23/11/20

“Es una tragedia que las izquierdas hayan dejado en manos del neoliberalismo la idea de libertad”... en tanto que hijos de nuestro padre primigenio -Caín-, somos capaces de matar a nuestros semejantes. Y es justamente nuestra condición fraterna, así como lo son también nuestras ansias de libertad, aquello que nos aboca al estado de todos contra todos. Es para superar este estado por lo que los humanos se organizan políticamente, para obtener paz y seguridad

 "¿Crees que las consignas de orden y seguridad deben tener una centralidad en los planteamientos emancipatorios? ¿Qué relación podrían guardar con las ideas ilustradas de la libertad, igualdad y fraternidad?

Al objeto de refutar posteriormente sus argumentos, pensemos primero en Hobbes, quien -como buen lector de la Biblia del Antiguo Testamento-, partía en su Leviatán de la siguiente reflexión:todos somos iguales porque, en tanto que hijos de nuestro padre primigenio -Caín-, somos igualmente capaces de matar a nuestros semejantes. Y es justamente nuestra condición fraterna, así como lo son también nuestras ansias de libertad, aquello que nos aboca al estado -que Hobbes naturaliza-  del bellum omnium contra omnes: todos contra todos. Es para superar este estado (o lo que es peor, esta condición siempre latente o irrefrenable) por lo que los humanos se organizan políticamente, para obtener paz y seguridad (siempre tan precarias).

Como demostró sobriamente Eugenio Trías en La política y su sombra, el planteamiento de Hobbes es mucho más complejo de lo que parece a simple vista. De su relato idealista (mitológico, para decirlo todo) podemos extraer la siguiente lección: las categorías “luminosas” de igualdad, libertad y fraternidad hacen necesariamente cuadrilátero con la idea de seguridad, frecuentemente sustanciada como refugio comunitario ante las pasiones tristes del miedo, de la angustia, del resentimiento o del terror (que Trías, un tanto maniqueamente, tematizará como la zona umbría de nuestra condición humana- nuestra inhumanidad-). Es así que, siguiendo este hilo, según el autor, podría ser reinterpretada “la lucha a muerte por el reconocimiento” en el marco teórico hegeliano, la “lucha de clases” en la obra de Marx, la “pulsión de muerte” en el psicoanálisis de Freud, etc.

En cualquier caso, desde una perspectiva materialista, habría que sostener que, de modo inverso, son las ideas de igualdad, libertad y fraternidad las que suponen la existencia de comunidades políticas organizadas en base a un cierto orden y con unos determinados criterios de seguridad. Y son esas bases y esos criterios los que precisamente se van tejiendo y destejiendo en el sinuoso curso de la historia. Como primer analogado, a no dudar, en la transformación revolucionaria del Antiguo Régimen en las sociedades modernas burguesas. Por eso, lo que debemos decir inmediatamente es que en ningún caso se trata de contraponer los valores ilustrados de la igualdad, la libertad y la fraternidad (u otros similares) a los conceptos de seguridad u orden, sino de analizar cuáles son sus contenidos específicos, para poder juzgar sus conexiones y también sus incomensurabilidades.

¿Existe alguna forma política que no establezca criterios de orden y seguridad? Rotundamente no. Luego el planteamiento dialéctico ha de consistir en la crítica de los contenidos específicos y la propuesta, tanto teórica como práctica, de otros alternativos.

En ese sentido, respondiendo lo más directamente a tu pregunta, diría lo siguiente: que no se preocupen las izquierdas que no planteen criterios, propuestas (o consignas, como muy bien dices) de orden y seguridad para sus comunidades políticas; las derechas lo harán por ellas.

Pero las izquierdas, además, arrastran un gran problema que con rigor podemos denominar ontológico: mientras que las ideas ilustradas casi siempre son formuladas en clave sumamente abstracta, los valores que atribuyen las derechas al orden y la seguridad suelen tener un máximum de realidad efectiva: terroríficamente efectiva contra el hostis, el enemigo público, el/lo Otro: el inmigrante que nos roba, las mujeres que descentran la función del hombre proveedor, las personas trans que desestabilizan nuestra fantasmática identidad sexual, etc. Cuando estos enfoques exclusivistas del orden y la seguridad prevalecen, se produce lo que parafraseando a Badiou llamaríamos un “desastre oscuro”. El error da paso al horror.

