28/9/18

La batalla discursiva contra lo políticamente correcto: la apelación formal a los derechos humanos y a la libertad individual ya no parece tan natural como el aire que respiramos... sino que es el discurso con el que los privilegiados ocultan la desigualdad y perjudican frívolamente a los desfavorecidos nacionales (así es el argumentario exitoso de Trump y Salvini)

"(...) ojo, que en esta postrera guerra de clases, el contraataque podría manifestarse en un odio a las clases medias. (...)

¿y si los votantes del Front National, de la Lega o de Alternativa por Alemania rechazan a los inmigrantes solo como derivación del odio que experimentan hacia el discurso que privilegia preceptos formales como la tolerancia y los derechos humanos, en lugar de atender a la precariedad de sus condiciones materiales? Dicho de otro modo, no se trataría tanto de xenofobia como de clasemediofobia

Creo que este viraje interpretativo es crucial si queremos entender el éxito de los Bannon, Trump, Salvini, Le Pen, Farage o Wilders. Esta lista de nombres funciona como metonimia de un mal endógeno que buscamos cercar mediante conceptos heredados de otro tiempo: fascistas, populistas, racistas, xenófobos.

 A mi juicio, nos equivocamos al emplear odres viejos para fenómenos nuevos. ¿De verdad hay tantos fascistas en Italia? ¿Está tan extendido el suprematismo en Dinamarca u Holanda? ¿Casi un tercio de los franceses es racista? ¿Son todos los brexiters fervorosos e irracionales nacionalistas? Razonablemente podemos atrevernos a responder que no es así.

 Pero sí podemos apostar que lo que tienen en común todos estos militantes de la reacción conservadora, es la desconfianza en un discurso que otrora aceptaron como universal, y ahora asocian al establishment que cercena sus expectativas de seguridad y protección.

Desde esta nueva premisa, sería muy tentador interpretar la oleada reaccionaria como una alianza entre los excluidos y los poderosos. El obrero de la metalurgia de Pittsburgh y el multimillonario Trump, unidos contra el buenismo irresponsable de la clase media californiana o neoyorkina. 

No podemos negar que este diagnóstico es en buena medida acertado, si atendemos al éxito de estos partidos en las poblaciones alejadas de las grandes capitales económicas y culturales, así como en las zonas desindustrializadas (sirvan de ejemplo las manifestaciones neonazis en Sajonia, o la pregnancia del Front National en las provincias mineras de Pas-de-Calais). 

Sin embargo, tampoco podemos obviar que muchos ciudadanos que en clave socioeconómica se encuadrarían en la clase media, están impugnando el discurso liberal que hasta ahora legitimaba su posición. La piedra de toque de esta tendencia es el rechazo de la “ideología de género”, que los nuevos reaccionarios (y aquí el aprendiz Casado) retratan como una frivolidad de las vanguardias “progres”, en lugar de entenderlo como una avance para la consecución de la igualdad universal. Por consiguiente, nos equivocaríamos al interpretar exclusivamente este giro conservador como una reacción errada pero comprensible de los desempleados y los desfavorecidos por la estructura económica. 

 En las circunstancias actuales, la batalla discursiva contra lo políticamente correcto (que no es más que un modo de designar una ideología liberal que ahora se identifica como un discurso de clase) es anterior e independiente de las condiciones económicas en las que pueda arraigar. Y esta es la novedad específica del fenómeno: como la apelación formal a los derechos humanos y a la libertad individual ya no parece tan natural como el aire que respiramos, como ahora el Trump o Salvini de turno pueden decir que eso es el discurso con el que los privilegiados ocultan la desigualdad y perjudican frívolamente a los desfavorecidos nacionales, es posible posicionarse como oponente, con independencia de que el que así se posiciona padezca esa desigualdad o pertenezca a las propias clases medias. 

O lo que es lo mismo, no hace falta sufrir o haber sufrido penalidades materiales para, por resentimiento o deseo de cambio radical, posicionarse en contra del discurso de la tolerancia. Ahora, una vez la posición universalista ha perdido su hegemonía, la contraria es una opción entre otras tantas, con la que mucha gente se puede identificar sin que sea necesaria una experiencia previa de precariedad, injusticia y rabia. .  

La aporía a la que lleva este cuadro de situación, en la que en la actualidad estamos atrapados, es que cualquier intento de defender ese proyecto civilizatorio ilustrado refuerza los motivos de su oposición. 

Quizás Trump sea el que mejor haya entendido esa lógica: si 300 periódicos estadounidense se asocian para defender la libertad de prensa, para él y sus seguidores es síntoma de que el establishment se rearma para defender sus privilegios. Por consiguiente, de nada sirven nuestras loas a la sociedad abierta frente a sus enemigos, ni mucho menos la división entre racionalistas ilustrados e irracionalistas autoritarios, de nuevo reciclada de otras coyunturas históricas. 

La campaña de propaganda en favor de valores democráticos básicos solo tiene como efecto lo que se quiere evitar, a saber, que estos resulten desnaturalizados y aparezcan como el discurso de una facción. Cuando la propia identidad es el problema, es imposible escapar siendo uno mismo.

En esta trampa está encerrada la clase media, incapaz de reaccionar a la pérdida de una hegemonía discursiva que no había sido nunca cuestionada.

 El atisbo de solución, por todo lo argumentado, debería pasar por tres vías. 

La primera sería una mejor redistribución de la riqueza que compense la desigualdad, que se manifiesta de manera creciente en la cesura entre grandes metrópolis y el resto del territorio. Pero no nos engañemos. Como con acierto suele advertir Jorge Moruno, la redistribución sin reconocimiento simbólico es inútil. No en vano, el auge de la derecha reaccionaria demuestra que puede haber reconocimiento sin redistribución. 

La segunda vía, por ello, sería una visibilización que dé carta de normalidad a otros modos y expectativas de vida, que dignifique los temores y demandas de los que consideran que la sociedad abierta les cierra sistemáticamente sus puertas. 

Si, como hemos defendido en este texto, la oposición al universalismo liberal no puede explicarse solo por la precariedad material, mejorar los mecanismos redistributivos no va a impedir mecánicamente que muchos ciudadanos se identifiquen con el discurso reaccionario. 

Es necesario, por ello, generar prácticas de reconocimiento, fundamentalmente desde las instituciones, pero también desde las factorías de nuestro imaginario colectivo, para que no haya países, ni regiones, ni profesiones ni identidades, que se sientan invisibilizadas por el discurso que les invita formalmente a participar en la deliberación colectiva.

Por último, la tercera vía, que sería la condición de posibilidad de las anteriores, tiene que pasar por una epistemología de la clase media, un ejercicio de autorreflexividad y prudencia que nos permita entender que el lugar desde el que producimos discurso ya no es (si es que alguna vez lo fue) neutral. 

Nuestro lugar de enunciación, el de la pretensión de universalidad válida para todos, es hoy un motivo para la reacción. Sin cambiar el contenido y el lugar de nuestra propia posición, por tanto, difícilmente podremos dejar de producir los efectos que buscamos prevenir."          (Gonzalo Velasco, CTXT, 12/09/18)

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