"¿Qué
habilidades intelectuales –o, si se prefiere, virtudes cognitivas–
deberían poseer los ciudadanos de una democracia moderna? Durante
décadas, una respuesta dominante ha girado en torno a las habilidades epistémicas y cognitivas asociadas con la alfabetización científica.
La evidencia científica es indispensable para la creación eficaz de
políticas públicas. Y para que una sociedad que se gobierna a sí misma
coseche los beneficios de la ciencia relevante para la política, sus
ciudadanos deben ser capaces de reconocer la mejor evidencia posible y
sus implicaciones para la acción colectiva.
Claramente, esta explicación no anda errada. Pero la emergente disciplina de la comunicación científica,
que usa métodos científicos para entender cómo la gente llega a conocer
lo que es conocido por la ciencia, sugiere que es incompleta.
De
hecho, es peligrosamente incompleta. A menos que vaya acompañada de
otro rasgo propio del raciocinio científico, las habilidades asociadas
con la alfabetización científica pueden en realidad impedir el
reconocimiento público de la mejor evidencia disponible y profundizar
formas perniciosas de polarización cultural.
Para que la
alfabetización científica no socave el autogobierno ilustrado sino que
lo respalde, el rasgo complementario necesario es la curiosidad científica.
Dicho
de manera sencilla, cuando los miembros ordinarios del público
adquieren más conocimiento científico y se vuelven más duchos en el
razonamiento científico, no convergen a la hora de detectar la mejor
evidencia disponible respecto a hechos controvertidos relevantes en
política. En lugar de eso, se vuelven incluso más polarizados
culturalmente.
Este es uno de los hallazgos más claros
asociados a la ciencia de la comunicación científica. Es una relación
que se observa, por ejemplo, en las percepciones públicas de innumerables fuentes de riesgo para la sociedad –no solo el cambio climático, sino también la energía nuclear, la posesión y control de armas o el fracking, entre otros–.
Además,
este mismo patrón –a mayor competencia científica, más aguda es la
polarización– caracteriza múltiples formas de razonar esenciales para la
comprensión de la ciencia: la polarización aumenta, no solo con la alfabetización científica, sino también con la alfabetización numérica (la capacidad para razonar correctamente con información cuantitativa) y con el razonamiento de apertura de mente activa –la tendencia a revisar las creencias propias a la luz de nueva evidencia–.
Lo mismo pasa con la reflexión cognitiva. El Test de Reflexión Cognitiva
(CRT por sus siglas en inglés) mide cuánto depende la gente de dos
formas de procesamiento de información: “rápida”, preconsciente, formas
de raciocinio movidas por emociones, normalmente llamado “sistema 1”; o
una forma consciente, deliberada, analítica, “lenta”, denominada
“sistema 2”.
No hay duda de que el razonamiento
científico requiere un alto grado de dominio en el procesamiento de
información propio del sistema 2. Pero cuando los miembros legos del
público se vuelven más competentes en este tipo de raciocinio, no
piensan de forma más parecida a como lo hacen los científicos. En lugar
de eso, estas personas se convierten en indicadores más fiables de qué
piensa la gente que comparte sus compromisos grupales sobre riesgos
culturalmente disputados y los hechos asociados a estos.
Dicha
relación se hace patente de inmediato en encuestas de opinión pública
(figura 1). También ha sido documentada experimentalmente. Los
experimentos captan estas habilidades cognitivas “con las manos en la masa”: a los razonadores competentes se les descubre usando sus habilidades analíticas
para encontrar evidencia que sustente la posición de su grupo, al
tiempo que racionalizan el rechazo de la empiria cuando desautoriza las
creencias de su bando.
¿Qué explica este efecto? Por contraintuitivo que pueda
sonar, usar la propia razón de este modo en un ambiente de comunicación
científica contaminado por el tribalismo es perfectamente racional.
Lo
que una miembro ordinaria del público piensa sobre el cambio climático,
por ejemplo, no tiene impacto sobre el clima. Tampoco cambia nada lo
que haga como consumidora o votante; su impacto individual es demasiado
pequeño para marcar la diferencia. De este modo, cuando ella actúa en
cualquiera de estas capacidades, cualquier error que cometa en lo
relativo a la mejor evidencia científica disponible tendrá un impacto
nulo sobre ella o sobre aquellos que le importan.
Pero
dado que las opiniones sobre el cambio climático ahora identifican las
alianzas grupales de cada uno, adoptar la posición “incorrecta” al
interactuar con sus pares podría romper vínculos de los cuales depende
en gran medida su bienestar material y emocional. Bajo estas condiciones
patológicas, ella usará predeciblemente su raciocinio, no para
discernir la verdad, sino para formar y persistir en creencias
características de su grupo, una tendencia conocida como “cognición
protectora de la identidad”.
Uno no tiene que ser un
premio Nobel para darse cuenta de qué opinión defiende su tribu. Pero si
alguien disfruta de especial dominio en la comprensión e interpretación
de evidencia empírica, es perfectamente predecible que usará esa
habilidad para forjar vínculos incluso más fuertes entre lo que cree y quién cree que es, culturalmente hablando.