Recordemos que Spinoza definía la seguridad como “la alegría que nace de la idea de una cosa futura o pasada a propósito de la cual ya no hay motivos para dudar”. En épocas o fases de crisis necesitamos, más que nunca, certezas como asideros afectivos y práxicos. En efecto, las izquierdas deben ser capaces de construir certezas que, no siendo absolutas, se materialicen en sentido común, sean creíbles, convincentes, lleguen a cualquiera, se hagan carne. Y eso implica ser capaces de imaginar, siquiera, alternativas de presente y futuro a las sociedades capitalistas existentes. Nos falta imaginación y phantasia políticas: saber anticipar, partiendo de la rememoración y reconsideración de planes políticos pretéritos, proyectos de futuro desde la inmanencia del presente.

¿Qué papel juegan entonces las consignas de la libertad en los movimientos transformadores? ¿Lo consideras como un principio relevante y digno de disputa?

Como decía Marx, “nadie combate la libertad; combate a lo sumo la libertad de los otros”. Esto significa que es imposible estar a favor o en contra de la libertad. Se está a favor o en contra de determinadas concepciones o prácticas de la libertad. Verdaderamente, es una tragedia que las izquierdas hayan dejado en manos del neoliberalismo cualquier definición compartida de libertad. Asumiendo que existe una oposición necesaria, o absoluta, entre las ideas de igualdad y libertad. Desentendiéndose de esta última. Dejándose arrinconar por el mito (conservador o reaccionario) de que la igualdad supone necesariamente proyectos de homogeneización totalitaria de la sociedad.

A mi juicio, lo que debemos defender, máxime en el contexto actual, es exactamente lo contrario. A saber: modelos políticos a través de los cuales los contenidos específicos de la libertad y la igualdad -mediante parámetros y valores precisos- se presupongan recíprocamente. Para ello podemos retrotraernos, como hace en nuestros días Balibar, a las nociones romanas de aequas libertas y aequum ius, recogidas por Cicerón: “no hay nada más dulce que la libertad como el que si no es igual para todos ni siquiera es libertad” (República, I, XXXI). Es en este punto en el que volvemos a la implacable crítica marxiana: en el capitalismo, la libertad está ligada esencialmente a la propiedad privada, al disfrute de bienes por parte de unos pocos, a causa de la explotación de la fuerza de trabajo de la mayoría.

En efecto, la libertad es la libertad de la valorización del capital, de la competencia extrema, protegida y promovida por la ley (la ley de los Estados, sin lugar a dudas -mercados y estados se codeterminan históricamente-). En el caso del neoliberalismo, claramente connotado por su darwinismo social, es la libertad supuestamente individualista del “sálvese quien pueda”, del “solo sobreviven los más aptos”, del “quien fracasa es porque se lo merece”. Y decimos “supuestamente” porque el individualismo, como tal, es imposible. En rigor, se trata de una ideología de clase, y por tanto, un dispositivo grupal de pensamiento y acción. Bien lo argumentó Hegel, frente a Kant: la libertad no es una cualidad individual, aunque así se represente. Al margen de sus determinaciones sociales e institucionales, la libertad es una abstracción.

Desde mi perspectiva, adelantada en parte en mi artículo “Las antinomias del raciouniversalismo”, publicado en la revista de Filosofía Eikasía, todo proyecto de emancipación supone la liberación de un régimen de dominación. Aquí radicaría el momento negativo de la libertad (libertad de), que los liberales reducen a un plano individual (necesario, pero no suficiente). De manera conjugada, todo proyecto emancipatorio procura erigir nuevas realidades sociopolíticas e institucionales que garanticen su realización. Estaríamos ante el momento positivo de la libertad (libertad para). Pero dicho movimiento dialéctico sólo es posible desde el presupuesto de la igualdad de las inteligencias, de las capacidades de cualquiera; por expresarlo ahora con Rancière. [Tal principio igualitario, dicho sea de paso, no se puede confundir con los conceptos institucionales y sociológicos de “igualdad de oportunidades”, “igualdad de resultados”, etc. Estamos ante dos niveles fenomenológicos distintos. Dichos conceptos lo toman como base (Basis), en el sentido de Schelling: es decir, como principio dinámico, siempre constituyente, que no puede ser superado (aufheben).

