"En 1982, el científico político James Q. Wilson y el criminólogo George Kelling publicaron un ensayo en The Atlantic
en el que describían un nuevo método policial cuyo objetivo era frenar
una supuesta amenaza. Su argumento era que “los disturbios y el crimen,
por lo general, están inextricablemente relacionados”, y que, en última
instancia, “una ventana rota que no se repara es una señal de que a
nadie le importa, y por eso romper más ventanas no cuesta nada”.
El
argumento, peligrosamente simplista, sostenía que si los departamentos
de policía se concentraban en comportamientos habitualmente no
delictivos, podrían mantener el orden social de una comunidad y evitar
de esa manera que las ciudades sucumbieran al deterioro.
Lo natural, y
casi inevitable, fue que las fuerzas de seguridad pública de la época de
Reagan terminaran adoptando esa teoría como práctica, puesto que les
proporcionaba el poder para vigilar interacciones que eran ligeramente
amenazantes o, las más de las veces, sencillamente molestas para ellos
en el ámbito personal.
La teoría de las ventanas rotas le pareció bien al Instituto para la
Investigación Política de Manhattan, un incipiente laboratorio de ideas
que surgió de las cenizas de la crisis fiscal de la década de 1970. El
objetivo central del grupo, que fundaron el emprendedor británico sir Antony
Fisher y el antiguo director de la CIA William J. Casey, era promover
ideas de libre mercado que por entonces eran poco populares en Nueva
York.
Este instituto creció durante la época de Reagan y en los noventa
vendía libros a las principales editoriales y elaboraba una publicación
trimestral llamada City Journal. La teoría de las ventanas
rotas encajaba perfectamente con su agenda: en 1991, la institución
organizó una conferencia sobre vigilancia policial para mejorar la
“calidad de vida” que giró en torno a las infracciones menores. Fue
precisamente esa conferencia la que le dio ideas nuevas a un abogado de
mediana edad llamado Rudolph Giuliani.
Por aquel entonces, Giuliani ya había perdido en 1989 unas elecciones
para la alcaldía contra el demócrata David Dinkins. Fue un combate
particularmente rudo, puesto que Giuliani estaba increíblemente mal
preparado para hacer campaña contra el hombre que se convertiría en el
primer alcalde negro de la ciudad. Al suponer que se enfrentaría al
impopular titular del cargo Ed Koch, Giuliani, en las primarias, adoptó
una actitud moderada que se centró en “crimen, crack y
corrupción”.
Sin embargo, cuando Dinkins se convirtió en un serio
contendiente, Giuliani pasó a jugar sucio, e intentó equiparar al
candidato negro con el candidato equivocado: en la última mitad de la
campaña, publicó un anuncio en la revista en lengua yiddish Algemeiner Journal
en la que yuxtaponía una foto de sí mismo con la del por entonces
presidente Bush y otra de Dinkins con Jesse Jackson, quien había llamado
de forma infame a Nueva York “judiolandia” en 1984. “Dejemos que la
gente de Nueva York elija su propio destino”, proponía el anuncio.
Giuliani perdió por apenas 50.000 votos, pero aun así perdió. Por
eso, para las siguientes elecciones a la alcaldía, basculó su plataforma
hacia las ideas que propagaba el Manhattan Institute. Y funcionó: ganó
las elecciones de 1993 en gran parte porque apuntó a lo que muchos
consideraban el origen del deterioro de la ciudad: las prostitutas, los
sintecho y, quizá lo menos recordado, lo que Dinkins fue el primero en
tachar de “plaga de limpiacoches”. Este último concepto describe a esas
personas non gratas de la metrópolis que se dedican a limpiar en la
calle los parabrisas de los coches a cambio de una propina.
Como es sabido, ahora recordamos Nueva York como el mejor ejemplo de
mantenimiento del orden policial de esa era: ciudades como Newark, Los
Ángeles o Baltimore adoptaron una forma u otra de esta filosofía, que
cambió por completo la manera en que los ciudadanos interactuaban con
esas “personas indeseables” en sus comunidades. En definitiva, los
síntomas de desigualdad racial y económica de muchas de las ciudades más
grandes de Estados Unidos pasaron a considerarse el origen del
deterioro urbano e incluso del caos.
