"Hace unas semanas, la
ministra de trabajo italiana Elsa Fornero afirmó que, de existir una renta
básica en Italia, “la gente se pondría cómoda y se dedicaría a comer pasta al pomodoro”. Como respuesta a dicha afirmación, Giuliano Battiston
realizó esta entrevista realizada a Philippe Van Parijs, fundador de la Basic Income Earth Network (BIEN) y
miembro del Consejo Editorial de Sin
Permiso.
La idea de que
el derecho a un ingreso deba estar ligado al trabajo o a la disposición a
trabajar; la asociación, en definitiva, entre trabajo e ingreso, derivada de
consideraciones éticas, antes que económicas, no se limita a los países del
llamado modelo ‘bismarckiano’. También está presente en el mundo anglosajón, y
yo diría que en todas las sociedades del mundo.
A este respecto, es interesante
destacar una singular analogía con la relación ética que durante mucho tiempo
diversas sociedades han instituido entre sexo, gratificación sexual y
reproducción.
En todas aquellas sociedades en las cuales, en razón de la
elevada mortalidad infantil, era esencial alcanzar un elevado nivel de
procreación, era común la existencia de un vínculo ético entre gratificación
sexual y “riesgo”, al menos, de procrear, es decir, de contribuir eventualmente
a la supervivencia de la comunidad.
Por razones análogas, yo diría que desde
hace mucho tiempo ha arraigado la idea de que sólo se puede acceder a la
gratificación del consumo, y por tanto, del ingreso, a condición de estar
dispuesto a contribuir a la producción (el equivalente de la reproducción, en
el ejemplo de la gratificación sexual).
Lo que ocurre es que hoy vivimos en
condiciones tecnológicas y económicas muy distintas, gracias a las cuales ya no
es necesario ni que todas las actividades sexuales estén ligadas a la
posibilidad de procrear, ni que el acceso al ingreso esté condicionado a la
contribución a la productividad, y por consiguiente, al trabajo.
Lo que
pretendo señalar es sencillamente que es posible concebir una organización social
que no esté basada en este tipo de ética del trabajo. Soy consciente, en todo
caso, de que este discurso solo muestra la posibilidad
de una organización alternativa,
pero no que esta sea justa o deseable.
Esto último exige mucho
trabajo pedagógico y la superación de numerosos obstáculos culturales, tanto a
la derecha como a la izquierda. Me parece curioso, de todos modos, que en todos
estos años la objeción ética a la renta básica haya primado sobre las
objeciones técnicas, es decir, aquellas vinculadas a las posibilidades de su
financiación y a su viabilidad política. (...)
Lo primero que
hay que plantearse es: ¿quiénes son los pobres? Si se adopta una definición muy
simplista de la pobreza en términos de diferencias, alguien es pobre cuando su
ingreso es inferior a un cierto umbral, arbitrario, de pobreza, definido como
nivel de ingreso real.
¿Y cuál es el modo más eficaz para eliminar esta pobreza
monetaria? Aumentar un poquito la carga fiscal de los ricos, sin volverlos
pobres, sin que los ricos acaben por debajo de dicho umbral de pobreza, y
utilizar el dinero recaudado para distribuirlo entre la gente pobre, de manera
que todos estén en condiciones de sobrepasar dicho umbral.
En el vocabulario de
los especialistas en política social este método se denomina target efficiency, y alude a un uso de
los recursos capaz de abolir la poverty
gap, la diferencia existente entre ingreso y umbral de la pobreza.
Se
trata, empero, de una aproximación algo miope, ya que la target efficiency máxima crea necesariamente una imposición fiscal
marginal sobre los ricos, al tiempo que incide en un 100 por ciento sobre los
pobres.
De hecho, cuando una persona pobre trata de salir de su situación de
pobreza o de desocupación a través de un trabajo declarado que le da algo de
dinero, se la castiga por su esfuerzo con la supresión de un porcentaje
proporcional de los subsidios que recibe.