Así, estos lo determinan empíricamente, pero lo presuponen como aquello que los concretiza. La fraternidad, por último, mentaría bajo este prisma la necesidad de desarrollar de manera recurrente y universal, sin posibilidad de exclusión alguna, los proyectos de emancipación; esto es, evitando cualquier tipo de repliegue identitario o comunitario. A poco que se reflexione, se observará que lo que ofrezco en escorzo es un enfoque completamente alternativo al hobbesiano. Me parece necesario, en la medida en que estamos rodeados de hobbesianos, empezando por los liberales despóticos y acabando por los populistas laclausianos. Permítaseme la provocación. 

¿Qué papel crees que juegan los horizontes utópicos? ¿Existe una potencia emancipadora en sus planteamientos? ¿La idea de utopía debe impregnar los discursos raciouniversalistas? ¿O consideras que puede ser impotente o estéril?

 Desde una concepción estática, utópico (οὐ -τόπος) es aquello que no tiene lugar ni puede tenerlo. En este sentido, una Utopía (añadiendo el sufijo -ia), en tanto que lugar ideal en el que todos los seres humanos disfrutan de relaciones armónicas, o como modelo de gobierno perfecto, es una ficción que hay que rechazar; no por ser una ficción, sino en su condición de ficción falsa. Toda sociedad política es imperfecta, in- fecta, intrínsecamente. En consecuencia, en política, defender “la utopía” es algo así como, en termodinámica, defender la construcción del perpetuum mobile.

Lo utópico también puede entenderse en un sentido dinámico, como aquello que todavía no ha tenido lugar, pero puede llegar a tenerlo. Lo que en unas condiciones determinadas no es posible de realizar, acaso lo sea en otros contextos sociopolíticos. Desde este ángulo, dibujar un “horizonte utópico” puede tener una función crítica contra todo intento de totalización absoluta de la realidad política dada (“there is not alternative”, “fin de la historia”, etc.).

En cualquier caso, su potencia emancipadora deberá ser demostrada en virtud de sus contenidos y sus efectos. Si, por ejemplo, se entiende como utópico aquello que no ha tenido lugar (“no- todavía”), pero advendrá, es porque, de alguna manera, se presupone el contenido de aquello que habrá de advenir, esto es, porque se está pidiendo el principio. De este modo, ese “horizonte utópico” está sumido en una dimensión escatológica y apocalíptica. Es el caso de Ernst Bloch.

En términos generales, en fin, para los que no creemos en la existencia de un mundus intelligibilis, la noción misma de “horizonte utópico” puede resultar superflua, e incluso perniciosa. A quienes confían en ese horizonte, les puede ocurrir como a Tántalo, incapaz de alcanzar los frutos que pendían sobre él en unas ramas, porque, al moverlas, el viento los apartaba.

¿Cómo se anuda el combate a los discursos falaces que renuncian a todo tipo de objetividad con la proposición de ficciones sobre un mundo compartido más justo? ¿Existen mitos iluminadores y mitos oscurantistas?

Existen distintas clases de logoi y el mito es una de ellas. Los mitos no se oponen a la razón, porque ellos mismos son construcciones racionales del más alto nivel desde un punto de vista evolutivo -como especie- e institucional. Como es sabido, en su génesis, la filosofía académica no establece un corte con los mitos, sino que, al contrario, se nutre de ellos, en virtud de su fuerza expresiva, comunicativa, imaginativa, simbólica. Es más, los mitos no están reñidos con las verdades, puesto que las vehiculan; contribuyen a forjarlas. Así ocurre en los diálogos de Platón.

