30/10/17

Efectos de la desigualdad: La salud física y mental empeora, la esperanza de vida disminuye, la tasa de homicidios aumenta, las calificaciones de los niños en matemáticas y lectoescritura tienden a ser más bajas, la drogadicción es más común y hay un mayor número de encarcelamientos

"En la década de los setenta se publicaron los primeros trabajos de investigación que mostraban que los indicadores de salud eran peores y la violencia más común en las sociedades con grandes diferencias de ingresos. Desde entonces se han reunido numerosas pruebas que demuestran los efectos nocivos de la desigualdad.  

Los países en los que las diferencias de ingresos entre ricos y pobres son más acusadas tienden a padecer en mayor medida una gran variedad de problemas sociales y sanitarios.

 La salud física y mental empeora, la esperanza de vida disminuye, la tasa de homicidios aumenta, las calificaciones de los niños en matemáticas y lectoescritura tienden a ser más bajas, la drogadicción es más común y hay un mayor número de encarcelamientos.

 Todos estos elementos guardan una estrecha relación con los niveles de desigualdad, tanto en el plano internacional como entre los 50 estados que conforman EEUU. 

A menudo causa sorpresa la larga lista de problemas que se agravan en los países con mayor desigualdad. La clave para entender estos datos es que en ellos hay gradientes sociales que los hacen más comunes a medida que bajamos peldaños en la escala social.

 Esto permite entender fácilmente el patrón básico: los problemas que sabemos ligados al estatus social dentro de las sociedades empeoran cuando aumentan las diferencias de estatus. El aumento de las diferencias materiales conlleva que la distancia social entre nosotros sea mayor. 

La dimensión vertical de la sociedad –la pirámide de clase y las diferencias de estatus social-- cobra mayor importancia. Las diferencias materiales proporcionan el marco o andamiaje al que se adscriben todos los indicadores culturales de estatus y clase –desde donde vivimos hasta el gusto estético y la educación infantil–.  

Una desigualdad generalizada 

La escala de la desigualdad de ingresos no debería considerarse un nuevo factor determinante de problemas sociales y de salud; más bien, nos proporciona información adicional acerca del consabido gradiente de clase en los resultados que siempre hemos reconocido.

 Poca gente ignora que las zonas más pobres de nuestras sociedades tienden a experimentar la peor salud, así como el rendimiento académico más bajo de los niños en edad escolar, y generalmente los índices más elevados de violencia. La información adicional es, sencillamente, que todos estos problemas se agravan cuando aumenta la diferencia de ingresos. Sin embargo, estos problemas no se agravan levemente. 

En los análisis que llevamos a cabo en países desarrollados ricos, hallamos que la enfermedad mental y la mortalidad infantil eran al menos dos veces más frecuentes en países más desiguales, y en algunos análisis, la tasa de homicidios, los encarcelamientos y la tasa de natalidad en adolescentes resultaron ser diez veces más frecuentes en sociedades más desiguales –por ejemplo en EE.UU., Reino Unido y Portugal- comparadas con sociedades más igualitarias como los países escandinavos o Japón.   

La explicación a estas importantes diferencias es que la desigualdad no afecta únicamente a los pobres, las consecuencias son peores entre la vasta mayoría de la población. Aunque los pobres padecen los peores efectos de la desigualdad, las ventajas de vivir en una sociedad más igualitaria revierte incluso en los muy acomodados. 

No disponemos de datos que nos indiquen si los millonarios también sufren las desventajas de la desigualdad, pero parece poco verosímil creer que en las sociedades más desiguales son inmunes al aumento de los índices de violencia, drogadicción o alcoholismo.  

Ricos pero desiguales 

Que las consecuencias de la desigualdad alcanzan la cima de la escala de ingresos encaja con el concepto de gradientes sociales. Los problemas que entrañan los gradientes sociales raramente atañen únicamente a los pobres.

 Al igual que las consecuencias de la desigualdad, afectan al conjunto de la sociedad: incluso la salud de las personas que están situadas justo debajo de los más ricos es un poco peor que la de los que son más acomodados que ellos. En efecto, si se suprime lo que aporta la pobreza a la mala salud, en general, el patrón de las desigualdades en materia de salud permanecería.   

Los políticos, incluso algunos conservadores, han declarado sus deseo de crear una sociedad sin clases, pero pruebas de diferentes tipos demuestran que esto no se puede llevar a cabo sin disminuir las diferencias de ingresos y riqueza que nos divide.

 Numerosos indicios señalan que una mayor diferencia de ingresos anquilosa la estructura social: la movilidad social es más lenta en sociedades más desiguales; hay menos matrimonios entre diferentes clases sociales; la segregación residencial entre ricos y pobres aumenta; y la cohesión social disminuye. Un aumento de las diferencias materiales logra que la dimensión vertical de la sociedad se convierta en un separador social cada vez más efectivo.  

El miedo al otro 

El peaje que se cobra la desigualdad en la inmensa mayoría de la sociedad es una de las limitaciones más importantes en la calidad de vida –en particular en los países desarrollados. Perjudica la calidad de las relaciones sociales esenciales para alcanzar la satisfacción vital y la felicidad.

 Numerosos estudios han demostrado que la vida comunitaria es más sólida en sociedades más igualitarias; es más probable que la gente se involucre en grupos locales y organizaciones de voluntarios; es más probable que aumente su confianza en los demás; y un estudio reciente ha demostrado que también están más dispuestos a ayudarse mutuamente –a ayudar a los ancianos o discapacitados. 

