26/5/17

La opinión pública occidental ha perdido su carácter revolucionario para convertirse en una fuerza reaccionaria. Sucede cuando el individuo cree que la integridad del orden moral está en peligro y el “nosotros” ideal se está desintegrando

"(...) Hace tan sólo unos años, muchos en Occidente creían que un mundo sin fronteras podía suponer el final de todos nuestros problemas. Lo que estamos viendo en la actualidad, por el contrario, es un levantamiento generalizado contra ese orden liberal-progresista surgido en 1989 sobre el fundamento de la libre circulación de personas, capitales, mercancías e ideas, que se presenta a sí mismo como una suerte de revuelta democrática contra los sistemas de libertades.

 El avance de la democracia en los países no occidentales ha tenido un efecto paradójico y es que —como muestra un estudio reciente— los ciudadanos “de algunas democracias supuestamente consolidadas en Norteamérica y Europa Occidental no sólo son cada vez más críticos con sus líderes, sino que además se han vuelto más pesimistas con respecto al valor de la democracia como sistema político, confían menos en poder intervenir sobre las políticas públicas con su participación y están más dispuestos a decantarse por alternativas políticas autoritarias” [3].

 Este estudio muestra también que las “generaciones más jóvenes se sienten poco comprometidas con la democracia” y “tienden a involucrarse cada vez menos en política” [4]. (...)

Lo que hoy estamos experimentando en el mundo occidental no es un contratiempo pasajero dentro de una senda imparable de progreso, no es ni tan siquiera una pausa, sino un completo cambio de rumbo. Es la destrucción del mundo que nació en 1989, y el aspecto más preocupante de esta transformación no es que pueda favorecer el ascenso de algunos regímenes autoritarios, sino que está alterando la naturaleza misma de los sistemas democráticos en muchas naciones occidentales.

 Con el avance de la democracia en las décadas inmediatamente posteriores al año 1989, una gran variedad de grupos (étnicos, religiosos, sexuales) fueron incorporados a la vida pública. Hoy, sin embargo, las elecciones sirven para reforzar el poder de los grupos mayoritarios. Estas mayorías amenazadas han irrumpido en la vida política europea con una fuerza imparable.

 Quienes forman parte de ellas piensan que los extranjeros se han apropiado de sus respectivos países, poniendo así en riesgo sus modos de vida, y están convencidos de que tal cosa ha sido posible gracias al pacto secreto que las élites globales han sellado con unos inmigrantes culturalmente atrasados. 

El populismo de estas mayorías no es, como tal vez lo fuera hace alrededor de un siglo, el producto de un nacionalismo de inspiración romántica. Se trata, en cambio, de una reacción alentada por una serie de proyecciones demográficas que apuntan, por un lado, a una progresiva pérdida del peso internacional de Estados Unidos y Europa y, por otro, a la llegada de olas migratorias masivas a estas zonas, así como también por los cambios que ha traído consigo la revolución tecnológica.

 Estas proyecciones han hecho que muchos europeos empiecen a imaginar un mundo en el que su cultura habrá desaparecido, mientras que las transformaciones tecnológicas les ofrecen la desoladora perspectiva de un futuro en el que sus trabajos actuales ya no existirán. 

El hecho de que la opinión pública occidental haya perdido su carácter revolucionario para convertirse en una fuerza reaccionaria es lo que explica tanto la aparición de los partidos populistas de extrema derecha en Europa como la victoria de Donald Trump en Estados Unidos.

 ¿El fin de...?

Hace poco más de un cuarto de siglo, justo en ese 1989 que hoy nos parece tan lejano —aquel annus mirabilis gracias al cual pudimos ver a los alemanes bailan- do sobre las ruinas del Muro de Berlín— Francis Fukuyama fue capaz de resumir el espíritu de toda una época.

 En un ya célebre ensayo, sostenía que con el final de la guerra fría se habían superado los grandes conflictos ideológicos [5]. La contienda había terminado y la historia había declarado un vencedor: los sistemas demoliberales del mundo occidental. 

Tomando prestadas algunas ideas de Hegel, Fukuyama veía esta victoria de Occidente en la guerra fría como una sentencia favorable emitida por la propia historia, a la que se concebía como una suerte de Alto Tribunal de Justicia Internacional. Puede que, a corto plazo, algunos países no fueran capaces de adaptarse a este modelo ejemplar. Pero estaban obligados a intentarlo. El modelo occidental era el único ideal disponible y, al mismo tiempo, el único pacto viable.

