"(...) La última noticia que tuve de él (Ignacio Ruipérez), hace unos meses, fue
un mensaje en mi contestador felicitándome por El cura y los mandarines
y conminándome a llamarle cuando pasara por Madrid.
La desgraciada
casualidad es que la Nochebuena de su muerte yo estaba en Madrid y la
verdad es que me hubiera gustado mucho más hablar de la última película
de Steven Spielberg, El puente de los espías, que de mi Cura y los
mandarines. En el fondo una y otra se referían a lo mismo, a nosotros, a
esa generación española nacida en los cuarenta, que sufrió sin
enterarse una guerra sin batallas, la llamada guerra fría.
Esa hubiera sido una perfecta introducción para El
puente de los espías, el filme de Spielberg. Por su contenido y el modo
de no explicar lo que se esconde parece una película para españoles en
el escenario de los dos Berlines.
Fuera de la trama, impecablemente
descrita, no nos enteramos de nada. Es decir, sabemos que pillan a un
tipo que está pintando en un parque de Nueva York, y que resulta ser un
espía soviético.
Inmediatamente después se prepara un vuelo fotográfico
sobre la antigua Unión Soviética de unos cohetes U-2 que superan los
entonces míticos 24 kilómetros de altura. Lo conduce un militar tirando a
recluta, adjunto a la CIA, Francis Gary Powers, de Kentucky. Sale de
una base norteamericana en Pakistán y le derriban. Era el Primero de
Mayo de 1960. El mundo entero, salvo España, se quedó pasmado ante la
osadía.
De todo esto ni una palabra en la hojita explicativa
del filme. La historia se reduce a un hábil y temerario abogado de
seguros que después de hacerse cargo del espía ruso, por órdenes
superiores de EE.UU., ahora le toca bregar en el intercambio entre el
piloto del U-2, detenido en la URSS y que no ha logrado hacerse
desaparecer.
No sólo no aprieta el botón que hará migas el aparato, sino
que tampoco se suicida conforme a las órdenes recibidas. Para más inri
al espía soviético de Nueva York le caen treinta años de pena y al
piloto atacante de los rusos se lo dejan en diez.
No sé si lo más
interesante del brillante filme de Spielberg es lo que no se cuenta y no
lo que aparece. Los productores norteamericanos han encontrado una
buena historia a partir de un abogado de seguros honrado y patriota,
cosa insólita en el gremio, y el resto les importa una higa.
La realidad fue muy otra y si quieren desternillarse
de risa echen mano de las hemerotecas españolas, porque sin participar
más que como chaperos en estas historias de la guerra fría, somos los
más belicosos y arrogantes.
La verdad es que Francis Gary Powers, el
piloto del U-2 norteamericano, sin pretenderlo, descubrió que en 1960
los soviéticos estaban más avanzados que ellos en algunos campos de la
sofisticada industria militar, y que al no tocar el botón de destrucción
ni haberse suicidado, como eran las instrucciones, suministró al
enemigo un material de primer orden, que había que impedir que narrara
el protagonista al precio que fuera.
Aquí reaparece el pintor amateur de Nueva York, preso
por espionaje, supuestamente llamado Rudolf Abel, que llevaba operando
en Estados Unidos desde el año 1947, y al que habían pillado por la
traición de su ayudante, comprado a precio de oro.
Ni se llamaba Rudolf
ni se apellidaba Abel. Era un viejo comunista nacido en Gran Bretaña de
familia alemana, Viliam Fisher, del que los servicios de espionaje más
caros e incompetentes de la historia moderna, la CIA, no sabían que
cuando un profesional soviético quería demostrar que había sido
detenido pero no se había entregado al enemigo, decía su nombre “en
clave antigua”, Rudolf Abel, nombre de un viejo bolchevique de los
tiempos de Rosa Luxemburgo, alemán de lengua familiar y políglota en
todo lo demás.
En otras palabras, que la historia que no cuenta El
puente de los espías es bastante más interesante que la del abogado de
seguros que interpreta magistralmente Tom Hanks. Podría seguir con el
paralelo entre espías, pero me llevaría demasiado lejos. Unos creían y
otros cobraban, digamos de manera harto simplificada.
Toda la historia de la guerra fría, esa guerra que los
españoles sufrimos y que ni siquiera olimos salvo como perros
domésticos, aún está por escribir. De no ser así sería imposible que el
levantamiento húngaro de 1956 ocupe espacios interminables en la memoria
y en los libros para explicar la congénita maldad soviética –lo que por
lo demás me parece justo y necesario–.
Sin embargo, la invasión de
Guatemala por Estados Unidos en 1954, que supuso el derrocamiento de
Jacobo Árbenz, presidente electo y estrictamente democrático, y la
secuela de matanzas que superan en muchos miles a lo que ocurrió en
Hungría, no ocupa ni siquiera una línea de nuestros libros de historia.
Lo que supuso Hungría para la conciencia de la
izquierda en Europa lo significó la Guatemala de Árbenz para la
latinoamericana. El futuro Che Guevara, que lo vivió en directo, cambió
toda su concepción política tras las atrocidades de Guatemala y las
operaciones de Estados Unidos contra la libertad de un país que había
escogido las urnas.
¿Sabían ustedes que Guatemala tenía una población que
casi doblaba Hungría y que fue exterminada? Vayan a ver El puente de los
espías y no se olviden de Guatemala, ni de Ignacio Rupérez, porque los
dioses son esquivos y no los tendrán en su gloria. Pero nosotros, sí." (de Gregorio Morán, La Vanguardia, en Caffe Reggio, 02/01/16)
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