"El fascismo es uno de los términos más controvertidos
de la historia contemporánea y, al no existir una definición
universalmente aceptada por historiadores y científicos sociales, se usa y abusa de él, en el espacio y en el tiempo, aplicado a diferentes contextos políticos o como forma de insulto
ante cualquier exhibición de comportamiento autoritario, proceda éste
del amplio firmamento político de la izquierda o de la derecha.
Durante varias décadas posteriores a la Segunda Guerra
Mundial, el legado del fascismo, de su dominio de Europa, de la guerra
racial, de la limpieza étnica y de los millones de asesinados,
encarcelados y exiliados, parecía desvanecerse frente a la fortaleza de la democracia, un fenómeno del pasado, sin futuro, derrotado en una guerra global.
En los últimos años, sin embargo, la aparición de
movimientos racistas, xenófobos y protectores del orgullo y de la
identidad nacional nos han traído ecos del fascismo histórico, de aquel
que echó sus semillas y creció entre 1919 y 1945. La historia avisa,
aunque muchos, lejos de tomársela en serio, prefieren mentar el fascismo en vano,
convertirlo en un dardo de tertulia y propaganda política frente al
oponente. Por eso este artículo está pensado especialmente para
quienes solo han visto el fascismo en las películas, nunca lo
sufrieron, ni lo estudiaron en las escuelas, o tienen el desprecio al
conocimiento como bandera.
Las interpretaciones más relevantes del fascismo
proceden fundamentalmente, aunque han evolucionado mucho con el tiempo,
del marxismo, de las visiones del totalitarismo elaboradas durante la
Guerra Fría y de las teorías revisionistas y del “nuevo consenso” que aparecieron en el mundo académico desde los años noventa del siglo XX.
Si el marxismo había identificado al fascismo desde el
principio como una respuesta represiva del capitalismo ante las crisis
política y socioeconómica causadas por la Primera Guerra Mundial y la
revolución bolchevique, las teorías del totalitarismo defendieron que el
fascismo y el comunismo se parecían mucho
en sus estructuras de poder, en el papel desempeñado por sus partidos
únicos, en la naturaleza burocrática del Estado y en el uso del terror.
Aunque las explicaciones de Carl Friedrich y Hannah Arendt
iban mucho más allá de un mero paralelismo entre los estados Nazi y
Soviético/Estalinista, lo que se divulgó y consolidó fue, más en el
escenario político que en el académico, su identificación total en esas
prácticas comunes “totalitarias”, dejando de lado e ignorando sus
diferentes orígenes sociales, sus ideologías antagónicas y sus
diferentes alternativas al capitalismo y a la democracia.
El historiador y filósofo alemán Ernst Nolte,
muy influyente en las posteriores aproximaciones revisionistas y del
“nuevo consenso”, fue mucho más allá y defendió que la ideología y
prácticas del Holocausto eran un reflejo de las purgas políticas de
Stalin de los años treinta. En su provocadora sentencia, el gulag
fue anterior a Auschwitz. En una imagen simplificada de la historia,
que es lo que gusta a quienes la ignoran o les interesa solo su uso
político en el presente, los bolcheviques serían los “primeros culpables” y los nacionalsocialistas quedarían exculpados o minimizados por copiar lo que había sido ya iniciado por el marxismo.
A partir de esa explicación, en la que los factores
sociales y económicos que condujeron al surgimiento del fascismo
interesaban poco o nada, algunos autores, Roger Griffin entre ellos,
pusieron énfasis en la ideología “positiva” del fascismo,
que no solo buscaba destruir las formas políticas existentes sino crear
un “nuevo mundo”. El fascismo, además de su parte reaccionaria y
ultraderechista, tenía también su lado racional, revolucionario, una
especie de síntesis de ideas de la derecha y de la izquierda, una
“tercera vía” entre el capitalismo y el comunismo.
Los historiadores que han aportado análisis empíricos
sobre el fascismo, desde Italia a Alemania, pasando por España, Rumanía o
Hungría, y no sólo teorías o definiciones, se han alejado casi siempre
de ese revisionismo y han destacado sus componentes antidemocráticos,
antisocialistas, paramilitares y ultranacionalistas, su carácter de
religión política (Emilio Gentile), manifestado en la profusión de símbolos y ritos y en el culto a los mártires.
Los fascismos fueron movimientos de masas que nacieron desde la
violencia callejera y, tras conquistar el poder, militarizaron al Estado
y a la sociedad.
No todos los casos históricos de fascismo, o sus
compañeros de viaje colaboracionistas, tuvieron como componente esencial
el determinismo biológico del nazismo alemán, la creencia de que la
raza aria era superior a las demás y su profundo y radical
antisemitismo, pero, cuando fueron derrotados en 1945 y pudo hacerse
balance, se comprobó que todos se habían sumado a las atrocidades
de la guerra imperialista, los campos de concentración, las cárceles y
los asesinatos en masa del contrario (rojos, judíos, demócratas o
disidentes).
Y los que los copiaron y sobrevivieron a la era fascista, los regímenes de Franco y Salazar
en España y Portugal, mantuvieron durante sus largas décadas de dominio
la misma hostilidad y violencia frente al liberalismo, el comunismo y
la democracia.
Como escribió Primo Levi,
“la memoria de lo que sucedió en el corazón de Europa, no hace mucho,
puede servir como advertencia”. Es probable que el fascismo, como fuerza
electoral y paramilitar, continúe siendo marginal en muchas partes de
Europa, pero aquellos que señalan a las minorías étnicas, inmigrantes o
refugiados como chivos expiatorios de los problemas que no pueden
solucionar nuestros políticos y sociedades –y atacan al mismo tiempo a
la democracia, al multiculturalismo y a los derechos humanos–, están sembrando la semilla de un nuevo fascismo, con su rastro de intolerancia, abuso y esclavitud.
No todo lo que se opone a la política establecida es
fascismo o populismo. Los tertulianos con poder de comunicación que
llaman fascistas a todos aquellos que no piensan como ellos –sean
independentistas catalanes, nacionalistas o podemitas– y, desde el otro lado, quienes piensan que nuestra actual democracia es franquista, deberían leer un poco de historia,
escuchar sus ecos, fiarse de quienes de verdad la han investigado,
construir argumentos y conceptos con más rigor.
Como hemos demostrado
algunos en el año de su centenario, para elaborar versiones fieles a la
historia y críticas de la revolución bolchevique –y de paso del
comunismo o del estalinismo-, no es necesario equiparar todas las
manifestaciones de violencia política o dictatoriales. Ni mentar el fascismo en vano." (Julián Casanova, Sociología Crítica, 09/09/18)
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