15/7/16

Hay sesenta millones de refugiados en el mundo, la suma más alta de parias desde 1945. La cifra se ha triplicado en el último año

Refugiados polacos en un campo en Irán en 1943. (Biblioteca del Congreso de Estados Unido) 

"Hannah Arendt iba a comer con su madre cuando un policía de Berlín la arrestó y se la llevó a la prisión de Alexanderplatz. Corría el año 1933. Hitler llevaba varios meses en el poder; los agentes de Hermann Göring acorralaban a activistas sospechosos. 

La joven investigadora de la Organización Sionista Alemana pasó ocho días en la cárcel, mientras los gendarmes registraban su apartamento, examinaban sus anotaciones filosóficas y estudiaban sus misteriosos códigos – una selección de citas de griegos clásicos. Cuando la soltaron, hizo las maletas.

Desde el incendio del Reichstag en febrero, la vida se había convertido en un infierno para los socialistas, los comunistas y los judíos. Como tantos antes que ella, y como otros muchos después, Arendt huyó a París. Pasaría los siguientes dieciocho años como refugiada, apátrida, paria. 
 
Hay sesenta millones de refugiados en el mundo, la suma más alta de parias desde 1945. La cifra se ha triplicado en el último año. La mitad de los ‘no deseados’ del mundo tienen menos de 18 años. La mayoría crecerá en un campamento. Muchos morirán escapando sus países de origen; más de 3.000 refugiados murieron ahogados en el Mediterráneo en 2015.

 Los más afortunados crearán nuevos hogares. Pero no es difícil calibrar hasta qué punto se sentirán bienvenidos a juzgar por el nivel de decibelios de los nativistas como Donald Trump, un coro de gobernadores y candidatos republicanos en los Estados Unidos, Marine Le Pen en Francia y el pujante Partido Popular Danés. Mientras estas voces negativas tengan un megáfono, ¿podrán sentirse en casa los refugiados?
Es preciso tomarse en serio esta enfermedad humana. La actual se está convirtiendo a toda velocidad en la crisis humanitaria más grave de nuestro tiempo. Los xenófobos empeoran la situación al negar la existencia de la tradición de otorgar asilo a los apátridas. Este ciclo no es nuevo, y la historia nunca lo juzga positivamente.

 La gente rememora las políticas de cierre de fronteras con vergüenza (esta es, desde luego, la manera en la que los estadounidenses, los canadienses y muchos otros ven el tratamiento que se les dio a los judíos en busca de asilo en los años 30 y 40). ¿Estamos condenados a repetir esos episodios?

 Si no logramos articular una respuesta coherente a los xenófobos en nuestras sociedades, la respuesta será ‘sí’, y las nefastas consecuencias para las relaciones con y dentro del mundo islámico y otras zonas de emergencia persistirán en el tiempo

. ¿Puede Hannah Arendt, la encarnación de la filosofía pública, ayudarnos a formular una respuesta ilustrada? ¿Puede esta antigua refugiada ayudarnos a reafirmar nuestras obligaciones para con quienes no tienen otro lugar en el que hallar refugio?
La respuesta está enraizada en sus años como paria y sus observaciones sobre la deshumanización. La experiencia propia de apátrida ayudó a Arendt a forjar los elementos del libro que la haría famosa en Estados Unidos y en todo el mundo.  Arendt terminó de escribir Los Orígenes del Totalitarismo en 1950. En él, apuntó que “un hombre que no es nada más que hombre ha perdido las cualidades mismas que hacen posible que otra gente le trate como hombre”.

Sin comunidad política, el hombre es un paria. Meses más tarde, Arendt cerró un largo y agónico capítulo de su vida al convertirse en ciudadana naturalizada de los Estados Unidos, abandonando así su condición de paria.
Y, sin embargo, su carácter de apátrida queda a menudo en el olvido. Recordamos su años en Alemania y su romance con Martin Heidegger, que dieron lugar a gran parte de su preocupación con respecto a los límites del idealismo. Y recordamos sus años en Estados Unidos. Cuando leí por primera vez Los orígenes del totalitarismo como estudiante, era ya un clásico de la Guerra Fría.

