"En la década de los setenta se publicaron los primeros trabajos de
investigación que mostraban que los indicadores de salud eran peores y
la violencia más común en las sociedades con grandes diferencias de
ingresos. Desde entonces se han reunido numerosas pruebas que demuestran
los efectos nocivos de la desigualdad.
Los países en los que las diferencias de ingresos entre ricos y
pobres son más acusadas tienden a padecer en mayor medida una gran
variedad de problemas sociales y sanitarios.
La salud física y mental
empeora, la esperanza de vida disminuye, la tasa de homicidios aumenta,
las calificaciones de los niños en matemáticas y lectoescritura tienden a
ser más bajas, la drogadicción es más común y hay un mayor número de
encarcelamientos.
Todos estos elementos guardan una estrecha relación
con los niveles de desigualdad, tanto en el plano internacional como
entre los 50 estados que conforman EEUU.
A menudo causa sorpresa la larga lista de problemas que se agravan en
los países con mayor desigualdad. La clave para entender estos datos es
que en ellos hay gradientes sociales que los hacen más comunes a medida
que bajamos peldaños en la escala social.
Esto permite entender
fácilmente el patrón básico: los problemas que sabemos ligados al
estatus social dentro de las sociedades empeoran cuando aumentan las
diferencias de estatus. El aumento de las diferencias materiales
conlleva que la distancia social entre nosotros sea mayor.
La dimensión
vertical de la sociedad –la pirámide de clase y las diferencias de
estatus social-- cobra mayor importancia. Las diferencias materiales
proporcionan el marco o andamiaje al que se adscriben todos los
indicadores culturales de estatus y clase –desde donde vivimos hasta el
gusto estético y la educación infantil–.
Una desigualdad generalizada
La escala de la desigualdad de ingresos no debería considerarse un
nuevo factor determinante de problemas sociales y de salud; más bien,
nos proporciona información adicional acerca del consabido gradiente de
clase en los resultados que siempre hemos reconocido.
Poca gente ignora
que las zonas más pobres de nuestras sociedades tienden a experimentar
la peor salud, así como el rendimiento académico más bajo de los niños
en edad escolar, y generalmente los índices más elevados de
violencia. La información adicional es, sencillamente, que todos estos
problemas se agravan cuando aumenta la diferencia de ingresos. Sin
embargo, estos problemas no se agravan levemente.
En los análisis que
llevamos a cabo en países desarrollados ricos, hallamos que la
enfermedad mental y la mortalidad infantil eran al menos dos veces más
frecuentes en países más desiguales, y en algunos análisis, la tasa de
homicidios, los encarcelamientos y la tasa de natalidad en
adolescentes resultaron ser diez veces más frecuentes en sociedades más
desiguales –por ejemplo en EE.UU., Reino Unido y Portugal- comparadas
con sociedades más igualitarias como los países escandinavos o Japón.
La explicación a estas importantes diferencias es que la desigualdad
no afecta únicamente a los pobres, las consecuencias son peores entre la
vasta mayoría de la población. Aunque los pobres padecen los peores
efectos de la desigualdad, las ventajas de vivir en una sociedad más
igualitaria revierte incluso en los muy acomodados.
No disponemos de
datos que nos indiquen si los millonarios también sufren las desventajas
de la desigualdad, pero parece poco verosímil creer que en las
sociedades más desiguales son inmunes al aumento de los índices de
violencia, drogadicción o alcoholismo.
Ricos pero desiguales
Que las consecuencias de la desigualdad alcanzan la cima de la escala
de ingresos encaja con el concepto de gradientes sociales. Los
problemas que entrañan los gradientes sociales raramente atañen
únicamente a los pobres.
Al igual que las consecuencias de la
desigualdad, afectan al conjunto de la sociedad: incluso la salud de las
personas que están situadas justo debajo de los más ricos es un poco
peor que la de los que son más acomodados que ellos. En efecto, si se
suprime lo que aporta la pobreza a la mala salud, en general, el patrón
de las desigualdades en materia de salud permanecería.
Los políticos, incluso algunos conservadores, han declarado sus deseo
de crear una sociedad sin clases, pero pruebas de diferentes tipos
demuestran que esto no se puede llevar a cabo sin disminuir las
diferencias de ingresos y riqueza que nos divide.
Numerosos indicios
señalan que una mayor diferencia de ingresos anquilosa la estructura
social: la movilidad social es más lenta en sociedades más
desiguales; hay menos matrimonios entre diferentes clases sociales; la
segregación residencial entre ricos y pobres aumenta; y la cohesión
social disminuye. Un aumento de las diferencias materiales logra que la
dimensión vertical de la sociedad se convierta en un separador social
cada vez más efectivo.
El miedo al otro
El peaje que se cobra la desigualdad en la inmensa mayoría de la
sociedad es una de las limitaciones más importantes en la calidad de
vida –en particular en los países desarrollados. Perjudica la calidad de
las relaciones sociales esenciales para alcanzar la satisfacción vital y
la felicidad.
Numerosos estudios han demostrado que la vida comunitaria
es más sólida en sociedades más igualitarias; es más probable que la
gente se involucre en grupos locales y organizaciones de voluntarios; es
más probable que aumente su confianza en los demás; y un
estudio reciente ha demostrado que también están más dispuestos a
ayudarse mutuamente –a ayudar a los ancianos o discapacitados.
Sin
embargo, a medida que aumenta la desigualdad, la confianza, la
reciprocidad y la implicación en la vida comunitaria se atrofian. En su
lugar –como lo han demostrado numerosos estudios– llega un incremento de
violencia, que normalmente se mide por la tasa de homicidios. En
resumen, la desigualdad hace a las sociedades menos cohesionadas y más
antisociales.
