"(...) Mientras en el mundo liberal capitalista se considera que la casa de
cada persona es su castillo, en los regímenes autoritarios no es más que
otra jaula monitorizada por el Estado.
Hoy en día, sin embargo,
la privacidad está desapareciendo entre los muros de las democracias
capitalistas avanzadas y las corporaciones multinacionales, alzando la
bandera de la transparencia total, son las que lideran el ataque.
En 1999, Scott McNealy, entonces director ejecutivo de Sun Microsystems, afirmó en unas conocidas declaraciones: “De todos modos, ahora usted tiene cero privacidad. Asúmalo.” El director ejecutivo de Google Enric Schmidt advertía:
“si tienes algo que no quieres que nadie conozca, quizás en primer
lugar no deberías estar haciéndolo.”
Mark Zuckerberg, el sexto hombre
más rico del mundo, decidió
que la privacidad ya no era una norma social, “así que solo fuimos a
por ella”, mientras que Alexander Nix, de la empresa de datos Cambridge
Analytica -conocida por haber sido contratada para las campañas del
Brexit y de Trump- presume de que su compañía “retrató la personalidad de todos y cada uno de los adultos en los Estados Unidos de América.”
En nuestros días, la retórica de los capitalistas privados resulta
indistinguible de la retórica de los tiranos de Estado. Sus guiones son
cada vez más similares. Sus diferencias se han exagerado siempre, si no
imaginado, pero una vez pudimos confiar en que al menos se expresasen de
formas diferentes. ¿Qué ha cambiado?
La ruptura del vínculo
En
tanto que sistema económico fundado en la idea de una esfera privada
-compuesta por individuos privados que poseen propiedad privada y
generan beneficio privado en mercados privados- se supone que el
capitalismo protege la privacidad individual. La santidad del reino de
lo privado presuntamente asegura la máxima libertad para el individuo,
ya que productores y consumidores se encuentran allí libres de
interferencias indeseadas del Estado y de vecinos entrometidos.
En Internet ha emergido una nueva forma de capitalismo, que ha dado
en llamarse capitalismo informacional, capitalismo digital, o
capitalismo de la vigilancia. La información personal es la savia de la
nueva economía: las compañías acumulan los datos de sus usuarios para
vendérselos a los publicistas y generar ingresos. Cuanto más saben las
compañías de los individuos, mejor pueden adecuar sus anuncios, aumentar
sus “tasas de conversión” y acumular beneficios
Hay, sin lugar a
dudas, mucho dinero en juego. En el tercer trimestre de 2016, se
invirtió un total de 17.600 millones de dólares en publicidad digital,
un 20 por ciento más que el año anterior.
Facebook y Google se han
convertido en un duopolio en este nuevo contexto, reportando alrededor
de la mitad del total; de los 2.900 millones de crecimiento del último
año, la pareja fue responsable de un notable 99 por ciento.
En el proceso, han llegado a ser las dos empresas de más rápido
crecimiento de la historia del capitalismo, con una habilidad para
recoger, monitorizar y vender datos de los usuarios de formas que las
demás compañías solo pueden imaginar. Su patrimonio colectivo neto es de
800 billones de dólares, más que el PIB total de los Países Bajos.
Ambos modelos de negocio muestran que, en el capitalismo
informacional, la privacidad ya no pone obstáculos a la obtención de
beneficios: la privacidad impide los beneficios. La creencia de que se
debe permitir a los individuos controlar su información personal ahora
contradice al mismo proceso capitalista de generación de beneficios.
Lejos de proteger a los individuos privados de la interferencia externa,
como imaginó Ayn Rand, las empresas ahora quieren conocer a los
individuos tan bien como se conocen ellos mismos. Las empresas se
esmeran en alcanzar la transparencia perfecta, de modo que, en palabras
del economista jefe de Google, Hal Varian, el motor de búsqueda “sabrá
lo que quieres y te lo dirá antes de que plantees la pregunta”.
Podríamos
encontrar consuelo en el hecho de que el poder de estas compañías es
distinto a la fuerza del Estado -pensar que, si su intención es orientar
sus anuncios de forma más eficaz y vender los datos de manera más
rentable, esto también podría redundar en beneficio del usuario.