En semejante contexto, las cuestiones más urgentes que debían resolverse eran las siguientes: ¿cómo podía Occidente contribuir a la transformación del resto del mundo y cómo podía el resto del mundo reproducir aceptablemente el modelo occidental? ¿Qué instituciones y políticas debían implantarse y emularse?

Ésta es precisamente la concepción del mundo posterior a la guerra fría que se está desmoronando ante nuestros ojos. El derrumbe del orden liberal ha obligado a que nos interroguemos sobre el tipo de cambios que se han producido en Occidente durante los últimos treinta años y también sobre por qué el mundo que surgió después de 1989 ha provocado la indignación precisamente de aquellos que, para muchos, fueron sus principales beneficiarios: los norteamericanos y los europeos.  (...)

Al mismo tiempo que Fukuyama proclamaba el fin de la historia, un politólogo norteamericano llamado Ken Jowitt nos ofrecía una interpretación bien distinta de lo que significaba el final de la guerra fría: ya no se trataba tanto de un tiempo de triunfo como del punto de partida de una crisis traumática, el momento en el que se sentaron las bases de eso que el propio Jowitt denominaba “el nuevo desorden mundial” [6].

En su opinión, el fin del comunismo “podía compararse a una erupción volcánica catastrófica que, en sus fases iniciales, sólo afectaría al “ecosistema” político más inmediato (esto es, al resto de los regímenes leninistas), pero cuyos efectos tendrían con toda seguridad un impacto global sobre las fronteras e identidades alrededor de las cuales se ha ordenado y definido política, económica y militarmente nuestro mundo” [7]

Fukuyama creía que las fronteras nacionales conservarían su trazado durante el periodo de la posguerra fría, si bien perderían buena parte de su relevancia. Jowitt, por el contrario, imaginó un futuro en el que esas fronteras sufrirían alteraciones, las identidades serían reformuladas, los conflictos aumentarían y la incertidumbre no produciría más que parálisis.

 No veía el periodo post comunista como una época de ajustes desprovista de situaciones dramáticas, sino más bien como una etapa compleja y peligrosa habitada por una serie de regímenes que sólo podían ser adecuadamente descritos como mutantes políticos. 

Jowitt coincidía con Fukuyama en que no volvería a aparecer ningún sistema ideológico totalizador como alternativa a las democracias occidentales pero, además predijo un retorno de las viejas identidades étnicas, religiosas y tribales. Sin duda, una de las paradojas de la globalización consiste en que, aunque la libre circulación de personas, capitales, mercancías e ideas permite una mayor cercanía entre la gente, también reduce la capacidad de las naciones-Estado para integrar a los extranjeros. 

Como señaló Arjun Appadurai hace una década, “la nación-Estado ha sido progresivamente reducida a la fantasía de que su identidad étnica es el único recurso cultural sobre el que puede ejercer un control absoluto”. [8] La consecuencia imprevista de todas esas políticas macroeconómicas basadas en el mantra de que “no hay alternativa” es que las políticas identitarias han pasado a ocupar el centro de la vida política europea. 

El mercado e internet se han revelado como dos herramientas poderosísimas para aumentar la capacidad de elección de los individuos pero, al mismo tiempo, han erosionado la cohesión interna de las sociedades occidentales, ya que tanto el uno como el otro sirven para reforzar las inclinaciones naturales del individuo, entre las cuales se encuentra la de rodearse de gente similar y evitar a quienes son diferentes. 

Vivimos en un mundo muy bien conectado pero escasamente integrado. La globalización conecta pero a la vez separa. Jowitt nos advirtió de que en este mundo simultáneamente conectado y separado debíamos estar preparados para que de las cenizas de esas naciones-Estado debilitadas brotarán ciertas manifestaciones de odio y emergieran movimientos de indignación.  (...)

Estamos pasando de la democracia entendida como un sistema que promueve la emancipación de las minorías a la democracia entendida como un sistema político que garantiza el poder de las mayorías. 

La actual crisis de los refugiados en Europa es una perfecta muestra de cómo está cambiando el atractivo que ejerce la democracia y cómo aumentan las contradicciones entre los principios de la democracia mayoritaria y los del constitucionalismo liberal, tanto para los ciudadanos como para sus clases dirigentes.

 El primer ministro húngaro Viktor Orbán hablaba en nombre de muchas personas cuando afirmó que “una democracia no tiene por qué ser necesariamente liberal. Una cosa no deja de ser democrática sólo porque no se ajuste a los principios del liberalismo”. [10] 

Es más, insistía, se puede decir —es casi un deber— que aquellas sociedades cuyos Estados se han organizado de acuerdo con los principios del liberalismo tendrán más dificultades para ser competitivas a nivel global en los próximos años, y lo más probable es que sufran algún retroceso a menos que se reformen de manera sustancial.

