte de “corporativismo” pequeño-burgués,
abanderando así su oposición frente a las “élites plutocráticas y
cosmopolíticas”.
En las últimas elecciones presidenciales de Francia, el
programa de Marine Le Pen era formalmente mucho más de izquierda que el
de Emanuel Macron. Proponía medidas sociales favorables (obviamente
irrealizables) a las capas asalariadas, siempre que sean francesas de
“origen”. Todos estos movimientos abogan ahora por reducir los derechos
de seguro social, de sanidad y incluso de paro, a los inmigrantes,
quienes por otra parte pagan por los mismos.
Hay una estrecha relación
entre esta visión de apartheid entre nacionales y extranjeros
inmigrantes en su concepción de la nación, y la separación que quieren
establecer entre las naciones europeas.
Sin perjuicio de sus diferencias culturales, nacionales y políticas,
estas características se encuentran mutatis mutandis en todos los
movimientos neofascistas actuales. Y cabe hacer derivar su nacimiento y
apogeo de una profunda desestructuración del tejido económico, social y
cultural europeo.
Piénsese que la desagregación de las viejas
estructuras económicas, en el contexto del mercado europeo unificado, ha
dejado de lado y precarizado a grupos sociales que se han visto
brutalmente excluidos o a los que se les ha sustraído la posibilidad de
conquistar posiciones estables: experimentan no solo el bloqueo de la
“movilidad social ascendente” sino la descualificación de estatuto
social en la sociedad.
Capas medias bajas, clases obreras, sectores
importantes de la intelectualidad (el caso italiano es emblemático),
padecen, a la vez, un proceso de desafiliación social y una crisis de
confianza en el proyecto europeo. La fuerza de la retórica de extrema
derecha consiste en establecer una relación directa entre los efectos
disgregadores de la política de austeridad, el mismo proceso de
construcción europea y la presencia de los extranjeros.
Carga contra las
élites supranacionales europeas y los inmigrantes como proletariado
nuevo de reemplazo, siempre sujeto a discreción. La extrema derecha en
los países del Este, que no quiere renunciar a los recursos
económico-financieros europeos, pretende defender otra idea de Europa,
blanca y cristiana.
Este doble carácter, aparentemente contradictorio: anti/pro-europeo,
configura la nueva identidad del fascismo en las dos Europas. Anti, pues
rechaza con virulencia todo reparto de soberanía para profundizar la
integración inter-europea y finalmente dotar las instituciones de
potencia política; pro europeo, porque sueña construir una Europa en la
que la etnia, la raza, la religión, fueran criterios de discriminación
entre los ciudadanos y en el resto del mundo. En el parlamento europeo,
la alianza entre los movimientos neofascistas reposa sobre este último
vínculo.
Ahora, la ultraderecha gobierna ya o bien influye decisivamente sobre
las políticas de Hungría y Polonia. En Austria y Italia, son los mismos
gobiernos quienes asumen políticas xenófobas; en otros países, los
partidos neofascistas ocupan posiciones relevantes en instituciones
cercanas a la ciudadanía (municipios, colectividades locales, servicios
sociales públicos, etc.), idóneas para poner en práctica sus programas.
Por supuesto, aunque revistan la misma tonalidad de color, intentarán a
cualquier precio disimular su filiación “fascista”, históricamente
desacreditada. Es lo que ocurre en Francia con Marine Le Pen, o en
Hungría con Viktor Orbán.
Frente a esta gravísima situación, es imprescindible que las fuerzas
democráticas tomen las riendas desde la raíz. Todo el proceso europeo,
tan difícilmente conseguido desde la segunda guerra mundial, puede
estallar bajo los golpes rabiosos de estas fuerzas oscuras. No habrá
posibilidad de vencer su retórica si la estrategia se reduce solo a
minimizar el impacto de su ideología o asentir la exclusión de los
extranjeros, replegándose sobre las fronteras nacionales.
Neutralizar a
la ultraderecha representa un desafío europeo y, por lo tanto, la
respuesta debe ser europea. Una respuesta coordenada y política. No
basta con solo recuperar los valores democráticos frente a esta nueva
barbarie, sino, más aún, elaborar materialmente propuestas sociales y
políticas para reinsertar a las capas excluidas o precarizadas: empleos,
seguridad profesional, esperanza colectiva. Vencer este neofascismo
europeo significa, más que nunca, defender una Europa social y
solidaria." (Sami Naïr, El País, 29/10/18)
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