Por supuesto, en la política los mitos son también esenciales en tanto que catalizadores de afectos. Frente al economicismo de las versiones marxistas más vulgares, Gramsci sabría comprender su función en la organización de la multitud, en la constitución de subjetividades emancipatorias: “el proceso de formación de una determinada voluntad colectiva […] no es representado a través de pedantescas disquisiciones y clasificaciones de principios y criterios de un método de acción, sino […] despertando la fantasía artística de aquellos a quienes se procura convencer y dando una forma más concreta a las pasiones políticas”. [He aquí, sin lugar a dudas, una diferencia esencial entre la praxis política y la sistematicidad filosófica que, sin embargo, si es resueltamente materialista deberá asumir el criterio metapolítico gramsciano].

Ahora bien, ciertamente hay mitos luminosos y mitos oscurantistas, como bien dices. Esta distinción es debida a Gustavo Bueno (quien añade un tercer tipo de mito combinatorio, definido por sus claroscuros y ambigüedades, en el que ahora no nos detendremos). En efecto, no es lo mismo el mito de la caverna de Platón, que nos permite discernir las diversas formas de realidad y de conocimiento (entrelazando a su vez las dimensiones ontológica y epistemológica), el papel crítico del filósofo, etc. (estemos más o menos de acuerdo), que el mito nazi de la raza aria, basado en la sangre y el suelo –Blut und Boden-, en el deseo de exterminación de los otros, el mito de la mujer negra disoluta u otros mitos tenebrosos que conducen directamente al terror y a la barbarie.

Lo mismo podríamos decir, en general, a propósito del concepto de ficción. Las ficciones son tramas racionales que estructuran y producen significaciones, afectos y acciones. No son el reverso de la realidad material, sino una forma de realidad material que involucra, intercala y relaciona otras formas de materialidad, como son los objetos físicos o las síntesis científicas. Esta es la paradoja: reducir la materia a las realidades cósicas es propio del espiritualismo. Espiritualismo que comparten quienes subordinan, quiéranlo o no, “lo simbólico” (o lo cultural) a “lo material”, como si fueran dos bloques contrapuestos (aunque reconozcan, a posteriori, su “interacción”; también Descartes suponía la interacción entre la res cogitans y la res extensa, entre el alma y el cuerpo).

Las ficciones, los mitos, los discursos (incluyendo su modalidad no meramente lingüística, sino su caracterización como tramas relacionales de prácticas diversas- en el sentido de Laclau y Mouffe-), no son, entonces, extraterritoriales a la materialidad del mundo, sino parte constitutiva y constituyente del mismo. En palabras de Rancière, las ficciones pro- ponen realidad. Pero, como hemos dicho, estas solo pueden desplegarse a partir de la existencia de otras materialidades empíricas (cosas, artefactos, aparatos, etc.). De no ser así, girarían en el vacío. Y esto es imposible. En consecuencia, reconocer la función determinante de las ficciones en la política, la filosofía, etc. no supone negar la objetividad, sino indagar en sus condiciones de posibilidad. Debemos, por tanto, evitar dos errores simétricos: de un lado, desligar las ficciones de los referentes corpóreos fisicalistas, abatiendo la realidad a los “hechos observacionales”, considerados como algo ya dado -el positivismo es una forma de metafísica-; de otro, eclipsar u ocultar la necesidad de dichos referenciales para la conformación de las ficciones, lo que conduce al idealismo formalista -reduciendo las instituciones simbólicas al lenguaje-.

Un último apunte para precisar mi argumentación. Desde una óptica materialista, la racionalidad es eminentemente operatoria, práxica. No se predica de un sujeto incorpóreo, de una entidad espiritual, de una mente, sino que se refiere a la transformación intersubjetiva del mundo. Pero la racionalidad tiene como motor el deseo, según ya fue definido por Aristóteles o Spinoza; el querer o ansia, como lo entendieron los grandes idealistas alemanes: Fichte, Shelling o Hegel -algo que tan bien ha estudiado Ana Carrasco Conde-. La racionalidad, por tanto, siempre es afectiva, en la medida en que somos modos capaces de afectar y ser afectados. Además, nuestra racionalidad está normativizada por una serie de instituciones simbólicas.

