"En la década que comienza, tendremos que afrontar colectivamente, como
sociedad industrial transnacional, una transición de modelo productivo
muy profunda si queremos mantenernos dentro del límite de 1.5-2°C de
calentamiento global medio sobre niveles preindustriales que el consenso
científico ha establecido como límite de seguridad para evitar los
peores efectos del cambio climático.
Cuando tratamos de imaginar esta
transición, inevitablemente vienen a la mente campos llenos de
aerogeneradores y ciudades cubiertas de paneles solares proporcionando,
libre de dióxido de carbono, la energía que necesita nuestra
civilización hipertecnológica.
Indudablemente, cualquier plan de transición energética posible tendrá las energías renovables como uno de sus ejes principales. Sin embargo, aunque el espectacular despegue de estas tecnologías es un motivo para la esperanza –uno de los pocos que tenemos en un mundo en que las contribuciones propuestas por los países firmantes del Acuerdo de París nos conducen a un calentamiento de no menos de 3.5°C–, las renovables también tienen sus limitaciones.
Una de las más importantes es que, en general, sólo sirven para producir electricidad, lo que las hace incapaces de atender directamente la demanda energética del transporte, que se basa fundamentalmente en el consumo de productos del petróleo en motores de combustión o de reacción.
Esto supone un problema central
para la transición energética en los países industrializados, en los
cuales el transporte representa una fracción muy importante de las
emisiones de gases de efecto invernadero. Por ejemplo, en España, el transporte fue en 2017 el sector con mayores emisiones (un
26%), a cierta distancia de la industria (21%) o la generación
eléctrica (20%). A su vez, las emisiones del transporte están dominadas
por el transporte por carretera, que supone más del 90 % del sector.
Frente
a este problema, encontramos dos familias de soluciones. La primera,
que podríamos denominar “técnica” o “continuista”, propone atacar el
problema mediante la electrificación (más o menos rápida) del
transporte, de modo que
a) se reduzca el consumo neto de energía gracias
a la mayor eficiencia de los vehículos eléctricos y
b) se pueda atender
a la demanda utilizando energía renovable. Aunque parece difícil
aplicar esta estrategia en los sectores de transporte naval o aéreo a
medio plazo (a día de hoy no hay tecnologías que lo permitan con un
coste razonable), sí podría ser aplicado al transporte terrestre, ya sea
mediante la expansión del uso del ferrocarril, ya sea mediante la
sustitución de vehículos de combustión interna por sus equivalentes
eléctricos.
Esta solución presenta dos ventajas importantes: por un
lado, parece bastante realizable -sólo depende de tecnologías
prácticamente disponibles a día de hoy- pero sobre todo permite
continuar con el funcionamiento general de nuestra sociedad sin cambios
estructurales profundos: donde antes se utilizaba un coche de gasolina,
se podría poner un coche eléctrico, y todo seguiría igual: consumo,
movilidad, producción, etc.
Por este motivo, esta solución es
generalmente la propuesta por aquellos sectores más partidarios del
status quo, y en particular por las grandes empresas del automóvil, como
pudimos ver en la COP25 en Madrid, por ejemplo, en los grandes paneles
publicitarios que alegraban todo el recorrido de la manifestación.
El
otro enfoque, que podríamos denominar “social” o “reformista”, va
orientado a cuestionar el gran incremento de la movilidad[1]
-y en particular de movilidad en vehículos privados- que han
experimentado las sociedades desarrolladas en las últimas décadas, y a
tratar de revertir esa tendencia para reducir la demanda energética.
De
acuerdo con esta visión, la transición debería perseguir ciudades más
compactas en las que el transporte público o los desplazamientos no
motorizados fueran suficientes para la mayoría de las necesidades de
movilidad, modelos de consumo de cercanía que no requieran el transporte
intercontinental de mercancías, modelos de ocio y turismo menos
intensivos en energía, modelos urbanísticos y legislación laboral que
redujeran los desplazamientos relacionados con el trabajo, etc.
En
realidad, parece difícil discutir que ambos enfoques van a ser
necesarios en mayor o menor proporción: por un lado, las
transformaciones sociales, urbanísticas, demográficas y políticas
requeridas por el segundo enfoque no van a poder ser desplegadas en toda
su capacidad en el espacio de pocas décadas que nos da el IPCC para
eliminar completamente las emisiones de CO2. Después de
cincuenta años construyendo ciudades centradas en el uso del coche, no
podemos hacer desaparecer las urbanizaciones, los PAU y los centros
comerciales rodeados de kilómetros cuadrados de aparcamientos en pocos
años.
