2/3/20

Gina Rippon examina de forma crítica las conclusiones dudosas de tantos experimentos neurológicos que “demuestran” las diferencias de género en el cerebro

"Gina Rippon lleva muchos años dedicada a estudiar el cerebro, por ejemplo buscando en él los mecanismos que provocan el autismo, y también a examinar de forma crítica las conclusiones dudosas de tantos experimentos neurológicos que “demuestran” las diferencias de género en el cerebro. Y no, ni los hombres son de Marte ni las mujeres son de Venus. 


Entrevisto en la Residencia de Estudiantes a esta mujer que combina una marcada disposición a reírse con una firmeza notable en sus afirmaciones. No le vienen mal, el sentido del humor y la firmeza, a quien pone en duda muchos de los estereotipos de género que atraviesan nuestra sociedad. 


Gina Rippon acaba de publicar en España El género y nuestros cerebros (Galaxia Gutenberg, 2020).


Una de las cosas que más me han llamado la atención al leer su libro no es tanto que muchos estudios y experimentos que destacaban la diferencia entre los cerebros de los hombres y los de las mujeres hayan usado metodologías dudosas o que estuviesen sesgados desde el principio, sino que aunque se haya demostrado que eran erróneos continúen siendo citados y divulgados. 


Los estudios más antiguos usaban grupos muy pequeños y todavía estaban convencidos de que había diferencias fundamentales entre hombres y mujeres; en uno de los estudios que cito se asignaban cuatro tareas a los participantes, todas basadas en el lenguaje, y solo en una de las cuatro encontraron diferencias, y eso solo en más o menos la mitad de las mujeres, pero es de la única de la que se habla.

 El problema estaba en la explicación que se daba, que reflejaba lo que ya se creía: que las mujeres eran superiores en términos de lenguaje porque estaba distribuido en los dos hemisferios y, como parecía reflejar la creencia existente, no se exigieron pruebas más sólidas. No era un fraude, pero era un experimento muy incompleto. Y, sin embargo, se sigue citando, en páginas web que abogan por la educación en escuelas separadas para niños y niñas…


Pero no solo esos estudios antiguos parecen intentar reflejar una creencia previa, también los modernos.


Sí, es lo que llamamos neurosexismo; quizá el artículo que mejor lo refleja es el de Ingalhalikar, en el que se examinaban las conexiones en el cerebro, uno de los primeros que lo hacía, en lugar de examinar estructuras individuales. Y afirmaron haber encontrado grandes diferencias entre el cerebro masculino y el femenino; el primero era mucho más anteroposterior mientras que el de las mujeres estaba mucho más lateralizado. 

Eso confirmaba las diferencias entre cómo hombres procesan la información perceptiva y cómo las mujeres procesan información lingüística y emocional. Pero no examinaron para nada el comportamiento. Lo que hicieron fue tan solo acudir a los estereotipos. Interpretaron los datos en esos términos. Y eso no es buena ciencia.

 Fue muy interesante examinar el impacto de la investigación, que fue enorme e inmediato; no solo se publicó, la propia universidad hizo una nota de prensa, porque obviamente la universidad quería darle notoriedad: entresacó los aspectos más llamativos del estudio y se los pasó a la prensa. La noticia corrió de mano en mano y se distorsionó, pero siempre confirmando los sesgos de género preexistentes. Y aún circula por ahí. 


Este tipo de científicos encuentran diferencias minúsculas entre sexos y las presentan como “diferencias fundamentales”; pero además dejaban de lado todas las comparaciones en las que no encontraban tales diferencias, que eran muchísimas más. Y la gente oye lo que quiere oír. 


También porque los intereses científicos no son solo científicos.


Exactamente. Hay que ver por qué se pregunta lo que se pregunta. Ahora la explicación favorita es que hay que hacer esas investigaciones porque hay grandes diferencias entre géneros en enfermedades como el Alzhéimer y también en enfermedades psicopatológicas como la depresión y las tendencias suicidas y a las autolesiones. 

Así que se dice: tenemos que hacer estas investigaciones porque es la única manera de resolver esos problemas. Y sin embargo eso no justifica ignorar las deficiencias en cómo se plantean las preguntas, y cómo se plantean los experimentos para obtener los datos.


Usted no niega que haya diferencias entre el cerebro masculino y el femenino, sino que dichas diferencias se han magnificado, que son más individuales que generales y en parte producidas por el contexto social.