Hubo muchas noches bañadas en cerveza debatiendo la diferencia entre los regímenes autoritarios y los totalitarios, disputando las distinciones ideológicas sobre la política exterior del presidente Ronald Reagan. Nos obsesionaba qué clase de estado imperaba. Pero, ¿qué hay de la cuestión de qué significa no tener estado? Eso no nos preocupaba tanto.
Hoy en día, en nuestra era del terror y los fugitivos, hay otra manera de leer Los Orígenes. Hay otra Arendt a la que recordar, no tanto la americana, elevada a la fama por la política de la Guerra Fría o sus palabras agudas sobre el juicio a Eichmann y la banalidad del mal, pero hemos olvidado los motivos de la aflicción de la Arendt apátrida que posaba para la imagen que se hizo icónica.

Los orígenes del totalitarismo es un libro que bebe de un inmenso caudal de experiencias personales. A su llegada a París, Arendt se movió entre los pequeños hoteles de la Calle Saint Jacques, en el barrio estudiante de la margen izquierda del Sena. Estaba casada con el también filósofo Günter Stern, pero su matrimonio estaba en plena descomposición.

Se divorciaron oficialmente en 1937, y Stern se marchó a los Estados Unidos. Poco después, conocería a Heinrich Blücher. Aunque no era judío, sino un comunista autodidacta, Blücher era un paria a su manera. Ambos se mudaron a un apartamento en la Rue de la Convention en el distrito 15, que estaba entonces plagado de expatriados alemanes.

El dinero para pagar el alquiler venía de pedazos empeñados del oro de su madre, contrabandeado a Alemania en forma de botones cosidos a su ropa y después vendido a una adinerada mecenas judía. Un vecino, el estudiante de economía Otto Albert Hirschmann (hoy conocido como Albert O. Hirschmann) tenía que combatir una plaga de cucarachas para que él y su hermana Ursula (objeto de las seducciones de Blücher antes de que este conociese a Arendt) lograsen dormir.

 ¿La solución? Meter las patas de la cama en jarras de queroseno para que los enjambres de insectos no consiguieran escalar hasta la cama.
El exilio supone el desahucio de la comunidad política de uno. Pero también trae consigo nuevos encuentros. No ser querido nunca se limita al rechazo de los que te expulsan. También enreda a los refugiados con las ambigüedades de sus anfitriones. En el caso de la legiones de judíos de la Europa Central que huían a París o Londres, el exilio suponía lidiar con los judíos del establishment que a menudo dirigían las organizaciones caritativas que se encargaban de los fugitivos.

Arendt comprendió su situación de paria a través de los encuentros con otra condición judía: esos arribistas judíos del establishment. Los llamaba ‘parvenus’, y pesaban mucho en su pensamiento acerca de la condición judía y la de los apátridas. Incapaz de asimilarse del todo, los parvenus estaban decididos a hacer todo lo posible para demostrar que en realidad sí estaban integrados.

 El primer libro de Arendt versaba sobre la vida de Rahel Varnhagen, una mujer ilustrada, de la alta sociedad, cuyo salón era un famoso enclave de tertulias entre los berlineses cultos hasta que el nacionalismo prusiano de la Guerra Napoleónica dio al traste con la judería. Incluso su prometido la abandonó antes de su boda en un afán por dejar clara su lealtad teutónica a la nación cristiana. Escrito coincidiendo con la llegada al poder de Hitler pero no publicado hasta 1958, Rahel Varnhagen tenía un valor especial para Arendt.

En enero de 1933, mientras hacía los últimos retoques al libro, escribió a su mentor, Karl Jaspers, que era alemana por cultura, idioma y filosofía, pero no en su carácter: “Sé de sobra lo tardía y parcial que ha sido la participación de los judíos en el destino alemán, hasta qué punto entraron por casualidad en lo que era entonces un país extranjero”.