Comienza el mal
Era julio de 1984 y el gobierno de Reagan llevaba más de dos años
intentando reducir drásticamente la ayuda federal que se entregaba a las
ciudades, una política que agudizó la desaparición de las industrias
urbanas a lo largo y ancho del país. En Baltimore, los niños con bayetas
limpiacristales regresaron a los semáforos para ganar un poco de dinero
extra durante las vacaciones de verano, como lo llevaban haciendo desde
al menos la década de 1960.
En aquella época, la periodista local Katie Gunther puso el foco en la ‘moda’ de los niños limpiacoches para el Baltimore Sun,
y utilizó el ejemplo de Lionel, un niño de ocho años, que había salido a
las calles para ganar “25 o 50 céntimos, o hasta un dólar o más”,
durante sus largas vacaciones escolares. “Al igual que las aves de pata
larga caen sobre la arena cuando retroceden las olas, y se apresuran
hacia las alturas cuando regresa el agua, estos niños se precipitan
sobre el paso de cebra cuando la luz se vuelve roja y se baten
rápidamente en retirada cuando cambia de color”, escribió Gunther.
En
esta versión desenfadada, es evidente que los niños limpiaban parabrisas
no porque tuvieran que hacerlo, sino porque querían hacerlo: los
“jovenzuelos” aprovechaban mejor sus vacaciones que si estuvieran
jugando a la rayuela, a los indios y vaqueros o buscando cuerpos muertos
en las vías del tren a las afueras de la ciudad. Como ejemplo de
periodismo cotidiano, la reseña de Gunther fue poco más que un inocente
artículo sobre cierto suceso local. No obstante, hoy en día vale la pena
preguntarse: ¿hizo la lógica de las ventanas rotas, o la guerra de
Reagan contra los guetos, que los lectores se escandalizaran contra los
jóvenes de la ciudad?
El de Gunther fue el único artículo que se publicó ese año sobre los niños limpiacoches, aparte de un sucinto editorial del Evening Sun
unos meses más tarde que se preguntaba: “¿Por qué (no) están más de
estos niños limpiacoches en los colegios?”. El número aumentó el año
siguiente: en enero de 1985, el departamento de policía de Baltimore
solicitó que el ayuntamiento criminalizara por completo a los
limpiacoches, y en particular el acto de limpiar los parabrisas en los
semáforos por dinero, a menos que la persona en cuestión fuera el
conductor o el pasajero del vehículo.
¿Por qué? “En ocasiones, si el
conductor no quiere que le limpien el parabrisas, los niños le golpean
la ventana o el capó del coche”, comentó un portavoz. Ya existía una ley
que prohibía la venta sin permiso de productos y servicios en la calle,
pero como los niños recibían propinas en lugar de pagos, la ley no
podía aplicarse a los limpiacoches.
Fue Bishop L. Robinson, el primer comisario de policía negro de la
ciudad, quien comenzó a impulsar que se criminalizara la práctica de
limpiar los parabrisas. Sus intenciones eran tan puras como lo pueden
ser las de un policía: “Lo hice pensando en el bien y la seguridad de
los niños”, declaró posteriormente en el Sun. “La intención no
era enviar a los niños a la cárcel”. El ayuntamiento celebró la primera
audiencia el 12 de marzo, y se dio cuenta de que no sería fácil. El
ayuntamiento estaba dividido principalmente en función del color: los
concejales negros pensaban que los niños limpiacoches estaban
sencillamente imbuidos por un espíritu emprendedor y que limpiar
parabrisas era un mejor aprovechamiento de su tiempo que cualquier otro
desagradable pasatiempo al que podrían dedicarse.