Dicho de otro modo: somos seres instituyentes e instituidos simbólicamente: por los mitos, las técnicas, las tecnologías, las ciencias, las artes, las religiones, el amor, la filosofía, etc. Desde luego, la mediación del lenguaje es esencial. Por último, la racionalidad humana nunca es absoluta: no puede totalizar el mundo, roturarlo completamente. Siempre mantiene una tensión con un Afuera -no dado- que la desborda o se le resiste. En resumen, la racionalidad es práxica, afectiva, simbólica e incompleta (siempre hay algo que -dicho con Schelling- “no se deja disolver en el entendimiento” y que “conmueve [nuestra] singularidad”).

A vueltas ahora con el debate entre la identidad y la diversidad, a propósito de la clase obrera y los movimientos sociales. ¿Cómo se constituye esa tensión entre la aspiración a modificar el statu quo o ser una minoría autoafirmativa, a la que has aludido en algún artículo? ¿El objetivo de reconstruir y deconstruir tales identidades implica un proceso doloroso?

No es lo mismo el reconocimiento de la identidad, los derechos y las virtualidades emancipatorias de grupos sociales oprimidos, vilipendiados (trabajadorxs, migrantes, mujeres, personas trans, etc.), que el identitarismo excluyente de proyectos políticos que, autocalificándose como superiores, pretenden erigirse sobre el resto de la humanitas con voluntad de dominación. Se trata de formas de identidad antitéticas.

La identidad “se dice de muchas maneras”. De hecho, las identidades suelen ser más confusas y conflictivas de lo que parece, como advirtió Stuart Hall. Mi compromiso es con la de aquellos sujetos políticos, individuales o colectivos, que sufren las consecuencias del entrecruzamiento de diversas políticas particularistas: la expropiación extractivista, la explotación laboral, la depredación ecológica, las violencias machistas, la discriminación por motivos de género u orientación sexual, la opresión racial, etc. Es necesario hacer notar que se trata de formas de dominación que se coproducen y alimentan entre sí, huyendo consecuentemente de lo que Nancy Fraser denomina “separatismo crítico”. Para mí, las reflexiones filosófico-políticas carecen de valor alguno si no van encaminadas al repudio y la erradicación de estas situaciones. Como diría Deleuze, a la denuncia de la estupidez y la bajeza, fruto de la mala (o falsa) conciencia. La filosofía es una “empresa desmitificadora” o no es tal.

La denuncia de estas injusticias es también la preocupación por las heridas “psíquicas” de estos individuos y comunidades; su dolor, su duelo, su sufrimiento. Nada de idealismo subjetivista hay en este giro afectivo, que tan magníficamente están desarrollando autoras como Sara Ahmed, Wendy Brown o Judith Butler. Quien prejuzga como subjetivista la referencia a los afectos es porque, paradójicamente, los concibe como si fueran subjetivos. Según hemos argumentado, la racionalidad es intrínsecamente afectiva. Los afectos no están encerrados en “mente” alguna, sino que circulan trans-individualmente. Son el resultado de la praxis y de las relaciones entre nuestros cuerpos pensantes.

Entonces, si como indica Judith Butler, un sujeto no es una sustancia, sino una “serie activa y transitiva de interrelaciones”, que la vida de cualquiera sea digna significa que esta importe a terceros, a diversos círculos de reconocimiento. Pero que esta importe no se consigue con “pensamiento positivo” (caso, ahora sí, de idealismo), sino garantizando una serie de medidas políticas efectivas de las que ninguna persona o grupo social puedan ser excluidos por principio: asegurando derechos laborales, una vivienda adecuada a cualquiera, procurando transporte público, sanidad y educación universales, centros de cuidados, empleo de calidad, servicios sociales integrados en los barrios, participación y acceso a contenidos culturales sin restricciones ni elitismos, etc. Lo que demuestra, consecuentemente, que las dimensiones de la distribución y el reconocimiento social también se coimplican, que en ningún caso son esferas herméticas o reinos separados.