Mucha
gente disfruta utilizando un servicio que le conoce bien y reconoce sus
hábitos personales, sus preferencias e intereses. La calidad de su
experiencia aumenta con la cantidad de información personal que entregan
-¿y quién no quiere servicios mejores?
Pero los peligros existen.
Pese a que muchos de los datos que recogen las empresas tecnológicas
son frívolos, debemos ser precavidos con el efecto de la agregación:
tomada individualmente, cada pieza parece inocua; tomada en conjunto,
revela una imagen íntima de nosotros.
Sin embargo, esto todavía no llega al corazón del problema. La mayor amenaza no está tanto en qué saben las empresas, sino en cómo
utilizan dicho conocimiento. Los servicios que ofrecen son sugestivos,
repletos de comodidades y nuevas posibilidades, adaptados a todas
nuestras necesidades. Pero cuando cedemos mucha información personal a
las empresas, les otorgamos increíbles poderes y responsabilidades. El
conocimiento puede significar poder, pero la información a menudo
significa dominación.
Y desde los primeros esfuerzos por recopilar
datos a gran escala en el siglo XIX, las empresas han estado utilizando
la tecnología para ejercer un control social masivo.
Bajo la dirección de la filial alemana de IBM, la máquina de Hollerith localizó a los judíos y facilitó su “procesamiento”.
Los infames números tatuados en los brazos de los prisioneros eran
números de identificación de IBM, coincidentes con su lugar individual
en el sistema de tarjetas perforadas de la compañía. Los nazis
recompensaron a Watson por sus servicios en 1937 con la prestigiosa
Orden del Águila Alemana. Aunque devolvió el premio en 1940, su compañía
continuó ayudando a Alemania durante la guerra.
No es que IBM
apoyara explícitamente a los nazis; simplemente se despreocupó de los
fines a los que pudiera servir su tecnología. En el mismo período,
completó un proyecto similar para los Estados Unidos: enviar a los estadounidenses de origen japonés -más de cien mil de ellos- a los campos de internamiento de la costa este.
Las
perversas colaboraciones de IBM durante la Segunda Guerra Mundial
pueden representar un caso extremo, pero sería ingenuo dejar de tenerlas
en cuenta por ello. De hecho, las acciones de la compañía encarnan una
verdad muy manida: las empresas y los Estados han compartido
regularmente intereses y han trabajado juntos para obtener ganancias
mutuas.
Esto sucede al margen de principios morales. Después de
todo, el capitalismo coexiste tan felizmente con dictaduras (Chile bajo
Pinochet o la China de hoy) como lo hace con las democracias. El
capitalista, guiado por su gran espíritu emprendedor, ve cada nuevo
escenario como un nuevo conjunto de oportunidades. La única pregunta que
queda es quién está listo para explotarlas.
El traje nuevo del Gran Hermano
La filtración masiva
de documentos de la NSA en 2013 por parte de Edward Snowden reveló el
rol activo que juegan las empresas en la vigilancia de Estado. Hizo
patente la completa “difuminación de los límites públicos y privados en
las actividades de vigilancia" con “colaboraciones e interdependencias
constructivas entre las autoridades de seguridad del Estado y las
empresas de alta tecnología”.
Facebook, Google y otros sitios web
se habían convertido en las nuevas cámaras de videovigilancia del
gobierno, pero con una gran diferencia: no solo habíamos normalizado
estas nuevas tecnologías de vigilancia, sino que disfrutábamos
activamente de su compañía.
Tras una fachada de lealtad al
usuario, las compañías de tecnología ganan miles de millones prometiendo
al público una cosa y al gobierno la contraria. Como reveló Snowden,
Microsoft proclama
que “es importante que tengas control sobre quién puede y no puede
acceder a tus datos personales en la nube”, mientras trabaja con el
gobierno americano para proporcionar un acceso más fácil a esos mismos
datos.
Esta nueva encarnación de la vigilancia combina la distopía de Orwell con Un mundo feliz
de Aldous Huxley. En la creación de Orwell, un Estado autoritario de la
vigilancia mantiene el orden; en la de Huxley, la automedicación de
soma, una droga antidepresiva que mantiene a todos sonrientes, hace el
mismo trabajo.
Hoy, la vigilancia se lleva a cabo menos por un Gran
Hermano que por un conjunto de Mejores Amigos: estos servicios recuerdan
nuestros cumpleaños, responden a nuestras preguntas sin emitir juicios y
sugieren películas y libros que nos pueden gustar. Lejos de basarse en
el miedo, el nuevo sistema de vigilancia es divertido, atento y útil.
