"Aunque el miedo a la robotización y a
una tecnología que presagia el fin del trabajo no es nuevo, en los
últimos meses, incluso me atrevería a decir que semanas, ese miedo se ha
instalado en los salones de las casas a través de la televisión y los
medios de comunicación.
Muy especialmente, desde que la robotización se
discutiera por segundo año consecutivo en el Foro de Davos el pasado mes
de enero, unido con el anuncio apocalíptico de que no habrá trabajo para todos y la posibilidad de establecer una renta básica universal.
Ahora toca legitimar el sistema que está siendo cuestionado cada vez por un mayor número de personas y procesos electorales que no han salido como se esperaba, y el impacto de la robotización parece ser un buen chivo expiatorio.
A pesar de que los informes especializados como el de Technology at Work v2.0. TheFutureisNotWhatitUsedto Be publicado en 2016 , nos habla de que el 76% de las personas encuestadas eran tecno-optimistas, frente a un 21% de tecno-pesimistas y un 3% que no se decantaba por ninguna de las dos opciones.
Es cierto que cuando se pone en marcha
un proceso de cambio tecnológico, suele ir unido a la generación de
muchos empleos redundantes, pero también a la aparición de otros nuevos.
Como escribí hace unas semanas en este mismo periódico ( Los robots pueden cuidar de nosotros pero les traemos sin cuidado),
a lo largo de la historia, los cambios tecnológicos han llevado a un
cambio en la composición y la estructura del empleo, pero no han
supuesto su reducción.
El cambio tecnológico ha destruido empleo en
ciertos sectores y tareas, y creado otros empleos, e incluso nuevas
profesiones.
En muchas ocasiones las y los
trabajadores que han visto desaparecer sus puestos de trabajo y hasta
sus profesiones han tenido dificultad de reciclarse en otros sectores
profesionales, derivando en una situación de paro, y una pérdida de
bienestar para muchas personas e incluso para regiones enteras si
estaban sectorialmente especializadas en los sectores afectados. Esto ha
generado desajuste y claros perdedores y perdedoras del cambio
tecnológico.
Pero, al mismo tiempo, se han generado
otros empleos que, si bien no han sido necesariamente ocupados por los
trabajadores que previamente habían perdido su empleo, han demostrado
que el cambio tecnológico nunca ha traído el fin del trabajo. Y es muy
posible que ahora tampoco, aunque los informes especializados nos lleven
a pensar otra cosa.
Las estimaciones que se realizan desde grupos de investigación especializados en los cambios en empleo y robotización como el Citi GPS de la Martin School de la Universidad de Oxford,
hablan citando informes del Banco Mundial, de un riesgo de trabajos
reemplazados por máquinas en los próximos años de 77% para China, 72%
para Tailandia, 69% para la India, un 57% en los países de la OCDE, un
47% para EE.UU, o un 35% para el Reino Unido. Aunque hay otros que
reducen considerablemente estas cifras.
Se puede observar que esta pérdida de
empleo afecta más a los países emergentes que a los países con renta per
cápita alta como EE.UU o los de la OCDE en general, donde se concentran
los mayores mercados del mundo.
Esto tiene que ver en parte con el
hecho de que si la mano de obra en ciertas fases del ciclo productivo es
reemplazada por máquinas, se espera una relocalización empresarial allí
donde están los mercados y no donde se concentre la mano de obra
barata, como ocurre en la actualidad. Esto podría suponer un cierto
alivio para las grandes potencias económicas pero no solucionaría el
problema globalmente, con todos los desequilibrios y desplazamientos de
población que eso podría suponer en países fuertemente poblados.
Las diferencias en el impacto geográfico
de la pérdida de empleo vinculada a la robotización tienen también que
ver con que hasta ahora las máquinas son mejores que las personas en
tareas repetitivas o rutinarias, pero no en la creación de nuevas ideas o
en la reacción a situaciones inesperadas o en el tratamiento a otros
seres humanos como por ejemplo lo relativo a los trabajos de cuidados en
sociedades fuertemente envejecidas.
Así, esos mismos informes que
presagian una pérdida de empleos escalofriante nos dan parte del
antídoto. Existen tres cuellos de botella en la robotización: la
percepción y la manipulación; la inteligencia creativa; y la
inteligencia social. Por tanto, lo que habría que hacer es invertir en
industrias que requieran de trabajos que desarrollen esos aspectos y
también en un sistema educativo que los potencie.
Pero el desarrollo de la inteligencia
artificial (IA) va precisamente en la línea de desarrollar esos aspectos
más “humanos” en las máquinas que harían también a los empleos
resguardados por ese triple cuello de botella, más vulnerables. Pero ni
siquiera esto tiene por qué ser un problema, siempre y cuando la
tecnología se ponga al servicio del bienestar de las personas y no al
servicio de la acumulación de beneficios y poder en unas pocas manos.