 Por mucho que los parvenu se desviviesen por evitar a los parias, ambos estaban unidos por la cintura. En la edad burguesa, cada generación de judíos tenía que decidir qué camino tomar: adaptarse y esconder sus orígenes, u observar el mundo desde los márgenes. Ambas, señalaba Arendt, “eran formas de soledad extrema”.
Su mudanza a París le permitió observar de cerca a los parvenus. El trabajo previo de Arendt para la Organización Sionista Alemana (y algunos de sus contactos) le llevaron a conocer a la Baronesa Germaine de Rothschild. Era difícil imaginar un emblema mejor para el grupo. La Baronesa era la matrona del aristocrático Consistoire de Paris, que gestionaba escuelas, sinagogas, tribunales religiosos, tiendas kosher y un seminario.

El trabajo de Arendt consistía en controlar todas las donaciones de la matrona a las organizaciones benéficas judías, lo que ocasionaba una mezcla de admiración por el trabajo privado con los desfavorecidos e impaciencia por su señorial aversión a tomar partido en asuntos de la vida pública por principio.
Mientras Arendt navegaba entre el mundo de los parias y sus cucarachas y el de los parvenus y sus elegantes veladas, los xenófobos alborotaban las calles. La Grisalle de París ofrecía en primicia un escándalo que a punto estuvo de llevarse consigo la Tercera República. Alexandre Stavisky, un judío ruso que había progresado en el escalafón social, desde operario de una fábrica de jabones a financiero, había hecho fortuna vendiendo lustrosos bonos contra el valor de las esmeraldas de la “Emperatriz de Alemania”.

Las joyas resultaron ser de plata, y todo el montaje se desmoronó, generando un enorme escándalo público. Para entonces, la influencia de Stavisky en la prensa y los despachos del poder era notoria, lo cual sirvió para que prosperasen acusaciones de la recurrente conspiración judía. Después de su misteriosa muerte en 1934 – que las autoridades declararon un suicidio pero muchos consideraron un asesinato—varios ministros del gobierno francés, entre ellos el Primer Ministro, Camille Chautemps, tuvieron que dimitir.
Cuando el nuevo gobierno intentó purgar a la policía de sus notorios comandantes antigubernamentales, la derecha francesa desató su furia. En febrero de 1934, la Place de la Concorde se convirtió en un campo de batalla entre los nacionalistas y la policía.

 El enfrentamiento dejó 15 manifestantes muertos. Aterrorizada, Arendt llenó sus cuadernos de recortes de periódicos sobre el escándalo y el resurgir del antisemitismo en Francia. Su decepción con los parvenus aumentó sobremanera. Para ellos, mantener la cabeza gacha era la mejor manera de salvar el cuello.

La perspectiva de Arendt sobre el Affaire Dreyfus anticipaba las futuras acusaciones de falta de compasión y amor para con su pueblo. Es un asunto escabroso de la arendtología, que divide a sus partidarios de sus detractores. Surge en las acusaciones de autodesprecio judío tras la publicación, en 1963, de Eichmann en Jerusalén.

El libro se convirtió en un icono de la práctica de culpar a las víctimas: se acusaba a los líderes judíos de hacer muy poco para defender a sus comunidades ante las embestidas furiosas. Sus críticos, empezando por Norman Podhoretz en la revista Commentary, le acusaron de hacer demasiado por culpar a los judíos de su ruina (él prefería la narrativa del bien contra el mal y la sacralización del Holocausto en la memoria judía como el trauma moderno que definía al pueblo).

 Por su apostasía, se condenaba de nuevo a Arendt al destierro como traidora judía. El mito del autodesprecio de Arendt continúa en nuestros días. La película de 2013 Hannah Arendt, de Margarethe von Trotta, está plagada de acusaciones de autodesprecio judío, que son el centro del drama, pese a que al hacerlo la película retrata a Arendt como símbolo universal vilipendiada por los gruñidos sionistas.

 La mitología, vaya en la dirección que vaya, obvia el mensaje sobre la condición específica de paria. Arendt nunca acusó a todos los judíos de haberse practicado a sí mismos el genocidio; se enfrentó a sus líderes silenciosos y cómplices por no haber hecho más para defender a quienes no podían hablar.
Los juicios tienen un enorme peso en esta saga. Dreyfus. Eichmann. Tengamos en cuenta cómo respondió Arendt a la kristallnacht, la noche del 9 de noviembre de 1938 en la que las bandas nazis arrasaron las tiendas y hogares judíos: Arendt estaba tan horrorizada como los demás por el ahínco con el que los nazis destruían.