Cuando Facebook quebró en algunas ciudades de EEUU durante el verano de
2014, muchos estadounidenses llamaron al 911.
Las
empresas tecnológicas nos aseguran que sus productos se centran en
nosotros, los clientes. Pero esto no solo oculta sus propios propósitos
de obtener ganancias sino también su perfecta armonía de intereses con
el Estado. Los gobiernos permiten a las empresas recopilar
sistemáticamente información individual -sin importar los riesgos o
consecuencias que esto pueda presentar para los consumidores- porque los
gobiernos reciben acceso a esos datos a cambio. Las empresas, por su
parte, entregan los datos a los gobiernos porque reciben a cambio una
legislación favorable.
Esta armonía se vuelve aún más evidente
cuando uno examina las puertas giratorias entre el Estado y las
compañías tecnológicas. El Center for Responsive Politics descubrió
recientemente que las cinco mayores firmas tecnológicas -Apple, Amazon,
Google, Facebook y Microsoft- gastaron 49 millones de dólares en lobbying solo en 2015, más del doble de los 20 millones que gastaron los cinco bancos más grandes y aproximadamente 3 millones más que las cinco compañías petroleras más grandes.
Durante
los mandatos Obama, la industria tecnológica se afincó en Washington.
Casi doscientas personas que trabajaban para la administración de Barack
Obama en 2015 estaban trabajando para Google a finales de 2016,
mientras que cincuenta y ocho se movieron en la dirección opuesta. Con
Obama, los ejecutivos de Google se reunían en la Casa Blanca más de una
vez a la semana de promedio.
A pesar de que Silicon Valley se
inclina por los demócratas, también ha encontrado una situación
favorable en la Casa Blanca de Trump. El multimillonario de Silicon
Valley Peter Thiel es ahora uno de los principales asesores
de Trump, y una de las primeras medidas del presidente después de las
elecciones fue celebrar una cumbre tecnológica en la Trump Tower,
invitando a diversos líderes a una recepción que ninguna otra industria
recibió. “Estoy aquí para ayudarles, amigos”, prometió.
Una herramienta de control
En
1990, Internet parecía prometer una era de nueva libertad y de mayor
conectividad global. Cuando el profesor de derecho de Harvard Lawrence
Lessig expresó su inquietud en 2000, no fue escuchado. “Fuera de nuestro
control”, advirtió,
“el ciberespacio se convertirá en una herramienta de control perfecta”.
Pocos estuvieron de acuerdo: “Lessig no ofrece muchas pruebas de que
una pérdida de privacidad y libertad al estilo soviético esté en
camino”, se burló un revisor escéptico.
Han pasado diecisiete años y ahora tenemos un aparato de vigilancia que excede al de cualquier Estado autoritario del pasado.
Pero
no debemos reducir los riesgos del capitalismo informacional a la
vigilancia gubernamental. La filosofía subyacente de estas compañías
tecnológicas representa una amenaza a la libertad en sí misma. La
ideología de Silicon Valley ha saturado el ciberespacio y está
reconstruyendo el mundo a su imagen, probablemente superando todo lo que
Lessig anticipó.
Los directores ejecutivos de las empresas
tecnológicas celebran el presente como “la era más mensurable de la
historia”, equiparando la recopilación de información con el ideal
ilustrado de descubrimiento de conocimiento. Las corporaciones nos
prometen que, siempre que tengan acceso a la información de todos,
pueden corregir todos los errores de la sociedad. Esta idea sintetiza la
mentalidad Big Data: resolver los problemas humanos requiere únicamente
recopilar la información suficiente. Con plena fe en esta ideología, la
mayoría de los capitalistas de la información están de acuerdo con Varian, el economista jefe de Google:
cualquier resistencia a la pérdida de privacidad se disipará porque
“las ventajas en términos de conveniencia, seguridad y servicios serán
enormes”.
Pero esta comprensión del progreso basado en los datos
constriñe al individuo. La privacidad debe ser un espacio de
experimentación creativa, un lugar en el que el individuo puede tomar
distancia de los juicios y controles externos. Un mundo sin privacidad,
por el contrario, corre el riesgo de la uniformización y el conformismo.