La tecnología no es un aspecto
independiente de nuestra organización social, política y económica, o de
nuestras culturas. Y servirá para los intereses de quienes tengan más
poder o logren imponerse sobre los demás.
Si la concentración de poder
que vivimos en la actualidad no se rompe, será difícil que los avances
tecnológicos tengan un poder democratizador del bienestar común como
sueñan muchas personas expertas en nanotecnología. No en vano, las
menores barreras de entrada de estas tecnologías podrán suponer una
democratización de las mismas y romper costuras del sistema.
Los robots pueden ayudarnos a liberar
tiempo de trabajo, a repartir mejor ese trabajo y a ocupar nuestros
tiempo en tareas que nos satisfagan más como personas y por tanto,
generar sociedades más sanas y pacíficas. Eso podría hasta facilitarnos
el repartir mejor también los trabajos de cuidados no remunerados en el
ámbito de la familia y la comunidad, con lo que estaríamos al mismo
tiempo avanzando en igualdad de género, aspecto tan necesario para
garantizar la sostenibilidad y el bienestar de nuestras sociedades.
Si miramos cómo se han distribuido las
ganancias en productividad en los dos últimos siglos, veremos que no han
sido principalmente en torno a liberar más tiempo de trabajo, tampoco
en el ámbito doméstico. Así, las estimaciones de Angus Madisson entre 1820 y 1998,
nos hablan de que las ganancias de la productividad se han repartido
más en torno al aumento salarial que en relación a la reducción de la
jornada laboral, aunque ésta también se haya reducido.
Los incrementos
vinculados a la capacidad de consumo han vencido en el largo plazo 7 a 1
a la capacidad de disponer de más tiempo. Aunque la reducción de
jornada ha sido muy importante y ha ayudado en el pasado, entre otras
cosas, a crear empleo.
Tampoco en lo relativo al tiempo
dedicado al trabajo doméstico y de cuidados no remunerado se han visto
reducciones muy espectaculares en tanto que la introducción de nuevas
tecnologías domésticas, como puede haber sido la lavadora, ha llevado a
cambios culturales en torno a la higiene más que a una reducción muy
significativa del tiempo empleado en el lavado.
O la reducción del
trabajo doméstico que las nuevas tecnologías han hecho posible ha
supuesto la sustitución de este tiempo por trabajo de cuidados directo a
niñas y niños, también vinculado al desarrollo de nuevos modelos
culturales de maternidad y paternidad.
Mientras las estimaciones sobre la
pérdida de empleos son numerosas, escasean las estimaciones sobre los
efectos del reparto de trabajos y beneficios , o sobre qué empleos se
crearán y en qué sectores. Si miramos al pasado, esto último ocurrirá
sin duda. Lo que no sabemos es en qué condiciones.
Los propios sectores
vinculados con las nuevas tecnologías y su aplicación, los servicios
personales y la economía del cuidado a las personas y nuestro
medioambiente, estarán sin duda entre ellos, pero la clave está en saber
en qué condiciones de poder o laborales se desarrollarán esos empleos.
De hecho, los análisis que dicen que
esta vez puede ser diferente y que el cambio tecnológico suponga ahora
sí el fin del trabajo se basan, desde mi punto de vista, en un pilar que
no tiene por qué darse. Se dice que esta vez el ritmo del cambio
tecnológico es más acelerado, lo cual es cierto, y también su
intensidad, que también es cierto, y, sobre todo, en que en esta
ocasión, en comparación con lo ocurrido en el pasado, sus beneficios no
estarán igualmente repartidos. Esto último no tiene por qué ser así.
Si las relaciones de trabajo que se
establecen en estos nuevos sectores –y las que se mantienen en los que
sobrevivan-, siguen las pautas actuales de distribución donde los
salarios se llevan cada vez una parte menor de la tarta generando las
fuertes desigualdades económicas que no paran de crecer en los últimos
años, y también las pautas actuales de precarización, con relaciones
laborales flexibles, mayor parcialidad, temporalidad, o contratos de
cero horas que requieren de total disponibilidad y de ninguna seguridad,
es muy posible que los avances tecnológicos no se pongan al servicio de
las personas para avanzar en bienestar y en vidas dignas.
Pero eso no depende de la tecnología
sino de las estructuras de poder que dominen nuestras sociedades, por
tanto, de un cambio de sistema económico y del desarrollo de democracias
reales y no de baja intensidad, disciplinantes o inexistentes como
ocurre ahora en la mayor parte del mundo." (Lina Galvez, Economía crítica y crítica de la economía, 13/03/17)
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