Sin embargo, a medida que aumenta la desigualdad, la confianza, la reciprocidad y la implicación en la vida comunitaria se atrofian. En su lugar –como lo han demostrado numerosos estudios– llega un incremento de violencia, que normalmente se mide por la tasa de homicidios. En resumen, la desigualdad hace a las sociedades menos cohesionadas y más antisociales. 

Si observamos a algunas de las sociedades más desiguales como Sudáfrica o México, es evidente, a juzgar por el modo en que las casas están atrincheradas con barrotes en ventanas y puertas, y verjas y jardines rodeados de alambradas, que la gente se tiene miedo. 

Esto lo confirma con contundencia un indicador distinto de exactamente el mismo proceso: diferentes estudios han demostrado que en las sociedades más desiguales, la proporción de mano de obra empleada en lo que se clasifican como “trabajos de vigilancia” –es decir, personal de seguridad, policía, funcionarios de prisiones, etc.– es mayor. En definitiva, ocupaciones que las personas utilizan para protegerse unas de las otras. 

La explicación a estas importantes diferencias es que la desigualdad no afecta únicamente a los pobres, las consecuencias son peores entre la vasta mayoría de la población. Aunque los pobres padecen los peores efectos de la desigualdad, las ventajas de vivir en una sociedad más igualitaria revierte incluso en los muy acomodados. 

No disponemos de datos que nos indiquen si los millonarios también sufren las desventajas de la desigualdad, pero parece poco verosímil creer que en las sociedades más desiguales son inmunes al aumento de los índices de violencia, drogadicción o alcoholismo.  

Ricos pero desiguales 

Que las consecuencias de la desigualdad alcanzan la cima de la escala de ingresos encaja con el concepto de gradientes sociales. Los problemas que entrañan los gradientes sociales raramente atañen únicamente a los pobres. 

Al igual que las consecuencias de la desigualdad, afectan al conjunto de la sociedad: incluso la salud de las personas que están situadas justo debajo de los más ricos es un poco peor que la de los que son más acomodados que ellos. En efecto, si se suprime lo que aporta la pobreza a la mala salud, en general, el patrón de las desigualdades en materia de salud permanecería.   

Los políticos, incluso algunos conservadores, han declarado sus deseo de crear una sociedad sin clases, pero pruebas de diferentes tipos demuestran que esto no se puede llevar a cabo sin disminuir las diferencias de ingresos y riqueza que nos divide.

 Numerosos indicios señalan que una mayor diferencia de ingresos anquilosa la estructura social: la movilidad social es más lenta en sociedades más desiguales; hay menos matrimonios entre diferentes clases sociales; la segregación residencial entre ricos y pobres aumenta; y la cohesión social disminuye. Un aumento de las diferencias materiales logra que la dimensión vertical de la sociedad se convierta en un separador social cada vez más efectivo.  

El miedo al otro 

El peaje que se cobra la desigualdad en la inmensa mayoría de la sociedad es una de las limitaciones más importantes en la calidad de vida –en particular en los países desarrollados. Perjudica la calidad de las relaciones sociales esenciales para alcanzar la satisfacción vital y la felicidad. 

Numerosos estudios han demostrado que la vida comunitaria es más sólida en sociedades más igualitarias; es más probable que la gente se involucre en grupos locales y organizaciones de voluntarios; es más probable que aumente su confianza en los demás; y un estudio reciente ha demostrado que también están más dispuestos a ayudarse mutuamente –a ayudar a los ancianos o discapacitados.

 Sin embargo, a medida que aumenta la desigualdad, la confianza, la reciprocidad y la implicación en la vida comunitaria se atrofian. En su lugar –como lo han demostrado numerosos estudios– llega un incremento de violencia, que normalmente se mide por la tasa de homicidios. En resumen, la desigualdad hace a las sociedades menos cohesionadas y más antisociales. 

Si observamos a algunas de las sociedades más desiguales como Sudáfrica o México, es evidente, a juzgar por el modo en que las casas están atrincheradas con barrotes en ventanas y puertas, y verjas y jardines rodeados de alambradas, que la gente se tiene miedo.

 Esto lo confirma con contundencia un indicador distinto de exactamente el mismo proceso: diferentes estudios han demostrado que en las sociedades más desiguales, la proporción de mano de obra empleada en lo que se clasifican como “trabajos de vigilancia” –es decir, personal de seguridad, policía, funcionarios de prisiones, etc.– es mayor. En definitiva, ocupaciones que las personas utilizan para protegerse unas de las otras.  

Sin embargo, la verdadera tragedia no se reduce a los costes que suponen tantas medidas de seguridad adicionales o a los costes humanos en relación con el aumento de la violencia. La verdadera tragedia es, tal y como ponen de relieve las investigaciones, que el compromiso social y la calidad de las relaciones sociales, las amistades y la implicación en la vida comunitaria son poderosos factores determinantes tanto de la salud como de la felicidad. 

La desigualdad socava los cimientos que sustentan la calidad de vida. La inseguridad y competitividad por alcanzar cierto estatus hacen que la vida social sea más estresante: nos preocupamos cada vez más por la apariencia y el modo en que nos juzgan. 

En lugar de fomentar las relaciones de amistad y reciprocidad que aportan tanto a la salud y a la felicidad, la desigualdad implica que nos apoyemos en adquisiciones narcisistas o bien que nos retiremos de la vida social. Aunque le convenga a los negocios y ventas, no es una base adecuada para aprender a vivir dentro de los límites del planeta.   "                   (Kate Pickett / Richard Wilkinson (Social Europe), en CTXT, 25/10/17)

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