Retomo entonces una pregunta planteada con anterioridad y amplío la respuesta: sólo asegurando “derechos de existencia” (la expresión es de Robespierre) puede afianzarse la seguridad. La libertad pasa, por tanto, por el cumplimiento de estas condiciones materiales, que son también afectivas. Libertad y seguridad, así, se presuponen recíprocamente. En palabras de bell hooks: “La libertad en tanto que igualdad positiva que garantiza a todos los humanos la oportunidad de moldear sus destinos del modo productivo más saludable y común sólo podrá ser una realidad completa cuando nuestro mundo deje de ser racista y sexista”. Y, por supuesto -reafirmo yo-, clasista.

Por otro lado, debemos considerar que, en líneas generales, la noción de sujeto político puede interpretarse en dos sentidos límite: (1) bien sea designando la sujeción de individuos o colectivos a determinadas estructuras o instituciones simbólicas, a su anclaje en un orden dado; (2) o como una práctica de subjetivación que certifica una fisura en el reparto de roles y funciones del mismo, una subjetividad que se constituye en el movimiento de emancipación respecto de dicho orden. Este movimiento implica la suspensión de los criterios existentes de pertenencia (∈) a una comunidad dada. De este modo, como afirma Badiou, el sujeto se divide en el hiato “no…sino”: “no [rechazo de los principios que conforman un orden político particular]…sino [apertura e involucración en alguna forma de acontecimiento universalista e igualitario, esto es, diagonal a cualquier forma política]. Se apreciará, por cierto, que la reducción de la noción de sujeto a la primera opción (1) conduce al fatalismo, así como la segunda (2) nos arrastra al voluntarismo.

Pues bien. Desde estas coordenadas, cuando las demandas de los grupos sociales injuriados no son impugnatorias del statu quo, podemos afirmar que estos se convierten, efectivamente, en minorías autoafirmativas. Como ha explicado Wendy Brown, su potencial subversivo queda reducido a una miríada de atributos y diferencias perfectamente asimiladas por la normatividad disciplinaria de las prácticas capitalistas y sus tecnologías de poder. Así, la reivindicación de la diferencia supone la aceptación del consenso único; deviene en diferencia administrada [convengamos, asimismo, que todo consenso se establece contra algo u alguien]. En este sentido, se refuerzan las identidades delineadas y se fija a sus miembros, muchas veces, como víctimas (así suele ocurrir en las concepciones humanistas).

Por el contrario, cuando estos grupos sociales se organizan y ponen en solfa el reparto de poderes establecido, conforman una subjetividad emancipatoria que ofrece resistencias, modifica estructuralmente el statu quo, plantea renovadas prácticas sociopolíticas e inventa nuevas formas de experiencia. De este modo, las identidades preestablecidas se deconstruyen y configuran un sujeto político (plural, pero dotado de unidad de acción) que aspira a hacer posible otros modos de vida sin dominación, otras formas de relacionarnos y otros usos del tiempo, creando gramáticas alternativas de acción, percepción, afectos y pensamiento.

Esto supone rechazar la existencia de privilegios innatos, que no serían sino efecto de la naturalización de aquellos privilegios que en realidad se adquieren históricamente. Significaría, en definitiva, no conformarse con el ajuste a una condición social (laboral, pero también sexual, estética, etc.) entendida como un destino inalterable y verificar, mediante nuevas propuestas políticas singulares, nacidas de tales escenarios de desprecio, agravio y explotación, la hipótesis de la “igualdad de las inteligencias”.

De la conformación de esta como proceso recurrente, sin principio ni fin absolutos, sin arjé ni telos, Marx y Engels ya darían cuenta entre 1845 y 1846 en La Ideología Alemana: “no es un estado que debe implantarse, un ideal al que ha de sujetarse la realidad”. Emplearían para ello una hermosa palabra: “Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual”.

