"Me gustaría empezar con la mala noticia: hemos perdido el norte.
Cuando hablo en plural, me refiero a todos los que desde lo intelectual,
espiritual o profesional nos sentimos unidos a la socialdemocracia o al
socialismo. No logramos comprender integralmente las dinámicas de la
economía digital ni las del propio capitalismo (y el papel que deben
jugar la socialdemocracia y el socialismo para oponerse a él o actuar
como contrapeso).
Por lo que se refiere precisamente a las grandes
empresas tecnológicas de Silicon Valley, con demasiada facilidad
obtenemos hoy una impresión distorsionada sobre las prioridades y los
valores que deben marcar el proyecto de la socialdemocracia o el
socialismo. Es cierto que tradicionalmente estos dos movimientos se
preocupan por cuestiones de poder, Estado de derecho y legalidad, pero
esos puntos nunca estuvieron como eje principal dentro de su agenda. Sus
motores siempre han sido, más bien, la igualdad, la justicia social y,
aunque parezca contraintuitivo, la innovación institucional.
Si la
socialdemocracia pudo alcanzar tantos logros, fue precisamente porque
creó nuevas formas y prácticas institucionales. Entre ellas se cuentan
el Estado social y el principio de cogestión, pero también instituciones
que están asentadas en algún lugar entre el sistema social y el
capitalismo. Veamos el caso de la biblioteca. Esta institución opera con
un ethos y una racionalidad totalmente distintos de los del
mercado. No buscamos promover la competencia entre 50 bibliotecas
diferentes para optimizar el resultado, sino que consideramos a la
institución como un bien público, que requiere una infraestructura y un
financiamiento adecuado; y utilizamos esa entidad pública para
transmitir valores que son importantes para nosotros, como cooperación e
igualdad: nuestro origen y nuestra pertenencia de clase no deben
impedir que accedamos a determinados recursos.
Pero es justamente
aquí donde la socialdemocracia y el socialismo debilitan su principal
argumento: porque muchas de sus intervenciones –desde el Estado social
hasta la cogestión, pasando por las bibliotecas– no iban solo dirigidas a
fortalecer la igualdad y la solidaridad; lo que mostraban, sobre todo,
era cómo puede funcionar una sociedad con mayor eficiencia y
efectividad. Promovían así innovaciones sociales y económicas. El Estado
social, por ejemplo, es también la forma más eficiente y efectiva de
estructurar las relaciones sociales, porque permite que la gente
aproveche a pleno los recursos disponibles y contribuya a decidir cómo
se organiza la sociedad.
Sin embargo, esta larga historia de
innovaciones sociales cayó casi en el olvido en las últimas décadas, ya
que la socialdemocracia se mantuvo ocupada sobre todo en resguardar las
instituciones contra los ataques neoliberales. Aunque estas luchas
defensivas eran necesarias, tuvieron un efecto nocivo: debilitaron la
capacidad de los socialdemócratas y socialistas para reflexionar acerca
del cambio tecnológico y desarrollar innovaciones institucionales,
capaces de conducir las fuerzas por caminos más igualitarios, pero
también más eficientes y efectivos, tal como se logró hacer antes con
otras dinámicas económicas.
El objetivo final del neoliberalismo
¿Qué
significa esto aquí y ahora? Nuestra capacidad de realizar innovaciones
sociales se ve enfrentada a una serie de limitaciones, que socavan las
condiciones bajo las cuales es posible mantener con vida el proyecto
socialdemócrata. Y esas limitaciones provienen de varios frentes: de la
velocidad y las estructuras del capitalismo global, pero también de la
presencia de tanto capital muerto que después de la crisis financiera
deambula buscando alguna oportunidad de inversión que le garantice al
menos una rentabilidad de entre 6% y 7%.