Según todos los análisis, Singapur, China, la India, Turquía y Rusia son los nuevos protagonistas del orden internacional. Creo que nuestras instituciones políticas previeron adecuadamente esta amenaza. Y si repasamos lo que hemos hecho a lo largo de estos cuatro años y lo que haremos en los próximos cuatro, veremos que es posible interpretarlo desde esta perspectiva. 

Estamos buscando (mientras hacemos también todo lo posible para encontrar una manera de romper con los dogmas de la Europa Occidental y vivir al margen de ellos) la forma de construir una sociedad que nos permita ser competitivos en esta gigantesca lucha global. [11]

La crisis migratoria no tiene que ver, a pesar de lo que digan los funcionarios de Bruselas, con una “falta de solidaridad”. Se trata, más bien, de un choque de solidaridades, de una fricción entre nuestras solidaridades nacionales, étnicas y religiosas y nuestras obligaciones como seres humanos. 

No debemos verla tan sólo como un movimiento migratorio desde fuera de Europa hacia el Viejo Continente, o desde los países miembro más pobres hacia los más ricos, sino también como un movimiento que aleja a los votantes del centro y como un desplazamiento de la frontera entre la izquierda y la derecha hacia otra que separa a los internacionalistas de los nacionalistas.

 La crisis de los refugiados también ha provocado un cambio en las líneas de argumentación. En los años setenta, los intelectuales de izquierdas tendían a defender apasionadamente el derecho de los pueblos indígenas en la India y América Latina a conservar sus modos de vida. Pero ¿qué ocurre con la clase media en los países occidentales de hoy?

 ¿Debe ser despojada de ese mismo derecho? ¿Y qué explicación podemos dar al hecho de que sea precisamente el electorado tradicional de la izquierda el que se esté desplazando hacia la extrema derecha? En Austria, más del 85 % de los trabajadores no cualificados votó al candidato de la extrema derecha nacionalista en la primera vuelta de las elecciones presidenciales celebrada en mayo de 2016. 

En las elecciones de Mecklenburgo- Pomerania Occidental, un estado del norte de Alemania, más del 30 % de ese mismo grupo dio su apoyo a Alternativa por Alemania. En las elecciones regionales francesas que se celebraron en diciembre de 2015, el Frente Nacional se hizo con el 50 % del voto de la clase trabajadora. (...)

Parece claro que la clase trabajadora postmarxista, que ni se ve a sí misma ya como una vanguardia ni cree en la revolución anticapitalista global, carece de motivos para ser internacionalista.

 El de las mayorías amenazadas es un tipo de populismo para el que la historia no nos ha preparado adecuadamente. (...)

El estudio de la “personalidad autoritaria” ha sufrido importantes cambios desde la década de los cincuenta y las hipótesis iniciales han sido sustancialmente reformuladas, pero en un libro de reciente publicación titulado The Autoritarian Dynamic, Karen Stenner, [12] cuyo trabajo se ha desarrollado dentro de esta tradición, ha revelado algunas claves que pueden sernos de utilidad a la hora de comprender el ascenso de las mayorías amenazadas y el cambio en la naturaleza de las democracias occidentales. 

En esta obra, Stenner demuestra que la voluntad de someterse a un gobierno autoritario no es una cualidad psicológica permanente, sino que se trata de una predisposición de los individuos a volverse intolerantes cuando perciben que los niveles de amenaza están aumentando.

En palabras de Jonathan Haidt, es como si “algunas personas tuvieran en sus cabezas un botón que, cuando es pulsado, desencadena una conducta centrada prioritariamente en la defensa de su grupo de pertenencia, la expulsión de los extranjeros y los disidentes y el aplastamiento de cualquier forma de rebelión interna”. [13]

  Lo que lleva a que este botón sea accionado no es cualquier tipo de amenaza, sino una muy concreta a la que Stenner denomina “amenaza normativa”, que se presenta cuando el individuo cree que la integridad del orden moral está en peligro y el “nosotros” ideal se está desintegrando. El cambio de actitud hacia los extranjeros, en realidad hacia cualquiera que sea percibido como una amenaza, es provocado más por el miedo a que el orden moral se derrumbe que a la situación real en la que éste se encuentra.

