"Los ricos son diferentes a nosotros”, se dice que comentó F. Scott
Fitzgerald con Ernest Hemingway, a lo que Hemingway supuestamente
respondió: “Sí, tienen más dinero”.
Este intercambio de palabras, que nunca tuvo lugar, muestra el
ingenio de Fitzgerald, al que responde Hemingway. Los ricos son
diferentes. La riqueza y los privilegios que proporciona permiten a los
ricos convertir a quienes les rodean en trabajadores cumplidores,
parásitos, sirvientes aduladores y sicofantes.
Los ricos son una raza,
como nos ilustra Fitzgerald en “El gran Gatasby” y en el cuento “El
muchacho rico”, una clase para la que los demás seres humanos son
productos desechables.
Colegas, socios, empleados, personal de cocina,
sirvientes, jardineros, tutores, entrenadores personales, incluso los
amigos y familiares se pliegan a los caprichos de los ricos o
desaparecen. Una vez que los oligarcas alcanzan un poder político y
económico desenfrenado, como ocurre actualmente, los ciudadanos también
se convierten en productos desechables.
La imagen pública de la clase oligárquica se parece muy poco a la
privada. Yo, como Fitzgerald, estuve en el abrazo de la casta superior
mientras fui joven. Me enviaron a la edad de 10 años con una beca a un
internado exclusivo de Nueva Inglaterra.
Estuve con compañeros cuyos
padres – padres a los que raramente veían – llegaban al internado en sus
limusinas acompañados por sus fotógrafos personales (y a veces con sus
amantes), para poder alimentar a la prensa con imágenes de los ricos y
famosos jugando el papel de padres modélicos.
Pasé un tiempo en los
hogares de los ultra-ricos y poderosos, viendo a mis compañeros, que
eran niños, tratar con inusitada crueldad a los hombres y mujeres que
trabajaban para ellos, como sus chóferes, cocineros, niñeras y demás
sirvientes. Cuado los hijos e hijas de los ricos se meten en graves líos
y problemas, siempre hay abogados, publicistas y personajes políticos
que les protegen y resuelven los problemas que han creado.
Los ricos
muestran un desdén snob hacia los pobres – a despecho de los actos de
filantropía bien divulgados y cacareados -, y de las clases medias que
los corea. Estas clases bajas son vistas por los ricos como seres toscos
y groseros, parásitos molestos que tienen que soportar, en ocasiones
aplacar y siempre controlar, en su carrera por amasar más poder y
riqueza.
Mi rechazo a la autoridad, y mi odio a la prepotencia, a la vez
que la crueldad y el sentido de tener derecho a hacer lo que les venga
en gana de los ricos, me vienen de haber vivido entre los privilegiados.
Fue una experiencia muy desagradable Pero me expuso a su egoísmo y
hedonismo insaciables. Aprendí desde niño que eran mis enemigos.
La incapacidad de comprender la patología de nuestros gobernantes
oligárquicos es una de nuestras más graves carencias. Vivimos cegados
ante la depravación de nuestra élite gobernante por la propaganda
incesante de empresas de relaciones públicas que trabajan para los ricos
y sus negocios.
Políticos obedientes, artistas despistados y nuestra
insulsa cultura popular financiada por las empresas, que presentan a los
ricos como líderes excelsos, para fingir que con diligencia y
trabajando intensamente podemos llegar todos a ser como ellos. Eso es lo
que nos impide ver la verdad.
“Tom y Daisy eran personas muy descuidadas”, escribió Fitzgerald
sobre la pareja rica que se encontraba en el centro de la vida de
Gatsby. “Destrozaron las cosas y los seres vivientes y después se
refugiaron en su dinero o en su vasto descuido, o lo que fuera que les
mantenía juntos y dejaron que otras personas limpiaran el desorden que
ellos habían creado”.
Aristóteles, Maquiavelo, Alexis de Tocqueville, Adam Smith y Karl
Marx. Todo empezó con la premisa de que hay un antagonismo natural entre
los ricos y las masas. “Los que poseen demasiado de los bienes de
fortuna, poder, riqueza, amigos y similares, no quieren ni pueden
someterse a la autoridad”, escribió Aristóteles en “El mal comienza en
casa; para cuando son muchachos, a cause del lujo en el que se educan,
nunca aprenden, ni siquiera en la escuela, el hábito de la obediencia.
Los oligarcas, como sabían estos filósofos, se educaban en los
mecanismos de la manipulación, la represión sutil o manifiesta y la
explotación para proteger su riqueza y el poder a costa nuestra. El
mecanismo de control más importante es el dominio de las ideas.
Las
élites gobernantes se aseguran de que la clase intelectual establecida
esté subordinada a una ideología – en este caso al capitalismo de libre
mercado y la globalización – que satisface su codicia. “Las ideas
dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones
materiales dominantes”, escribió Marx, “las relaciones materiales
dominantes concebidas como ideas.” (...)
El surgimiento de un Estado oligárquico ofrece a la nación dos opciones,
según Aristóteles. El levantamiento de las masas empobrecidas para
modificar el desequilibrio del reparto de la riqueza y el poder o la
instauración de una tiranía brutal por parte de la oligarquía para
mantener a las masas esclavizadas por la fuerza. Parece que hemos
elegido la segunda de las opciones de Aristóteles.
Los lentos avances
que hemos hecho en el sigo XX mediante la presión de los sindicatos, y
demás movimientos sociales, como la regulación gubernamental, el New
Deal, los tribunales, la prensa alternativa, se han invertido.
La
oligarquía nos está convirtiendo, cómo hicieron en el siglo 19 en la
industria textil y siderúrgica en seres humanos de usar y tirar. Los
oligarcas están reforzando los aparatos represivos y de espionaje
electrónico más terroríficos de la historia de la humanidad para
mantenernos sometidos. (...)
No es nada nuevo. Los ricos, a lo largo de la historia, han
encontrado siempre formas de subyugar y someter a las masas. Y las
masas, a lo largo de la historia, han despertado cíclicamente para
deshacerse de sus cadenas.
La lucha incesante de las sociedades humanas
entre el poder despótico de los ricos y la lucha por la justicia y la
igualdad está en el núcleo de la novela de Fitzgerald, que mediante la
historia de Gatsby lleva a cabo una feroz denuncia del capitalismo.
Fitzgerald estaba leyendo “La decadencia de Occidente” de Oswald
Spengler al mismo tiempo que escribía “El gran Gatsby”. Spengler predijo
que según iban calcificándose y muriendo las democracias Occidentales,
una clase de matones adinerados iría reemplazando a las élites políticas
tradicionales. Spengler tenía razón al respecto.
“Solo hay dos o tres historias humanas”, escribió Willa Cather, y se
van repitiendo a sí mismas tan ferozmente como si nunca hubiesen
ocurrido. (...)" (Chris Hedges*, Truthdig, Attac Madrid, 17/11/2013)
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