16/4/12

"Todo es en cualquier caso confuso, porque las cosas no me van mal, pero tampoco me van bien, y desde luego me van mejor que a muchos de los que se quedaron allá, y ahora aquí estoy yo, en Berlín"

"y ahí está Klitschko, el emigrante ucraniano, peleando contra Mormeck, el emigrante antillano, y aquí estoy yo, el emigrante catalán, rodeado de emigrantes turcos y árabes y otros que no logro identificar, qué imagen, dándole vueltas al vaso de cerveza, dándole vueltas a todos los asuntos que me preocupan.

 Según José Ignacio Wert, los que andamos por aquí ni siquiera somos emigrantes, sino latinoamericanos que nos nacionalizamos españoles gracias a (¡todo cuadra!) la Ley de Memoria Histórica. Un amigo mío me asegura que, si las cosas siguen así, si volvemos nos harán fusilar por alta traición. Una gran pérdida, desde luego, parece que no somos. 

Cuatro fogonazos mal contados en los medios de comunicación hace unos meses y ya nadie se acuerda de que existimos. Como emigrante no interesas a casi nadie: en el país de acogida nadie se interesa aún por ti, en el país que abandonaste nadie se interesa ya por ti. Somos hombres y mujeres sin patria, nación española a efectos meramente administrativos, deambulando por Europa como “brazos de alquiler”: hoy Alemania, mañana Austria o Suiza, pasado mañana quién sabe. 

Cómo tener amigos así, cómo tener pareja así, cómo fundar una familia así, una noticia pasajera, un titular simpático que remite a una película tardofranquista y desdramatiza toda la experiencia. Ya no somos su problema, ahora somos el problema de otros. (...)

Todos la habéis visto en los suplementos de cultura y tendencias. Pero seguramente no al bosnio que recoge colillas en Alexanderplatz, ni los receptores del Hartz IV en la puerta de mi supermercado bebiendo cerveza y vodka barato a las diez de la mañana. Tampoco a la mujer turca con la nariz rota de un puñetazo de su marido que se asoma con miedo a la ventana ni a las putas de Europa del Este que se apostan en los portales de Hackescher Markt todos los fines de semana. 

Sus historias tampoco interesan a los medios de comunicación. Son los perdedores de la historia, nosotros recién acabamos de ponernos en la cola. En la amoralidad del capitalismo las alternativas como emigrante prácticamente se reducen al cinismo o la melancolía. 

Te ves obligado a hacer cosas que pesarán sobre tu conciencia, quizá durante años, no decir toda la verdad, decir media verdad, mentir, a tu familia, a tus amigos, a tu casero, a las autoridades, a quien sea, porque, como emigrante, no tienes muchos puntos de apoyo. Tu familia, tus amigos, están fuera. 

Los españoles no constituyen ninguna comunidad de emigrantes. Los turcos, los rusos, los judíos, los griegos, los chilenos y los ingleses tienen aquí sus propios clubes, cafés, asociaciones culturales, emisoras de radio. Editan sus propios periódicos. Los españoles miran toda esta actividad asociativa por supuesto con soberano desprecio: ellos viven de sus glorias históricas pasadas y sus glorias futbolísticas presentes y no necesitan más. Y compran El País y El Mundo

El vacío lo llenan habitualmente con alcohol, drogas, juego, prostitución, de manera más o menos abierta o más o menos escondida, lo que sea para mantener la mente ocupada hasta el siguiente día de trabajo que nos dé algo de dinero para ir tirando. ¿Peor quién quiere leer estas historias? Deprimen. 