Esto significa que para los ricos la
imposición marginal es del 50 por ciento como máximo – o del 40 por ciento en
ciertos países- mientras que para los pobres es del 100 por ciento, ya que
pierden todo lo que ganan.
El único modo de evitar este mecanismo perverso es
asegurar incluso a aquellos que disponen de un ingreso primario que no equivale
a cero una transferencia de dinero que les permita aumentar su ingreso por encima
del umbral de la pobreza.
De este modo, es verdad, la target efficiency no será perfecta, pero su imperfección, es decir,
la focalización en los pobres, es la condición necesaria de una política
inteligente de lucha contra la pobreza que sea, al mismo tiempo, una estrategia
contra la exclusión del mercado de trabajo.
La fórmula más simple y sistemática
para llevar adelante una política de este tipo, si bien no es la única, pasa
por el subsidio universal, por la transferencia bruta de una misma cantidad
tanto a los que trabajan como a los que no trabajan.
De ese modo, quien siendo
pobre decidiera trabajar, obtendría un ingreso más alto en relación a los
periodos en los que decidiera no hacerlo. (...)
Los sistemas actuales que diferencian el nivel de las prestaciones
sociales a partir de la composición del núcleo familiar tienden a conceder más
ingresos y beneficios a dos individuos que vivan separados que a los que lo
hagan juntos.
La individualización vinculada a mi interpretación de la renta
básica, en cambio, se traduciría de entrada en un estímulo a la unión, ya que
si estos dos individuos quisieran permanecer juntos, o unirse a otros, no
serían penalizados.
Desde este punto de visto, el subsidio universal constituiría
un incentivo a la vida comunitaria y familiar, sobre todo si se compara con
sistemas de seguridad social alternativos.
Por otra parte, y frente a quienes
argumentan que es irrazonable conceder un ingreso sin contrapartida alguna, o
sin la garantía de la disposición a trabajar, lo cierto es que la renta básica
podría funcionar también como apoyo sistemático a las actividades no
asalariadas.
Comprendo la preocupación “comunitarista” por una vida colectiva
activa y participativa, pero creo que incluso desde esta perspectiva la renta
básica universal es una alternativa mejor a las tradicionales políticas “trabajistas”.
Hay, en todo caso, otra objeción comunitarista, que apela al ligamen
indisoluble existente entre derechos y deberes, que es el que hace posible que
una comunidad pueda funcionar de manera eficaz y que me parece importante.
También yo, debo decir, creo que los ciudadanos tienen que tener obligaciones,
y que en algunos casos estas obligaciones deben tener una adecuada traducción
legal. Es más, creo que incluso allí donde estos deberes no estén consagrados
jurídicamente, los ciudadanos tendrían la obligación de participar en la vida
pública.
Lo que ocurre es que, en mi opinión, la renta básica facilitaría el
cumplimiento de este deber, de manera que su existencia es perfectamente
coherente y compatible con dicho vínculo entre derechos y deberes. (...)
La justicia no
es solo una cuestión de ingreso sino también de poder. Esto comprende la
posibilidad de escoger qué hacer con la propia vida, tanto si se trata de
dedicar menos horas al trabajo retribuido como de disponer de un acceso más sencillo
al trabajo remunerado.
Es lo que, en otros términos, he definido como la
libertad real de actuar, en el trabajo y fuera de él. Incluso cuando hablamos
de un ingreso, esto es, de un recurso monetarizable, las ventajas no se limitan
al bienestar material de las personas sino también al uso que podamos hacer de
nuestro tiempo.
La renta básica universal nos permitiría acceder al trabajo
remunerado, desarrollar actividades fuera del trabajo y gozar de un mayor nivel
de consumo.
Al ser incondicionada,
en efecto, contribuiría a combatir la exclusión del trabajo y a escoger entre
trabajos diversos y entre diferentes actividades no estrictamente laborales.
Son todos estos elementos los que harían posible un matrimonio con la justicia.