No nos referimos únicamente a
los codiciosos flujos especulativos que saquean a diferentes empresas e
instituciones, sino también con frecuencia a los fondos de pensiones que
fueron creados por gobiernos socialdemócratas. Léase: esos fondos que
hoy invierten en Facebook, Google o Amazon son los mismos que
garantizaban la jubilación de muchos europeos. Y mientras no hallemos
una salida sencilla para escapar de la debacle en que se encuentra la
economía mundial desde hace diez años, tampoco cambiarán con rapidez las
condiciones estructurales. Mucha gente solo podrá seguir obteniendo las
ganancias esperadas a través de start-ups tecnológicas y
empresas de plataforma. Por lo tanto, nuestros análisis siempre deben
tener en cuenta la existencia de ese capital muerto en busca de
inversiones por un valor cercano a los 200.000 millones de dólares.
Esto
significa que no deberíamos rechazar tan alegremente la idea de crear
un fondo de inversiones para empresas tecnológicas de Europa como si
fuera una medida draconiana.
Porque si no nos enfrentamos a esta
realidad, todas nuestras empresas y start-ups correrían el riesgo
de ser adquiridas por capitales de China, los países del Golfo, Japón o
Estados Unidos. En los últimos años ya hemos podido observar un
desarrollo en tal sentido.
Con esto no quiero defender un
nacionalismo económico ni sostener que deberíamos controlar ciertas
industrias porque son alemanas o francesas. Pero para lograr
innovaciones institucionales avanzadas, es necesario que podamos
determinar la dirección en que habrá de desarrollarse nuestra
infraestructura digital; y lamentablemente esa infraestructura se
encuentra hasta hoy en gran medida en manos privadas. Es el caso de los
datos, la inteligencia artificial y la robótica. Sin una sólida
intervención estructural –aun cuando deje un resabio corporativista–,
perderemos por completo el control de la situación.
Para conservar
algún margen de acción, necesitamos entonces un gran abanico de
intervenciones políticas. Esa es la condición para lograr innovaciones
sociales y estructurales de carácter radical. De lo contrario, el
proyecto neoliberal alcanzará su objetivo final. Porque en última
instancia lo que busca el neoliberalismo es impedir cualquier forma de
coordinación que no se base en el mercado. Uno puede coordinar lo que
quiera en la familia, en la iglesia o en cualquier otra organización
social que no esté basada en el mercado y el precio; pero apenas se
apunta a un nivel más alto y se pone en riesgo la acumulación del
capital, el neoliberalismo intenta quitarse a uno de encima.
La inteligencia artificial como bien público
El
neoliberalismo impide que cualquier coordinación social basada en la
solidaridad y la igualdad (y no en la lógica del mercado y la
competencia) se amplíe y llene los espacios que hoy, por ejemplo, ocupan
en nuestra sociedad las bibliotecas. Una alternativa neoliberal
consistiría en ofrecer a la gente dispositivos lectores de libros
electrónicos de 25 compañías digitales diferentes y cobrarle por palabra
leída; cada suscriptor generado, en lugar de ir a una biblioteca
financiada con impuestos, podría abonar una cuota anual y acceder así a
la cantidad de libros que deseara. En resumen, el proyecto neoliberal
busca que nuestro polifacético repertorio de intervenciones se limite a
una sola: la competencia.
A medida que aumentamos la competencia,
se nos hace necesario resolver un problema.
No quiero decir que la
competencia sea algo malo per se; pero a menudo se la presenta
como el remedio estándar. Precisamente el debate en torno de las
empresas tecnológicas muestra una fuerte marca neoliberal. Amazon,
Facebook y Google, o al menos las start-ups, aparecen como
solucionadores de problemas, mientras que otras fuerzas sociales (como
sindicatos, cooperativas, comunidades o Estados nacionales) casi no son
tenidas en cuenta. Tampoco se piensa demasiado en la infraestructura
jurídica, política y tecnológica que permitiría a estos grupos realizar
un trabajo conjunto para desarrollar proyectos de gran magnitud, tal
como ocurrió en su momento con las instituciones del Estado social. Los
neoliberales fueron exitosos a la hora de limitar nuestra fantasía y
atarnos las manos.
Más importante aún es estudiar ahora el nuevo
panorama digital y esbozar el aspecto que podrían tener las nuevas
instituciones. ¿Dónde podemos cooperar, crear nuevos conocimientos y
bienes públicos? Tomemos como ejemplo la inteligencia artificial.