El concejal Nathaniel
McFadden, en un claro contraste con el comisario Robinson, pensó que el
proyecto de ley “asignaría a los limpiadores de parabrisas el papel de
delincuentes”, según un reportaje del Sun de marzo de 1985. El
concejal Timothy Murphy pensaba algo parecido: “Prefiero ver a los niños
limpiando parabrisas y ganando dinero de forma honesta antes que verlos
robando bolsos”.
Sin embargo, los concejales blancos pensaban que la práctica era
peligrosa tanto para los niños como para los conductores. La concejala
Rikki Spector explicó diligentemente que no todos los niños eran
angelitos y, de acuerdo al concejal Anthony Ambridge, varios habitantes
de Baltimore ya habían declarado que los niños limpiacoches agredían a
los conductores y a sus coches cuando rechazaban el servicio. Ellos
argumentaban que la ciudad debería sencillamente encontrar empleos más
seguros y más constructivos para los jóvenes.
Registrados y con licencia
El ayuntamiento no se había movido un ápice de su postura cuando el
22 de abril de 1985 se produjo la primera votación. Sorprendentemente,
los once concejales blancos del ayuntamiento votaron a favor de la ley y
los siete concejales negros votaron en contra. El concejal Kweisi Mfume
declaró abiertamente que la ley “estaba plagada de tintes racistas”, y
esto provocó que el alcalde pospusiera durante una semana el voto final,
eso sí, después de haber anunciado que promulgaría la ley en cuanto
estuviera encima de su mesa.
La denominada “ley limpiacoches” pretendía imponer una multa de 100
dólares (que luego se redujo a 50) a cualquiera de más de 18 años que
fuera sorprendido limpiando parabrisas en la calle. La concejal Jody
Landers afirmó que lo único que haría sería “tapar un hueco” en la
anterior ley (la que prohibía la venta de bienes o servicios en la
calle) para permitir que los niños trabajaran mientras no estuvieran
pidiendo nada al mismo tiempo.
Mfume se retractó de sus declaraciones
iniciales y afirmó que sus electores eran los únicos que pensaban que la
ley era racista. Al contrario, “esta es una ley bien intencionada del
comisario, que ha afirmado que le preocupa la seguridad pública”. El
viernes 26 de abril presentó un plan de siete puntos cuya intención era
regular la práctica de los limpiacoches: la ciudad proporcionaría a los
niños mayores de 12 años un servicio de registro, clases de seguridad,
uniformes y un número limitado de horas en las que podrían trabajar sin
ser multados.
Tras semanas de discusión, un comité compuesto por el comisario
Robinson, el procurador municipal Benjamin Brown y Mary Ann Willin,
directora del Consejo Coordinador de Justicia Penal del ayuntamiento,
enmendaron la ley para que se centrara menos en castigar y más en
reformar: eximía a los menores de recibir sanciones penales y en su
lugar creaba unas “estaciones limpiacoches” en las que tanto los niños
como los adultos podían limpiar parabrisas con impunidad.
Los menores
que se negaran a detener la práctica serían inscritos en un programa de
adaptación previo registro, que enviaba a los jóvenes sin antecedentes
penales que cometieran delitos no violentos a organizaciones
comunitarias para que asistieran a una formación laboral u orientación
de 90 días.
El 3 de junio de 1985, se aprobó la “ley limpiacoches” por 18 votos
contra uno. Se convenció a los concejales negros para que la apoyaran
gracias a las enmiendas consensuadas (algunas propuestas por el propio
concejal Mfume) y en cierto modo porque no había otra opción posible; si
se hubieran mantenido firmes en su negativa habrían perdido de todos
modos, dado que para empezar solo eran siete concejales negros. La única
persona que votó en contra fue la concejala Jacqueline F. McLean.
“Tienes que tener en cuenta a la gente de negocios”, explicó de manera
desconcertante. “Muchos de esos vendedores de periódicos trabajaron en
esquinas durante años”.
