"El accidente de aviación se produjo el 16 de enero de
1966, durante una operación de abastecimiento de combustible en vuelo.
La colisión, que tuvo lugar en el espacio aéreo de Palomares, ocasionó
la destrucción y caída de un octoreactor B-52 y de un avión nodriza
KC-135 de la base de Morón de la Frontera, en Sevilla, pertenecientes a
las fuerzas armadas de los Estados Unidos.
Murieron en el acto los
cuatro tripulantes del KC-135 y tres de los siete tripulantes del B-52.
Los otros militares salvaron la vida saltando en paracaídas”. Así se
expresaba el científico franco-barcelonés en una larga conversación
sobre la industria nuclear y sus “efectos colaterales” [1].
Con
más detalle, tomando pie en sus reflexiones y comentarios. En 1966, en
plena guerra fría, 340 aviones superbombaderos B-52 -también llamados
por aquel entonces estratofortalezas- de las fuerzas aéreas de los Estados Unidos, concretamente de su Comando Aéreo Estratégico (SAC: Strategic Air Command),
se mantenían permanentemente en el aire, sobrevolando el planeta.
Cada
uno de ellos transportaba una carga de cuatro bombas termonucleares de
1,5 megatones; cada una de estas bombas tenía un poder destructor 75
veces superior a la lanzada sobre Hiroshima; las cuatro bombas de cada
uno de los B-52, con una potencia conjunta de 6 megatones, equivalían a
más de 300 bombas de Hiroshima.
Esta estrategia militar, que
llevaba y de hecho llevó en algunas ocasiones a la Humanidad al borde
del abismo, estaba basada en la supuesta necesidad de estar muy cerca,
lo más cerca posible, del objetivo del hipotético enemigo –la entonces
Unión Soviética- en caso de urgencia en el ataque o contraataque
nuclear.
Este punto de vista estratégico comportaba una
estructura militar anexa, de apoyo a la aviación norteamericana, en todo
el planeta. La España franquista formaba parte de ella. Recordemos los
acuerdos entre el general golpista Franco y el presidente general
Eisenhower de 1953, el llamado por los historiadores de EEUU “Pacto de
Madrid”, y las bases militares de utilización “conjunta” (que se han
ampliado en los últimos años).
El gobierno norteamericano no tuvo
problemas morales ni políticos en llegar a alianzas con un régimen que
había sido aliado, y había sido apoyado, por la Italia de Mussolini y la
Alemania hitleriana. El patriótico y nacionalista gobierno franquista
tampoco tuvo reparo alguno en ceder territorios y soberanía.
Según
parece en los tratados firmados con Estados Unidos en 1953 y en 1963 no
se mencionaba, en sus cláusulas conocidas, que aviones norteamericanos,
cargados con explosivos nucleares, sobrevolasen el espacio aéreo
español y pudieran utilizar las bases en territorio para dar soporte
logístico y repostar combustible en vuelo. Pero, de hecho, los B-52
salían cada mañana de la base Seymour Johnson de las fuerzas aéreas
norteamericanas, en Goldsboro, Carolina del Norte, y se dirigían hacia
el Este del Mediterráneo, hacia la frontera turco-soviética.
Al
sobrevolar España en dirección este repostaban combustible en vuelo
suministrado por aviones-nodriza de la base aérea de Zaragoza, en un
punto situado entre esta ciudad y la costa mediterránea. Al regresar a
Estados Unidos, los B-52 volvían a repostar. En este caso, el avión
nodriza provenía de la base de Morón y la maniobra se realizaba sobre la
costa mediterránea de Almería.
El accidente de Palomares se
produjo cuando el B-52 nº 256, al que la tripulación denominaba Tea-16,
repostaba de regreso a la base de Carolina del Norte. Como consecuencia
de un fallo en la maniobra de acoplamiento para el suministro de
combustible colisionaron las aeronaves; se produjo la destrucción y
caída del superbombardero y del avión nodriza, y se desprendieron las
cuatro bombas termonucleares tipo Mark 28, modelo B28RI, de 1,5
megatones cada una que transportaba el primero. Tres de ellas cayeron en
tierra y fueron localizadas en cuestión de horas, pero una cayó al mar y
se tardó cerca de 80 días en localizarla, apareciendo finalmente a 5
millas de la costa (las Mark 28 son bombas de hidrógeno diseñadas a
finales de los años 50, 1958 concretamente, probablemente todavía en
“activo”, y que sus dimensiones son 1,5 metros de longitud y 0,5 metros
de anchura y su peso es de unos 800 Kg).