Actualmente, cinco compañías chinas y cinco estadounidenses destinan en
cada caso unos 10.000 o 12.000 millones de dólares anuales para realizar
investigaciones sobre inteligencia artificial. ¿No sería más sensato
que, en lugar de diez firmas con una inversión total de 100.000 millones
de dólares en este rubro, hubiera 100 de esas empresas con un
desembolso de unos 2.000 millones cada una? Evidentemente esa es la
pregunta errónea.
La correcta apuntaría a saber qué parte de los gastos
actuales representa un completo despilfarro. Sé que se trata de 90%. De
lo anterior se desprende que la inteligencia artificial es un bien
público casi en el sentido clásico. En un momento se la desarrolla, se
pone la infraestructura a disposición de otros y se logra así una
drástica reducción de los costos.
Además, el aprovechamiento de los
efectos de las redes tiende a mejorar la calidad. Sin embargo, hoy hay
diez empresas que desarrollan idénticas capacidades para los algoritmos y
el aprendizaje automático. Todas someten sus sistemas a un
entrenamiento para que distingan entre fotos de gatos y fotos de perros;
todas replican las mismas funciones.
En ningún otro caso se ve
con tanta claridad el despilfarro capitalista como en la actual carrera
por la inteligencia artificial, y la situación no mejora si se aumenta
de 10 a 100 el número de empresas. Lo que se necesita, en cambio, es un
mecanismo centralizado que conciba la inteligencia artificial como
infraestructura, planifique adecuadamente su promoción y desarrollo, y
facilite luego el acceso a diferentes actores bajo diversas condiciones.
Las grandes empresas pagarían un canon más elevado que las pequeñas,
mientras que las ONG y las start-ups podrían quedar totalmente
exentas. Todo esto sería posible de inmediato si diéramos el gran paso
hacia una institucionalización jurídica, política y financiera. Por este
tipo de innovación social debería abogar el proyecto socialdemócrata y
socialista.
Pero lamentablemente estamos tan ocupados con los
pecados cotidianos de estas empresas –no pagan impuestos, ejercen
sospechosas prácticas de lobby en Washington y Bruselas, vigilan a
los activistas y a las voces críticas– que casi no nos dedicamos a
reflexionar sobre las cuestiones abstractas más importantes ni a
vincular nuestras intervenciones con los objetivos fundamentales de la
socialdemocracia. Sea cual fuere el proyecto socialdemócrata o
socialista que construyamos sobre las ruinas dejadas por los gigantes
tecnológicos de Silicon Valley, hay una gran pregunta que se deberá
resolver: quién tendrá la propiedad y el control de aquella
infraestructura que luego podrá ser reconvertida para diferentes
proyectos.
El Estado social se basa en la premisa esencial de que
determinados servicios son tan trascendentes para el bienestar de la
gente y la solidaridad social que requieren su desmercantilización: es
el caso de la atención sanitaria, la educación, el transporte y algunos
otros. No obstante, el capitalismo ha logrado penetrar en las esferas
más íntimas de nuestra existencia, ha colonizado el mundo vital. Hubo
esfuerzos sistemáticos para mercantilizar cada componente de nuestra
vida cotidiana y cada interacción con otras personas o instituciones
políticas. Debería haber habido un contragolpe hace largo tiempo.
Las
relaciones sociales digitalizadas deben desmercantilizarse, de manera
tal que la infraestructura pueda ser utilizada para sostener vínculos
solidarios e igualitarios, y propagar estos valores.
Los desafíos de la socialdemocracia
No
es posible que la socialdemocracia y el socialismos sigan careciendo de
una estrategia para reconquistar esta infraestructura. Al mismo tiempo,
debemos ser muy realistas: se trata al menos de mantener la chance,
porque la socialdemocracia todavía no está preparada para la reconquista
propiamente dicha. Por el momento, a lo que se dedica es más que nada a
la regulación; y es algo que hace bien. Toda la Comisión Europea se
basa en la idea de que tenemos reglas y debemos cumplirlas. Pero este
planteo no congenia con las innovaciones sociales.