El alcalde William Donald Schaefer promulgó la ley el 25 de junio de
1985, y estaba previsto que entrara en vigor el 25 de julio. Después de
eso, cualquier niño limpiacoches que quisiera seguir trabajando tenía
que recibir una formación y hacerlo únicamente en las estaciones
limpiacoches. Cuatro días después de que la ley entrara en vigor, Susan
Warner del Evening Sun informó de que los niños limpiacoches ni siquiera sabían de la existencia de la ley; y que tampoco les importaba.
De los estranguladores a los minidelincuentes
En la primavera de 1986, un universitario publicó un ensayo sobre los
limpiacoches en la revista de narrativa de la Universidad de Loyola. El culto al limpiacoches se iniciaba con la descripción de un antiguo culto a la muerte en el sur de la India llamado los thugs
[NdT: homónimo en inglés para referirse tanto a esta red de
estranguladores indios como a la palabra delincuente] que recorrían el
país robando y matando viajeros hasta que una campaña de la East India
Company, liderada por el capitán William Sleeman, los “exterminó” en
algún momento entre 1831 y 1882 (el año en que se ahorcó al último
estrangulador conocido).
Como pueden haber imaginado, el joven escritor
utilizó la anécdota para trazar los orígenes de la palabra thug antes de utilizarla para describir el “culto al limpiacoches” propio de Baltimore, y sostener que criticar a los thugs no era racista, ya que los thugs
eran, al fin y al cabo, asesinos. “Las ‘guerras de los limpiacoches’ no
tienen nada que ver con la raza”, escribió Stewart. “Las víctimas no
son negros desempleados o conductores de vehículos. La auténtica víctima
es el automóvil estadounidense”.
El ensayo es evidentemente satírico, y el estudiante pasa la segunda
mitad del mismo desarrollando su absurda tesis, hasta llegar a declarar
que limpiar parabrisas “¡es un ataque contra la Constitución y el
capitalismo estadounidenses!”.
Cuando se aprobó la ley, la percepción pública de los niños
limpiacoches sufrió un claro descenso. Mientras que los que robaban
carteras o perdían el tiempo siempre habían sido considerados como
manzanas podridas entre la multitud de jóvenes precoces, el foco de la
opinión pública cambió y pasó a centrarse en el problema de los
“minidelincuentes”. En una ocasión, un vecino escribió al Sun
para denunciar que uno de los limpiadores había rociado la cara de su
hija con líquido de limpieza. “Personalmente, considero el término “niño
limpiacoches” con la misma benevolencia que el término “combatiente por
la libertad” cuando este se utiliza para referirse a los terroristas
revolucionarios”, escribió con toda sinceridad. Más tarde esa misma
semana apareció una noticia que informaba de que un limpiacoches había
golpeado a una anciana con un limpiacristales. Y el sábado 3 de agosto
de 1985, un conductor pasó por encima del pie de un niño limpiacoches en
la calle North Wolfe. Ese mismo fin de semana, otro adolescente más fue
arrestado y acusado de patear el coche de una señora que se había
negado a recibir el servicio.
Sin embargo, el Departamento de Policía de Baltimore, seguro y
victorioso, declaró a mediados de 1986 que la “ley limpiacoches” había
funcionado. Los niños limpiacoches seguían siendo una presencia habitual
en algunas zonas no autorizadas de la ciudad, pero entre junio de 1985 y
abril de 1986, solo “once menores y ningún adulto han sido arrestados”,
informó el Sun. “El reducido número de arrestos es
consecuencia de que la mayoría de los infractores obedece las órdenes de
los agentes de policía sobre suspender… su actividad”, según el
comisario Robinson.
A comienzos de agosto, un niño de 14 años, Howard Bradshaw, fue
atropellado por un semirremolque de 18 ruedas en la autovía Jones Falls.
Era un limpiador de parabrisas que principalmente quería ganar dinero
para comprar ropa, zapatos y material escolar. Ese martes 5 de agosto,
tenía 200 dólares encima que había ganado solo limpiando parabrisas.
Bradshaw estaba limpiando el parabrisas de un coche poco después de las
nueve de la mañana cuando el camión chocó contra un coche y “atropelló
al joven”. El conductor fue acusado de conducción negligente; el
adolescente falleció menos de una hora después como consecuencia de las
heridas múltiples. Esto supuso el fin de las guerras de los
limpiacoches… por el momento.