 Pero también se mostró decepcionada con el hecho de que los líderes judíos franceses se distanciasen de Herschel Grynzspan, un judío polaco cuyo asesinato de un diplomático nazi en París en noviembre de 1938 se convirtió en el pretexto para que los matones arrasasen Alemania.

 Mientras repasaba los periódicos, tomando notas y haciendo recortes, Arendt trató el juicio de Grynzspan como un examen al compromiso de los líderes judíos con su propia gente. En lugar de encargarse de que el paria tuviera un juicio justo, estos sacrificaron a Grynzspan con su silencio.
Incluso en ese caso, la línea que divide al paria sin derechos de los parvenus con derechos que se negaban a utilizar no resulta tan clara. Capaz de ser despiadada, Arendt apreciaba el pathos de los parvenus: reclamaban un hogar del que nunca podían estar seguros. He ahí la importancia de la soledad de Rahel Varnhagen. En el exilio, Arendt llegó a ver lo que los parvenus siempre supieron: el hogar no se podía dar por sentado.

Esta precariedad motivaba la quietud. Si bien Eichmann en Jerusalén tenía cosas escabrosas que decir sobre el papel de los parvenus en la destrucción de los judíos, lo que encendía a Arendt era su sentido de que aquellos dotados de derechos tenían la obligación de utilizarlos en defensa de los que no los tenían. Si los parvenus eran culpables, no era tanto porque hubieran renunciado a sus derechos, sino porque no habían defendido a quienes carecían de derechos.
La silueta del libro de Arendt tomó forma en superposición a los cielos negros de 1938. Por mediación de su amigo Walter Benjamin, cuyo apartamento en rue Dombasle en el distrito 15 se convirtió en el segundo hogar de Arendt, y donde ella y Blücher pasaron largas noches debatiendo sobre diversos asuntos, Arendt empezó a componer sus ideas. Entretanto, la represión alemana y la anexión de Austria mandaban nuevas hornadas de parias a París.
Aunque no trabajaba como voluntaria ayudando a refugiados, Arendt tomaba notas frenéticamente, consciente de que se avecinaba un tiempo de ajuste de cuentas. Cuando Francia declaró la guerra en septiembre de 1939, hubo una larga pausa, conocida como la drôle de guerre, o guerra falsa. El gobierno francés empezó a apresar a alemanes sospechosos. Hombres como Blücher tuvieron que entrar en campos de trabajo.

Puesto en libertad después de unos meses, Blücher regresó a París; él y Arendt prepararon una boda apresurada el 16 de enero. Conseguir un certificado de matrimonio francés bien podría haberles salvado la vida a ambos: varios meses después, Hannah y Heinrich pasaron de ser parias unidos a prisioneros alejados el uno del otro, y sus papeles de matrimonio les servirían como billete de partida lejos de Europa.

Mientras las divisiones Panzer cruzaban las fronteras, el gobierno francés ordenó a todos los hombres nacidos en Alemania, Sarre, y Danzig entre las edades de 17 y 55 años, además de a las mujeres sin hijos, entregarse en campos de internamiento.

 Los hombres fueron al Estado de Buffalo, las mujeres al notorio Vélodrome d’Hiver, hoy conocido como la Place des Martyrs Juifs, al límite del distrito 15. (Dos años después, ese sería el estadio desde el que los judíos de París subirían, como ganado, a trenes camino de Auschwitz). Tras pasar una semana sobre gradas de cemento, Arendt y los demás se montaron en los autobuses.

 Los pasajeros lloraban mientras la caravana abandonaba París para llevarles a Gurs, un campamento para refugiados españoles y Brigadistas Internacionales. Desconectados del mundo, los internos hacían lo que podían para ahuyentar el aburrimiento y la ansiedad con rutinas y rituales.

 Cuando Francia cayó a manos de los nazis seis semanas más tarde, la aprensión se tornó pánico; corrió el rumor entre los presos de Gurs de que se les iba a entregar a la Gestapo. Algunos lograron utilizar sus certificados de naturalización y sus papeles de matrimonio como pasaportes para salir. Arendt cruzó las puertas del campamento para adentrarse en el caos de los primeros días de la Francia Vichy.
Los Orígenes del Totalitarismo tomó forma en los siguientes meses, llenos de peligro y descorazonadores. La Francia de Vichy era la viva imagen del tumulto. Millones de personas cruzaban del territorio ocupado por los nazis al norte.

