"(...) Hace tan sólo unos años, muchos en Occidente creían que un mundo sin
fronteras podía suponer el final de todos nuestros problemas. Lo que
estamos viendo en la actualidad, por el contrario, es un levantamiento
generalizado contra ese orden liberal-progresista surgido en 1989 sobre
el fundamento de la libre circulación de personas, capitales, mercancías
e ideas, que se presenta a sí mismo como una suerte de revuelta
democrática contra los sistemas de libertades.
El avance de la democracia en los países no occidentales ha tenido un
efecto paradójico y es que —como muestra un estudio reciente— los
ciudadanos “de algunas democracias supuestamente consolidadas en
Norteamérica y Europa Occidental no sólo son cada vez más críticos con
sus líderes, sino que además se han vuelto más pesimistas con respecto
al valor de la democracia como sistema político, confían menos en poder
intervenir sobre las políticas públicas con su participación y están más
dispuestos a decantarse por alternativas políticas autoritarias” [3].
Este estudio muestra también que las “generaciones más jóvenes se
sienten poco comprometidas con la democracia” y “tienden a involucrarse
cada vez menos en política” [4]. (...)
Lo que hoy estamos experimentando en el mundo occidental no es un
contratiempo pasajero dentro de una senda imparable de progreso, no es
ni tan siquiera una pausa, sino un completo cambio de rumbo. Es la
destrucción del mundo que nació en 1989, y el aspecto más preocupante de
esta transformación no es que pueda favorecer el ascenso de algunos
regímenes autoritarios, sino que está alterando la naturaleza misma de
los sistemas democráticos en muchas naciones occidentales.
Con el avance
de la democracia en las décadas inmediatamente posteriores al año 1989,
una gran variedad de grupos (étnicos, religiosos, sexuales) fueron
incorporados a la vida pública. Hoy, sin embargo, las elecciones sirven
para reforzar el poder de los grupos mayoritarios. Estas mayorías
amenazadas han irrumpido en la vida política europea con una fuerza
imparable.
Quienes forman parte de ellas piensan que los extranjeros se
han apropiado de sus respectivos países, poniendo así en riesgo sus
modos de vida, y están convencidos de que tal cosa ha sido posible
gracias al pacto secreto que las élites globales han sellado con unos
inmigrantes culturalmente atrasados.
El populismo de estas mayorías no
es, como tal vez lo fuera hace alrededor de un siglo, el producto de un
nacionalismo de inspiración romántica. Se trata, en cambio, de una
reacción alentada por una serie de proyecciones demográficas que
apuntan, por un lado, a una progresiva pérdida del peso internacional de
Estados Unidos y Europa y, por otro, a la llegada de olas migratorias
masivas a estas zonas, así como también por los cambios que ha traído
consigo la revolución tecnológica.
Estas proyecciones han hecho que
muchos europeos empiecen a imaginar un mundo en el que su cultura habrá
desaparecido, mientras que las transformaciones tecnológicas les ofrecen
la desoladora perspectiva de un futuro en el que sus trabajos actuales
ya no existirán.
El hecho de que la opinión pública occidental haya
perdido su carácter revolucionario para convertirse en una fuerza
reaccionaria es lo que explica tanto la aparición de los partidos
populistas de extrema derecha en Europa como la victoria de Donald Trump
en Estados Unidos.
¿El fin de...?
Hace poco más de un
cuarto de siglo, justo en ese 1989 que hoy nos parece tan lejano —aquel
annus mirabilis gracias al cual pudimos ver a los alemanes bailan- do
sobre las ruinas del Muro de Berlín— Francis Fukuyama fue capaz de
resumir el espíritu de toda una época.
En un ya célebre ensayo, sostenía
que con el final de la guerra fría se habían superado los grandes
conflictos ideológicos [5]. La contienda había terminado y la
historia había declarado un vencedor: los sistemas demoliberales del
mundo occidental.
Tomando prestadas algunas ideas de Hegel, Fukuyama
veía esta victoria de Occidente en la guerra fría como una sentencia
favorable emitida por la propia historia, a la que se concebía como una
suerte de Alto Tribunal de Justicia Internacional. Puede que, a corto
plazo, algunos países no fueran capaces de adaptarse a este modelo
ejemplar. Pero estaban obligados a intentarlo. El modelo occidental era
el único ideal disponible y, al mismo tiempo, el único pacto viable.
En
semejante contexto, las cuestiones más urgentes que debían resolverse
eran las siguientes: ¿cómo podía Occidente contribuir a la
transformación del resto del mundo y cómo podía el resto del mundo
reproducir aceptablemente el modelo occidental? ¿Qué instituciones y
políticas debían implantarse y emularse?