Hipersegregación
Cuando los forasteros piensan en Baltimore, lo normal es que piensen en dos cosas. La primera es The Wire,
una serie de TV que se inspira en uno de los períodos más tumultuosos
de la ciudad (finales de la década de 1980 y principios de la década de
1990), cuando su creador, David Simon, cubría la sección de delitos en
el Sun, años antes de que el alcalde encargado de acabar el
milenio, Martin O’Malley, diera el pistoletazo de salida a un método
policial de tolerancia cero, inspirado en el férreo control que Giuliani
había impuesto en Nueva York. (En un momento dado, la obsesión por la
sobrevigilancia policial se volvió tan extrema que un chico de 19 años
fue detenido por ensuciar el portal de su tía).
La segunda cosa que recuerdan los forasteros es a Freddie Gray. El 12
de abril de 2015, varios policías en bicicleta persiguieron a este
joven de 25 años después de cruzar miradas en una esquina de North
Avenue. Gray fue atrapado y arrestado por posesión de un pequeño
cuchillo que pensaron que era ilegal. Entre las 8:46 h y las 9:24 h, la
columna vertebral de Gray terminó prácticamente rota de camino a la
estación de policía del distrito oeste. A los siete días falleció. Los
acontecimientos que precedieron a la muerte de Gray dieron pie a que se
produjeran una serie de disturbios por toda la ciudad (de diverso tipo)
que cambiaron el paisaje de Baltimore para siempre.
En un reciente artículo publicado en ProPublica, Alec
MacGillis señaló que Baltimore, antes de la muerte de Freddie Gray,
estaba experimentando un “repunte”. “A causa del imperio biomédico de
Johns Hopkins, del ajetreado puerto de la ciudad y de su proximidad con
Washington”, escribió, “la zona metropolitana de Baltimore gozaba de
mayores niveles de riqueza y renta (también entre la población negra)
que muchos otros polos industriales previos”. El desempleo había pasado
de casi un 12% en 2010 a un 5% en 2018. Por desgracia, seguía existiendo
una marcada división racial mucho antes de la revuelta. La adquisición
de viviendas por parte de la población negra no había crecido como
muchas personas pensaban que lo haría durante ese impulso económico, y
el hogar blanco medio ganaba aproximadamente el doble que el hogar negro
medio. El patrimonio neto de un tercio de los hogares de color
equivalía a cero en 2017.
Una gran parte de esto se debe a la segregación. En 2016, un profesor
de Morgan State llamado Lawrence Brown publicó una sorprendente
visualización de datos sobre patrones de inversión, que confirmaba la
marginación sistemática de los ciudadanos negros de Baltimore. “A causa
de 105 años de políticas y prácticas racistas”, escribió, “los barrios
hipersegregados de Baltimore experimentan realidades radicalmente
diferentes”. Los barrios blancos que acumulan ventajas estructurales
adoptan la forma de una “L”; los barrios negros, que permanecen en
situación de desventaja, conforman una mariposa. La riqueza y los
recursos siguen concentrándose de forma deliberada a lo largo de la “L”:
el Charm City Circulator (un servicio de autobuses privado y gratuito)
en lugar del MTA (un servicio de autobuses públicos urbanos no
gratuito), oficinas bancarias en lugar de casas de empeño, tiendas de
comida orgánica en lugar de tiendas de productos de descuento, escuelas
públicas con buena financiación en lugar de escuelas susceptibles de ser
cerradas.
Los habitantes negros de Baltimore, a pesar de representar un 63% de
la ciudad, son propietarios de menos casas que los habitantes blancos de
Baltimore; hay tres residentes negros sin empleo por cada residente
blanco sin empleo. Los hogares negros llevan a casa solo la mitad de lo
que ganan los hogares blancos; nueve de cada diez presidiarios son
negros. Y, francamente, la ciudad fue diseñada así: en 1937, el
Instituto de Crédito Hipotecario publicó un mapa que asignaba un color a
cada barrio de Baltimore, con el objetivo de establecer una
clasificación de referencia para las empresas de préstamos hipotecarios.