Así pues, es necesario contar con medidas que permitan alcanzar
reducciones importantes de emisiones a corto plazo, y la electrificación
del transporte puede ser una de ellas. Sin embargo, el enfoque técnico
también es evidentemente insuficiente: por más que el transporte
electrificado pueda ser más eficiente o potencialmente renovable, la
sustitución del parque automovilístico global al completo supondría en
sí misma, por ejemplo, un consumo energético inmenso, y probablemente
chocaría con los límites de las reservas de distintos materiales (principalmente
litio y cobalto).
Y es que en última instancia, la pretensión de
mantener el modelo actual de crecimiento constante (más coches
fabricados, más billetes de avión vendidos, más toneladas transportadas)
es incompatible con las transformaciones de fondo que requiere la
construcción a medio plazo de un modelo económico sostenible en sentido
fuerte[2].
Desde el punto de vista climático desde luego, pero también desde el de
otros límites biofísicos como los que plantean la disponibilidad de
materiales o la conservación de la biodiversidad. De hecho, las llamadas
a la tecnología que pretenden solucionar el problema climático sin
ninguna alteración social o económica no suelen ser más que la siguiente parada de los negacionistas en la retirada a la que les obliga el creciente consenso científico y social sobre el tema.
Volviendo al presente y al problema de cuál es la mejor manera de
comenzar una transición suficiente y suficientemente rápida en el sector
del transporte, encontramos un problema adicional, y es que resulta
difícil ponerla en marcha en el marco de una transición justa,
entendiendo por tal una que contribuya a reducir las desigualdades
económicas que nuestras sociedades llevan acumulando desde la decadencia
del modelo keynesiano-socialdemócrata.
En efecto, las medidas
usualmente propuestas para fomentar el despliegue del coche eléctrico
suelen pasar por incentivos fiscales a los compradores de este tipo de
vehículos, subvenciones al desarrollo de las infraestructuras necesarias
(puntos de carga, electrolineras, etc.) y restricciones progresivas
(por ejemplo, de acceso al centro de las ciudades) basadas en la
tecnología de los vehículos.
Sin embargo, estas políticas obvian el
hecho de que, al menos por el momento, los vehículos eléctricos suelen
tener un precio muy superior al de su equivalente convencional y no están al alcance de las clases más populares
que, además, tampoco pueden permitirse disponer de un garaje propio en
el que instalar un punto de recarga (lo que resulta muy importante para
recuperar parte de la inversión hecha al adquirir el vehículo
eléctrico).
Así, dichas desgravaciones o subvenciones tienen un carácter
fiscal regresivo, ya que premian a quien dispone de dinero para
realizar la transición a costa del que no puede hacerlo. Más allá de eso
-y al margen de la eficiencia de dichos esquemas para reducir emisiones,
que es indiscutible- el eximir a los vehículos eléctricos de las
limitaciones de acceso al centro de las ciudades crea de facto un
criterio de renta para el cumplimiento de estas normas.
De hecho, cuando se incluyen en esas exenciones a los coches híbridos
-como en el caso de Madrid Central- se puede dar el sinsentido de
permitir la entrada a coches de lujo que resultan en realidad mucho más contaminantes que un utilitario convencional pequeño.
Desafortunadamente, si tratamos de introducir transformaciones en el
modelo de movilidad, nos encontramos con problemas parecidos: aumentar
impuestos como el de circulación, matriculación o hidrocarburos con el
fin de desincentivar el uso del vehículo privado es igualmente regresivo
desde el punto de vista fiscal (pues todos estos son impuestos
indirectos) e introducir políticas que traten de cambiar el modelo de
movilidad -por ejemplo restringiendo de algún modo la alta movilidad
asociada al estilo de vida de los barrios periféricos de las grandes
ciudades- puede con facilidad impactar desproporcionadamente a los
sectores de menor renta, que tienen trabajos precarios y cambiantes que
requieren de la flexibilidad que proporciona el uso del coche, que a
menudo se han visto expulsados del centro de las ciudades debido al
precio de la vivienda, y que por ello tienen en general poca o nula
capacidad para cambiar de domicilio.
Eventos recientes como el
movimiento de los chalecos amarillos son un mensaje de advertencia sobre las consecuencias de implementar medidas ambientales,
en este caso aumentar los impuestos indirectos al combustible- cuya
legitimidad está seriamente comprometida por su injusticia social -estos
aumentos vinieron a compensar la eliminación al impuesto sobre las grandes fortunas.
