"Las corporaciones transnacionales están causando estragos en los
sistemas financieros, económicos sociales y ecológicos mediante una
parsimoniosa colonización de la vida pública en la que apenas 147
organizaciones controlan ahora el 40 por ciento del comercio mundial.
La
sensación de que hay algo que ya no está del todo bien se ha
generalizados. Sabemos que hay una lenta colonización de la vida pública
por parte de las corporaciones porque estamos al corriente de que se
está produciendo un golpe de Estado a cámara lenta por parte de algunas
organizaciones transnacionales, una operación que viene siendo
facilitada por nuestros dirigentes políticos.
La prueba irrefutable de
ello nos golpea en la cara cada día con una oleada tras otra de crisis
financieras, económicas, sociales y ecológicas.
Una clara e
inquietante imagen del poder de las corporaciones se ha hecho visible en
los últimos años en los que la creciente desigualdad es sencillamente
lo que hoy día distingue la actividad corporativa en expansión de
aquellos que van quedando atrás.
Un estudio realizado en 2000 por
Corporate Watch, Global Policy Forum y el Institute for Policy Studies
(IPS) reveló algunos hechos alarmantes sobre el crecimiento de la
corporatocracia, que debería haber sido metido en vereda hace años por
los gobiernos occidentales. En lugar de eso, literalmente las
corporaciones han cogido el timón.
Coincidiendo con el cambio de
milenio, este estudio confirmó que mientras en el mundo había unas
40.000 corporaciones, las que de verdad tenían alcance e influencia
globales eran apenas 200. Estas colosales organizaciones –algunas de
ellas mayores que varias economías nacionales– controlaban perfectamente
más de la cuarta parte de la actividad económica del planeta al mismo
tiempo que cuatro de cada cinco habitantes del mundo estaban
completamente excluidos y marginados o eran perdedores netos como
resultado directo de las actividades de estas corporaciones.
La
lectura del estudio del IPS es muy incómoda. En la larga lista de
cargos, lo que más alarma es que al mismo tiempo que se disparaban los
beneficios corporativos, continuaba la concentración de la riqueza y,
esto se producía en un entorno de estancamiento de los salarios de los
trabajadores.
En aras de la perspectiva, el informe destacaba que
de las 100 mayores economías del mundo, 51 correspondían a
corporaciones; apenas 49 eran de países. Por ejemplo, Wal-Mart era más
grande que 161 países. La dimensión económica de Mitsubishi era mayor
que la de Indonesia, el cuarto país más poblado del planeta. General
Motors era más grande que Dinamarca. Ford era mayor que Sudáfrica.
Las
200 corporaciones más importantes eran más grandes que las economías
combinadas de 182 países y tenían el doble de influencia económica que
el 80 por ciento de la humanidad.
El lector quizá se sorprenda al
enterarse de que esas mismas 200 corporaciones de ámbito global emplean
a menos del 0,33 por ciento de la población mundial: apenas a 18,8
millones de personas.
Comercio, fabricación de automotores,
actividades bancarias, ventas al detalle y aparatos electrónicos son los
sectores en los que se concentran las corporaciones; incluso en estos
sectores, un tercio del comercio está constituido por las transacciones
entre distintas unidades de la misma corporación.
En 2012, las 25
corporaciones más importantes del mundo estaban ganando 177.000 dólares
por segundo; el ingreso anual de una de ellas, Wal-Mart, llegó a los
470.000 millones de dólares.
En estos momentos, el panorama es
incluso peor. Tres matemáticos del Instituto Politécnico de Zurich,
Suiza, publicaron un notable y profundo informe sobre las corporaciones
transnacionales (TNC, por sus siglas en inglés) según sus vínculos con
otras TNC.
Empezaron estudiando una base de datos –que hoy ha crecido
hasta abarcar a 43.000 corporaciones–, analizando las conexiones de
propiedad, hacia arriba y hacia abajo, destacando cuáles eran las
empresas más interconectadas. Finalmente, llegaron al ‘núcleo’,
compuesto de 147 empresas que hoy controlan un pasmoso 40 por ciento del
volumen económico de la muestra; por lo tanto, del comercio mundial.
En
algo menos de una década, la participación de las TNC en el mercado
mundial se ha incrementado espectacularmente mientras que la competencia
entre empresas cayó casi en la misma proporción.
Aun así,
conociéndose tan condenatoria y concluyente información, la situación
continúa deteriorándose en tanto los responsables políticos se deshacen
de cualquier resto de moralidad para favorecer sus lucrativas carreras
basadas en el uso de puertas giratorias, dejando así a naciones enteras
con poco más que los restos de lo que una vez fueron prósperas economías
industriales y con el cadáver de la democracia.
En los últimos
setenta, en Europa, la parte de la economía que iba a parar a los
trabajadores en forma de salarios era alrededor del 70 por ciento del
producto bruto interno (PBI). Con el paso de los años se ha producido un
giro por demás nefasto. El capital consiguió un aumento del 10 por
ciento en sus beneficios mientras que los trabajadores los vieron caer
en un 10 por ciento.