Ésta es precisamente la
concepción del mundo posterior a la guerra fría que se está desmoronando
ante nuestros ojos. El derrumbe del orden liberal ha obligado a que nos
interroguemos sobre el tipo de cambios que se han producido en
Occidente durante los últimos treinta años y también sobre por qué el
mundo que surgió después de 1989 ha provocado la indignación
precisamente de aquellos que, para muchos, fueron sus principales
beneficiarios: los norteamericanos y los europeos. (...)
Al mismo tiempo que Fukuyama proclamaba el fin de la historia, un
politólogo norteamericano llamado Ken Jowitt nos ofrecía una
interpretación bien distinta de lo que significaba el final de la guerra
fría: ya no se trataba tanto de un tiempo de triunfo como del punto de
partida de una crisis traumática, el momento en el que se sentaron las
bases de eso que el propio Jowitt denominaba “el nuevo desorden mundial”
[6].
En su opinión, el fin del comunismo “podía compararse a
una erupción volcánica catastrófica que, en sus fases iniciales, sólo
afectaría al “ecosistema” político más inmediato (esto es, al resto de
los regímenes leninistas), pero cuyos efectos tendrían con toda
seguridad un impacto global sobre las fronteras e identidades alrededor
de las cuales se ha ordenado y definido política, económica y
militarmente nuestro mundo” [7].
Fukuyama creía que las
fronteras nacionales conservarían su trazado durante el periodo de la
posguerra fría, si bien perderían buena parte de su relevancia. Jowitt,
por el contrario, imaginó un futuro en el que esas fronteras sufrirían
alteraciones, las identidades serían reformuladas, los conflictos
aumentarían y la incertidumbre no produciría más que parálisis.
No veía
el periodo post comunista como una época de ajustes desprovista de
situaciones dramáticas, sino más bien como una etapa compleja y
peligrosa habitada por una serie de regímenes que sólo podían ser
adecuadamente descritos como mutantes políticos.
Jowitt coincidía con Fukuyama en que no volvería a aparecer ningún
sistema ideológico totalizador como alternativa a las democracias
occidentales pero, además predijo un retorno de las viejas identidades
étnicas, religiosas y tribales. Sin duda, una de las paradojas de la
globalización consiste en que, aunque la libre circulación de personas,
capitales, mercancías e ideas permite una mayor cercanía entre la gente,
también reduce la capacidad de las naciones-Estado para integrar a los
extranjeros.
Como señaló Arjun Appadurai hace una década, “la
nación-Estado ha sido progresivamente reducida a la fantasía de que su
identidad étnica es el único recurso cultural sobre el que puede ejercer
un control absoluto”. [8] La consecuencia imprevista de
todas esas políticas macroeconómicas basadas en el mantra de que “no hay
alternativa” es que las políticas identitarias han pasado a ocupar el
centro de la vida política europea.
El mercado e internet se han
revelado como dos herramientas poderosísimas para aumentar la capacidad
de elección de los individuos pero, al mismo tiempo, han erosionado la
cohesión interna de las sociedades occidentales, ya que tanto el uno
como el otro sirven para reforzar las inclinaciones naturales del
individuo, entre las cuales se encuentra la de rodearse de gente similar
y evitar a quienes son diferentes.
Vivimos en un mundo muy bien
conectado pero escasamente integrado. La globalización conecta pero a la
vez separa. Jowitt nos advirtió de que en este mundo simultáneamente
conectado y separado debíamos estar preparados para que de las cenizas
de esas naciones-Estado debilitadas brotarán ciertas manifestaciones de
odio y emergieran movimientos de indignación. (...)
Estamos pasando de la democracia entendida como un sistema que promueve
la emancipación de las minorías a la democracia entendida como un
sistema político que garantiza el poder de las mayorías.
La actual crisis de los refugiados en Europa es una perfecta muestra
de cómo está cambiando el atractivo que ejerce la democracia y cómo
aumentan las contradicciones entre los principios de la democracia
mayoritaria y los del constitucionalismo liberal, tanto para los
ciudadanos como para sus clases dirigentes.
El primer ministro húngaro
Viktor Orbán hablaba en nombre de muchas personas cuando afirmó que “una
democracia no tiene por qué ser necesariamente liberal. Una cosa no
deja de ser democrática sólo porque no se ajuste a los principios del
liberalismo”. [10]
Es más, insistía, se puede decir —es casi
un deber— que aquellas sociedades cuyos Estados se han organizado de
acuerdo con los principios del liberalismo tendrán más dificultades para
ser competitivas a nivel global en los próximos años, y lo más probable
es que sufran algún retroceso a menos que se reformen de manera
sustancial.