Dos de estas bombas, que
cayeron con sus respectivos paracaídas, se recogieron intactas. Una
cerca de la desembocadura del río Almanzora y la otra en el mar. Las
otras dos cayeron sin paracaídas. Según parece, la colisión originó el
derrame del combustible del KC-135, unos 12.000 litros de keroseno, y su
ignición, quemando los paracaídas de estas bombas al pasar por la nube
de fuego. Una bomba cayó en un solar del pueblo; la otra en una sierra
cercana.
A causa del choque violento con el suelo y la detonación
del explosivo convencional que llevan estas armas como iniciador, se
produjo la fragmentación de esas dos bombas, la ignición de parte de su
núcleo fundamental y la formación de un aerosol, de una potente nube de
finas partículas compuesta por los óxidos de los elementos transuránicos
constitutivos del núcleo fundamental de la bomba. Asimismo, al romperse
éstas se liberó, vaporizándose, el tritio (hidrogeno-3, radiactivo beta
débil), elemento esencial para la reacción de fusión termonuclear
definitoria de ese infernal ingenio militar.
La acción del viento
que soplaba en aquellos momentos en la zona dispersó el aerosol que se
había formado en los dos puntos de contacto e hizo que sus componentes
se depositaran posteriormente en una zona de unas 226 hectáreas, más de 2
km2, que abarcaba, monte bajo, campos de cultivo e incluso
zonas urbanas.
Como consecuencia de ello, se produjo la contaminación de
la zona por diversos isótopos del plutonio -principalmente Pu-239 y
cantidades menores de Pu-240- y, en menor proporción, americio 241. La
contaminación alcanzó valores superiores a 7.400 Bq de radiación alfa
por m2 en la superficie indicada, si bien con notables
diferencias según los suelos considerados. En alrededor de 17 Ha se
determinaron actividades del orden de 117.000 Bq/m2 (117 KBq/m2)
que eran superadas con mucho en otras 2,2 Ha.
Algunas áreas próximas a
los puntos de impacto alcanzaron valores extremadamente superiores, de
3,7 x 107 Bq/m2 (37 millones de Bq por m2).
Incluso en algunas zonas las cantidades eran tan elevadas que saturaron
los detectores. Es pertinente mencionar que el nivel real de
contaminación alfa ha sido controvertido y varía según las fuentes
consultadas. Las cifras indicadas son las mínimas reconocidas en su
momento por la JEN.
La contaminación alcanzó sus valores máximos
en las proximidades de los puntos de contacto de las bombas con el
suelo, disminuyendo con la distancia a dichos puntos. No obstante, la
dirección del viento determinó que en ciertas áreas ubicadas a unos
1.400 metros del impacto se registrasen actividades de 420.000 Bq/m2.
La mayor parte de las viviendas, que constituían una zona urbana muy
dispersa, quedaron situadas en la zona que no resultó contaminada
directamente o que resultó afectada en menor medida. La zona que tenía
mayor contaminación, y en mayor extensión, fue la correspondiente a los
eriales situados entre colinas al suroeste de Palomares, y que distaban
un kilómetro y medio de la zona urbana. Todo esto está descrito con
cierto detalle en un informe del CSN, del Consejo de Seguridad Nuclear.
Según un informe del WISE ( World Information Service on Energy: Servicio Mundial de Información sobre la Energía)
de enero de 1986, realizado con información que pudo obtener
Greenpeace, a partir del momento del accidente se desarrolló por parte
de los EEUU un programa de descontaminación con recogida de vegetales,
tierra y fragmentos de los aviones y las bombas.
Fue la puesta en marcha
de la “Operación Flecha Rota”, un plan de contingencia previsto por las
Fuerzas Armadas estadounidenses en caso de accidente nuclear. No se
conocen con precisión los grandes datos de la operación, pero se sabe
que unas 1.700 toneladas de material contaminado ( El País
hablaba en una editorial de 21 de octubre de 2006 de 1,6 millones de
toneladas, pero el dato es erróneo) se trasladaron a Estados Unidos en
el interior de 5.500 bidones de 209 litros de capacidad. A medida que
cada una de las casi 900 propiedades afectadas se “descontaminaban”, se
entregaban unos certificados de descontaminación radiactiva firmados por
ambas administraciones, por la española y la norteamericana.