Ahora considere la curiosidad.
Conceptualmente,
la curiosidad tiene propiedades directamente opuestas a las de la
cognición protectora de la identidad. Mientras que la segunda denota una
dura resistencia a explorar la evidencia que pueda disputar las propias
opiniones, la primera consiste en ansiar lo inesperado, movidos por el
placer anticipado de la sorpresa. En ese estado, los centinelas
defensivos de la opinión existente bajan la guardia. Uno podría esperar
razonablemente, entonces, que aquellos dispuestos hacia la curiosidad
científica fueran más abiertos de mente y, como resultado, menos
polarizados en torno a trincheras culturales.
Esto es exactamente lo que observamos
cuando probamos empíricamente esta conjetura. En las encuestas
generales a la población, diversos ciudadanos que puntuaron alto en la
Escala de Curiosidad Científica (SCS por sus siglas en inglés) están
menos divididos que sus conciudadanos con puntuaciones bajas.
De
hecho, en lugar de tornarse más polarizados a medida que su
alfabetización científica aumenta, aquellos que puntuaron más alto en el
SCS tienden a converger en lo que la evidencia indica sobre el cambio
climático, la posesión de armas, la energía nuclear y otras fuentes de
riesgo.
Los datos experimentales sugieren por qué.
Cuando se les da a elegir, los individuos de baja curiosidad optan por
la evidencia ya conocida, consistente con lo que ya creen; los
ciudadanos de curiosidad alta, en cambio, prefieren explorar nuevos
hallazgos, incluso si esa información implica que la posición de su
grupo es errónea (figura 2). Al consumir una dieta informacional más
rica, los ciudadanos de mayor curiosidad forman, predeciblemente, menos
opiniones banderizas y, por tanto, menos polarizadas.
Esta investigación empírica muestra una imagen más compleja
del ciudadano democrático virtuoso cognitivamente. Por supuesto, conoce
una gran parte de los métodos y descubrimientos de la ciencia. Pero de
igual importancia es que se maraville y asombre –los distintivos
emocionales de la curiosidad– con el conocimiento que la ciencia ofrece
sobre los procesos ocultos de la naturaleza.
Los
hallazgos sobre la curiosidad científica también tienen implicaciones
para la práctica de la comunicación científica. La mera transmisión de
información es poco probable que sea efectiva –y puede incluso empeorar las cosas–
en una sociedad que ha fracasado en la inculcación de curiosidad en sus
ciudadanos y que no involucra a la curiosidad cuando se comunica
ciencia relevante en política.
Entonces, ¿qué deben
hacer los educadores, los periodistas de ciencia y otros profesionales
de la comunicación científica para adquirir los beneficios de la
curiosidad científica?
La respuesta a esta pregunta en
el corto plazo es clara: unir fuerzas con los investigadores empíricos
para estudiar la curiosidad científica y el avance de su oficio.
El
valor de tales colaboraciones fue un gran tema del reciente informe de
la Academia Nacional de las Ciencias consensuado entre expertos, Communicating Science Effectively.
De hecho, iniciativas que conectan el trabajo experimental y de campo
como las propuestas por el informe de la Academia ya están teniendo
lugar. La Escala de Curiosidad Científica es en sí misma producto de un
proyecto colaborativo: por un lado, de investigadores de ciencias
sociales afiliados al Proyecto de Cognición Cultural en la Facultad de
Derecho de Yale y al Centro Annenberg de Políticas Públicas en la Universidad de Pensilvania (APPC); por otro, de productores de películas sobre ciencia en Tangled Bank Studios.
Los
resultados de esa iniciativa, a su vez, informan una colaboración entre
los científicos sociales de la APPC y los comunicadores científicos de
la cadena de televisión pública KQED.
Financiada por la Fundación Nacional de la Ciencia y la Fundación
Templeton, esa asociación está realizando estudios de campo destinados a
hacer películas de ciencia y formas de comunicación relacionadas con la
ciencia que atraigan a personas curiosas de grupos culturalmente
diversos, incluidos los grupos que están amargamente divididos en cuanto
al cambio climático y otras cuestiones.
Por ahora, no
hay protocolos probados para utilizar la curiosidad científica para
ayudar a extinguir las rivalidades entre grupos que generan desacuerdos
públicos sobre la ciencia pertinente a la política, en particular entre
los miembros de esos grupos con mayor alfabetización científica.
Pero
si la ciencia de la comunicación científica no está todavía en posición
de decir a los comunicadores científicos exactamente qué hacer para
aprovechar los efectos unificadores de la curiosidad, sí que les dice
inequívocamente cómo averiguarlo: mediante el uso de los métodos
empíricos de la propia ciencia."
(Dan Kahan
, catedrático de derecho y psicología en la Facultad de Derecho de Yale. Sin Permiso, 13/06/20; fuente: Scientific American)
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