22/7/21

Lo de Ana Iris Simón o porque necesitamos una izquierda conservadora... reconstruir nuestras comunidades debe ser la tarea fundamental para responder a los dolores de los de abajo... una izquierda que no renuncie a las tradiciones de sus pueblos, que ofrezca una “democratización” de las relaciones sociales más opresivas, pero que defienda las que aun ejercen de dique comunitario, frente a la sociedad neoliberal de comunidades rotas, fragmentadas... No podemos continuar regalando a la derecha asideros tan importantes: la familia, la patria o la religión pueden tener un sentido progresista

 "El pasado 23 de mayo, la izquierda twitter protagonizo el enésimo enfrentamiento interno virtual. Cualquiera que esté un poco politizado recibió en sus notificaciones que una periodista cultural conocida como Ana Iris Simón, había pronunciado un discurso ante la mirada del presidente del gobierno en el marco del programa Reto Demográfico del documento España 2050 contra la despoblación.

 La periodista, conocida en nuestro mundillo por ser una redactora de la revista Vice, acaba de publicar una novela sobre sus orígenes familiares: “Feria” (2020, Círculo de Tiza). El primer capítulo de esta es uno de los artículos que publicó hace dos años en Vice titulado “Me da envidia la vida que tenían mis padres con mi edad”, la misma muletilla con la que inició su discurso el otro día.

La reacción a su discurso inundó las redes sociales, llegando a TT en Twitter. Conocidas personas e intelectuales de espacios políticos progresistas tacharon el mismo de “falangista” o “reaccionario” o “rojipardo”. La periodista se granjeó la enemistad de ciertas cuentas por su mensaje acerca de la familia o la migración. 

Otros señalamos una cierta coherencia con los valores de izquierdas, cuando denunciaba los precios abusivos de los alquileres, la precariedad o el despoblamiento rural. Al tiempo que algunas opiniones de ella sobre el feminismo o las migraciones nos han parecido peligrosas, creemos que ha situado temas importantes en la agenda mediática y que lejos de la cultura de la cancelación con la que se ha recibido su discurso y su libro, la izquierda debería afrontar con valentía e inteligencia el debate sobre la inmigración o la familia.

Aquí me parece ver un problema ideológico de la izquierda, que no ha dado respuesta a los diferentes retos que la crisis del 2008 planteó, y que ya venían del momento neoliberal inicial de los años 70. En ese momento, después de los “30 gloriosos” años de socialdemocracia, el curso político giraba a la derecha y bajo el discurso conservador de Thatcher y Reagan empezaba a latir una “revolución antropológica” que trastocaba las bases mismas de la sociabilidad humana.

 Al respecto, y humildemente, me parece que Ana Iris se plantea el mismo problema que Pasolini: qué hacer cuando la comunidad humana se rompe y los vínculos sociales que la sostenían se disuelven.

La ideología del progreso en el marxismo

Esto no es nuevo, ya el propio Marx advertía de que el modo de producción capitalista provocaba la disolución de «los abigarrados vínculos feudales» y las «venerables tradiciones» y en el que «todo lo estable se esfuma» y «todo lo santo es profanado». El barbudo veía en esto un avance inmenso respecto a las formas comunitarias anteriores: el pasado feudal era borrado de un plumazo por la gran industria.

Quizá el panfleto del Manifiesto Comunista circuló más que el capítulo 24 del Libro I de El Capital, donde se describía el proceso de acumulación originaria como el proceso de desposesión y cercamiento de los bienes comunes. Con evidente tono de denuncia moral, Marx habla de la imposición del trabajo asalariado mediante leyes de mendicidad, o contra la picaresca que provocaban que se tuviera que pedir permiso a unos terceros para vivir.

 El capitalismo, a pesar de que incubaba grandes posibilidades de progreso, suponía un gran precio a pagar por los pueblos: no solo borraba de un plumazo la “antigüedad moral” y violaba sus tradiciones milenarias (que incluían una amplia gama de recursos compartidos en forma de bienes comunes) sino que suponía la pérdida de la libertad de los muchos.

La mayor parte de la tradición marxista, en lugar de seguir por este camino, prefirió hablar de la inevitabilidad histórica del capitalismo y el progreso que suponía la destrucción de algunas formas de comunidad humana.

Así que cuestiones como la familia, la nación, las tradiciones o la religión pasaban a ser identificadas automáticamente como parte de una superestructura burguesa que debía ser extirpada para que, de entre las cenizas de la vieja sociedad demolida, emergiera un “hombre nuevo” desligado completamente de esas formas comunitarias. Un legado que, sin duda, se heredó del desarrollo político-institucional de la Ilustración que, fruto de la derrota frente al capitalismo, terminó derivando en ese “monstruo de la Razón” que agudamente describiría Goya en su cuadro. Por decirlo con Fernández Liria, «es como si al demoler las catedrales los parlamentos perdieran todo su interés para el ser humano».

Desgraciadamente, a lo máximo que llegaron los herederos de Marx en el siglo XX fue a enseñarnos un camino en el que, como dijo Žižek, después del triunfo revolucionario siempre llegaba el Termidor. Se volvía al orden después del caos revolucionario bajo formas sociales conocidas, ya que los experimentos colectivistas no habían acabado demasiado bien.
 

Esto debería llevarnos a la misma conclusión que llega Santiago Alba Rico: que los principios socialistas se habían incubado en un suelo parcialmente podrido. Una, si se quiere, «coyuntura epistémica» bajo la cual el socialismo se había forjado en un magma de positivismo, crecentismo y progreso.

