26/9/16

Lo que supuso Hungría para la con­ciencia de la izquierda en Europa lo signi­ficó la Guatemala de Árbenz para la latino­americana

"(...) La última noticia que tuve de él (Ignacio Ruipérez), hace unos meses, fue un mensaje en mi contestador felicitándome por El cura y los mandarines y conminándome a llamarle cuando pasara por Madrid.

 La desgraciada casualidad es que la Nochebuena de su muerte yo estaba en Madrid y la verdad es que me hubiera gustado mucho más hablar de la última película de Steven Spielberg, El puente de los espías, que de mi Cura y los mandarines. En el fondo una y otra se referían a lo mismo, a nosotros, a esa generación española nacida en los cuarenta, que sufrió sin enterarse una guerra sin batallas, la llamada guerra fría.

Esa hubiera sido una perfecta introducción para El puente de los espías, el filme de Spielberg. Por su contenido y el modo de no explicar lo que se esconde parece una película para españoles en el escenario de los dos Berlines.

 Fuera de la trama, impecablemente descrita, no nos enteramos de nada. Es decir, sabemos que pillan a un tipo que está pintando en un parque de Nueva York, y que resulta ser un espía soviético.

 Inmediatamente después se prepara un vuelo fotográfico sobre la antigua Unión Soviética de unos cohetes U-2 que superan los entonces míticos 24 kilómetros de altura. Lo conduce un militar tirando a recluta, adjunto a la CIA, Francis Gary Powers, de Kentucky. Sale de una base norteamericana en Pakistán y le derriban. Era el Primero de Mayo de 1960. El mundo entero, salvo España, se quedó pasmado ante la osadía.

De todo esto ni una palabra en la hojita explicativa del filme. La historia se reduce a un hábil y temerario abogado de seguros que después de hacerse cargo del espía ruso, por órdenes superiores de EE.UU., ahora le toca bregar en el intercambio entre el piloto del U-2, detenido en la URSS y que no ha logrado hacerse desaparecer. 

No sólo no aprieta el botón que hará migas el aparato, sino que tampoco se suicida conforme a las órdenes recibidas. Para más inri al espía soviético de Nueva York le caen treinta años de pena y al piloto atacante de los rusos se lo dejan en diez. 

No sé si lo más interesante del brillante filme de Spielberg es lo que no se cuenta y no lo que aparece. Los productores norteamericanos han encontrado una buena historia a partir de un abogado de seguros honrado y patriota, cosa insólita en el gremio, y el resto les importa una higa.

La realidad fue muy otra y si quieren desternillarse de risa echen mano de las hemerotecas españolas, porque sin participar más que como chaperos en estas historias de la guerra fría, somos los más belicosos y arrogantes.

 La verdad es que Francis Gary Powers, el piloto del U-2 norteamericano, sin pretenderlo, descubrió que en 1960 los soviéticos estaban más avanzados que ellos en algunos campos de la sofisticada industria militar, y que al no tocar el botón de destrucción ni haberse suicidado, como eran las instrucciones, suministró al enemigo un material de primer orden, que había que impedir que narrara el protagonista al precio que fuera.

Aquí reaparece el pintor amateur de Nueva York, preso por espionaje, su­puestamente llamado Rudolf Abel, que ­llevaba operando en Estados Unidos desde el año 1947, y al que habían pillado por la traición de su ayudante, comprado a precio de oro.

 Ni se llamaba Rudolf ni se ape­llidaba Abel. Era un viejo comunista nacido en Gran Bretaña de familia alemana, Viliam Fisher, del que los servicios de espionaje más caros e incompetentes de la historia moderna, la CIA, no sabían que cuando un profesional soviético quería demostrar que había sido ­detenido pero no se había ­entregado al enemigo, decía su nombre “en clave antigua”, Rudolf Abel, nombre de un viejo bolchevique de los ­tiempos de Rosa Luxem­burgo, alemán de lengua ­familiar y políglota en todo lo demás.

En otras palabras, que la historia que no cuenta El puente de los espías es bastante más interesante que la del abogado de seguros que interpreta magistralmente Tom Hanks. Podría seguir con el paralelo entre espías, pero me llevaría demasiado lejos. Unos creían y otros cobraban, digamos de manera harto simplificada.

Toda la historia de la guerra fría, esa guerra que los españoles sufrimos y que ni siquiera olimos salvo como perros domésticos, aún está por escribir. De no ser así sería imposible que el levantamiento húngaro de 1956 ocupe espacios interminables en la memoria y en los libros para explicar la congénita maldad soviética –lo que por lo demás me parece justo y necesario–.

 Sin embargo, la invasión de Guatemala por ­Estados Unidos en 1954, que supuso el ­derrocamiento de Jacobo Árbenz, presidente electo y estrictamente democrático, y la secuela de matanzas que superan en muchos miles a lo que ocurrió en Hungría, no ocupa ni siquiera una línea de nuestros libros de historia.

Lo que supuso Hungría para la con­ciencia de la izquierda en Europa lo signi­ficó la Guatemala de Árbenz para la latino­americana. El futuro Che Guevara, que lo vivió en directo, cambió toda su concepción política tras las atrocidades de Guatemala y las operaciones de Estados Unidos contra la libertad de un país que había escogido las urnas.

¿Sabían ustedes que Guatemala tenía una población que casi doblaba Hungría y que fue exterminada? Vayan a ver El puente de los espías y no se olviden de Guatemala, ni de Ignacio Rupérez, porque los dioses son esquivos y no los tendrán en su gloria. Pero nosotros, sí."              (de Gregorio Morán, La Vanguardia, en Caffe Reggio, 02/01/16)

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