24/4/14

Las personas esclavizadas eran el capital: cuatro millones de personas con un valor de 3 mil millones de dólares de 1860, más que la suma de todo el capital invertido en ferrocarriles y fábricas en los EEUU

"(...) A finales del siglo XVIII, la esclavitud en los EEUU era una institución en declive. Los plantadores de tabaco en Virginia y Maryland había agotado su tierra y se estaban pasando al trigo. El trabajo asalariado estaba reemplazando cada vez más al trabajo esclavo, tanto en las zonas urbanas como en las zonas rurales del alto Sur. 

Y entonces llegó el algodón.

La primera parte de esta historia es harto conocida: la invención de la rueca algodonera hacia 1790 y el correspondiente incremento de la capacidad industrial en Gran Bretaña y en el Norte urbano posibilitó el cultivo rentable de algodón en una vasta región del bajo Sur que se extendía entre Carolina del Sur y la Louisiana: el llamado “Reino del Algodón”.

Entre 1803 y 1838, los EEUU, celebérrimamente personificados por Andrew Jackson, libraron una guerra de varios frentes en el Sur profundo. Durante esos años, los EEUU suprimieron las revueltas de esclavos y pacificaron a los blancos todavía leales a las potencias europeas que otrora controlaran la región.

 Hacia finales de la década de los 30 del XIX, los semínolas, los creeks, los chikasaws, los choctaws y los cheroquis habían sido todos “removidos” de sus territorios al oeste del Misisipi. Sus tierras expropiadas sentaron las bases del sector dirigente de la economía global en la primera mitad del siglo XIX.

En la década de los 30, centenares de millones de acres de tierra conquistada fueron inventariados y puestos en venta por los Estados Unidos. Esa vasta privatización del dominio público desencadenó uno de los mayores booms económicos registrados hasta entonces en la historia mundial. 

Capitales de inversión procedentes de Gran Bretaña, el continente europeo y los estados del Norte fluyeron masivamente hacia el mercado de tierras. “Empujados por este estimulante proceso, los precios subieron como el humo”, dejó escrito el periodista Joseph Baldwin en sus memorias, The Flush Times of Alabama and Mississippi.

Sin esclavitud, empero, los mapas del inventario de la General Land Office (Agencia General de Tierras) no habrían pasado de un imposible plan de ciencia ficción para la sociedad. Entre 1820 y 1860, más de un millón de personas esclavizadas fueron trasladadas del alto al bajo Sur, la gran mayoría de ellas por tratantes de esclavos en guisa de inversores capitalistas de riesgo a los que los esclavos llamaban “conductores de almas”. 

La primera oleada se dedicó a labores de desmonte y desbroce de la región para el cultivo. “Bosques enteros fueron talados y desarraigados”, recordaba el antiguo esclavo John Parker en Su tierra prometida. Los que vinieron luego plantaron los campos del algodón al que en lo sucesivo tendrían que cuidar, recoger, embalar y embarcar: “de sol a sol”, cada día, hasta el final de sus días.

El 85% del algodón recogido por los esclavos del Sur se embarcaba hacia la Gran Bretaña. Los molinos que vinieron a simbolizar la Revolución Industrial y los campos saturados de esclavos del Sur estaban en una relación de mutua dependencia. Cada año, los bancos comerciales británicos avanzaban millones de libras esterlinas a los propietarios de las plantaciones esclavistas en anticipación de la venta de la cosecha algodonera. 

Esos propietarios compraban entonces con ese crédito en libras esterlinas los bienes que iban a necesitar a lo largo del año, muchos de ellos producidos en el Norte. “Desde el sonajero con que la nodriza acaricia los oídos del pequeño nacido en el Sur, hasta el sudario que cubre los fríos despojos del muerto, todo nos viene del Norte”, dejó dicho un sureño. 

En la medida en que los sureños se abastecían a sí mismos (y en harta más modesta medida, a sus esclavos) con productos del Norte, el crédito originariamente avanzado a cuenta de la cosecha de algodón se abría paso hacia el Norte, yendo a parar a manos de los comerciantes de Nueva York y de Nueva Inglaterra, que lo usaban para adquirir bienes británicos.

 Así, las tierras indias, el trabajo afro-americano, las finanzas atlánticas y la industria británica terminaron fraguando la dominación racial, el beneficio y el desarrollo económico a una escala nacional y global. 

Cuando la cosecha del algodón era escasa y las ventas no conseguían reunir el dinero necesario para devolver los empréstitos, los propietarios de plantaciones se encontraban endeudados con los comerciantes y con los banqueros. Se vendían esclavos para hacer frente a la diferencia. La movilidad y fácil alienabilidad de los esclavos significaba que éstos funcionaban como una suerte de colateral para la economía de crédito y algodón del siglo XIX.

No es simplemente que el trabajo de las personas esclavizadas avalara financieramente al capitalismo del siglo XIX. Es que las personas esclavizadas eran el capital: cuatro millones de personas con un valor de, por lo menos, 3 mil millones de dólares de 1860, lo que era más que la suma de todo el capital invertido en ferrocarriles y fábricas en los EEUU. Vistas las cosas bajo esa luz, la distinción convencional entre esclavitud y capitalismo se diluye hasta quedar en un sinsentido. 

Nos hemos acostumbrado a reducir el legado de la esclavitud en los EEUU a la desventaja negra. Pero la constatable centralidad de la esclavitud para el desarrollo histórico de la nación sugiere otra cosa muy distinta: cualquier cálculo de la deuda insatisfecha contraída por la nación a cuenta de la esclavitud tiene que incluir una medida de la riqueza que generó; sus ventajas, y no sólo sus desventajas. Porque los EEUU, como escribió W. E. B. Du Bois, “se levantaron sobre un gemido”.             (Esclavitud y capitalismo: la alargada sombra de las plantaciones esclavistas del XIX sobre la economía capitalista contemporánea Walter Johnson, en Sin Permiso, 30/03/14)

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