"UNA MAÑANA DE finales de noviembre, ágil y lúcida, Vivian Gornick (Nueva York, 1935)
recibe con amplia sonrisa en su apartamento en el corazón del West
Village neoyorquino y posa paciente para las fotos. Disfruta de su
reciente éxito internacional y acaba de terminar un nuevo libro.
Está
viviendo un buen momento: las memorias que publicó originalmente en los
ochenta, Apegos feroces (Sexto Piso, 2017), se han traducido a
13 idiomas en los últimos cuatro años y han sido aclamadas por la
crítica y también, entre otros, por apasionados lectores en español que,
al fin, la han descubierto.
Tras la publicación de la segunda parte de sus memorias, La mujer singular y la ciudad, se ha traducido recientemente también una antología, Mirarse de frente
—ambas en Sexto Piso—.
En los textos reunidos en este último libro
recuerda los veranos que pasó trabajando en los Catskills y descubriendo
las relaciones de poder que rigen el mundo; explica lo que para ella
significa el feminismo; repasa la asfixiante vida académica en los
campus universitarios; y reflexiona sobre la postura política implícita
en la decisión de vivir sola.
En Estados Unidos, mientras tanto, está a punto de reeditarse una
historia oral que escribió hace décadas sobre los comunistas
estadounidenses, y tiene nuevo libro. En Unfinished Business: Notes of a Chronic Re-reader
Gornick retoma su faceta de certera crítica literaria y hace balance de
las lecturas que más la han marcado y de cómo el correr de los años ha
cambiado su actitud hacia esos textos.
La prensa estadounidense ha
señalado como "tiene la claridad del observador imparcial incluso cuando
siente el celo de un converso"; sus opiniones nunca son tibias. Mordaz y
desarmantemente sincera a sus 84 años, esta autora, que nunca ha
ocultado cuánto le costaba escribir, está en racha.
Como comprometida reportera del legendario semanario The Village Voice,
Gornick cubrió en los setenta el mismo movimiento de liberación
feminista en el que acabó militando, la llamada Segunda Ola. Dice que
aquello le dio la clave para ver y entender el mundo de otra manera,
desde un prisma rabiosamente feminista, político y personal.
Todo ello
lo ha plasmado en su escritura de ensayos memorialísticos, un género —en
el que confluyen el análisis del mundo y la subjetividad del punto de
vista—por el que ella apostó cuando aún era algo difuso y poco
explorado.
Aguda, divertida y directa, Gornick tiene unos inmensos ojos azules
que podrían dejar clavado a cualquiera, un acento neoyorquino franco y
claro, y una carcajada fácil que subraya el descaro y fuerza, que
mantiene intactos.
Habla del “síndrome de la respuesta aproximada” para
explicar que ante su natural vehemencia ha encontrado muchas veces
tibias adhesiones a sus opiniones, algo que la sacaba de sus casillas, y
reconoce que, aunque de joven lo único que le importaba era ganar una
discusión, hoy prefiere no llevarse la razón y no herir a nadie.
Ha tratado el feminismo como movimiento social, y también a
escala íntima y personal. ¿Cómo ve los cambios desde esos años setenta
que describe como electrizantes?
Aquellos años fueron un momento revolucionario, descubrimos que ser
mujer implicaba ser ciudadano de segunda, y que había una larga historia
de subyugación y opresión femenina. Para nosotras ese punto de vista
era algo original y nuevo, pero lo cierto es que no estábamos inventando
la rueda. Y, sin embargo, creo que fuimos visionarias porque empleamos
un marco amplio, existencial y filosófico en nuestro análisis. Es decir,
yo veía que nuestra condición de mujeres era emblemática de algo que
afectaba al conjunto de la condición humana.
En Mirarse de frente recuerda un verano que trabajó
de camarera y la bronca que un cliente le echó a su jefe, y cómo
comprendió entonces que todos estamos atrapados en algún tipo de
sometimiento.