Para comprender, por otro lado, su relación con la eficiencia, deberíamos en
cambio reconocer que en muchos países la cuestión central reside en la gestión
y creación inteligente de capital humano, y que el ingreso es el instrumento
que mejor facilita la circulación y la movilidad entre las esferas del trabajo,
de la formación y de la familia.
Cuando se dispone de un ingreso individual,
universal e incondicionado, es más fácil decidir en un momento dado disminuir o
interrumpir el ritmo laboral para dedicarse mejor a los hijos, esto es, a la
creación de capital humano para las generaciones futuras.
O para profundizar la
propia formación y adptarse mejor a las estructuras siempre cambiantes del
mercado de trabajo. De este modo, se podría trabajar más y, al haber recibido
una formación complementaria más avanzada, cambiar más fácilmente de profesión.
Se trata, obviamente, de una medida que exige numerosas reformas
complementarias en el sistema educativo.
Pero creo que la introducción de un
ingreso mínimo universal podría constituir la base, el núcleo duro de una
política capaz de facilitar una mejor circulación entre las esferas antes
aludidas y de afrontar los cambios económicos estructurales y la crisis
coyuntural por la que atravesamos. (...)
Defiendo esta
concepción minimalista de la justicia para dar sentido al concepto de justicia
global, pero eso no significa negar la necesidad de alguna forma de
funcionamiento democrático global.
Se trata, en realidad, de una objeción a las
posiciones de quienes, como Thomas Nagel o Ronald Dworkin, entienden que el
concepto de justicia igualitaria solo tiene sentido si existe una comunidad
democrática.
Ciertamente, un marco democrático de este tipo aumentaría las
probabilidades de avanzar hacia la realización de esta concepción. Pero la
ausencia de una democracia global no nos impide pensar la justicia en términos
globales.
Por lo que respecta al futuro inmediato y al más lejano, creo que las
instituciones más adecuadas para conseguir democracia y justicia en diferentes
escalas deberían ser del tipo “cappuccino”: en la escala central va la base
fuerte de café, la que da “solidez” a la estructura institucional en su
complejidad, ya que sin café no habría cappuccino.
Pero como tampoco este
existiría sin leche y sin cacao, estos ingredientes se distribuyen de modo
descentralizado, en el nivel nacional, en el caso de una estructura de tipo
europeo, o en el regional, a partir de los municipios, de las asociaciones, y
así sucesivamente.
El hecho de que las exigencias de estabilidad de la
arquitectura institucional y la necesidad de evitar la competencia en el plano
fiscal y social demanden una fuerte centralidad incluso en los países federales,
con competencias diferentes en ámbitos más descentralizados, no debería
impedirnos imaginarnos formas de articulación más ambiciosas, más originales y
experimentales.
Estas formas de articulación deberían estar moldeadas a partir
de circunstancias y ámbitos concretos. El campo de la sanidad, por ejemplo,
podría operar de manera mucho más descentralizada.
En todo caso, la estabilidad
del conjunto solo se reforzará si quienes contribuyen a la redistribución se
sienten implicados y comprometidos con una comunidad que lleva adelante un
proyecto original.
Y si, junto a esa base fuerte y amplia de redistribución
para todos, existen instrumentos suplementarios y más circunscritos de
solidaridad, que promuevan, justamente, un patriotismo solidarista.
En otros
términos, pienso que es posible estar convencido de la importancia de tener
instituciones de distribución a nivel europeo, e incluso mundial, que
representen una base para todos, y al mismo tiempo adherir a proyectos de cohesión social más ambiciosos en un ámbito más
circunscrito.
Todo esto, en cualquier caso, será posible cuando, en lugar de realizar
aproximaciones oportunistas, podamos madurar la adhesión orgullosa a una
comunidad política en la que vida sea mejor gracias a la participación común en
un proyecto social. " (Sin Permiso, 02/04/2012, 'Espaguetis y surf: razones para una renta básica universal en la crisis actual del capitalismo. Entrevista
Philippe van Parijs)
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