En este contexto general, y más allá de propuestas específicas para
corregir la regresividad de la fiscalidad ambiental -que escapan al
propósito de este artículo[3]-,
es imperativo encontrar medidas que permitan avances sustanciales a
corto plazo en la descarbonización y que puedan implementarse de manera
fiscal y socialmente progresiva. En lo que sigue, intentaremos esbozar
un ejemplo de una medida de este tipo aplicada al transporte: la
reducción del peso y la potencia de los coches.
El consumo energético de un vehículo -y por tanto las emisiones- es
aproximadamente proporcional a dos parámetros de diseño: el peso y la
potencia. Sin entrar en detalles, esto se debe a que el trabajo que debe
realizar un coche consiste en vencer el rozamiento de las ruedas con el
suelo -que es proporcional al peso- y la resistencia aerodinámica, que
crece con la sección frontal (determinada por el tamaño que, de nuevo,
es proporcional al peso) y la velocidad.
Por otra parte, una potencia
mayor implica que el coche deberá circular a velocidades mayores o con
marchas más cortas que son, en general, menos eficientes. Así, según un informe realizado por el MIT
(ver figura 1), el consumo y el tamaño de la flota de coches vendidos
en EEUU en 2005 dependía linealmente del peso de manera que cada 100 kg
de peso añadidos suponían un incremento del 0.69 l/100 km en el consumo
de combustible. Otras fuentes
señalan que un incremento de peso de 50-200 kg produce un aumento del
consumo del 5-9%.
Similarmente, un informe más reciente de la Agencia Medioambiental Europea
calculaba el consumo del parque de vehículos en función de su potencia
media en diversos países de la Unión Europea y de nuevo vemos cómo
aparece una tendencia casi lineal entre ambos (ver figura 2). A pesar de
que el cambio climático es bien conocido desde hace más de tres
décadas, la tendencia general en ese tiempo ha sido a aumentar
considerablemente tanto el peso como la potencia media de las flotas de
vehículos. Por ejemplo, en el caso de España, el coche medio pesaba en 2007 1400 kg, frente a los 1000 kg de 1990
(y desde entonces se ha mantenido aproximadamente estable).
Como
ejemplo paradigmático, en los últimos cinco o diez años está empezando a
cobrar una importancia fundamental el crecimiento de las ventas de los
coches conocidos como SUV (Sport Utility Vehicle), que tienen
un peso y un tamaño considerablemente superior, así como una eficiencia
considerablemente inferior, y que han supuesto la segunda mayor contribución (sólo por detrás de la generación eléctrica) al incremento de las emisiones de CO2 globales
en la última década.
De nuevo en el caso de España, estos vehículos
-que suponían una fracción prácticamente despreciable en 2010- supusieron casi la mitad de las matriculaciones en 2019 y
ya suponen aproximadamente un 10% del parque en circulación. Sin
embargo, antes de discutir si es posible revertir estas tendencias es
interesante comprobar que no siempre han estado presentes.
Como se puede ver en la figura 3, la relación entre peso, potencia y
eficiencia de los vehículos ha venido determinada durante el último
medio siglo por el precio del petróleo, así como por las regulaciones
políticas relacionadas y por la introducción de limitaciones a las
emisiones.
Podemos distinguir tres fases bien diferenciadas en la
figura, en la que las curvas de la izquierda siguen con cierto retraso a
las de la derecha: en primer lugar una fase asociada a la crisis del
petróleo de los 70 en las que el incremento del precio del petróleo
-insólito hasta aquel momento y que llegó a causar serios problemas de
suministro- junto con una serie de políticas de ahorro de combustible
impulsadas por los gobiernos de la época (como la CAFE en EEUU)
obligaron a la industria a reducir sustancialmente el consumo de los
modelos a la venta.
Así, podemos ver como en apenas cinco años se logró
un dramático aumento medio en la eficiencia de los coches del 60%. Este
aumento en la eficiencia fue el resultado combinado de diversos
factores, pero principalmente a una reducción del peso y la potencia de
los coches tanto como resultado de cambios generales en el diseño (como
el paso de estructura convencional a monocasco) como a una reducción
general del tamaño. Una vez el precio del petróleo volvió a caer a
comienzos de los 80, esta tendencia se estabilizó primero, y se invirtió
después, con el peso y la potencia volviendo a crecer de manera
sostenida.
Finalmente, a partir de 2000, y coincidiendo con el repunte
del precio del petróleo (causado por el aumento de la demanda global y
otros factores como la invasión de Irak), el peso de los coches ha
permanecido estancado y su eficiencia ha vuelto a crecer
considerablemente, a pesar de que la tendencia al alza en la potencia ha
continuado. Otro factor que ha contribuido a este cambio de tendencia
ha sido la introducción de las primeras legislaciones destinadas a
reducir las emisiones por motivos climáticos, como el Reglamento (CE) Nº
443/2009, que introdujo límites máximos a las emisiones de CO2 los
turismos en la UE.