Las zonas que estaban en rojo presentaban supuestamente mayores
riesgos, y casualmente todas eran mayoritariamente negras.
Justicia para Baltimore
Fue en este contexto cuando la alcaldesa Catherine Pugh (que dimitió
el pasado mayo a causa de unos pagos que recibió del Sistema Médico de
la Universidad de Maryland cuando pertenecía a su junta directiva) puso
de nuevo el foco sobre los niños limpiacoches. Durante el verano de
2017, formó un “cuerpo de limpiacoches”, en una iniciativa similar a la
que se propuso en 1985, es decir, que funcionara sin la amenaza de
arrestos. El programa reclutó a niños que ya trabajaban por su cuenta y
poseían lavaderos de coches efímeros. En lugar de limpiar parabrisas por
unos pocos dólares cada vez, el “cuerpo de limpiacoches” ofrecía
precios fijos según el modelo de vehículo que tenían los conductores y
el tipo de limpieza que desearan. El objetivo era enseñar a los chicos
cómo llevar un negocio y cómo trabajar en equipo, al tiempo que se les
proporcionaba un espacio seguro para trabajar. El proyecto no llegó a
finalizar el año.
A comienzos de 2018, Pugh comenzó a publicar una serie de vídeos en YouTube bajo el título Movimientos del alcalde, en forma de vlogs
en los que se relataba el día a día del cargo más alto de la ciudad. La
primera publicación, del 11 de enero, mostraba una interacción que
llamó la atención de los habitantes de Baltimore. Mientras la llevaban
en coche por Druid Heights, la alcaldesa Pugh observó a un joven
limpiando un parabrisas. Bajó la ventanilla y le preguntó: “¿Por qué no
estás en el colegio?” El niño se quedó sin palabras y la alcaldesa
repitió la pregunta: “¿Por qué no estás en el colegio? ¡Vete de esa
esquina, vete al colegio, ahora mismo!”.
La escena provocó la furia en Twitter; muchas personas criticaron a
la alcaldesa por satanizar a los jóvenes negros y por gestionar mal una
situación que precisaba de una mayor empatía. Pugh subió la apuesta dos
meses después al basar su segundo discurso sobre el estado de la ciudad
en la historia del joven.
En su discurso, reveló que la madre del chico era “en realidad una
vagabunda y una drogadicta”, que había puesto a la familia en contacto
con los servicios sociales y que “había averiguado que había muchos
otros problemas que desconocíamos”. Terminó enviando al niño a un hogar
de acogida y apuntándolo a uno de los programas de trabajo juvenil de la
ciudad.
Este episodio ilustra la forma en que nuestras interacciones con los
niños se han vuelto tensas. El 4 de octubre de 2018, un “hombre de
Maryland” afirmó que un niño limpiacoches le había roto la ventanilla
por rechazar sus servicios. “Si no hacemos nada con este tipo de
personas, esto volverá a suceder”, declaró en la cadena de noticias
WMAR-2. Sin embargo, como explicó la reportera Justine Barron en un
reportaje para el Baltimore Fishbowl, “en realidad no se han
recopilado datos que describan con qué frecuencia se producen o cómo de
peligrosos son estos sucesos”. También averiguó que, inmediatamente
después del incidente, el hombre había tildado a los niños de
“animales”, un término que no es extraño que los residentes blancos de
Baltimore utilicen en Facebook para referirse a estos niños. Tras hablar
con los niños, Barron descubrió que eran objeto de “frecuentes abusos
verbales y acoso”. En algunos casos, los conductores salían de sus
coches y daban pie a que se produjeran escenas potencialmente violentas.