Con una economía de unos 13 billones (sí, un 13
seguido de 12 ceros) de euros, la pérdida experimentada por los
trabajadores y la clase media –magra de por sí– fue de 1,3 billones de
euros al año. Los accionistas solían alegrarse con unos dividendos de
digamos 3 o 4 por ciento, pero hoy día pretenden utilidades de dos
dígitos; de no ser así, los CEO de las empresas pueden ser destituidos.
La consecuencia es que las corporaciones quieren ganar cueste lo que
cueste.
En el libro de Susan George State of Corporations
se señala que “Desde mitad de los sesenta, los mayores bancos y
aseguradoras de Estados Unidos y algunas corporaciones contables
transnacionales unieron fuerzas; emplearon a 3.000 personas y gastaron
5.000 millones de dólares para desembarazarse de todas las leyes del New
Deal* aprobadas durante la administración Roosevelt en los treinta del
pasado siglo –las mismas leyes que protegieron la economía
estadounidense durante más de 60 años–.
Mediante este trabajo de lobby
realizado en forma conjunta, consiguieron libertad absoluta para quitar
de los balances cualquier asiento que pudiera significar una pérdida de
dinero y trasladar ese dinero a bancos ‘en las sombras’ de modo que no
quedara documentado en ningún sitio. Consiguieron libertad para crear y
comerciar productos derivados tóxicos, como paquetes de hipotecas
‘sub-prime’ por un valor de miles de millones de dólares, sin ninguna
regulación”.
El punto álgido de esta acción colectiva fue el
derrumbe mundial de la industria financiera en 2008; han pasado ocho
años más y la persistencia del deterioro amenaza con desbancar a la Gran
Depresión de 1929 de su puesto de la recesión más prolongada de la
historia, que hasta ahora fue la de recuperación más lenta que se
recuerde.
Solo en Estados Unidos, más de 10 millones de familias
fueron desahuciadas por los bancos y, según Bloomberg, 14,5 billones de
dólares –es decir, el 33 por ciento– del valor de las empresas del mundo
y cerca del 14 por ciento del producto interior bruto (PBI) de Estados
Unidos se esfumaron en la crisis.
Esta estimación se olvida de las
consecuencias producidas en el desarrollo y la economía de los países
del Tercer Mundo, donde los 3,3 billones (sí, otra vez, un 3,3 seguido
de 12 ceros) de ayuda prometida se quedaron en eso, en promesas jamás
cumplidas.
En la época del “demasiado grande para fracasar e ir a
prisión” prácticamente nadie fue perseguido o mandado a la cárcel por
esos devastadores crímenes. En estos momentos, la industria bancaria
está totalmente fuera de control.
El negocio de los derivados es cosa de
todos los días y un 33 por ciento más grande que en su momento álgido,
cuando se produjo la crisis de 2008. La estafa, el fraude, el uso de
información privilegiada y el lavado de dinero llegan a un nuevo récord
de ilegalidad cada día, Entre las 20 corporaciones más importantes del
mundo hay cinco bancos.
Mientras tanto, después de haber
aprendido de las experiencias anteriores, los grupos de presión
corporativos –llamados ahora ‘comisiones de expertos’– se encuentran
diariamente con funcionarios de la Comisión Europea para negociar
acuerdos comerciales en los que no están representados los consumidores
ni las organizaciones medioambientales.
La sociedad civil está excluida,
como también lo están sus representantes, vestidos de eurodiputados y
dando la ilusión de una democracia que se extingue rápidamente.
Ahora,
las corporaciones colocan sus beneficios en jurisdicciones donde los
impuestos son bajísimos o no existen y sus pérdidas en otras donde los
impuestos son altos; se estima que allí hay unos 32 billones de dólares
exentos de hacer cualquier contribución a las sociedades de las extraen
su riqueza y del menor –si acaso– escrutinio de sus respectivos
gobiernos.
Lo que ahora tenemos es la ‘anarquía’ de los muy ricos y las corporaciones más poderosas.
La lista de la vergüenza es interminable: fabricantes de automotores,
bancos, laboratorios farmacéuticos, industrias alimentarias, empresas de
la energía... por nombrar algunas.
Colosales delitos
económico-financieros, evasiones impositivas monumentales, daño
ecológico a escala industrial e incesantes guerras ilegales para
asegurar un ininterrumpido suministro de recursos constituyen el
vergonzoso sistema basado en la codicia corporativa.
En su estela
reconocemos ahora el estilo de creciente desigualdad de los años veinte
del siglo pasado y el aumento de la indigencia que caracterizaba a la
época descrita por Dickens. De alguna manera, todo esto conforma la
nueva normalidad.
Robe usted una barra de pan e irá a la cárcel,
saquee un país entero y será armado caballero. Por ejemplo, los
británicos de a pie creen que como resultado de una larga y maliciosa
campaña política al estilo de la lucha de clases la supuesta estafa
realizada con los beneficios sociales es un enorme problema social.