Ahora bien, si queremos que nuestro análisis materialista sea lo más honesto y riguroso posible, debemos hacernos cargo de dos realidades a menudo incómodas desde el punto de vista emancipatorio. Por un lado el hecho de que, a poco que analicemos los acontecimientos históricos, nos percataremos de que no existe una división absoluta, pura, entre liberación y opresión. Las prácticas emancipadoras y los dispositivos de control coexisten, se entremezclan en grados variables. Lejos de ser momentos sucesivos o alternativos, se presentan como fenómenos simultáneos, contaminantes, que cohabitan líneas de sombra comunes; resultando ser procesos más entreverados de lo que nos gustaría en distintos contextos y experiencias. Esto, que ya fuera señalado de manera penetrante por Foucault, parece ocultarse por momentos en las exposiciones teóricas de Badiou o Rancière.

Por otro lado, habrá que entender que, en muchas ocasiones, los síntomas de indignación de determinados individuos o colectivos sociales ante un orden social opresivo no suponen la inequívoca asunción, por su parte, de que dicho orden sea injusto, cuanto una reacción al hecho de que no se les permita participar en las estructuras de poder existentes.

Pero así como, desde un punto de vista ético o moral, la posible génesis narcisista de un comportamiento verdaderamente generoso queda difuminada en virtud de la estructura de este, independientemente de la voluntad subjetiva o grupal, podríamos enunciar que estamos ante un acontecimiento emancipatorio cuando los intereses particulares o espurios resultan neutralizados por el signo liberador del mismo.

Sé que también le estás dedicando muchas horas de reflexión a un asunto que levanta ampollas: la noción del trabajo en la tradición interpretativa marxista. ¿Cuáles son las principales nociones del trabajo en la literatura marxista? ¿Cómo se articulan estas con las prácticas emancipatorias?

A mi juicio, en la literatura marxista hay dos registros conceptuales de la noción de trabajo que constantemente se están confundiendo. De un lado, (1) el trabajo como universal antropológico, esto es, la concepción del trabajo como motor de transformación de la realidad, como producción práxica del mundo. Es de este modo como Marx confronta la concepción idealista hegeliana según la cual la realidad sería fruto del despliegue del Espíritu (Geist). A su vez, esta transformación será concebida como eminentemente social y relacional, de suerte que la transformación operatoria de la realidad es coextensiva a la autorrealización del ser genérico del hombre. De lo que se sigue que el mundo no es una instancia previa a los sujetos, ni viceversa, sino que las realidades definidas por ambos vocablos se van conformando dialécticamente. Esta es, por ejemplo, la lectura realizada por Marcuse en base a los Manuscritos del 44, en peculiar interlocución con la ontología heideggeriana.

Por otro lado, (2) tenemos la noción moderna de trabajo asalariado, es decir, el trabajo como producción, distribución, cambio y consumo de mercancías para la valorización del capital, lo cual supone la separación de los medios de producción y la fuerza de trabajo (Arbeitskraft). En sentido marxista, el trabajo asalariado será concebido como forma de explotación y también como un mecanismo de alienación, como anegación de nuestra singularidad [en este punto el razonamiento es netamente hegeliano. En efecto, como explica Catherine Malabou, la alienación es para Hegel la figura invertida de la idiocia: mientras que esta se define como un exceso de la identidad sobre sí misma, un repliegue -el encierro del espíritu natural que petrifica un contenido determinado como si fuera una “representación fija”-, la alienación se basa en la férrea adherencia del sí- mismo a una determinidad particular; una profunda inmersión en determinadas estructuras absorbentes (económicas, políticas, etc.) que bloquea cualquier intento de liberación o emancipación y nos hace sumamente dependientes].