El neoliberalismo y la revolución permanente antropológica

Y justamente, tras la caída del Muro de Berlín y la expansión de la globalización capitalista, nos encontramos con que el neoliberalismo ha convertido en pesadillas atenazadoras todos y cada uno de los sueños emancipadores del socialismo: el socialismo demandaba un mundo nuevo y el capitalismo nos proporciona uno cada mañana, sin historia y sin memoria. 

El socialismo quería producir más valores de uso y el capitalismo ha arrojado sobre nuestras cabezas tal avalancha de mercancías que su propio exceso suspende toda condición de uso (y amenaza la propia existencia del planeta). El socialismo quería eliminar la división del trabajo y las “especializaciones” alienantes y el capitalismo nos ha concedido inmediatamente el trabajo precario, la flexibilidad laboral, la deslocalización y las empresas de empleo temporal.

En definitiva, como ya se ha afirmado muchas veces, la sociedad neoliberal es una sociedad de comunidades rotas, fragmentadas. El nuevo hombre neoliberal, es una persona desarraigada, sin tradiciones, soltera: es decir sin vínculos sociales. O, como decía Ana Iris, una persona que es incapaz de salir de la juventud, los itinerarios vitales se alargan, nos vemos compartiendo piso hasta los 30 años porque los alquileres no bajan, o nos imaginamos que deberemos emigrar de nuestros lugares de origen porque no tenemos ninguna oportunidad laboral.

 Por no hablar de la nueva oleada de enfermedades mentales. Como decía Cesar Rendueles en una conferencia que algunos harían bien en volver a ver, esta ruptura de la comunidad ha derivado en el alza de enfermedades mentales al mismo tiempo que las tasas de afiliación sindical caían hasta ser el país de la OCDE con menos afiliados y uno de los países europeos con menor tasa de asociacionismo. Esto era en 2016, imaginad cual es el resultado después de la pandemia y el confinamiento.

Rendueles hacía notar que frente al lenguaje del individualismo, se debía oponer el lenguaje de la obligación. Que hay lazos y reglas sociales que no dependen exclusivamente de las preferencias puntuales de los individuos, y que el proceso de cambio de estos debería ser fruto de una reflexión colectiva como sociedad. Aunque sin duda, relaciones de este tipo, obligatorias se vuelven absolutamente necesarias frente a la lógica nihilista y hedonista.

También lo vemos en las relaciones amorosas, prima el lenguaje de la preferencia individual que el lenguaje colectivo de la obligación. Como explicaba Eva Illouz, el mercado ha penetrado también en nuestras relaciones sentimentales.

Recomponer y reconstruir nuestras comunidades debe ser la tarea fundamental de una fuerza política que quiera responder a los dolores de los de abajo. O como también diría Alba Rico, se trata de preguntarse si, antes de seguir adelante, no es necesario recomponer algunos de esos lazos para poder, al mismo tiempo, combatir desde alguna parte y conservar alguna cosa para cuando haya que comenzar de nuevo.

Una izquierda arraigada y conservadora.

Esta propuesta de una izquierda que arraigue en los territorios y que conserve todo aquello que merezca la pena conservar, se pudo ver en el 15-M. En cierta forma, el mayo español de 2011 fue un anti-mayo del 68. Una serie de demandas muy básicas que escandalizarían a los estudiantes franceses de la Sorbonne, encabezaban la manifestación principal: sin casa, sin curro, sin pensión. Un trabajo y un techo dignos, para poder emanciparse, para poder dejar la juventud atrás y (si se quiere) formar una familia y una pensión para envejecer con dignidad. 

Demandas poco “eróticas” pero muy efectivas contra un régimen que había prometido precisamente esas cosas, quizá por eso el movimiento obtenía la simpatía de casi el 80% de la sociedad, era una revuelta del sentido común.

¿No es acaso lo que se pone de relieve cuando Ana Iris dice que echa de menos la vida que vivieron sus padres? ¿No decíamos en el 15-M que íbamos a ser la primera generación que iba a vivir peor que sus padres?

Yo encajaría aquí el mensaje de la periodista. Explicaría que sí que hay un problema de despoblamiento rural, que las vidas urbanas son cada vez más miserables, que hay una falta de horizontes y que la precariedad nos asfixia. Así, claro, nadie puede tener una familia. ¿Queremos tener una? Pues habrá quien sí, y quién no. La cuestión sería entenderla dentro de más formas comunitarias que pueden ofrecer, como diría Cristopher Lasch, refugio en un mundo despiadado. 

No se trata de obviar la vertiente represiva del mundo de nuestros padres y madres (de hecho la escritora lo ha enfatizado en muchas entrevistas) ni de obligar a las mujeres a ser amas de casa ni a los hombres a volver a las fábricas. Sino de no juzgar con moralismos, aprender y conservar lo bueno, criticar y deshacerse de lo malo. Pero como diría el viejo refrán “no hay que tirar al niño con el agua sucia”.

Decía Chesterton que la tradición es la democracia de los muertos y Marx que el cerebro de los muertos oprimía el cerebro de los vivos. Entre ambas fórmulas me parece divisar una izquierda que no renuncie a las tradiciones de sus pueblos, que sepa ofrecer una “democratización” de las relaciones sociales más opresivas pero que defienda las pocas que aun ejercen de dique comunitario frente al neoliberalismo. No podemos continuar regalando a la derecha asideros tan importantes: la familia, la patria o incluso la religión pueden tener un sentido progresista.

Una comunidad más fuerte es también una comunidad con más capacidad para luchar.
Que se lo digan a los indígenas latinoamericanos que llevan siglos defendiendo sus tradiciones y sus formas de vida comunes frente al capitalismo. Nos hemos dedicado a transformar el mundo cuando de lo que se trata ahora es de conservarlo."

( Xavier Calafat, politólogo y miembro del consejo editorial de Agon. Qüestions Polítiques, La Trivial)

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