Las carreteras estaban atestadas de bicicletas, carretas y coches. Arendt caminó e hizo autostop hasta la casa de una amiga en Montauban, una ciudad de provincias no muy lejos de Toulouse, desde donde pudo mandar noticias de dónde se encontraba a París.

 Un día, mientras caminaba por la calle principal de Montauban, se topó con Blücher, al que habían liberado de su campo cuando las tropas alemanas entraron en París. Ambos se abrazaron en medio de la algarabía de colchones, muebles y juguetes rotos de niños refugiados. Encontraron una casa vacía y se instalaron ahí, a la espera.
Al tiempo que la llegada del verano de 1940 trajo consigo los decretos antisemitas del Mariscal Philippe Pétain, Arendt se sentaba en el jardín o en un improvisado pupitre, leyendo y tomando notas. Fue en Montauban donde leyó las obras del escritor de origen judío Marcel Proust, que aparecería de manera prominente en Los Orígenes – el escritor que transformaba “ocurrencias mundanas en experiencias profundas” del mismo modo que Arendt estaba convirtiendo sus experiencias en meditaciones sobre el mundo.

 Él fue su testigo sobre las ambiciones desalmadas de la Francia burguesa, y su desintegración en una sucesión de bandas vacías de respeto propio o virtud, intolerantes con los de fuera, los judíos o los “invertidos”. Un judío “desjudizado”, Proust observaba un mundo al que solo podía pertenecer en parte, máxime por su condición de gay.

El jardín fue también el lugar desde el que Arendt digirió Sobre la Guerra, de Clausewitz, que no figura en Los Orígenes, pero que le dio pistas para entender el desmoronamiento del sistema de estados europeos. Citando a Clausewitz, Lenin había argumentado que el colapso del sistema de estados en la Primera Guerra Mundial había creado las condiciones para la revolución; para Arendt, otro desmoronamiento dio lugar a las condiciones para lo contrario una generación más tarde.
Como a Lenin, los serpenteos de Arendt le llevaron hasta el imperialismo. Cuando el antisemitismo incentivó los hábitos conquistadores de Europa –concepción que fecha en 1884, el año de la Conferencia de Berlín que troceó África en posesiones coloniales— el mundo obtuvo lo que ella llamaba “imperialismo racial”.

 Hizo pivotar a los europeos hacia el continente negro en busca de oro y diamantes. (Los críticos posteriores de Wall Street deberían considerar la posibilidad de adentrarse en el capítulo cinco de Los Orígenes, en el que hallarán vitriolo de primera para quienes perseguían la “riqueza superflua” creada por “los primeros parásitos de entre los parásitos”.

 La “primera clase que quiere beneficios sin cumplir ninguna función social real”). La ruina de África y la persecución de los judíos eran dos caras del descenso del nacionalismo europeo del patriotismo a la barbarie. El imperialismo racial despegaba justo cuando el sistema de estados-nación europeos quedaba fuera de control, dejando vía libre a todas las fuerzas que acechaban bajo la gentil superficie.

El dinero, las leyendas, el imperio, las concesiones a las masas y la promesa de una expansión imperial ilimitada “parecían ofrecer un remedio permanente para un mal permanente”, escribió Arendt. La alta sociedad y las masas podrían unir fuerzas y, Arendt se castigó con una conclusión apocalíptica, destruir la tierra:
“No importa lo que digan los científicos, la raza es, políticamente hablando, no el principio de la humanidad sino su fin, no el origen de los pueblos sino su decadencia, no nacimiento natural del hombre sino su muerte antinatural”.

Estar en Francia significaba campos y deportación a Alemania, o esconderse. No había refugio. Para el final del verano, un americano llamado Varian Fry se había aliado con Hirschmann, que entonces operaba con el nombre de Albert Hermant “née a Philadelphie” —Fry bromeaba con que su mano derecha tenía demasiadas identidades como para ser de confianza — para crear la operación del Comité de Rescate de Emergencia en el Hotel Splendide en Marsella.