Resulta interesante señalar que en el periodo
1985-2005 la eficiencia de los coches no disminuyó sustancialmente a
pesar del aumento del peso y potencia, y que desde entonces ha aumentado
considerablemente (aunque nunca al ritmo que experimentó en los 70) ya
que se trata de un caso de manual de la paradoja de Jevons:
así como en los años 70 el desarrollo se centró principalmente en
reducir el consumo, a partir de entonces los aumentos en eficiencia
fueron destinados principalmente a compensar el aumento de peso y
potencia.
Así, por ejemplo, la introducción de elementos que permitían
reducir el tamaño de los motores (como los compresores de los
turbodiésel) se ha utilizado generalmente para aumentar la potencia manteniendo el peso en lugar de para reducir las emisiones manteniendo constantes las prestaciones.
Esto se aprecia claramente en la figura 4, en la que se ven nítidamente
las distintas fases en la evolución de consumo y prestaciones de los
coches vendidos en el periodo 1975-2006. Del mismo modo, a pesar de que
en las últimas décadas se han producido avances en la introducción de
materiales más ligeros en los coches (típicamente aluminio y plástico en
sustitución de componentes de acero), estas mejoras no han ido
destinadas a disminuir el peso de los coches -que, como ya hemos visto,
ha crecido o se ha mantenido constante- sino para cancelar el efecto en
la eficiencia del aumento de su tamaño.
Aunque puede resultar desalentador comprobar que las compañías
automovilísticas han estado empleando el desarrollo tecnológico de
manera claramente subóptima desde el punto de vista climático, estos
datos dan motivos muy importantes para el optimismo. En primer lugar,
nos indica que existe una medida técnica muy sencilla para reducir las
emisiones: simplemente con reducir el tamaño y los caballos de potencia
promedio de los turismos al de los de los coches a la venta en 1980 (lo
que tampoco parece precisamente una medida de racionamiento
postapocalíptica), el consumo de combustible disminuiría tremendamente.
De hecho, si esto se combinara con las mejoras en materiales y en
reducción de motores, así como en cambios generales de diseño destinados
a optimizar la reducción de peso, coches de tamaños similares a los de
1980 (aunque conservando la mayoría de las prestaciones modernas como
elementos de seguridad, climatización, electrónica, etc.) podrían pesar
hoy hasta un 20% menos que entonces[4].
En el caso de España, por ejemplo, esto supondría pasar de 1400 a 800
kg en promedio, lo que tomando el ajuste lineal de la figura 1,
supondría una reducción del 38% en las emisiones de los coches, o de un
5,6% de las emisiones totales de 2017 (por poner esta cifra en
perspectiva, eso es más de la mitad de lo que se lograría cerrando todas las centrales de carbón del país).
Estas reducciones podrían acelerarse si se implementaran medidas que
gravaran seriamente la matriculación de los coches de mayor peso y
potencia (como los SUV, todoterrenos y deportivos), que tienen valores
muy por encima del promedio y lastran la eficiencia media del parque.
Además, sería conveniente modificar la estructura de los objetivos de
emisiones para fabricantes tal y como está definida en la legislación europea,
ya que en la actualidad las emisiones medias que se permite a la flota
de vehículos de un fabricante aumenta con el peso medio de esta
premiando a efectos prácticos a aquellos que optan por seguir aumentando
el tamaño de los coches que fabrican. Así, por ejemplo, el objetivo de 2017 para Hyundai Assan -con una media de peso inferior a 1100 kg por vehículo- fue de 115 gCO2/km, mientas que para Volvo -con un peso medio de 1750 kg- ascendía a 146 gCO2/km.
Este enfoque tendría ventajas tanto desde la perspectiva técnica como
desde la social: por un lado, permitiría lanzar un programa de reducción
de emisiones en el transporte con efecto inmediato y un potencial de
implementación muy rápido.
Atendiendo al ejemplo de los años 70, podemos
ver cómo una combinación de incentivos económicos y cambios en la
regulación lograron que la industria cambiara radicalmente su
comportamiento en un plazo de apenas cinco años (todo ello en país poco
sospechoso de intervencionismo autoritario como EE.UU.), de modo que
parece razonable plantear unos ritmos similares para una transición de
estas características.