Nunca diría que el cerebro masculino y el femenino son iguales, también porque cada cerebro es distinto de los demás. Y la diferencia no radica solo en que se trate del cerebro de una mujer o de un hombre, sino en cómo ha sido utilizado. Intentar explicar las diferencias solo en términos de si es un cerebro de mujer o de hombre ha llevado a la ciencia a un callejón sin salida.


Quienes no somos científicos hemos oído muchas veces que hay diferencias específicas entre el comportamiento de hombres y mujeres, debido a diferencias genéticas en sus cerebros. Las mujeres son más empáticas, los hombres son mejores en matemáticas y en visión espacial


(Se ríe). Y leen mejor los mapas.


Eso es. ¿Hay algo de verdad en ello?


No. A pesar de décadas de experimentos, la neurociencia no ha identificado estructuras claras, formas de conexión que distingan de manera fiable el cerebro de un hombre del de una mujer. Pero hay montones de artículos que dicen que la amígdala de los hombres es más grande, o el neocórtex, o se discute si es más grande el corpus callosum o el cerebelo. Pero los neurocientíficos deberían reconocer que no saben lo que significa eso, si tener un córtex mayor te hace más apto para ser arquitecto. 

Los científicos han centrado sus esfuerzos en medir las diferencias, lo que además ha resultado muy difícil, pero luego tampoco saben qué quieren decir. Lo que están buscando son las brechas de género, si las mujeres piensan de manera distinta, si sus preferencias son otras, y demostrar que todo eso está en el cerebro. Pero estudiar el cerebro con esa perspectiva de “el tamaño importa”, no creo que sea lo más relevante.


Independientemente del tamaño y la estructura, ¿hay diferencias en la actividad que se puede ver con técnicas de mapeado cerebral?


Yo creo que tiene que haber diferencias, entre otras cosas por el origen biológico de ese órgano y por las etapas biológicas que ha atravesado antes de que comenzásemos a estudiarlo. Pero no creo que sea útil centrarse en las estructuras, sino que es más interesante ver cómo la gente resuelve problemas y los minúsculos cambios que se producen en el cerebro. 

Si eso nos llevará a poder decir “he encontrado la verdad en las diferencias entre el cerebro femenino y el masculino”… sospecho que no. Probablemente podremos decir: hay gente que responde a ciertos problemas de cierta manera, algunos responden mejor a las emociones. Pero caracterizar todo eso a nivel cortical no nos va a llevar a una división clara entre hombres y mujeres.


Muchos de los defensores de las diferencias entre los cerebros de mujeres y hombres se apresurarían a decir que dichas diferencias no hablan de superioridad o inferioridad; dirían que son complementarios. Lo que usted llama la trampa de la complementariedad.


(Se ríe). Es interesante ver que al principio de la ciencia las mujeres tenían mucho éxito, mujeres que tenían el dinero y el tiempo para ocuparse de temas tan arcanos como la geología o la astronomía. Pero la ciencia se profesionalizó y excluyó a las mujeres de forma activa; en las instituciones creadas para convertir la ciencia en un tema serio de estudio, y no en un hobby, se prohibía la entrada a las mujeres. Porque eran inferiores o incapaces. 

En el siglo XX se produjo un cambio; entonces se empezó a decir que las mujeres no son inferiores, sino que tienen capacidades distintas. Y esas capacidades impedían que fuesen grandes científicas o líderes o empresarias, pero sí podían ser compañeras valiosas y madres, cuya empatía también les permitía ser cuidadoras y enfermeras… O sea, habilidades mal pagadas o sin reconocimiento.


Otra característica muy interesante del cerebro es su plasticidad, su capacidad para cambiar y adaptarse. En su libro habla de transformaciones físicas muy rápidas, como el crecimiento de la materia gris, que se producen en el cerebro si se dedica a una actividad especializada. Esto tiene consecuencias no solo para la educación, también para la asignación de roles por sexos.


Eso es, porque incluso si se aceptase que las chicas no son tan buenas en visión espacial podrías entrenarlas, lo que provocaría cambios tanto en la estructura del cerebro como en su funcionamiento. 


Pero no es solo la actividad la que transforma el cerebro, también las expectativas, las propias y las de los demás.


