4/8/20

¿Qué habilidades intelectuales, o virtudes cognitivas, deberían poseer los ciudadanos de una democracia moderna?

"¿Qué habilidades intelectuales –o, si se prefiere, virtudes cognitivas– deberían poseer los ciudadanos de una democracia moderna? Durante décadas, una respuesta dominante ha girado en torno a las habilidades epistémicas y cognitivas asociadas con la alfabetización científica

La evidencia científica es indispensable para la creación eficaz de políticas públicas. Y para que una sociedad que se gobierna a sí misma coseche los beneficios de la ciencia relevante para la política, sus ciudadanos deben ser capaces de reconocer la mejor evidencia posible y sus implicaciones para la acción colectiva.

Claramente, esta explicación no anda errada. Pero la emergente disciplina de la comunicación científica, que usa métodos científicos para entender cómo la gente llega a conocer lo que es conocido por la ciencia, sugiere que es incompleta.

De hecho, es peligrosamente incompleta. A menos que vaya acompañada de otro rasgo propio del raciocinio científico, las habilidades asociadas con la alfabetización científica pueden en realidad impedir el reconocimiento público de la mejor evidencia disponible y profundizar formas perniciosas de polarización cultural.

Para que la alfabetización científica no socave el autogobierno ilustrado sino que lo respalde, el rasgo complementario necesario es la curiosidad científica.

Dicho de manera sencilla, cuando los miembros ordinarios del público adquieren más conocimiento científico y se vuelven más duchos en el razonamiento científico, no convergen a la hora de detectar la mejor evidencia disponible respecto a hechos controvertidos relevantes en política. En lugar de eso, se vuelven incluso más polarizados culturalmente.

Este es uno de los hallazgos más claros asociados a la ciencia de la comunicación científica. Es una relación que se observa, por ejemplo, en las percepciones públicas de innumerables fuentes de riesgo para la sociedad –no solo el cambio climático, sino también la energía nuclear, la posesión y control de armas o el fracking, entre otros–.

Además, este mismo patrón –a mayor competencia científica, más aguda es la polarización– caracteriza múltiples formas de razonar esenciales para la comprensión de la ciencia: la polarización aumenta, no solo con la alfabetización científica, sino también con la alfabetización numérica (la capacidad para razonar correctamente con información cuantitativa) y con el razonamiento de apertura de mente activa –la tendencia a revisar las creencias propias a la luz de nueva evidencia–.

Lo mismo pasa con la reflexión cognitiva. El Test de Reflexión Cognitiva (CRT por sus siglas en inglés) mide cuánto depende la gente de dos formas de procesamiento de información: “rápida”, preconsciente, formas de raciocinio movidas por emociones, normalmente llamado “sistema 1”; o una forma consciente, deliberada, analítica, “lenta”, denominada “sistema 2”.

No hay duda de que el razonamiento científico requiere un alto grado de dominio en el procesamiento de información propio del sistema 2. Pero cuando los miembros legos del público se vuelven más competentes en este tipo de raciocinio, no piensan de forma más parecida a como lo hacen los científicos. En lugar de eso, estas personas se convierten en indicadores más fiables de qué piensa la gente que comparte sus compromisos grupales sobre riesgos culturalmente disputados y los hechos asociados a estos.

Dicha relación se hace patente de inmediato en encuestas de opinión pública (figura 1). También ha sido documentada experimentalmente. Los experimentos captan estas habilidades cognitivas “con las manos en la masa”: a los razonadores competentes se les descubre usando sus habilidades analíticas para encontrar evidencia que sustente la posición de su grupo, al tiempo que racionalizan el rechazo de la empiria cuando desautoriza las creencias de su bando.

¿Qué explica este efecto? Por contraintuitivo que pueda sonar, usar la propia razón de este modo en un ambiente de comunicación científica contaminado por el tribalismo es perfectamente racional.

Lo que una miembro ordinaria del público piensa sobre el cambio climático, por ejemplo, no tiene impacto sobre el clima. Tampoco cambia nada lo que haga como consumidora o votante; su impacto individual es demasiado pequeño para marcar la diferencia. De este modo, cuando ella actúa en cualquiera de estas capacidades, cualquier error que cometa en lo relativo a la mejor evidencia científica disponible tendrá un impacto nulo sobre ella o sobre aquellos que le importan.

Pero dado que las opiniones sobre el cambio climático ahora identifican las alianzas grupales de cada uno, adoptar la posición “incorrecta” al interactuar con sus pares podría romper vínculos de los cuales depende en gran medida su bienestar material y emocional. Bajo estas condiciones patológicas, ella usará predeciblemente su raciocinio, no para discernir la verdad, sino para formar y persistir en creencias características de su grupo, una tendencia conocida como “cognición protectora de la identidad”.