Juntos, persuadieron a los sectores marginales del puerto, mafiosos, estafadores y prostitutas, para convertir visados americanos en vías de escape, con pases falsos de tránsito, permisos de salida, dinero y una ruta de fuga por los Pirineos. Young Aliyah, un grupo sionista, consiguió visados americanos para Arendt y Blücher. Ahora, la pareja necesitaba una forma de salir de Francia. Pedalearon hasta Marsella para encontrarla.
Fue en Marsella donde se encontraron con Walter Benjamin, quien también tenía un visado y planeaba trabajar en el Instituto de Investigación Social en Nueva York. La huída, de cualquier manera, estaba llena de riesgos. Al igual que muchos de los refugiados, Benjamin estaba destrozado. Arendt hizo todo lo posible para reforzar sus esperanzas; a cambio, en caso de que algo le sucediera, Benjamin le dio su manuscrito, “Tesis de la Filosofía de la Historia”.

Entonces se encaminó hacia el cruce de los Pirineos en Portbou, el 25 de septiembre. Después de una caminata montañosa llegó a la aduana española, pero los hombres del General Francisco Franco le devolvieron. Ese día, ya no se otorgaban visados de tránsito. Atascado entre una Francia que no le quería y una España que se negaba a dejarle pasar, solo, en la oscuridad, un perturbado Benjamin se suicidó con una sobredosis de pastillas de morfina.

 Meses después, cuando Arendt y Blücher ya habían escapado, con la ayuda del Comité de Rescate de Emergencia, y estaban navegando a Nueva York desde Lisboa, abrieron el paquete de Benjamin. Los parias se turnaban para leer “Tesis” el uno al otro en voz alta mientras una pequeña multitud se juntaba a escuchar las últimas palabras del filósofo.
Mientras en Montauban, Arendt había trazado un largo memorándum a Erich Cohn-Bendit. Se convirtió en el corazón del capítulo nueve de ‘Orígenes’. Arendt y Cohn-Bendit habían pasado tardes juntos en el apartamento de Benjamin en la rue Dombasle. La memoria concernía a los Tratados de las Minorías negociados por los arquitectos de la paz mundial en París en 1919. Fue una devastadora acusación de los hombres de Versalles.

En la nación por excelencia, los pacifistas reunieron a las minorías por excelencia y todos pero sellado su destino. Los Tratados de las Minorías fueron un compromiso. Cuando Woodrow Wilson vino a Europa blandiendo su idea de autodeterminación de todas las naciones como un ticket hacia la paz, se enfrentó a un problema: qué hacer con las minorías sociales de Europa, especialmente aquellas que había sido creadas por las naciones autodeterminadas labradas por los activistas.
El compromiso era registrar nuevos estados, uno por uno, separar tratados que protegerían a las minorías domésticas como condición de afiliación para nuevas naciones en la nueva Liga. Convenientemente, las grandes potencias victoriosas quedaron exentas de esta condición – para consternación de W.E.B Du Bois, quien anhelaba extender la protección de las minorías a los Estados Unidos, y había estado ejerciendo presión sobre las grandes potencias, incluyendo su propio presidente.

Consternado, Du Bois volvió de Europa en 1919 solo para hacer frente a un verano de carnicería con ciertos paralelismos con la sangrienta historia de la raza en América, y compuso su ominoso ensayo “Las almas de la gente blanca”.
A veces los compromisos funcionan. Este no lo hizo. Para Arendt, estaba destinado al fracaso porque los hombres de Versalles se habían negado a entender que hacer la paz juntando a la gente en nuevos estados y dando el poder a las mayorías hacía que los no-miembros de las nuevas naciones pasaran de miserables a indeseables.

A lo largo y ancho de la Europa del este y central, estaban destinados a ser los nuevos parias en un mundo que se suponía iba a ser pacífico con los Estados nación. Era, Arendt dijo “una brecha abierta de promesas y discriminación” Sin duda el frenesí por la construcción de naciones produjo también el refugiado político moderno.

 Todo esto era bastante predecible. “El peligro de este desarrollo”, escribió Arendt, “ha sido inherente a la estructura del Estado nación desde el principio”. En vez de reconocer que el Estado nación era el peligro, los pacificadores lo reforzaron.