Según todos los análisis, Singapur, China, la India,
Turquía y Rusia son los nuevos protagonistas del orden internacional.
Creo que nuestras instituciones políticas previeron adecuadamente esta
amenaza. Y si repasamos lo que hemos hecho a lo largo de estos cuatro
años y lo que haremos en los próximos cuatro, veremos que es posible
interpretarlo desde esta perspectiva.
Estamos buscando (mientras hacemos
también todo lo posible para encontrar una manera de romper con los
dogmas de la Europa Occidental y vivir al margen de ellos) la forma de
construir una sociedad que nos permita ser competitivos en esta
gigantesca lucha global. [11]
La crisis migratoria no
tiene que ver, a pesar de lo que digan los funcionarios de Bruselas, con
una “falta de solidaridad”. Se trata, más bien, de un choque de
solidaridades, de una fricción entre nuestras solidaridades nacionales,
étnicas y religiosas y nuestras obligaciones como seres humanos.
No
debemos verla tan sólo como un movimiento migratorio desde fuera de
Europa hacia el Viejo Continente, o desde los países miembro más pobres
hacia los más ricos, sino también como un movimiento que aleja a los
votantes del centro y como un desplazamiento de la frontera entre la
izquierda y la derecha hacia otra que separa a los internacionalistas de
los nacionalistas.
La crisis de los refugiados también ha provocado un cambio en las líneas
de argumentación. En los años setenta, los intelectuales de izquierdas
tendían a defender apasionadamente el derecho de los pueblos indígenas
en la India y América Latina a conservar sus modos de vida. Pero ¿qué
ocurre con la clase media en los países occidentales de hoy?
¿Debe ser
despojada de ese mismo derecho? ¿Y qué explicación podemos dar al hecho
de que sea precisamente el electorado tradicional de la izquierda el que
se esté desplazando hacia la extrema derecha? En Austria, más del 85 %
de los trabajadores no cualificados votó al candidato de la extrema
derecha nacionalista en la primera vuelta de las elecciones
presidenciales celebrada en mayo de 2016.
En las elecciones de
Mecklenburgo- Pomerania Occidental, un estado del norte de Alemania, más
del 30 % de ese mismo grupo dio su apoyo a Alternativa por Alemania. En
las elecciones regionales francesas que se celebraron en diciembre de
2015, el Frente Nacional se hizo con el 50 % del voto de la clase
trabajadora. (...)
Parece claro que la clase trabajadora postmarxista, que ni se ve a sí
misma ya como una vanguardia ni cree en la revolución anticapitalista
global, carece de motivos para ser internacionalista.
El de las mayorías amenazadas es un tipo de populismo para el que la historia no nos ha preparado adecuadamente. (...)
El estudio de la “personalidad autoritaria” ha sufrido importantes
cambios desde la década de los cincuenta y las hipótesis iniciales han
sido sustancialmente reformuladas, pero en un libro de reciente
publicación titulado The Autoritarian Dynamic, Karen Stenner, [12]
cuyo trabajo se ha desarrollado dentro de esta tradición, ha revelado
algunas claves que pueden sernos de utilidad a la hora de comprender el
ascenso de las mayorías amenazadas y el cambio en la naturaleza de las
democracias occidentales.
En esta obra, Stenner demuestra que la
voluntad de someterse a un gobierno autoritario no es una cualidad
psicológica permanente, sino que se trata de una predisposición de los
individuos a volverse intolerantes cuando perciben que los niveles de
amenaza están aumentando.
En palabras de Jonathan Haidt, es como
si “algunas personas tuvieran en sus cabezas un botón que, cuando es
pulsado, desencadena una conducta centrada prioritariamente en la
defensa de su grupo de pertenencia, la expulsión de los extranjeros y
los disidentes y el aplastamiento de cualquier forma de rebelión
interna”. [13]
Lo que lleva a que este botón sea accionado no
es cualquier tipo de amenaza, sino una muy concreta a la que Stenner
denomina “amenaza normativa”, que se presenta cuando el individuo cree
que la integridad del orden moral está en peligro y el “nosotros” ideal
se está desintegrando. El cambio de actitud hacia los extranjeros, en
realidad hacia cualquiera que sea percibido como una amenaza, es
provocado más por el miedo a que el orden moral se derrumbe que a la
situación real en la que éste se encuentra.
El concepto de “amenaza normativa” acuñado por Stenner nos permite
entender mejor cómo se ha transformado la vida política europea con la
crisis de los refugiados de 2015, así como también por qué han sido
precisamente los ciudadanos centroeuropeos quienes han reaccionado con
mayor hostilidad hacia los refugiados, a pesar del escaso número de
ellos que hay en sus respectivos países.