Ahora bien: ¿cuál es la conexión existente entre ambos planos de la idea de trabajo? Este es uno de los temas sobre el que más frecuentemente converso con mi amigo Jorge Moruno, profundo conocedor de la materia. ¿Constituye la noción moderna de trabajo asalariado, como forma de explotación, una degeneración del trabajo entendido como esencia genérica del hombre, en tanto que producción de mundo y, al tiempo, proceso de humanización, o acaso no ocurrirá que la idea genérica, global y abstracta de trabajo es también un producto del capitalismo, del productivismo y de su correspondiente ética del trabajo? Me decanto por lo segundo. La concepción de la fuerza de trabajo como potencia humana fundamental, o dicho de otro modo, la identificación reductiva de cada individuo con su fuerza de trabajo, está configurada por la economía capitalista.

Es así como, entrando en contradicción con su propia metodología materialista, algunas concepciones marxistas naturalizan la noción de trabajo, identificándola con la totalidad social de un modo transhistórico, e interpretan los procesos de emancipación como la extracción de la esencia genérica del trabajo de los diques de contención que representan las relaciones sociales capitalistas. O, en sus versiones negristas, como la liberación del “general intellect” de la concha del Imperio global; la autonomización del trabajo respecto de su camisa de fuerza capitalista. Desde estos enfoques, y en esto tiene razón Postone, las relaciones sociales capitalistas ocultarían o impedirían la realización personal del hombre a través del trabajo. Así, a fin de cuentas, la emancipación sería la reconciliación o reencuentro del trabajo consigo mismo. O, por mejor decir, la inversión del proceso de succión del trabajo vivo por los medios de producción capitalistas.

Bien es cierto que, según Marx, la dominación capitalista es la dominación del trabajo muerto sobre el trabajo vivo. Sin embargo, también lo que es -y aquí está la clave- que la relación “diferencial”, “antitética” o “polarmente opuesta” (expresiones todas empleadas por el de Tréveris) entre el trabajo vivo y el trabajo muerto se efectúa en el proceso de producción capitalista, siendo tales categorías intrínsecas a la economía política capitalista, y estando por tanto inextricablemente unidas, como las caras de una misma moneda. Marx es rotundo al respecto: “Trabajo inmediato y trabajo objetivado, trabajo presente y pasado, trabajo vivo y acumulado, etc., son fórmulas, pues, en las cuales los economistas expresan la relación entre el capital y el trabajo”. Dice más: “estas fuerzas productivas sociales el trabajo históricamente no se desarrollan sino con el modo de producción específicamente capitalista, y por lo tanto aparecen como algo inmanente a la relación del capital e inseparable de la misma” [ambas citas pertenecen al Capítulo VI (inédito) del Libro I de El Capital].

No en vano recordaba Rosa Luxemburgo que es la producción capitalista la que sitúa a la clase obrera como clase dependiente del salario (o lo que es lo mismo: ser obrero es ser dependiente de las estructuras de dominación que personifican los capitalistas). Sin embargo, mi posición nada tiene que ver con el “rechazo al trabajo”, pues con este sintagma se vuelve igualmente a esencializar la idea de trabajo, confundiendo así las distintas acepciones que el término ostenta [las propuestas políticas del grupo Krisis me parecen ciertamente insuficientes y paralizantes]. Más bien, me conformaría con rechazar la concepción del “sujeto del trabajo” como una sustancia prefijada, así como la reducción de lo que somos [”multitud”, “ser singular-plural”, “pueblo”, etc. -este es otro debate-]  a la condición de meros agentes de producción.

Congruentemente con lo que precede, nuestra propuesta no podrá consistir, entonces, en hacer una crítica del capitalismo “desde el punto de vista del trabajo”, en el sentido abstracto antes denunciado, sino en combatir la explotación laboral, así como el resto de formas de opresión intrincadas, empuñando el principio insobornable de la “igualdad de las inteligencias” -mediante la articulación de “derechos de existencia”- en pos de la emancipación del capitalismo. Para una filosofía materialista crítica, esta no será una cuestión accesoria, sino una necesidad interna de su mismo ejercicio práctico."            

(Juan Ponte es profesor de Filosofía en el IES Pérez de Ayala (Oviedo, Asturias) y Concejal de Cultura y Participación Ciudadana en el Ayuntamiento de Mieres (gobernado por IU con mayoría absoluta), Sin Permiso, 20/11/20)

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