Sin el feminismo yo no hubiera entendido eso. Profundizar en lo que
implicaba la condición de mujer, reconocerlo y descubrirlo, me permitió
entender las luchas de poder que rigen la vida. Fue muy estimulante
abrir los ojos y tomar una perspectiva amplia de las cosas, de pronto
veíamos ejemplos en todas partes. Fue como una conversión.
¿Qué pasó luego?
Luego se apagan los tiempos de revolución, se acaban los sesenta y el
momento político de los ochenta se evapora. Aceptamos que lo que fuera
que hubiéramos expuesto se quedaba ahí y debía ser desarrollado a nivel
individual, persona a persona. No había un movimiento porque no se puede
ser activista 50 años. Hicimos lo que hicimos, progresamos lo que
progresamos y eso era todo, aunque no fuese ni remotamente suficiente.
En las siguientes generaciones fue interesante ver a esas mujeres que
por separado entendieron el mensaje y lo vivían cada cual a su manera
como mejor podían. Esto ocurrió por todo el mundo, incluso en Europa,
donde el sentimiento de injusticia no arraigaba.
¿Cree que el feminismo en Europa ha tardado más en cuajar?
En los últimos años he viajado allí bastante por la publicación de Apegos feroces
y en todas partes he visto a jóvenes que me hablan de sus relaciones
personales o laborales, como lo hacíamos nosotras hace 40 años. Es
verdad que muchas ocupan puestos a los que antes no llegaban; en el
sector editorial hoy hay tantas mujeres brillantes y profesionales que
podrían dirigir el mundo o empezar la tercera guerra mundial, y esto me
hizo sentirme orgullosa, pero todas y cada una de ellas me decían que se
sienten subyugadas por los hombres con quienes viven o trabajan. Está
todo muy vivo.
También en Estados Unidos ha habido un fuerte terremoto feminista.
Tras los aires de cambio hubo una reacción en contra y un frenazo. Cuando llegó el MeToo
me sorprendió lo poco que se había progresado en materia de acoso
sexual, algo que es delito desde hace 50 años. Esto no iba solo de
Harvey Weinstein, sino de todos esos hombres corrientes que de forma
corriente hacían esas mismas cosas que ya hacían en cualquier trabajo
cuando yo tenía 20 años. No había una sola oficina en la que algún
hombre no estuviera tocándote o haciéndote alguna proposición. Era
constante, ibas a la oficina con un nudo en el estómago porque sabías
que alguno te entraría. Nos pasaba a todas, lo aceptábamos y no lo
hablábamos.
Ese silencio se ha roto.
Al oír a estas mujeres que trabajan en oficinas, fábricas y
restaurantes o en Hollywood no me lo podía creer. Estaban enfurecidas
porque no había habido suficiente cambio en la cultura, en la forma de
relacionarse hombres y mujeres en todo este tiempo. Querían tirar el
mundo abajo, querían sangre, las cabezas de estos tipos, ¡degüéllenlos!
¿Y qué opina?
Estoy sorprendida, pero lo entiendo históricamente. Cuando las cosas
no avanzan lo suficiente, el enfado va creciendo, hasta que se convierte
en algo asesino. Es como si estuvieran junto al cadalso en la
Revolución Francesa pidiendo que corten las cabezas. [Ríe]. Simpatizo
con esto inmensamente y al mismo tiempo me horroriza. Conozco a hombres
que han recibido castigos mucho más severos de los que merecían, y eso
me duele. También hay algo de política parapolicial, de hipervigilancia,
cuando en realidad las mujeres a menudo son cómplices.
Parece que nadie se atreve a hablar de eso. Señalar los excesos no es políticamente correcto.
Pues yo lo digo. Mira, cuando nosotras empezamos en los años ochenta
nos acusaban de ser dogmáticas, y es que nos volvimos dogmáticas muy
rápidamente. La corrección política afloró, aunque no era tan fuerte
como hoy. Muchas que no eran feministas, mujeres normales y corrientes,
se sentían intimidadas porque decíamos que ser ama de casa era no tener
vida.
Escribió que una idea pasa a ser teoría, la teoría pasa a ser
una postura, y la postura, dogma. ¿Hoy también se da ese dogmatismo?