Si observamos a algunas de las sociedades más desiguales como
Sudáfrica o México, es evidente, a juzgar por el modo en que las casas
están atrincheradas con barrotes en ventanas y puertas, y verjas y
jardines rodeados de alambradas, que la gente se tiene miedo.
Esto
lo confirma con contundencia un indicador distinto de exactamente el
mismo proceso: diferentes estudios han demostrado que en las sociedades
más desiguales, la proporción de mano de obra empleada en lo que se
clasifican como “trabajos de vigilancia” –es decir, personal de
seguridad, policía, funcionarios de prisiones, etc.– es mayor. En
definitiva, ocupaciones que las personas utilizan para protegerse unas
de las otras.
La explicación a estas importantes diferencias es que la desigualdad
no afecta únicamente a los pobres, las consecuencias son peores entre la
vasta mayoría de la población. Aunque los pobres padecen los peores
efectos de la desigualdad, las ventajas de vivir en una sociedad más
igualitaria revierte incluso en los muy acomodados.
No disponemos de
datos que nos indiquen si los millonarios también sufren las desventajas
de la desigualdad, pero parece poco verosímil creer que en las
sociedades más desiguales son inmunes al aumento de los índices de
violencia, drogadicción o alcoholismo.
Ricos pero desiguales
Que las consecuencias de la desigualdad alcanzan la cima de la escala
de ingresos encaja con el concepto de gradientes sociales. Los
problemas que entrañan los gradientes sociales raramente atañen
únicamente a los pobres.
Al igual que las consecuencias de la
desigualdad, afectan al conjunto de la sociedad: incluso la salud de las
personas que están situadas justo debajo de los más ricos es un poco
peor que la de los que son más acomodados que ellos. En efecto, si se
suprime lo que aporta la pobreza a la mala salud, en general, el patrón
de las desigualdades en materia de salud permanecería.
Los políticos, incluso algunos conservadores, han declarado sus deseo
de crear una sociedad sin clases, pero pruebas de diferentes tipos
demuestran que esto no se puede llevar a cabo sin disminuir las
diferencias de ingresos y riqueza que nos divide.
Numerosos indicios
señalan que una mayor diferencia de ingresos anquilosa la estructura
social: la movilidad social es más lenta en sociedades más
desiguales; hay menos matrimonios entre diferentes clases sociales; la
segregación residencial entre ricos y pobres aumenta; y la cohesión
social disminuye. Un aumento de las diferencias materiales logra que la
dimensión vertical de la sociedad se convierta en un separador social
cada vez más efectivo.
El miedo al otro
El peaje que se cobra la desigualdad en la inmensa mayoría de la
sociedad es una de las limitaciones más importantes en la calidad de
vida –en particular en los países desarrollados. Perjudica la calidad de
las relaciones sociales esenciales para alcanzar la satisfacción vital y
la felicidad.
Numerosos estudios han demostrado que la vida comunitaria
es más sólida en sociedades más igualitarias; es más probable que la
gente se involucre en grupos locales y organizaciones de voluntarios; es
más probable que aumente su confianza en los demás; y un
estudio reciente ha demostrado que también están más dispuestos a
ayudarse mutuamente –a ayudar a los ancianos o discapacitados.
Sin
embargo, a medida que aumenta la desigualdad, la confianza, la
reciprocidad y la implicación en la vida comunitaria se atrofian. En su
lugar –como lo han demostrado numerosos estudios– llega un incremento de
violencia, que normalmente se mide por la tasa de homicidios. En
resumen, la desigualdad hace a las sociedades menos cohesionadas y más
antisociales.
Si observamos a algunas de las sociedades más desiguales como
Sudáfrica o México, es evidente, a juzgar por el modo en que las casas
están atrincheradas con barrotes en ventanas y puertas, y verjas y
jardines rodeados de alambradas, que la gente se tiene miedo.
Esto
lo confirma con contundencia un indicador distinto de exactamente el
mismo proceso: diferentes estudios han demostrado que en las sociedades
más desiguales, la proporción de mano de obra empleada en lo que se
clasifican como “trabajos de vigilancia” –es decir, personal de
seguridad, policía, funcionarios de prisiones, etc.– es mayor. En
definitiva, ocupaciones que las personas utilizan para protegerse unas
de las otras.
Sin embargo, la verdadera tragedia no se reduce a los costes que suponen
tantas medidas de seguridad adicionales o a los costes humanos en
relación con el aumento de la violencia. La verdadera tragedia es, tal y
como ponen de relieve las investigaciones, que el compromiso social y
la calidad de las relaciones sociales, las amistades y la implicación en
la vida comunitaria son poderosos factores determinantes tanto de la
salud como de la felicidad.
La desigualdad socava los cimientos que
sustentan la calidad de vida. La inseguridad y competitividad por
alcanzar cierto estatus hacen que la vida social sea más estresante: nos
preocupamos cada vez más por la apariencia y el modo en que nos juzgan.
En lugar de fomentar las relaciones de amistad y reciprocidad que
aportan tanto a la salud y a la felicidad, la desigualdad implica que
nos apoyemos en adquisiciones narcisistas o bien que nos retiremos de la
vida social. Aunque le convenga a los negocios y ventas, no es una base
adecuada para aprender a vivir dentro de los límites del planeta. " (Kate Pickett / Richard Wilkinson (Social Europe), en CTXT, 25/10/17)
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