"Una piedra no muere porque no cambia. No muere porque
no vive. Todo aquello que cambia, que crece, muere: es decir, todo lo
que vive, muere. Recuerdo estas frases sencillas y poderosas leídas en
un libro infantil sobre la vida y la muerte (Brigitte Labbé y Michel
Puech, Cruïlla, 2001). Se lo compré a mi hija de cinco años porque ella
lo escogió después de mucho pensarlo. Fue su primer libro elegido
libremente.
Las dos dependientas quedaron consternadas, pero a mí no me
pareció mal. Siempre hemos recordado aquel maravilloso libro con
gratitud: en él leímos de forma razonada y sensata la necesidad de la
muerte.
Pero los razonamientos sirven de poco ante una experiencia tan delicada, forzosamente traumática. No hay más que observar los esfuerzos que hacemos por mantenerla fuera de nuestro alcance, de nuestro campo de visión, para comprender las enormes dificultades que tenemos con ella.
Pero los razonamientos sirven de poco ante una experiencia tan delicada, forzosamente traumática. No hay más que observar los esfuerzos que hacemos por mantenerla fuera de nuestro alcance, de nuestro campo de visión, para comprender las enormes dificultades que tenemos con ella.
¿Qué es lo que no queremos ver?
Porque su evidencia es demasiado grande para negarla, preferimos
alejarla al máximo de nuestras vidas, ocultar sus múltiples rostros y
actuar como si fuera un accidente que, aun ocurriendo demasiado a
menudo, está lejos, o la sentimos lejos mientras no invada nuestro
círculo más íntimo. No hay por qué sentirse culpable, cualquiera desea
tenerla lo más alejada posible. Porque donde hay muerte es a costa de la
vida, y la vida es nuestro único hábitat.
La lectura de Cuando el final se acerca. Cómo afrontar la muerte con sabiduría
es un libro que me sugiere, sin embargo, opiniones contrarias.
Comprendo muy bien la necesidad que puede sentir una médica
especializada en cuidados paliativos en un hospital londinense, con una
larga experiencia a sus espaldas, viendo morir a cientos de personas, de
cristalizar su experiencia en un texto que aspira a desdramatizarla,
integrándola en el ciclo vital.
Nacemos y morimos y esos son los únicos
días de nuestra vida que no tienen 24 horas. Los dos son igualmente
trascendentes: ¿por qué, entonces, desentendernos del segundo?
La idea de su autora, Kathryn Mannix, es que late un sentimiento de pánico en nosotros que no hace más que complicar su irreversibilidad. Cuando la muerte llega, aparece el pánico: nuestro cuerpo se había olvidado tal vez de que iba a morir, o bien necesitamos otra oportunidad de vida desesperadamente porque en la vivida ha habido demasiados errores.
La idea de su autora, Kathryn Mannix, es que late un sentimiento de pánico en nosotros que no hace más que complicar su irreversibilidad. Cuando la muerte llega, aparece el pánico: nuestro cuerpo se había olvidado tal vez de que iba a morir, o bien necesitamos otra oportunidad de vida desesperadamente porque en la vivida ha habido demasiados errores.
Observaciones obvias, pero Mannix
parte de su propia experiencia profesional y eso le da un valor añadido a
la obviedad. La clave, sostendrá, es la aceptación, y a partir de ella,
el diseño, en lo posible, de cómo queremos que sea ese final para que
se ajuste al máximo a nuestro deseo.
Tampoco es que la autora se incline de forma
militante por la eutanasia: para unos puede ser una posibilidad
consoladora, mientras que para otros supone una invitación poco grata a
desaparecer, y cuenta el caso de un joven padre de familia holandés,
aquejado de una dolencia cuyas manifestaciones les ahorro, que huye de
su país: en el hospital, mañana y tarde le estaban recordando que podía
poner fin a su sufrimiento fácilmente.
Y él, a pesar de todo, quería
seguir viviendo. Así llega a la unidad de cuidados paliativos dirigida
por la doctora Mannix donde médicas y enfermeras se desviven por sus
pacientes terminales, les acompañan hasta el final, les ayudan a tomar
la mejor decisión y colaboran para que sus familiares hagan lo mismo.