Por ejemplo, en un paquete de medidas por la
emergencia climática propuesto recientemente por el Observatorio Crítico de la Energía
se proponía una senda realista de introducción de este tipo de medidas
que redujera el peso de la mitad del parque de automóviles en 2030,
retirando al mismo tiempo de circulación los modelos más pesados, lo que
llevaría a reducciones en las emisiones globales en torno al 2,5% del
total de 2017.
Por otro lado, desde una perspectiva más social, estas
reducciones serían acumulables en principio a las alcanzables mediante
la electrificación (un coche eléctrico pequeño también consume menos
energía que uno grande), pero tendrían la ventaja de aplicarse a todo el
ciclo de vida del vehículo puesto que supondrían una reducción de
consumo de materiales y energía equivalentes a la disminución de peso en
todas sus fases (y no sólo en la de desplazamiento, como en el caso del
vehículo eléctrico).
Además, aunque no modificaría el modelo de
movilidad actual centrado en el vehículo privado (lo que, por otra
parte, permite la implantación de esta medida a corto plazo), sí que
permitiría transmitir el mensaje de que ese modelo ha comenzado a ser
desechado y que sólo se mantendrá en la medida en que reduzca sus
emisiones todo lo que sea posible técnicamente y únicamente durante el
tiempo que sea necesario para llevar a cabo las transformaciones de
fondo necesarias para sustituirlo por otro centrado en el transporte
público y en una reducción de la movilidad. Sin embargo, quizá la
ventaja más importante de este planteamiento es que permitiría vertebrar
la transición del sector del transporte mediante un discurso netamente
progresista y redistributivo: a diferencia de lo que sucede de manera
general con las emisiones, hay una correlación clara entre el tamaño y
la potencia de un vehículo y su gama, y por tanto con la renta de sus
compradores e incluso, en términos de bienes posicionales, con el
prestigio social que les proporcionan.
Así pues, incluir de forma
decisiva el peso y los caballos de los vehículos junto con las emisiones
en las medidas de transición (reformas fiscales, restricciones de
circulación, planes RENOVE, etc.), incluyendo políticas específicas que
desincentiven la compra de los vehículos de mayor tamaño y cilindrada[5],
permitiría distribuir la carga económica de la transición de manera
proporcional al nivel de renta. Así, en un contexto general en el que se
tratara de modificar a medio plazo el urbanismo o los hábitos de
movilidad generales, los sectores populares sin recursos para cambiar de
residencia o adquirir un coche eléctrico seguirían teniendo la opción
de elegir coches convencionales pequeños y de alta eficiencia, que
pasarían a estar parcialmente financiado (en concepto de reducción
fiscal en los impuestos de matriculación y circulación) por aquellos
individuos de alto poder adquisitivo que decidieran adquirir vehículos
de gran cilindrada y consumo.
La transición justa es ante todo un imperativo moral y político para
aquellos que buscamos que la crisis climática sea una palanca con la que
construir sociedades más democráticas e igualitarias -o cuando menos,
impedir que se termine utilizando como una doctrina del shock para
apuntalar la actual deriva autoritaria de la hegemonía neoliberal. Sin
embargo, y esto es lo más crítico, es también la condición de
posibilidad para cualquier transición que no aspire a imponerse mediante
el uso más descarnado de la fuerza: reducir sustancialmente el consumo
general de energía y materiales -algo que será necesario al menos en
cierta medida a medio plazo- traerá la necesidad de cambios sociales que
sólo podrán implantarse mediante culturales muy profundos.
El automóvil privado, con su abolición prometeica de la distancia física
y su imagen de libertad individual y prestigio social, erigida sobre
casi un siglo de consumo de masas, es por ello un paradigma del problema
global: por un lado, resulta imprescindible reducir sustancialmente el
consumo energético relacionado con el modelo de movilidad que impone.
Por otro, nuestras sociedades no sólo han desarrollado una verdadera
dependencia estructural de su uso, sino que en el plano cultural el
coche constituye un potente símbolo de progreso social y bienestar
material.
Así pues, para avanzar en la descarbonización será necesario
encontrar caminos -que a menudo no han sido demasiado explorados hasta
ahora- que permitan alcanzar reducciones significativas de emisiones de
una manera que sea aceptable tanto material como culturalmente para una
mayoría social. Empezar eliminando los privilegios de los más ricos, y
ajustando el consumo de nuestras sociedades al mínimo necesario para
mantener el estado del bienestar mientras se acometen los cambios de
fondo -que requerirán inevitablemente más tiempo- parece un buen
principio para lograrlo." (D. Carralero, miembro del Observatorio Crítico de la Energía, CTXT, 07/02/20)
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