Por
su parte, el gobierno de Estados Unidos hizo un seguimiento de los
1.700 soldados y ciudadanos norteamericanos que se desplazaron a la
zona. Este seguimiento se seguía haciendo al cabo de los años.
Incidentalmente,
las carcasas de las dos bombas Mark-28 que se recuperaron intactas en
Palomares pueden contemplarse -obviamente sin su contenido- en el Museo
Atómico Nacional (National Atomic Museum) de los EEUU, en
Alburquerque, Nuevo México. Museo que por cierto, cambió o cambiará su
nombre en breve por el más suave y engañoso de Museo Nacional de Ciencia
e Historia Nuclear (National Museum of Nuclear Science and History).
La
Junta de Energía Nuclear, organismo dependiente del Ministerio de
Industria y Energía español, determinó la contaminación externa de la
población de la zona y concluyó que la población no debía ser evacuada.
Antes de ello, algunos vecinos habían sido desplazados de sus viviendas,
especialmente aquellos que vivían cerca del lugar donde cayeron las dos
bombas. Se sabe que unas 1.950 personas pasaron los controles de
contaminación externa que se realizaron en un cine de Palomares. Veinte
años después se desconocían los estudios y las fichas de los controles
radiológicos externos que obraban en poder de Emilio Iranzo, el doctor
jefe del plan de vigilancia de la zona desde la fecha del accidente.
Posteriormente
se controló el acceso a la zona para evitar que otras personas se
contaminaran. Aunque pueda parecer extraño, ciudadanos de Villaricos,
Cuevas del Almanzora y del mismo Palomares, y de otras localidades
cercanas, se desplazaron a la zona para ver las bombas, movidas por la
curiosidad y sin ninguna protección. No alcanzaron a ver los peligros
que comportaba la situación. Nadie les informaría con detalle.
Sea
como fuere, no se hizo un estudio en profundidad de lo que quedaba
enterrado bajo la superficie. Años después, cuando hubo movimientos de
tierra para construcción de viviendas o para usos agrícolas, aparecieron
indicios de contaminación soterrada.
Fue en aquellos meses
cuando Manuel Fraga, que era entonces Ministro de Información y Turismo
del gobierno de Franco, se bañó o dijo bañarse más bien en Palomares. En
la mañana del 10 de marzo de 1966, unos tres años después del asesinato
de Julián Grimau y unos diez años antes de las muertes de Vitoria,
Fraga fue a bañarse a una playa próxima a Palomares en compañía del
embajador de los Estados Unidos en España, Angier Biddle Duke, fallecido
en 1995.
Con aquel baño en pleno mes de marzo, apenas dos meses después
del accidente y ante las cámaras de una incipiente Televisión Española,
el paternalismo franquista trató de demostrar a la ciudadanía que aquel
accidente nuclear era inocuo, que no tenía importancia alguna, que con
el franquismo la paz y la seguridad seguían firmes. Si nos fijamos
atentamente, la palabra “nuclear” apenas aparecía en las informaciones
sobre el accidente. Sería muy interesante ir a las hemerotecas para
comprobar la información que se dio en aquellos años.
Los
controles de niveles de contaminación interna se limitaron al plutonio
239. Para ello se efectuaron análisis de orina, se seleccionaron 69
personas a las que allí mismo se les recogió una muestra de orina de 24
horas. La muestra de la población se amplió más tarde a 100 personas que
fueron trasladadas a Madrid, en grupos de 10, en dos vehículos, siendo
atendidos en la División de Medicina y Protección de la Junta de Energía
Nuclear.
Allí fueron sometidos a una serie de análisis y controles de
los que nunca nadie les informó hasta el 6 de noviembre de 1985, casi 20
años más tarde, día en el que, después de una larga campaña exigiendo
información de casi dos años de duración, promovida por las personas
afectadas, la JEN les entregó parte de los datos que obraban en su
poder.