Uno no tiene que ser un premio Nobel para darse cuenta de qué opinión defiende su tribu. Pero si alguien disfruta de especial dominio en la comprensión e interpretación de evidencia empírica, es perfectamente predecible que usará esa habilidad para forjar vínculos incluso más fuertes entre lo que cree y quién cree que es, culturalmente hablando.

Ahora considere la curiosidad.

Conceptualmente, la curiosidad tiene propiedades directamente opuestas a las de la cognición protectora de la identidad. Mientras que la segunda denota una dura resistencia a explorar la evidencia que pueda disputar las propias opiniones, la primera consiste en ansiar lo inesperado, movidos por el placer anticipado de la sorpresa. En ese estado, los centinelas defensivos de la opinión existente bajan la guardia. Uno podría esperar razonablemente, entonces, que aquellos dispuestos hacia la curiosidad científica fueran más abiertos de mente y, como resultado, menos polarizados en torno a trincheras culturales.

Esto es exactamente lo que observamos cuando probamos empíricamente esta conjetura. En las encuestas generales a la población, diversos ciudadanos que puntuaron alto en la Escala de Curiosidad Científica (SCS por sus siglas en inglés) están menos divididos que sus conciudadanos con puntuaciones bajas.

De hecho, en lugar de tornarse más polarizados a medida que su alfabetización científica aumenta, aquellos que puntuaron más alto en el SCS tienden a converger en lo que la evidencia indica sobre el cambio climático, la posesión de armas, la energía nuclear y otras fuentes de riesgo.

Los datos experimentales sugieren por qué. Cuando se les da a elegir, los individuos de baja curiosidad optan por la evidencia ya conocida, consistente con lo que ya creen; los ciudadanos de curiosidad alta, en cambio, prefieren explorar nuevos hallazgos, incluso si esa información implica que la posición de su grupo es errónea (figura 2). Al consumir una dieta informacional más rica, los ciudadanos de mayor curiosidad forman, predeciblemente, menos opiniones banderizas y, por tanto, menos polarizadas.

Esta investigación empírica muestra una imagen más compleja del ciudadano democrático virtuoso cognitivamente. Por supuesto, conoce una gran parte de los métodos y descubrimientos de la ciencia. Pero de igual importancia es que se maraville y asombre –los distintivos emocionales de la curiosidad– con el conocimiento que la ciencia ofrece sobre los procesos ocultos de la naturaleza.

Los hallazgos sobre la curiosidad científica también tienen implicaciones para la práctica de la comunicación científica. La mera transmisión de información es poco probable que sea efectiva –y puede incluso empeorar las cosas– en una sociedad que ha fracasado en la inculcación de curiosidad en sus ciudadanos y que no involucra a la curiosidad cuando se comunica ciencia relevante en política.

Entonces, ¿qué deben hacer los educadores, los periodistas de ciencia y otros profesionales de la comunicación científica para adquirir los beneficios de la curiosidad científica?

La respuesta a esta pregunta en el corto plazo es clara: unir fuerzas con los investigadores empíricos para estudiar la curiosidad científica y el avance de su oficio.

El valor de tales colaboraciones fue un gran tema del reciente informe de la Academia Nacional de las Ciencias consensuado entre expertos, Communicating Science Effectively. De hecho, iniciativas que conectan el trabajo experimental y de campo como las propuestas por el informe de la Academia ya están teniendo lugar. La Escala de Curiosidad Científica es en sí misma producto de un proyecto colaborativo: por un lado, de investigadores de ciencias sociales afiliados al Proyecto de Cognición Cultural en la Facultad de Derecho de Yale y al Centro Annenberg de Políticas Públicas en la Universidad de Pensilvania (APPC); por otro, de productores de películas sobre ciencia en Tangled Bank Studios.

Los resultados de esa iniciativa, a su vez, informan una colaboración entre los científicos sociales de la APPC y los comunicadores científicos de la cadena de televisión pública KQED. Financiada por la Fundación Nacional de la Ciencia y la Fundación Templeton, esa asociación está realizando estudios de campo destinados a hacer películas de ciencia y formas de comunicación relacionadas con la ciencia que atraigan a personas curiosas de grupos culturalmente diversos, incluidos los grupos que están amargamente divididos en cuanto al cambio climático y otras cuestiones.

Por ahora, no hay protocolos probados para utilizar la curiosidad científica para ayudar a extinguir las rivalidades entre grupos que generan desacuerdos públicos sobre la ciencia pertinente a la política, en particular entre los miembros de esos grupos con mayor alfabetización científica.

Pero si la ciencia de la comunicación científica no está todavía en posición de decir a los comunicadores científicos exactamente qué hacer para aprovechar los efectos unificadores de la curiosidad, sí que les dice inequívocamente cómo averiguarlo: mediante el uso de los métodos empíricos de la propia ciencia."                

 (Dan Kahan , catedrático de derecho y psicología en la Facultad de Derecho de Yale. Sin Permiso, 13/06/20; fuente: Scientific American)

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