Sí, los estereotipos. Hay quien cree que el cerebro actúa en una especie de vacío, que es una máquina interna a la que no le afecta el mundo exterior. Pero estereotipos, actitudes y expectativas influyen. Puedes dar a un grupo de mujeres la misma tarea comunicándoles expectativas distintas y los resultados serán mejores o peores dependiendo de ellas y esto se refleja al nivel del cerebro; el cerebro entonces no dice “tengo que resolver este problema” sino “tengo que responder a este problema y sé hacerlo, o no sé hacerlo”.


En este sentido me parece muy interesante el experimento que cuenta, realizado con niñas de nueve años, que son tan buenas en matemáticas como los chicos, pero no confían en dedicarse a ellas.


De hecho se han vuelto a hacer estas pruebas con niñas mucho más jóvenes y se ve que ya ocurre en niñas de seis años. Es decir, desde muy pronto se está transmitiendo esa creencia en que una niña no puede ser buena en matemáticas. Y hay otro experimento con niños y niñas de seis años en que se les daba a elegir un juego apto para gente muy, muy inteligente o uno para gente que se esfuerza mucho, y la mayoría de las niñas elegían el segundo, porque no creían que podrían resolver el juego para quien es muy inteligente.


Su libro se centra en asuntos de género, pero también es revelador sobre cuestiones relacionadas con la clase social; dependiendo de a qué clase perteneces tienes que vivir con expectativas distintas.


Sí, la división de género se entrecruza con cuestiones de clase y de raza de una manera muy marcada. Los principios de los que estamos hablando son pertinentes para otros ámbitos. 

Lo que hace muy difícil cambiar la manera en la que afrontamos las diferencias de género es lo que llamaría la “ideología implícita”. Creemos quizá que los hombres y las mujeres tienen potencialmente las mismas capacidades pero algo escondido en nuestro interior no está de acuerdo. 


Sí, el sesgo inconsciente está atrayendo mucha atención, sobre todo en organizaciones que reconocen ese sesgo de género; se dicen, tenemos derechos iguales para hombres y mujeres, nuestros procedimientos y tareas están bien equilibrados, pero si das una palabra a estas personas y preguntas si la asocian con hombres o con mujeres, por ejemplo “independiente”, “lógico”, “racional”, las asocian con hombres, mientras “cuidados”, “cooperativo”, “colegial”, lo asignan a la mujer. 

La gente no se da cuenta de que tiene un sesgo de género interiorizado, y es muy importante hacer que lo descubran, pero es solo el primer paso. Hay que introducir procedimientos para evitar ese sesgo, y cambiar también la cultura,  porque si no se espera que a una niña se le den bien las ciencias o las matemáticas, acabará siendo así.


El problema es que profesorado y madres y padres pueden pensar que educan a los niños y niñas de igual forma, pero no es así.


Cierto. En un experimento muy simpático se pedía a los padres que rellenasen un cuestionario sobre conciencia de cuestiones de género, y decían, por ejemplo, “no me importa que mi hijo haga ballet o lleve un tutú”, y en la habitación de al lado el hijo decía “no creo que mi a mi padre le gustase que hiciese eso o que jugase con muñecas”. O sea que los niños reciben mensajes divergentes. 

Y los niños evalúan esos mensajes, lo que hacen los demás, lo que los padres esperan. Y lo que muestran muchos de los estudios sobre los que he estado trabajando es lo poderosa que es la necesidad de pertenencia a un grupo, y el cerebro determina cómo actuar teniendo en cuenta que esa pertenencia aumenta la autoestima. Te da el mensaje de qué hacer teniendo en cuenta si los pertenecientes a tu grupo lo harían o no.


Y sin embargo usted se convirtió en científica. Eso no lo esperaba nadie.


(Se ríe). Desde luego. A mí me enviaron a una escuela de chicas en la que no se enseñaba ciencias. Tengo un hermano gemelo que no estaba interesado en el trabajo académico, tenía otras habilidades y aptitudes, mientras que yo, desde muy joven, era buena en la escuela. 

Y en el curso undécimo los estudiantes teníamos que hacer un examen, si lo aprobabas ibas a la enseñanza superior; lo hicimos, yo aprobé, mi hermano suspendió, y mis padres gastaron un montón de dinero enviándole a una escuela en la que le darían el apoyo académico necesario y a mí no me enviaron al tipo de institución a la que podría haber ido con mis notas, sino a un internado local para chicas, católico, en el que a las chicas se les enseñaba sobre todo a no hacerse notar, así que no había ciencias. 