Los casos de cánceres y enfermedades que los vecinos
asociaban a estar sometido a las radiaciones ionizantes nunca fueron
detectados en los controles de la JEN. Sobre este punto, la información
de la que se ha dispuesto durante muchos años provenía de los propios
afectados.
En un grupo de ellos se detectaba, veinte años después del
accidente, eliminación de Pu 239 en la orina —superior en algunos casos a
los máximos considerados “admisibles”—, si bien la JEN lo atribuía a
contaminación de las muestras (¡en sus propios laboratorios de Madrid!).
De hecho, en los años 80 se había comenzado a utilizar para cultivos de
invernadero tierras antes incultas, con el consiguiente removimiento de
suelo contaminado que exponía al plutonio a los trabajadores y otras
personas residentes en tales áreas.
W. H. Langham, que era el
jefe de investigación biomédica de Los Álamos National Laboratory de
EEUU -donde estudió en humanos los efectos de los radioelementos y cuyos
resultados estuvieron clasificados durante muchos años-, dirigía y
supervisaba todo el proceso. Él mismo se desplazó a Palomares y residió
en la embajada estadounidense en Madrid.
Se inició de este modo el
llamado “Proyecto Indalo”. La comisión de Energía Atómica del gobierno
norteamericano siguió supervisando un plan de seguimiento, cuyos
objetivos, por otra parte, siempre fueron ocultos, y que nunca ha
llegado a cubrir al conjunto de la población afectada -o como mínimo
sometida- al riesgo de seguir inhalando plutonio 239 y otros
transuránicos.
Eduard Rodríguez Farre participó en un estudio que
el CAPS realizó, con la ayuda de la Fundación ESICO, a mediados de
1985. “Los miembros del CAPS, del Centro de Análisis y Programas
Sanitarios, que realizamos aquel estudio fuimos Catalina Eibenschutz
Hartman, Salvador Moncada i Lluís, Josep Martí i Valls y yo mismo”.
No es fácil resumir el estudio. “Te señalo sólo algunos puntos. Por
ejemplo, durante los primeros días intervino en la zona del accidente
solamente personal de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, nadie más.
De hecho, el acuerdo de colaboración entre la JEN y la AEC (la Comisión
para la Energía Atómica de los Estados Unidos; Atomic Energy Commission
), se firmó el 25 de febrero de 1966, casi 40 días después de la
colisión aérea.
Hasta ese momento no se tiene información de qué
trabajos realizó la JEN en cumplimiento de la legislación que le
otorgaba todas las competencias en materia de seguridad nuclear. Es
posible que se dejara todo en manos norteamericanas o que la dirección
estuviera en sus manos .Por otra parte, no existe documentación o
informe alguno en España sobre lo realizado por las FF. AA.
estadounidenses durante la primera fase de descontaminación. Toda la
información de la que se disponía por aquellas fechas de esa fase
provenía de relatos orales de miembros de la JEN que se desplazaron al
lugar del accidente”.
El personal norteamericano recogió los
fragmentos visibles de las bombas; hicieron una recolección de la
vegetación cultivada y silvestre contaminada y la enterraron en un pozo
de la zona; se lavaron las casas con agua a presión y detergentes, se
desconcharon y rascaron.
Nunca se consideró la evacuación de los
habitantes de la zona. En las zonas pedregosas contaminadas se trató de
eliminar la contaminación mediante herramientas a mano y se eliminó una
capa de tierra contaminada de 5 a 10 cm de grosor con actividades
superiores a 3,6 millones de Bq, envasándola en bidones que
posteriormente, como ya hemos comentado, se trasladaron a Estados
Unidos, y que se trataron más tarde como residuos nucleares en el
depósito final de Savannah River Plant, en Aiken, Carolina del Sur. El
resto de superficie contaminada con actividades elevadas -¿420Kbq?, los
datos son discrepantes- fue arado para soterrarlo.
Hubo un
programa de vigilancia en la zona, era parte del acuerdo de colaboración
entre la JEN y la AEC de 25 de febrero de 1966. La JEN dirigió este
plan de investigación como coordinador principal. Se desconocen las
contrapartidas de tipo económico o en forma de instrumentación que la
JEN recibió del gobierno norteamericano.