No interesan a los periodistas que tendrían que escribirlas, ni a los medios de comunicación que tendrían que publicarlas ni a los lectores que tendrían que leerlas. Mejor mostrar a jóvenes profesionales liberales de abultado currículo –que luego, cuando conoces, descubres que de esos cinco idiomas que dicen hablar cuatro lo hacen, como dice mi padre, a alpargatazos, y el propio con faltas gramaticales y de ortografía–, de ésos que siempre quedan bien en la fotografía, que nunca han tenido problemas lumbares ni jaquecas, bohemios digitales, los llaman ahora, que triunfaron allende y ahora –lo he leído en El País– valoran “la meritocracia” social y desean importarla cuanto antes. Y ni siquiera se consideran inmigrantes. (...)

como emigrante, la mayor parte de la semana pasas de un sentimiento a otro totalmente opuesto. Hay días que sueñas (mejor dicho: anhelas) una vida nueva, romper con todo, una segunda oportunidad. En cualquier caso, te alegras de no estar allí. Yo mismo recuerdo a todos los que me complicaron la vida en la universidad, profesores, becarios y hasta personal administrativo (¿dónde estarán ahora?), gente sin ningún mérito, oportunistas en su mayoría, imagino su situación actual y pienso: Schadenfreude. Mejor tú que yo.

 Es así, todos aquí piensan en algún momento algo semejante, por mezquino que sea. Mormeck se enfada, reacciona nerviosamente. Hay días que preferirías quedarte en casa de puro desaliento. Los tópicos sobre el sur de Europa, el racismo cotidiano en el Bürgeramt, en el Finanzamt, las miradas fulminantes en el metro, por la calle, la idea de no poder ayudar a la gente que dejaste atrás, que sigue allí peleando por salir adelante. (...)

Hace unas semanas una voluntaria de una ONG, no recuerdo cuál, que pedía dinero en Alexanderplatz se sorprendió de que no me rascase el bolsillo y contribuyese con unas monedas porque, a pesar de venir de un país en crisis, según ella la cosa no tenía que irnos del todo mal viendo mi aspecto y, al fin y al cabo, siempre hay alguien que está peor que tú. Quizá la troika tenga que rebajarnos al nivel de pobreza de Liberia para que seamos dignos de compasión de la izquierda liberal del mundo industrializado.

 Quizá hasta nos echen unas monedas en una hucha, que es como se quitan rápidamente de encima la mala conciencia de no hacer nada el resto del año, ni siquiera informarse correctamente de lo que sucede a su alrededor. Con todo, Alemania es una sociedad tolerante aunque no abierta, todo lo contrario que España, que es una sociedad abierta pero no tolerante.

 No hemos sido una generación afortunada. Hay quien dice que cuando las cosas vuelvan a ir bien (¿cuándo?), nos llamarán para que volvamos. Pero, ¿por qué deberíamos hacerlo? Es difícil explicar la mezcla de rabia, frustración e impotencia. Quien no vive en la desesperación vive en la falta de esperanzas. 

León Felipe escribió, en el exilio, aquello, muy recordado ahora, de «Tuya es la hacienda / la casa / el caballo / y la pistola. / Mía es la voz antigua de la tierra / y me dejas desnudo y errante por el mundo. / Más yo te dejo mudo... ¡Mudo! / ¿Y cómo vas a recoger el trigo / y alimentar el fuego / si yo me llevo la canción?» Nosotros, ¿nos la hemos llevado? ¿La teníamos antes? Si la teníamos, ¿acaso le importaba a alguien? ¿Y le importa a alguien ahora que nos la llevemos? ¿Qué vamos a hacer con ella, si es que podemos hacer algo? 

Escribir, decía Adorno, es enviar mensajes en una botella, el océano se llama hoy Internet. Quién sabe. «Siento que mis fuerzas espirituales han alcanzado su plena madurez, que ahora seré capaz de hacerlo...» Lo escribió Pushkin en el destierro, antes de terminar Boris Godunov y Eugen Onegin

Por otra parte, Heiner Müller escribía obras de teatro sin público, a la espera de un público que aún no existe. ¿No llegará demasiado tarde? ¿Pero es que a alguien le interesa todo esto, a estas alturas? Todo es igual y todo es diferente. 

Todo es en cualquier caso confuso, porque las cosas no me van mal, pero tampoco me van bien, y desde luego me van mejor que a muchos de los que se quedaron allá, y ahora aquí estoy yo, en Berlín"                (Sin Permiso, 25/03/2012, 'La máquina de combate humana', de  Àngel Ferrero)

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