No había mala voluntad, las cosas eran así; por suerte ahora han cambiado muchas cosas. Yo quería estudiar medicina, pero como en mi escuela no había ciencias, no pude hacer los exámenes necesarios. Y lo más cercano que podía hacer era estudiar psicología; eso me permitió también estudiar biología, así que entré por la puerta trasera para hacer lo que quería hacer, estudiar el cerebro, aunque no tengo ni idea de por qué quería hacerlo.


Decía que el mundo ha cambiado, y lo ha hecho, pero me ha interesado mucho el experimento que se hizo con el chat bot Tay, que debía “aprender” y transformarse mediante la interacción con humanos en las redes. 


Sí, es una metáfora excelente para lo que decía antes. Ahí tienes un sistema de aprendizaje profundo, que extrae información del entorno, como nuestro cerebro; lo pones en un contexto lleno de opiniones sexistas y racistas y en dieciséis horas se vuelve racista y sexista, y tuvieron que cerrarlo. Pero no es sorprendente para cualquiera que interactúe en Twitter. El bot hizo lo que hacemos todos, escuchar lo que dice el mundo ahí afuera, y entonces empezó a decir lo mismo.


También la han atacado a usted en Twitter, la han llamado feminista rabiosa…


Feminazi. 


Por supuesto.


Y negadora de las diferencias entre sexos.


Eso es lo que se puede esperar de Twitter. Pero ¿ha sucedido algo parecido entre colegas?


Cuando haces crítica de la neurociencia, como yo hago, partes de que la neurociencia no es independiente de los valores, se da en un contexto político. Y por la naturaleza de lo que hacemos, tenemos que fijarnos en el entorno, porque el cerebro cambia mucho más de lo que pensábamos dependiendo de ese entorno. Y esto hay que incorporarlo a la investigación. Pero cuando haces crítica, muchos lo entienden como ataque, un ataque a lo que hacen, y consideran que la obra de su vida está bajo ataque, y entonces contraatacan y dicen que pones en peligro la salud de hombres y mujeres porque quieres impedir tal o cual investigación.  


Lo que me resulta muy llamativo es que en países más igualitarios haya menos mujeres que se dedican a las actividades de ciencia y tecnología. Lo que llama la paradoja de la igualdad de género.


En un documento que examina el índex de la brecha de género en unos cincuenta países se ve que en los países más desarrollados y con mayor igualdad de género, como los escandinavos, Holanda, etc., el nivel académico de las chicas era comparable al de los chicos en ciencias, pero era más alto en humanidades. Y ellas al parecer elegían dirigirse a carreras en las que eran superiores.

Al mismo tiempo, la confianza en sí mismos de los chicos, a nivel universitario, era superior en todos los países a la de las chicas, lo que no se correspondía con la realidad. En ciencias hay un sesgo de género en cuanto al dinero que se destina a su investigación,  a cuántas veces se citan sus artículos, etc. Así que las ciencias no resultan muy acogedoras. Y como personas sociales, ¿qué elegimos, aquella disciplina en la que somos mejores o aquella en la que no parecemos bienvenidas?

 Así que ahí tenemos la paradoja de que a pesar de todas estas iniciativas para fomentar la diversidad, las mujeres siguen sin elegir dedicarse a las ciencias, así que ya no se habla de capacidades distintas –porque ese argumento ya no tiene credibilidad– sino de preferencias distintas: las mujeres prefieren no dedicarse a las ciencias. Por supuesto, cómo es el mundo de la ciencia no tiene la culpa de nada. 


La paradoja es que en los países menos desarrollados en los que la brecha de género es mayor, las mujeres están menos infrarrepresentadas en ciencias. La explicación es de orden económico: si vives en un país en el que necesitas desesperadamente un buen salario y las ciencias te dan el más elevado, lo eliges. En uno en el que no lo necesitas tanto, te diriges a donde te sientes más cómoda. 


¿Y es el mundo de las ciencias tan poco acogedor, tan frío hacia las mujeres?


En el movimiento MeToo hubo un apartado para las ciencias, y se examinó el nivel de acoso sexual entre los investigadores, y es extremadamente alto. Con lo que llegamos al mismo dilema: ¿querrías quedarte en una comunidad en la que te van a tratar como si fueses la propiedad de alguien?"                   (Entrevista a Gina Rippon, José Ovejero, La Marea, 29/02/20)

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