En el caso europeo, el tipo de
“amenaza normativa” que se ha declarado con la crisis de los refugiados
tiene su origen en la cuestión demográfica. De manera sorprendente, el
pánico demográfico es un factor que, a pesar de ser determinante en la
formación de las actitudes que los europeos tienen hacia los
inmigrantes, apenas ha sido estudiado. Su importancia, sin embargo, es
capital, especialmente en el caso de la Europa Central y del Este.
La
historia reciente de esta región nos ofrece numerosos ejemplos de países
y Estados que han entrado en decadencia. A lo largo del último cuarto
de siglo, casi uno de cada diez búlgaros se ha marchado al extranjero a
vivir y a trabajar. Y la mayoría de quienes se han ido (y de quienes aún
lo están haciendo) son, como cabía esperar, jóvenes. (...)
Cuando los investigadores de la Universidad de Michigan realizaron en
1981 la primera Encuesta Mundial de Valores se quedaron sorprendidos al
descubrir que los niveles de felicidad no estaban determinados por el
bienestar material. Por aquel entonces, los nigerianos se declaraba tan
felices como los ciudadanos de Alemania Occidental.
Ahora, sin embargo,
treinta y cinco años después, la situación ha cambiado. Según las
últimas encuestas, son muchos los lugares en los que la gente se declara
tan feliz como cabría esperar por su PIB [15]. Lo que ha
ocurrido en este tiempo ha sido que los nigerianos han podido comprarse
televisores y que, gracias al avance de internet, los jóvenes de ese
país han visto cómo viven los europeos y cómo son sus escuelas y
hospitales.
La globalización ha hecho del mundo una aldea, pero se trata
de una aldea que vive bajo el dominio de una dictadura: la dictadura de
las comparaciones globales. La gente ya no compara sus vidas con las de
sus vecinos; ahora se comparan con los ciudadanos más ricos del
planeta. (...)
Así que no debería sorprendernos que para muchos parias de la Tierra
cruzar las fronteras de la UE resulte mucho más atractivo que cualquier
utopía. Son cada vez más las personas para las que la idea del cambio
consiste más en un cambio de país que en un cambio de gobierno.
El
problema de esta revolución de migrantes consiste en su preocupante
capacidad para alentar un movimiento contrarrevolucionario en Europa. El
rasgo definitorio de los partidos europeos de derecha populista es que
son reaccionarios, no nacional-conservadores.
En el trabajo que dedicó a
reflexionar sobre el ascenso de la política reaccionaria en los países
occidentales, Mark Lilla afirmaba que “la inagotable vitalidad del
espíritu reaccionario, incluso sin un programa político revolucionario”,
se debe a la sensación de que “nuestra forma de vida actual en
cualquier lugar del planeta, con sus constantes cambios sociales y
tecnológicos, es el equivalente psicológico de una revolución
permanente”. [16]
Y para los reaccionarios, “la única
respuesta sensata a la llegada del apocalipsis consiste en provocar
otro, con la esperanza de poder así empezar de cero”. [17] (...)
Este “giro populista” es diferente en cada país, pero se pueden distinguir algunos rasgos comunes. El aumento de las actitudes populistas significa el regreso a cierto grado de polarización y a un estilo más agresivo de hacer política (lo cual no tiene por qué ser necesariamente negativo).
Da la vuelta a ese proceso de fragmentación
del espacio político que se caracteriza por la rápida proliferación de
pequeños partidos y movimientos nicho, y hace que los votantes se
concentren en sus propios miedos personales antes que en los colectivos.
El ascenso del populismo es el regreso a un tipo de política más
personalista en la que los líderes desempeñan un papel fundamental y las
instituciones son casi siempre vistas con suspicacia (...)
En el mundo que nació después de 1989 se creía que el avance de la
democracia también significaría a largo plazo el avance de las
libertades. Ésta es la creencia que el auge de los regímenes
mayoritarios en todos los rincones del planeta está cuestionando.
Lo
paradójico de las democracias liberales europeas de la posguerra fría
era que el aumento de las libertades individuales y los derechos humanos
iba siempre acompañado por una disminución de la capacidad que los
ciudadanos tenían para cambiar con sus votos no sólo los gobiernos, sino
también las políticas.
Ahora, la política vuelve a ser prioritaria y
los gobiernos están recuperando su poder, pero —como puede verse en
nuestros días— a costa de las libertades individuales." (Ivan Krastev, CTXT, 24/05/17)
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