 El concepto de “amenaza normativa” acuñado por Stenner nos permite entender mejor cómo se ha transformado la vida política europea con la crisis de los refugiados de 2015, así como también por qué han sido precisamente los ciudadanos centroeuropeos quienes han reaccionado con mayor hostilidad hacia los refugiados, a pesar del escaso número de ellos que hay en sus respectivos países. 

En el caso europeo, el tipo de “amenaza normativa” que se ha declarado con la crisis de los refugiados tiene su origen en la cuestión demográfica. De manera sorprendente, el pánico demográfico es un factor que, a pesar de ser determinante en la formación de las actitudes que los europeos tienen hacia los inmigrantes, apenas ha sido estudiado. Su importancia, sin embargo, es capital, especialmente en el caso de la Europa Central y del Este. 

La historia reciente de esta región nos ofrece numerosos ejemplos de países y Estados que han entrado en decadencia. A lo largo del último cuarto de siglo, casi uno de cada diez búlgaros se ha marchado al extranjero a vivir y a trabajar. Y la mayoría de quienes se han ido (y de quienes aún lo están haciendo) son, como cabía esperar, jóvenes. (...)

Cuando los investigadores de la Universidad de Michigan realizaron en 1981 la primera Encuesta Mundial de Valores se quedaron sorprendidos al descubrir que los niveles de felicidad no estaban determinados por el bienestar material. Por aquel entonces, los nigerianos se declaraba tan felices como los ciudadanos de Alemania Occidental. 

Ahora, sin embargo, treinta y cinco años después, la situación ha cambiado. Según las últimas encuestas, son muchos los lugares en los que la gente se declara tan feliz como cabría esperar por su PIB [15]. Lo que ha ocurrido en este tiempo ha sido que los nigerianos han podido comprarse televisores y que, gracias al avance de internet, los jóvenes de ese país han visto cómo viven los europeos y cómo son sus escuelas y hospitales. 

La globalización ha hecho del mundo una aldea, pero se trata de una aldea que vive bajo el dominio de una dictadura: la dictadura de las comparaciones globales. La gente ya no compara sus vidas con las de sus vecinos; ahora se comparan con los ciudadanos más ricos del planeta.  (...)

Así que no debería sorprendernos que para muchos parias de la Tierra cruzar las fronteras de la UE resulte mucho más atractivo que cualquier utopía. Son cada vez más las personas para las que la idea del cambio consiste más en un cambio de país que en un cambio de gobierno.

El problema de esta revolución de migrantes consiste en su preocupante capacidad para alentar un movimiento contrarrevolucionario en Europa. El rasgo definitorio de los partidos europeos de derecha populista es que son reaccionarios, no nacional-conservadores. 

En el trabajo que dedicó a reflexionar sobre el ascenso de la política reaccionaria en los países occidentales, Mark Lilla afirmaba que “la inagotable vitalidad del espíritu reaccionario, incluso sin un programa político revolucionario”, se debe a la sensación de que “nuestra forma de vida actual en cualquier lugar del planeta, con sus constantes cambios sociales y tecnológicos, es el equivalente psicológico de una revolución permanente”. [16]

  Y para los reaccionarios, “la única respuesta sensata a la llegada del apocalipsis consiste en provocar otro, con la esperanza de poder así empezar de cero”. [17]  (...)

Este “giro populista” es diferente en cada país, pero se pueden distinguir algunos rasgos comunes. El aumento de las actitudes populistas significa el regreso a cierto grado de polarización y a un estilo más agresivo de hacer política (lo cual no tiene por qué ser necesariamente negativo).

 Da la vuelta a ese proceso de fragmentación del espacio político que se caracteriza por la rápida proliferación de pequeños partidos y movimientos nicho, y hace que los votantes se concentren en sus propios miedos personales antes que en los colectivos. El ascenso del populismo es el regreso a un tipo de política más personalista en la que los líderes desempeñan un papel fundamental y las instituciones son casi siempre vistas con suspicacia (...)

En el mundo que nació después de 1989 se creía que el avance de la democracia también significaría a largo plazo el avance de las libertades. Ésta es la creencia que el auge de los regímenes mayoritarios en todos los rincones del planeta está cuestionando. 

Lo paradójico de las democracias liberales europeas de la posguerra fría era que el aumento de las libertades individuales y los derechos humanos iba siempre acompañado por una disminución de la capacidad que los ciudadanos tenían para cambiar con sus votos no sólo los gobiernos, sino también las políticas. 

Ahora, la política vuelve a ser prioritaria y los gobiernos están recuperando su poder, pero —como puede verse en nuestros días— a costa de las libertades individuales."                (Ivan Krastev, CTXT, 24/05/17)

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