Por lo tanto, cada
vez que un socialdemócrata o un socialista hable de regulaciones, el
aplauso correspondiente debe ir acompañado de la siguiente pregunta:
¿qué harán, además, para afrontar el inmenso desafío político, económico
y cultural de la globalización? ¿Qué infraestructura y qué agenda
político-económica tienen en mente? Creo que no tienen ninguna. Y en
parte eso se debe a que las numerosas posibilidades de regulación que
les ofrece la Unión Europea se han convertido para ellos en un agradable
y cómodo refugio.
No me malinterpreten. De ninguna manera estoy
contra las regulaciones. Pero no son ellas las que nos darán una
victoria como la obtenida por la socialdemocracia durante el siglo
pasado, máxime porque ahora las relaciones de fuerza en materia política
e intelectual distan de promover la solidaridad y la igualdad. Lo mismo
ocurre con el modo en que funciona el actual sistema económico. Piensen
en un Estado socialdemócrata como Noruega. Si sus fondos soberanos no
hubieran puesto tanto dinero en muchas de esas empresas tecnológicas, el
país estaría hoy inmerso en una profunda crisis. Y aunque algunas de
las compañías mencionadas perdieron enormes sumas durante el presente
año, en los cuatro o cinco anteriores pagaron las jubilaciones de unos
cuantos noruegos.
Es un mito creer que el cumplimiento de una
buena agenda de regulación tecnocrática basta para salir de este
embrollo. Lo que hace falta es un proyecto político más ambicioso, que
redefina por completo la socialdemocracia del siglo XXI. El encuentro
con la digitalización le ofrece a la socialdemocracia una oportunidad
salvadora, porque le permite ir más allá de la mera defensa de los
logros alcanzados en el siglo XX.
Hay algo importante: si los
socialdemócratas se deciden a desarticular las grandes compañías
tecnológicas, deben saber por qué lo hacen. Y deben hacerlo por las
razones correctas. El objetivo no puede ser desarticular las empresas
grandes para obtener muchas pequeñas. A eso podrían aspirar los
liberales o los demócrata-cristianos, pero no los socialdemócratas.
Su
objetivo debe ser «otra cosa». Y es imposible que se concrete sin
reducir el poder de Google y Facebook. Por lo tanto, es factible y
quizás también necesario contar, por un lado, con una alianza táctica
entre socialdemócratas y socialistas y, por el otro, con gente que
apueste a la competencia. Pero si los socialdemócratas y los socialistas
establecen este tipo de unión sin comprender la dinámica política y
filosófica subyacente, serán devorados por sus adversarios. No serán más
calificados que los demócrata-cristianos o los liberales para hablar de
competencia. Y si llegaran a serlo, cabría preguntarse para qué debería
seguir existiendo la socialdemocracia como partido político
independiente. Se puede adoptar táctica y estratégicamente esta línea
argumentativa para impulsar los propios objetivos; el único problema es
que tal vez no se sabe cuáles son.
Existe aquí un enorme agujero
negro en la agenda de los partidos socialdemócratas. En el mejor de los
casos, les quedan quizás tres o cuatro años para cubrirlo. Si no lo
logran, habrán desaprovechado una oportunidad esencial para su
supervivencia. Es por ello que en estos tiempos venideros se enfrentan a
dos tareas.
En primer lugar, deben determinar con precisión
cuáles son en realidad las condiciones necesarias para posibilitar un
nuevo proyecto socialdemócrata. Se requiere un enfoque político
totalmente distinto respecto a la propiedad de los datos. También se
requiere el desarrollo de al menos algunos prototipos: ciudades en las
que pueda funcionar otra economía digital, basada en la solidaridad y la
participación ciudadana. Se trata de modelos que no se limitan a
adoptar una posición muy jerárquica y a creer que la gente debe trabajar
en una fábrica, sino que promueven un verdadero espíritu empresarial y
apoyan a las personas que efectivamente pueden montar una start-up.
Sin olvidar que no todas esas empresas emergentes son iguales. Algunas
muestran un comportamiento típicamente depredador, mientras que otras
persiguen fines más nobles y actúan de una manera digna.