Cuanto menos se avanzaba, crecía el enfado acumulado y más
políticamente correcto se volvía todo. Pero hay que forcejear con estas
cosas, cada cual tiene que dar esa batalla. La ensayista Meghan Daum ha
escrito ahora un libro sobre el control dominador que ejerce lo
políticamente correcto, y es un libro valiente porque, como ella dice,
se la está jugando. Yo nunca he dejado de abrir la boca.
Desde el
principio, hace 40 años, me levantaba y decía lo que me parecía mal si
sentía que muchas teníamos tanta culpa como los hombres a los que
señalábamos, y explicaba que no estaba en el negocio de odiar a los
hombres. Hoy mucha gente no se atreve, pero yo sigo diciendo y
escribiendo lo que quiero. El campo está minado, pero hay que hablar.
¿Cree que la victoria de Trump, que presumía de acosar a mujeres, influyó en el MeToo?
Todo lo que le ha llevado a la Casa Blanca ha estado cociéndose en
los últimos 40 años. Su base, la derecha religiosa, nos odiaba, clamaban
contra el aborto y el matrimonio homosexual. Los Estados conservadores o
el Tea Party estaban ahí antes. Eran la oposición, y cuanto peor se
ponían las cosas, más aumentaba la corrección política. Trump es el final de eso.
¿El final?
La corrección política empezó con los mismos movimientos de
liberación con los que yo me identifico, la lucha de los negros, las
mujeres y los homosexuales. Abrimos la caja de Pandora y salieron todos
los problemas, pero es que además ese enfado que brotó fortaleció la
corrección política. Dos cosas ocurrieron al mismo tiempo: liberación y
represión, porque las revoluciones contienen eso, y todo depende de
quién gane. En la Unión Soviética había comunistas que creían y eran
honestos junto a asesinos y cínicos. Estos últimos se impusieron. En
Estados Unidos no sabemos qué pasará.
En la conversación de las mujeres de los últimos tiempos ha
habido algunos desencuentros generacionales. ¿Hay algo que la haya
sorprendido del feminismo de hoy?
Las jóvenes del movimiento MeToo están furiosas, responden de una
manera emocional, pero creo que nosotras teníamos una visión más
política. Ellas viven en un mundo que yo no habito porque no estoy en
Internet, su cultura es tan diferente de la mía que no puedo
criticarlas.
Ha reflexionado sobre la renuncia al amor romántico. Ese
sentimiento aparece como la antítesis de la búsqueda del camino propio.
¿Esto aún es así?
Sigue siendo así para millones de mujeres, pero también hay
muchísimas que hoy lo tienen claro, que saben que el trabajo debe ser
central; es decir, saben lo que ya sabían los hombres. Cuando yo crecía
no había una sola mujer que no dijera que lo más importante en la vida
era el matrimonio y los hijos. Había brillantes excepciones en los
negocios, la política o las artes, pero, salvo ellas, nadie contradecía
ese principio.
Hoy parece que hay que triunfar en varios frentes, en el familiar y en el profesional.
Esa presión por tener éxito siempre ha existido. Es terrible, pero nadie en ninguna sociedad es ajeno a la idea del triunfo.
Describe la vida como un constante recordar cosas que ya sabía.
¿Cuántas veces una se dice a sí misma “no voy a volver a hacer esto” y
luego se te olvida y repites ese mismo “nunca voy a hacer esto más”? No
podemos evitarlo porque las emociones tiran de ti en seis direcciones
distintas al mismo tiempo, es un caos. Eso es a lo que me refiero.
En uno de sus ensayos habla de una amiga que despreciaba a
los hombres y al mismo tiempo necesitaba su atención y reconocimiento.
¿Una batalla interminable?
Ella hasta los 70 años quería tener éxito sexual cada minuto.
Necesitaba tener un amante todo el tiempo para sentirse viva, algo que,
por otro lado, le ocurre a millones de hombres. Mira todos los que se
acuestan con mujeres que realmente no les importan para renovarse
sexualmente y sentirse vivos y exitosos.