El plan se ha centrado,
básicamente, en la toma de muestras y análisis de material de suelos. Se
tomaron, por ejemplo, muestras de tierra de hasta 45 cm de profundidad
entre 1969 y 1979, y el análisis de estas muestras constató la presencia
de contaminación residual por plutonio y americio en la zona. Se midió
la contaminación en el aire colocando cuatro estaciones que iniciaron la
toma de muestras en junio de 1966. Tres de ellas, que siguen
funcionando en la actualidad, han venido tomando muestras todos los días
del año durante un largo período.
Se tomaron también muestras anuales
de las plantas cultivadas en la zona desde 1969. Un informe de la CSN
señala que se han producido contaminaciones de la vegetación cultivada
hasta 1976, aunque puntualiza que la contaminación ha sido esporádica y
que únicamente ha afectado a las hojas y tallos, y en muy pocas
ocasiones a los frutos y granos. A partir de 1977, se detectó un cierto
incremento de la contaminación que coincidió con incrementos detectados
en las mediciones del aire. La dosis de radiación por inhalación que
pudieron recibirse en la zona urbana, según estimó la JEN, fueron
inferiores al 0,1% de las recibidas a causa de la radiación natural de
fondo.
Por otra parte, parece evidente que las fuerzas aéreas de
USA han realizado sus propios estudios e investigaciones. Así lo
demuestran el informe de 1975, de unas 216 páginas, del Field Command de
la Agencia de Defensa Nuclear de los EEUU, y, entre otros, el trabajo
del coronel Lawrence T. Odland de 1968.
Las principales conclusiones del estudio realizado por Rodríguez Farré y sus compañeros fueron las siguientes:
En
primer lugar, “la contaminación residual por plutonio y americio de la
zona de Palomares, de toda la zona del accidente, debería haber sido un
problema de salud pública de la máxima importancia. Durante algunos
años, y no es ninguna exageración, fue la zona habitada de la Tierra con
mayores niveles de contaminación por elementos transuránicos.
La
contaminación residual que quedó a finales de los años 80 tanto por los
radionúclidos fijados en el suelo como por los existentes en las áreas
que no fueron descontaminadas -unas 100 Ha- fue aproximadamente de 2.500
a 3.000 veces superior a la media depositada en el hemisferio norte por
las pruebas atómicas en la atmósfera. Esta situación exigía un
tratamiento sanitario-científico adecuado para determinar y sentar las
bases de la prevención, y el impacto ambiental y ecológico que supuso y
aún supone”.
En segundo lugar, “nunca deben ser aceptables
procedimientos de investigación que supongan la exposición experimental
humana a riesgos para la salud, mas aún cuando esta investigación se
realiza de forma callada y los riesgos no son del todo conocidos. Se
dieron en el momento del accidente, y en años posteriores, reiteradas
muestras de incapacidad para realizar el abordaje científico que el tema
merecía y sigue mereciendo. La JEN mostró un neto desinterés por
informar adecuadamente a la opinión pública de sus investigaciones y
conclusiones, por no hablar de las probables presiones políticas a las
que estuvo sometida. No es de extrañar los recelos con los que mucha
gente, y muchos investigadores, observaron a este organismo”.
Después
de la investigación, “nosotros propusimos la creación de una comisión
en la que participasen asociaciones y personalidades científicas y
técnicas ajenas a la JEN y al CSN, comisión que debería dirigir un plan
de investigación adecuado a las necesidades de la situación e informar a
la población de su resultado”.
Ha habido otras investigaciones. No muchas. “Puedo
citar ahora la de Sánchez Cabeza y otros investigadores del
Departamento de Física y del Instituto de Ciencia y Tecnología
Ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona, quienes detectaron
en muestras recogidas en 1992 y 1993 concentraciones de plutonio y
americio –radiactividad alfa- en el plancton de la costa de Palomares,
con una actividad unas cinco veces más elevada que la media de otras
muestras del Mediterráneo.
También en una investigación muy reciente
dirigida por Jiménez-Ramos se corroboró la presencia de americio 241 y
plutonio 239-240 e incluso uranio en la superficie de Palomares, lo que
ha sido reconocido por el propio Departamento de Energía Estados
Unidos”.