Todo esto
debe ser puesto a prueba. Porque mientras no haya prototipos de las
nuevas infraestructuras digitales que se encuentren en funcionamiento en
el plano local, será absolutamente imposible convencer a alguien para
que intente su implementación a escala nacional o europea. Desde luego,
para eso necesitamos recursos financieros y representantes políticos que
asuman un riesgo en el terreno. Deben estar dispuestos a enfrentarse a
los negociados inmobiliarios, a Uber, Google o Amazon. Por supuesto que
habrá una fuerte oposición política, porque estas empresas son muy
poderosas y saben lo que quieren; además, tienen una ventaja
inestimable: se apoyan en el proyecto neoliberal, tendiente a minimizar
cualquier forma de coordinación que no esté basada en el mercado.
Esto
torna aún más difícil la tarea de la socialdemocracia. Por lo tanto, no
solo es importante que en los próximos dos o tres años llevemos a cabo
una experimentación acelerada y creemos espacios seguros y bien
financiados para realizar una innovación digital sin un carácter
neoliberal; lo que debemos hacer, en segundo lugar, es emprender un
viaje intelectual muy ambicioso y repensar cómo podría ser nuestro
movimiento político en el siglo XXI. Es algo que hasta ahora no ha hecho
de manera suficiente ninguno de los partidos socialdemócratas en
Europa, América del Norte ni América Latina.
Se trata entonces de
la conexión de dos líneas. La primera es una experimentación muy
práctica y diligente, unida a una serie de intervenciones sumamente
pragmáticas y orientadas a las políticas en Bruselas: ¿qué se debe hacer
a escala europea? ¿Necesitamos un fondo tecnológico continental para
asegurar al menos que nuestras empresas del sector no terminen
perteneciendo todas algún día a Arabia Saudita? ¿Cuánto tiempo nos queda
para evitarlo? ¿Contamos con las estructuras jurídicas y económicas
necesarias para impedir esa absorción? Si no podemos responder a estas
preguntas, en algún momento nos faltarán sencillamente los recursos para
crear un futuro alternativo.
La segunda línea consiste en esbozar
ese futuro y en redescubrir para ello algunos rasgos pioneros y más
subversivos del pensamiento socialdemócrata. Debemos reavivar esas
tradiciones tan olvidadas y vincularlas con las instituciones. Si
logramos realizar avances en ambos frentes, la socialdemocracia no solo
sobrevivirá, sino que experimentará una etapa de prosperidad.
La gran contradicción del neoliberalismo
La
situación actual es extremadamente contradictoria. Por un lado, al
proyecto neoliberal le va bien: empresas como Uber, Airbnb y Google
refuerzan la idea de que cada uno debe ser un emprendedor y de que la
competencia es la única solución a los problemas. Así establecen esta
ideología en nuestras interacciones cotidianas. No es poco entonces el
apoyo que Silicon Valley otorga al proyecto neoliberal. Por otro lado, a
medida que todo sigue yendo en la misma dirección, las externalidades o
los costos del sistema ascienden a un nivel tan alto que los propios
neoliberales se ven sobrepasados y los mercados, en definitiva, ya no
pueden resolver los problemas. No es posible crear mercados dirigidos a
ofrecer soluciones y luego más mercados adicionales para rescatar a los
primeros. Porque en ese caso, en lugar de resolverse, los problemas se
acumulan.
Aun así, no debemos subestimar la dureza e
inflexibilidad de nuestro adversario. No podremos esperar ningún avance
mientras los socialdemócratas y los socialistas no articulen con
claridad qué es lo que quieren en un capitalismo altamente globalizado,
financiarizado y digitalizado como el del presente. Nuestros problemas
no son el resultado de un error de comprensión respecto a las grandes
empresas tecnológicas, sino respecto al papel, el significado y el
futuro de la socialdemocracia. Si no se aclara este error, tampoco podrá
haber claridad en torno de las grandes empresas tecnológicas. La
confusión relacionada con el sector de la tecnología es la consecuencia,
y no la causa de nuestros problemas. Para tener lucidez, primero
debemos comprender una cosa: cuál es el significado de la
socialdemocracia bajo las condiciones del capitalismo actual."
(Evgeny Morozov , Nueva Sociedad, Junio, 2020. Fuente: Fundación Friedrich Ebert – Congreso de Capitalismo Digital)
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