Al menos idealmente, las experimentaciones privadas de los individuos
desafían las normas e ideologías dominantes; esta fricción, continúa el
argumento, empuja a la sociedad hacia adelante. Sin embargo, bajo el
capitalismo informacional, el progreso, que una vez exigió respeto por
la privacidad, ahora exige su rechazo.
Bajo el capitalismo del Big Data,
la privacidad del individuo queda subsumida en una ideología de
progreso vinculada a la obtención de beneficios. Si el liberalismo
sostenía que restringir la libertad de expresión es particularmente
malo, pues “supone un robo a la especie humana”, el capitalismo
informativo defiende que la negativa a compartir información personal es
el verdadero robo a la especie humana. Mantener algunos aspectos de uno
mismo en privado ahora se interpone en el camino del progreso.
Es
sorprendente como el concepto de progreso de Silicon Valley se alinea
tan perfectamente con sus propios intereses económicos. Esta ideología
no solo promueve la tecnología como la solución a todos los problemas
-¿y quién será el encargado de suministrar la tecnología?-, sino que
además hace depender tanto los beneficios como el progreso de la
existencia de un mismo recurso: cada vez más información personal. Sin
embargo, la armonía entre el progreso y el beneficio no es perfecta y
esta contradicción es lo que mejor revela el rostro autoritario del
Silicon Valley.
Mientras que en términos de “progreso” estas
compañías tecnológicas se presentan a sí mismas como pioneras radicales
-se mueven rápido y cambian las cosas, como dice el mantra-, cuando se
trata de obtener ganancias esta “radicalidad” enmascara un deseo de
perfecto conformismo. Como señala
la especialista en privacidad Julie Cohen, el capitalismo informacional
desea en última instancia “producir ciudadanos consumidores manejables y
predecibles, cuyos modos preferidos de autodeterminación se desarrollen
a lo largo de trayectorias predecibles y generadoras de beneficios”.
Para
hacerlo, estas firmas tecnológicas establecen una densa red de opciones
-como en las sofisticadas recomendaciones de Spotify y Netflix-
adaptadas a una versión particular de la identidad de un individuo,
“diseñadas para promover opciones consumistas y generadoras de
beneficios que sistemáticamente desfavorecerán las innovaciones
diseñadas para promover otros valores”. Como expone el ex especialista
en ética de diseño de Google, Tristan Harris, “si controlas el menú,
controlas las elecciones” -y si controlas las elecciones, estás
controlando las acciones-.
El capitalismo siempre ha tratado de
alinear las ambiciones de la sociedad con las suyas propias. Con
Internet, este objetivo está más cerca de cumplirse. Existen pocas
fuerzas opositoras, si aún las hay. De los quince sitios web más
visitados del mundo, solo uno, Wikipedia, no opera bajo la lógica de
Silicon Valley. Teniendo en cuenta la creciente importancia de Internet
como un espacio para el desarrollo humano, la penetrante influencia de
esta ideología no puede ser saludable para una sociedad diversa y
democrática. Esta dinámica no hace más que intensificarse cuando dos
compañías, Google y Facebook, prácticamente controlan el mercado.
Como
lugar de auto-creación, discusión pública y organización social,
Internet influye en la forma de estructurar nuestro pensamiento, nuestro
conocimiento y nuestro comportamiento. Hoy, es un espacio construido
casi exclusivamente con el objetivo de maximizar los beneficios.
En
una burla de su promesa utópica inicial, Internet se ha convertido no
solo en una herramienta de vigilancia masiva, sino también en una
tecnología de publicidad avanzada y un medio de control social.
Si
queremos desafiar este estado de las cosas, debemos comenzar por tener
conversaciones más significativas sobre la Internet que queremos. Es
algo demasiado importante como para que siga siendo un dominio exclusivo
de las empresas.
Los datos, si se deben recopilar, deben
democratizarse, no filtrarse a través de algoritmos secretos para
obtener beneficios privados. Hasta que se rompa el control tiránico de
Internet, en el capitalismo informacional los peligros solo se
profundizarán. Como con todas las tiranías, las vidas de los ciudadanos
serán cada vez más transparentes, mientras que las actividades de los
poderosos serán cada vez más opacas." (Samuel Earle
, Sin Permiso, 01/11/2017)
No hay comentarios:
Publicar un comentario