Tiempo después se expropió la zona más directamente
afectada por el accidente y se han establecido limitaciones de uso en un
radio más amplio. El Departamento de Energía de Estados Unidos colabora
con técnicos del CIEMAT, del Centro de Investigaciones Energéticas,
Medioambientales y Tecnológicas, en la descontaminación radiactiva de la
zona. Años después del accidente, parece que las cosas van a hacerse
algo mejor. Se firmó un acuerdo con España para expropiar, vallar, medir
la radiación y descontaminar 10 Ha de extensión.
Según un informe
elaborado por el CIEMAT se detectó radiación por encima de los niveles
permitidos, aunque sin riesgo directo para la salud humana, fuera de las
zonas que fueron expropiadas y valladas. Los resultados de determinados
informes ampliaron de 9 a 30 Hectáreas la superficie contaminada donde
no se podrá cultivar ni construir.
Gran parte estas actuaciones
derivan de un informe del CSN de 24 de mayo de 2004 al Congreso de los
Diputados en respuesta a un requerimiento de éste sobre la situación en
Palomares. En él se indicaba que el CIEMAT comunicó al CSN en octubre de
2001 que “el inventario radiológico de los terrenos afectados [por el
accidente nuclear de Palomares] es significativamente mayor que el estimado previamente
, y que los cambios que se estaban produciendo en el uso del suelo
podían incrementar el riesgo radiológico de algún segmento de la
población, debido a un incremento en la incorporación de actividad por
inhalación y a la exposición por ingestión de cultivos procedentes de la
zona” [sic].
Se recomendaba establecer restricciones al uso de los
terrenos en determinadas zonas, especificadas en unos anexos del
Informe. Aparte de la utilización de zonas contaminadas para cultivos
-ya constatada en los años 80- el principal motivo de preocupación es el
preconizado uso de esas zonas para el desaforado desarrollo
inmobiliario, principalmente vacacional, que acontece en la región al
igual que en el resto de la costa mediterránea hispánica. Una simple
visita al Google con la palabra “Palomares”, señalaba ERF, “ilustra
sobre ello. Numerosas ofertas de apartamentos pero ninguna mención a la
contaminación...”
También podría mencionarse el Informe del
Servicio Médico de las Fuerzas Aéreas de los EEUU, desclasificado en
2002, sobre los accidentes nucleares de Palomares y Thule. No dice nada
que no conociésemos salvo los datos del personal estadounidense que
estuvo destinado allí en 1966. Existe un anexo C del Informe sobre
Palomares que por “Consideraciones relativas a la Ley de Privacidad (Privacy Act ) no ha sido hecho público.
El
franquismo ocultó lo sucedido todo lo que pudo, y algo más, y le restó
importancia. Como si no hubiera ocurrido nada, a pesar de que estábamos
ante… ¡un accidente nuclear!
Estados Unidos actuó como suele actuar,
como poder imperial, ocultando investigaciones y resultados, y
preocupándose ante todo de sus propios intereses y de su propio
ejército. Consecuencia de todo ello: apenas se cita el accidente nuclear
militar cuando se habla de los desastres de la España del franquismo y
de uno de los “efectos colaterales” de aquellos acuerdos militares, que
aún siguen vigentes parcialmente, entre la España una, grande y libre de
Franco y el gobierno norteamericano.
Joan Faus y Miguel González [2] daban cuenta recientemente en El País de los últimos avatares de esta larga historia inacabada
“Pocos meses de que se cumpla el 50 aniversario del accidente de Palomares (Almería), Washington y Madrid ultiman un acuerdo para que Estados Unidos se lleve los alrededor de 50.000 metros cúbicos de tierra contaminada
por la caída de dos bombas termonucleares”. Las negociaciones entre los
dos Gobiernos se han acelerado para que “el acuerdo pueda ser anunciado
durante la visita a Madrid del secretario de Estado estadounidense,
John Kerry, el día 19 de octubre”.
Tras muchos años de
negociaciones, “EE UU ha aceptado llevarse la tierra contaminada por el
mayor accidente con armas atómicas de la Guerra Fría, que lastra el
desarrollo urbanístico de la pedanía almeriense y pende como una Espada
de Damocles sobre la salud de sus vecinos”. Sin decisión definitiva, el
destino que se baraja es “el Sitio de Seguridad Nacional de Nevada, en
una zona desértica a 100 kilómetros al noroeste de Las Vegas”. (...)" (Salvador López Arnal, Rebelión, 14/10/2015)
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