Cualquiera querría acogerse a esa humanitaria unidad: en cada box reina la máxima armonía, y las tazas de té y las galletas de jengibre extienden un benéfico manto sobre el dolor y la agonía de los enfermos terminales y sus cuidadores.
Cualquiera querría acogerse a esa humanitaria unidad: en cada box reina la máxima armonía, y las tazas de té y las galletas de jengibre extienden un benéfico manto sobre el dolor y la agonía de los enfermos terminales y sus cuidadores.
De hecho, este
es el eje del libro, la experiencia de la agonía, a partir de la
revisión de numerosos casos clínicos, para concluir que nuestro temor a
las horas finales puede aliviarse si pensamos que la agonía responde a
un patrón: disminuir lentamente la mecánica que sostiene al individuo
para que en ella pueda avanzar la muerte. Es una estrategia orgánica que
invade también la mente, de modo que apenas sentiremos su llegada
porque la conciencia de la misma nos habrá abandonado previamente.
El planteamiento de Mannix recuerda los libros del inolvidable Oliver Sacks:
el mismo deseo de quitar hierro a la gravedad de situaciones y
enfermedades, así como la alternancia de la narración de historias,
alguna autobiográfica, con la reflexión. Ahora bien, el problema de Cuando el final se acerca
es doble y tiene que ver con dicha alternancia: por una parte, el
estilo, ingenuo y bienintencionado, rozando la cursilería y descartando
en su impoluto ars moriendi lo que la muerte
tiene de incertidumbre, miseria y destrucción. Porque todo eso está,
cómo no, por más que la queramos una experiencia serena, y, en este
sentido, su libro se halla a años luz del nervio de Sacks.
El segundo problema tiene que ver con el anhelo reflexivo: a Mannix le faltan referencias intelectuales —filosóficas, literarias, antropológicas— para que su pensamiento alcance su objetivo y no quede más cerca de un libro de autoayuda. Por ejemplo, la literatura ha nutrido con un formidable corpus de textos memorialísticos la experiencia de la muerte.
El segundo problema tiene que ver con el anhelo reflexivo: a Mannix le faltan referencias intelectuales —filosóficas, literarias, antropológicas— para que su pensamiento alcance su objetivo y no quede más cerca de un libro de autoayuda. Por ejemplo, la literatura ha nutrido con un formidable corpus de textos memorialísticos la experiencia de la muerte.
Recordemos algunos: Esa visible oscuridad, la memoir con la que William Styron describía, en una prosa desnuda, lo cerca que estuvo del suicidio; en Paula, Isabel Allende escribe su experiencia hospitalaria en Madrid atendiendo a su hija, en coma durante un año; los dos libros seminales de Joan Didion —El año del pensamiento mágico y Días azules—,
el primero sobre el infarto que desplomó a su marido cuando se hallaban
a punto de cenar y el segundo sobre la muerte de su hija Quintana, tan
solo unos meses después; Philip Roth dedicó un libro punzante, Patrimonio: una historia verdadera, a la decadencia de su padre, y el relato de Marcos Giralt Torrente Tiempo de vida marcó decisivamente su trayectoria literaria.
El noruego Karl Ove Knausgard, por su parte, abría su voluminosa autobiografía, Mi lucha, con La muerte del padre y una soberbia descripción del instante en que la vida abandona el cuerpo y este pasa a pertenecer a lo muerto.
Lo mejor del libro de la doctora Mannix es sin duda
la oportunidad que nos brinda de pensar en una dirección sobre la que
también ha escrito Javier Gomá (La imagen de tu vida, Galaxia Gutenberg): que un día nuestra vida se detenga nos empuja a esforzarnos para conducirla de modo que nos podamos sentir razonablemente satisfechos.
En otras palabras, en lugar de preguntarse ¿cómo morir?, que también,
hay que preguntarse ¿cómo vivir para que la muerte me sea aceptable?" (Anna Caballé, El País, 26/08/18)
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