Los Tratados de las Minorías sellaron el billete a la ruina judía. Los judíos después de todo, eran una minoría en todas partes pero queridos en ninguna. Pero lo que hizo de los judíos la minoría social por excelencia fue que su situación fue  señalada – por judíos y los no judíos por igual – como un “problema judío”.

 Una vez que el destino de los judíos les dejó solos, el trato estaba hecho. A diferencia de los alemanes, quienes tenían un estado musculoso para su defensa de ideales falsos (como Hitler “rescatando” a la raza germana en Sudetenland en 1938), los judíos no tenían tal cosa. El perfecto paria podría convertirse en el perfecto chivo expiatorio.
Después llegó la sorpresa. Los observadores quedaron conmocionados cuando Hitler quitó la nacionalidad a los judíos, se quedaron conmocionados cuando los judíos se convirtieron en refugiados, se quedaron conmocionados cuando no pudieron deshacerse de ellos y se quedaron conmocionados cuando esas despreciadas y no deseadas minorías se vieron arrastradas hacia la masacre.

 Estos observadores habían sido conscientes del peligro de los derechos derivados de la soberanía nacional y Arendt concluyó furiosa que no deberían haberse sorprendido tanto. La historia moderna de los judíos se volvió un capítulo de la historia mundial porque “la llegada de las apátridas trajo consigo el final de esta ilusión” de que la nacionalidad servía a los derechos humanos.

Tras instalarse en un apartamento de Manhattan en la esquina de West 95th Street en 1941, Arendt y Blücher debatieron, fumaron y prepararon su viaje a través de una propuesta para el editor de libros Houghton Mifflin. Arendt lo llamó “The Three Pillars of Shame” – en español, “Los tres pilares de la vergüenza”. “El objetivo del libro”, le contó después a su editor, Mary Underwood, “no es dar respuestas sino más bien preparar el escenario”.
¿Prepararlo para qué? Mientras trabajaba para la Conferencia en Relaciones Judías, escribía poemas y daba largos paseos con su marido a lo largo de Riverside Park hasta darse cuenta de eso. Llegaban noticias de los horrores todo el tiempo, incluyendo un informe sobre que los detenidos de Gurs habían sido enviados a Auschwitz.

 En un corto y olvidado ensayo escrito en enero de 1943, Arendt contaba que los judíos tenían que aceptar en lo que se habían convertido. Incapaces de consolarse a sí mismos como “recién llegados” o “inmigrantes” ellos eran ahora “refugiados”. Ellos agruparon una nueva categoría de personas en la tierra, una categoría sobre la que nadie quería hablar.

 “Aparentemente nadie quiere saber que la historia contemporánea ha creado un nuevo tipo de seres humanos”, escribió ella, “el tipo que son puestos en campos de concentraciones por sus enemigos y en campos de trabajo por sus amigos”. Los parias que habían sobrevivido centraron su dolor y su rabia y trabajaban en una visión singular sobre lo que había creado un mal tan radical:
 “El horror real de los campos de concentración y de exterminio se basa en el hecho de que los internos, incluso si esperan conservar su vida, son más eficazmente eliminados del mundo de los vivos que si ellos hubieran muerto, porque el terror impone el olvido”.
Algo había entrado en la política “algo radicalmente malo” que no era conocido previamente y que nunca debería haber sido admitido. La idea de que razas enteras podían ser gaseadas para acabar con ellas ya no era solo una posibilidad.
Al mismo tiempo que daba los toques finales a su libro, a Arendt le preocupaba que  el final de la guerra no terminara con la consideración de poblaciones enteras como parias. Para 1949, los campos estaban llenándose otra vez. No solo los gulags, pero en las fronteras de India y Pakistán y –más trágicamente para Arendt - alrededor de los límites del nuevo estado de Israel. En ese punto, ella salió de sus páginas para hablar al lector en su presente compartido:
"Ninguna paradoja de la política contemporánea está llena de una ironía más conmovedora que la discrepancia entre los esfuerzos de los bien intencionados idealistas que tercamente insisten en recordar como “inalienables” esos derechos, que son disfrutados por los ciudadanos de los países más civilizados y prósperos, y la situación de los sin derechos.. los campos de internamiento se han convertido en la solución habitual para el problema de domicilio de las “personas sin Estado”".
¿Era esta la “preparación”? ¿Cómo se convirtió el campo en una “solución rutinaria” después de una guerra que nos hizo tan conscientes de sus horribles realidades? El problema no sólo tiene que ver con los criminales, aunque hemos focalizado toda nuestra atención en los criminales de Núrenberg.