Describe cómo presenció “la muerte del apego sentimental”
entre los sexos en una cena, cuando esta misma amiga le dio un corte
brutal a un hombre. ¿Qué fue aquello?
Es algo que pasó en los primeros años del despertar feminista como
ocurre ahora con el MeToo, porque estoy segura de que las mujeres les
están diciendo cosas tremendas a los hombres. Antes de los años ochenta,
las mujeres no se atrevían y excusaban el peor comportamiento masculino
diciendo que los egos de ellos eran tan frágiles que había que
protegerlos. Eso era el apego sentimental. Mi amiga esa noche decidió
que no iba a tener eso en cuenta nunca más, estaba dispuesta, si hacía
falta, a hacer saltar de una patada la mesa donde cenábamos.
Ese apego, empatía o terreno común, ¿se reconstruyó?
Eso ha mejorado con el tiempo. Al principio todo era enfrentamiento,
la gente se odiaba de por vida. Hoy hay más comprensión mutua. Pero, por
otro lado, está la cultura del hookup o del rollo de una
noche. Se acuestan en dos segundos y luego están enfadados, se sienten
dolidos. Uno de los hombres que conozco, que fue acusado por el MeToo y
perdió su trabajo, era solo culpable de ser un mujeriego. Nunca salió
con una mujer que no quisiera salir con él, ni se acostó con ninguna que
no quisiera hacerlo. Iba a una fiesta y rápidamente conocía a alguien,
se emborrachaban, se acostaban y al día siguiente o en unas semanas
rompía. Él ocupaba un puesto de poder y ellas no, y creo que todas
pensaban que podrían sacar algo y cuando las dejaba se enfurecían. La
cultura del hookup conlleva mucha permisividad y muchos castigos.
Las dinámicas de poder en las parejas pueden ser bastante
complejas, como el arquetipo de hombre poderoso que siente que una mujer
ejerce un fuerte control sobre él en la intimidad.
Es complejo porque muchas veces no nos miramos como iguales. Lo
prueba hasta que hablemos de “hombre poderoso” y no de ser humano. Nos
usamos unos a otros. Y eso es lo que queremos que cambie. Si llegamos a
un punto en el que nos percibimos como semejantes y cuando veo a un
hombre, antes que nada, le veo como un ser humano equipado con las
mismas debilidades que yo, los mismos miedos, las mismas
vulnerabilidades…, bueno, pues puede que entonces lo primero que
desaparezca del mundo sea la excitación erótica. [Ríe].
Sostiene que fue una actitud política lo que la empujó a
combatir el miedo a la soledad. ¿Cómo encaja la política en la decisión
de estar sola?
Con el feminismo, una de las primeras cosas que entendimos es que la
gente resiste en matrimonios infelices porque tiene miedo de quedarse
sola. Lo que planteamos era que, si te quedabas en un matrimonio
infeliz, te estabas rebajando. Así que el respeto a una misma era clave
para afrontar la infelicidad de estar sola. Eso es una postura política.
¿La infelicidad no es parte de la vida estés sola o en pareja?
Algo tiene que pesar más. Tomas decisiones cada minuto del día y todo
tiene un precio, así que hay que pensar con qué puedes vivir y con qué
no. Eso es todo. No es que quieras estar sola, es que no quieres estar
en una relación en la que te sientes disminuida o exiliada. Me casé con
prisas dos veces. Me decían que aguantara, pero yo no podía porque era
puro impulso.
Escribe sobre una amiga con la que luego pasaba horas charlando sobre el matrimonio de ella.
Al final se quedó con su marido.
Ha explicado que estar sola le ha permitido pensar y hacer, y que el amor interrumpía eso.
Cuando estás solo tú ocupas todo el espacio sin interrupción. Estar solo es bueno, pero sentirte solo no tanto.
¿Es entonces cuando hay que salir a pasear?
Bueno, las aceras de Nueva York están llenas de teatro callejero y puedes oír todo tipo de cosas. ¿Tú caminas? " (Entrevista a Vivian Gornick, Andrea Aguilar, El País Semanal, 01/03/20)
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