Una
encuesta reciente realizada por la central de trabajadores TUC mostró
que la gente cree que el 27 por ciento del presupuesto de asistencia
social se solicita fraudulentamente. De hecho, la cifra real es del 0,7
por ciento En realidad, los pagos no realizados por el gobierno superan
ampliamente el fraude en la utilización de los beneficios sociales.
Contrastemos
esto con uno de los mayores estafadores de Gran Bretaña: el HSBC. En
unos pocos años ha obtenido miles de millones gracias al lavado de
dinero mal habido en beneficio de dictadores y tiranos, delincuentes
internacionales, traficantes, barones de la droga, asesinos y todo tipo
de criminales de una cadena trófica particularmente odiosa. Incluso
alguien fue cogido con las manos en la masa en el escándalo de la
gigantesca evasión impositiva en Suiza que beneficiaba a unas cuantas
corporaciones antes siquiera de que oyéramos hablar de los Panama
Papers.
En 2011, el jefe de la trama, Stephen Green, fue agraciado con
un atractivo empleo de rango ministerial por los conservadores: ministro
de Comercio. Y tiene un escaño en la Cámara de los Lores como un tory
más; una ironía que se diluye entro otras y en los medios.
La
globalización no ha hecho más que agravar el problema del poder
corporativo y consolidar la influencia de las corporaciones en el
gobierno mundial. Una vez más, los acuerdos comerciales como el TTP y el
TTIP, en los que continentes enteros están sujetos a la dominación
corporativa, son la evidencia de eso; sin embargo, el alcance de las
corporaciones tiene una consecuencia aún más siniestra.
Los grupos de
presión corporativos –que en este momento gozan de unos privilegios sin
precedentes–, concedidos por los políticos del mundo para soslayar las
regulaciones soberanas diseñadas para proteger los derechos de los
ciudadanos y el medioambiente, se han infiltrado en Naciones Unidas.
La
ONU tiene una sección especial para las corporaciones llamada “Acuerdo
global”, que fue creado hace unos 15 años por Kofi Annan y el entonces
presidente de Nestle. Para participar en este ‘acuerdo’, una corporación
solo necesita refrendar una lista de 15 principios concernientes a los
derechos humanos y laborales y al medioambiente.
Las
corporaciones del Acuerdo global integran también el Consejo Comercial
Mundial para el Desarrollo Sostenible y otros organismos como la Cámara
de Comercio. Cuando, en 2012, Naciones Unidas realizó su congreso
‘medioambiental’ en Río, por primera vez los negocios dominaron
completamente las discusiones. En este momento, los intereses
corporativos tienen un nivel desproporcionadamente alto de influencia
política en un ámbito que en realidad debería ser global.
Un
buen ejemplo de esto podría ser Cecilia Malmstron, la comisaria comercia
principal de la UE en las negociaciones del TTIP entre Europa y Estados
Unidos. Hace pocos meses, un periodista de The Independent le
preguntó a Malstrom por qué insistía en promocionar el tratado frente al
generalizado rechazo del público; su respuesta fue: “Mi mandato no me
lo han dado los europeos”.
Hace unas pocas semanas descubrimos
que el Parlamento Europeo votó a favor de la “Directiva de Protección de
los Secretos en los Tratados”, una ley que otorga a las corporaciones
nuevos y alarmantes superpoderes para llevar a juicio y criminalizar a
los denunciantes, periodistas y organismos de información que publiquen
documentos internos que hayan sido filtrados.
Tal como señaló
recientemente el doctor Paul Craig Roberts, subsecretario de Hacienda
para la política económica de Estados Unidos y redactor del Wall Street Journal,
“Algunas poderosas corporaciones se han hecho con el poder en las
‘democracias’ occidentales para sacrificar el bienestar de la población a
la codicia corporativa y sus beneficios sin tener en cuenta a los
pueblos, los países y la sociedad.
El ‘capitalismo democrático’ es total
e irremediable. El TTIP concede a las corporaciones un inexplicable
poder por encima de gobiernos y pueblos”.
Hoy en día, la
democracia está a punto de pasar de la farsa a la tragedia como
consecuencia directa del irrefrenable aumento del poder corporativo.
Vivimos
en una época en la que la obscena desigualdad existente entre ricos y
pobres es tan patente como el rápido crecimiento de la desigualdad en la
distribución de la riqueza. En el Estados Unidos de 1976, el 1 por
ciento más rico de la sociedad obtenía el 9 por ciento de la riqueza
nacional; 30 años más tarde, su parte de la riqueza nacional casi se ha
triplicado y alcanza al 24 por ciento.
Actualmente, lo único que
queda frente a este panorama es una gente asediada que se manifiesta en
las ciudades europeas y estadounidenses y que presenta peticiones a sus
respectivos gobiernos, unos gobiernos que representan a millones de
ciudadanos. Esa gente es la misma que debe pagar las consecuencias de
esta delincuencia (legalizada): servicios perdidos, puestos de trabajo
destruidos y ahorros esfumados; aun así continúa sin ser escuchada.
*
New Deal (Nuevo trato), nombre que recibió la política económica y
social aplicada en Estados Unidos por el presidente Franklin Delano
Roosevelt a partir de 1933. (N. del T.)" (Graham Vanbergen
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