La culpa también recae en aquellos que quieren hacer el papel de ángeles que cantaron la canción de los derechos humanos, los cuales eran naturales, mientras olvidaban (en la frase más famosa de Los orígenes) “la existencia de un derecho a tener derechos”.

 Arendt fue famosa por el desprecio que mostró hacia las ideas ingenuas que las realidades vaciaron de sentido. Entre los lugares comunes que escogió como objetivos: todos nacemos iguales, destinados a la libertad y la persecución de la felicidad. No es cierto. Es sólo gracias a nuestras instituciones que nos hacemos iguales. Nuestras organizaciones nos permiten vivir en libertad.

 Los seres humanos, señaló, disfrutaron de derechos solo como miembros de comunidades políticas; desde el momento en que las abandonaban, o eran expulsados, sus derechos desaparecían, y solo les quedaba su frágil y perecedera humanidad.

  Haría falta una mujer sin Estado para recordar al público que esos derechos no eran naturales. Hizo falta una extraña para decirlo: esos derechos podían ser arrebatados. Peor aún: la gente puede encontrarse en un mundo donde nadie les quiera ya, y esos derechos no pueden recuperarse.

La verdadera dificultad para el paria no es sólo la de ser expulsado de su casa. Esta ha sido la desgracia de nuestro mundo durante mucho tiempo. Dios se lo hizo a Adán. Los gobernantes han actuado fuera de la ley desde tiempos inmemorables. Lo que diferenciaba a la era moderna es que nadie acogería al paria.
Aquí es donde los ángeles tenían un papel. Pues entre festejos de autodeterminación nacional y la afección a los Derechos del Hombre como credo paralelo a la historia -donde los derechos existían como evidentes e inalienables- aquellos con el poder de celebrar las buenas cosas habían olvidado la basura de la tierra.

 Los totalitarios tuvieron el descaro suficiente para decir lo que la mayoría de los parias sabían pero no podían decir: “no existe tal cosa como derechos humanos inalienables y las afirmaciones de las democracias que alegaban lo contrario eran mero prejuicio, hipocresía y cobardía frente a la cruel majestad del nuevo mundo”.
En tanto que las democracias se aferraban a sus valores, nunca pudieron realmente ver que tenía que haber “derechos a tener derechos” - lo que suponía reservar un lugar para los perseguidos. Una vez los tiranos vieron esto, había pocos límites a sus soluciones para los indeseables. Al ver que nadie quería a los judíos, Hitler podría encender el gas y resolver el problema de todos. Como Arendt escribía, “una condición de completa ilegitimidad se creó antes de que el derecho a vivir fuese desafiado”.
“Todavía soy una apátrida”, Hannah Arendt escribió a Jaspers meses después de que terminara la guerra, “no he conseguido ser respetada de ninguna manera” Los orígenes del totalitarismo es un libro acerca de déspotas y deshumanizadores.

Pero también es un libro sobre los no respetables y los no deseados, y también sobre el resto de nosotros - los espectadores impactados ante las cosas horribles que los gobiernos horribles hacen a la gente. La voz de Arendt es una fuente a la que podemos recurrir para intentar abordar la propagación de la apatridia en nuestros días.
Los campos y los parias siguen con nosotros. Y nunca han sido tantos. Son producto de nuestro mundo de naciones y estados interconectados. Tenemos el papel de crear el derecho a tener derechos. Incluyendo nuestra capacidad de ofrecer santuario a aquellos que no lo tienen. Eso, como diría Arendt, es un punto de partida para decir no a los nativistas que desde casa toman partido contra los tiranos en el extranjero. "                     (Jeremy Adelma, CTXT, 08/06/16. La versión original de este fue publicada en la revista The Wilson Quarterly.

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