Después de que el concejal Eric Costello llevara el incidente de este
hombre ante el Comité de Salud Pública el 10 de octubre, la Asociación
del Centro de la Ciudad anunció que colocarían guardias de seguridad sin
armas en ciertos cruces para monitorizar las interacciones que se
producían entre los limpiadores y los conductores. El 22 de octubre, la
alcaldesa Pugh escribió un editorial en el Sun en el que
anunció su última iniciativa para sacar a los niños limpiacoches de las
calles, antes de meterse con ellos por estar ahí. “El problema con
algunos niños limpiacoches es, por supuesto, su costumbre de
concentrarse en los mismos cruces, lo que genera una preocupación
comprensible e incluso miedo entre los conductores que esperan en el
semáforo”, escribió. “Lo que algunos de esos que desean ganar un dólar o
dos por limpiar un parabrisas no comprenden lo suficientemente bien es
que no significa eso, no”. Pugh, en el editorial, enumera también
algunas de las pasadas iniciativas que había impulsado para acabar con
la práctica de limpiar parabrisas en las calles. Además del “cuerpo de
limpiacoches” (afirmaba que ocho de los chicos ganaban más de 700
dólares) destacaba también que algunos otros limpiacoches se habían
inscrito en el programa BMORE Beautiful, que embellecía diferentes barrios de la ciudad.
Este año las tensiones han seguido creciendo: el 12 de enero, la
cadena WJZ-13 informó de que una familia había tenido un altercado con
un grupo de niños limpiacoches. De acuerdo con el padre, Jon Coles, uno
de los chicos había golpeado la ventanilla del conductor cuando él
rechazó el servicio. Salió del coche y le golpearon en la cara y en la
cabeza antes de que rociara a los chicos con spray pimienta y se
marchara. Los chicos no han sido identificados y solo podemos imaginar
lo que pensaban que Coles les iba a hacer.
Es un negocio peligroso, pero es simplemente un negocio demasiado
lucrativo. Muchos chicos prefieren ganar 200 dólares al día limpiando
parabrisas que vendiendo drogas.
Muchas de estas cosas son de dominio público entre los residentes de
Baltimore porque están a la vista. Lo ves cuando pasas por barrios
gentrificados, por una universidad y por casas adosadas vacías, todas
ellas situadas en la misma carretera, o cuando no puedes subirte al
autobús Circulator porque te encuentras un poco demasiado al este.
Después que los cuerpos de seguridad del Estado adoptaran métodos
policiales de mantenimiento del orden como el de las ventanas rotas,
aquellos que se encontraban en situación de desventaja económica o de
vulnerabilidad decidieron utilizar medios de fácil acceso que les
permitieran ganar dinero para poder sobrevivir. Y cuando eres un niño,
sobrevivir no solo significa comer lo suficiente para vivir, sino
también ganar suficiente para acudir al colegio cada día. Mientras
tanto, el ayuntamiento adopta con demasiada frecuencia iniciativas
antilimpiacoches para poder controlar a los chicos, cuando claramente
son ellos las víctimas de las políticas municipales.
El método policial de mantenimiento del orden sigue utilizándose hoy en
día, aunque su eficacia es cuestionable. Por ejemplo, en Newark, las
relaciones entre la policía y la comunidad se han desintegrado como
consecuencia de la llegada de las “citaciones judiciales azules” (por
delitos menores) que saturan de multas sobre todo a los barrios con
bajos ingresos. Nueva York, por su parte, experimentó un marcado
descenso en las tasas de criminalidad después de que se implementara su
política en la década de 1990: homicidios, atracos y robos de coches
disminuyeron en más de un 60%. Como es lógico, hoy en día sabemos que
este fenómeno estaba más relacionado con el dinero que con la teoría. En
2002, los economistas Hope Corman y Naci Mocan utilizaron argumentos
convincentes para afirmar que unas mejores condiciones económicas
proporcionaron a los neoyorquinos menos motivos para cometer delitos. Al
final resulta que lo mejor que puedes hacer con las ventanas rotas es
arreglarlas, algo que supone un apropiado preludio para el acto de
limpiarlas." (Kaila Philo (The Baffler), en CTXT, 25/09/19)
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