"A Angélica Liddell no le gusta “este mundo donde las mujeres han dejado de amar a los hombres”. Lo proclama al comienzo de su nueva obra, The Scarlett Letter,
libremente inspirada en la novela de Nathaniel Hawthorne, que se
estrena esta noche en los Teatros del Canal de Madrid.
La francotiradora
por excelencia de la escena española no ha firmado una vulgar
adaptación de ese monumento literario, sino un texto que parte de
aquella diatriba decimonónica contra el puritanismo estadounidense para
cargar contra la última iteración del feminismo en tiempos del #MeToo.
Liddell denuncia sobre el escenario la
“justicia de revista de peluquería” del movimiento, conducido por
“misandras totalitarias” que no dudan en condenar “a quienes, con su
perversión, nos hicieron más libres”. No lo expresa la propia directora,
sino su álter ego escénico, aunque en su caso cuesta distinguir al doctor Frankenstein
de su criatura.
Y, para aclararlo, de nada sirve pedirle ayuda. Hace
meses que Liddell dejó de conceder entrevistas, tal vez porque sus
explicaciones no serían audibles en el clima actual. Aun así, el
programa del espectáculo contiene un texto firmado de su puño y letra
que no deja lugar a dudas.
“Seguimos rebelándonos contra la violencia de
la hipocresía moral en tiempos de puritanismo. Hemos perdido en el arte
la fuerza de la naturaleza salvaje para siempre”, escribe. “Hemos
ganado en pacatería, en estupidez y en embuste. La cobardía y la
mojigatería son más agresivas que nunca. Antes era la religión. Ahora,
la ideología”.
Para Liddell, todo en la vida humana procede del
deseo, “de un sucio y violento movimiento entre penes y vulvas, de una
pasión irrefrenablemente violenta”. Eso es lo que traducen sus pinturas
vivientes, en la que se pasea entre machos desnudos con la letra A, de
adúltera, zurcida en rojo sobre su vestido negro. Su escritura teatral,
ese recital tremendista, no ha cambiado mucho y sus rituales escénicos
siguen siendo perturbadores.
Sobre la música de Lully, compositor oficial del Rey Sol,
Liddell sujeta órganos sexuales con sus manos y luego los acerca a su
boca. Así se transforma en una prima lejana de Hester, la protagonista
de Hawthorne,
condenada por los colonos por haberse acostado con el pastor y después
elevada a la categoría de “Eva estadounidense” por el teórico Harold
Bloom.
Como Hester, las heroínas del Nuevo Mundo serán
ángeles caídos, condenados a tener vidas dolorosas por haber desacatado
la autoridad. Liddell hace lo mismo respecto a los consensos de nuestra
era.Tras un retiro voluntario de los escenarios españoles, a los que
renunció en 2014 al haber llegado “al tope de desprecio que uno puede
soportar”, Liddell volvió a Madrid el año pasado con su Trilogía del infierno. Ahora reincide, pero solo por tres funciones, para las que no quedan entradas desde hace meses.
El estreno de The Scarlett Letter se
produjo en Orleáns en diciembre, pocas semanas antes de triunfar en el
Teatro de la Colline de París, que dirige otro grande de la escena
europea como Wadji Mouawad. En la primera función, descolocó la
contundencia verbal de sus monólogos, “diatribas tan misóginas que
seguramente costarían un exilio artístico a cualquier intérprete
masculino”, sentenció The New York Times.
Algunos
se lo tomaron a risa, como si la vieran incapaz de atacar a su propio
género. Es conocerla mal. “Ninguna mujer es bella al envejecer”,
apuntaba Liddell sobre esas “heroínas de vaginas marchitas” que dice
observar a su alrededor.
El espectáculo también funciona
como homenaje a sus ídolos, con Foucault, Barthes, Genet, Pasolini o
Artaud en cabeza. En el ensayo que este último dedicó a Van Gogh, El suicidado por la sociedad,
el escritor francés sostenía que el torturado artista no puso fin a sus
días a causa de una crisis de locura, sino de lucidez. “Fue la sociedad
la que lo mató para vengarse y castigarlo por haberse alejado de ella”,
expresó.
En The Scarlett Letter, Liddell
juega en esa misma liga. “Sin jueces no existiría el arte. Sin
hipocresía no existiría el arte. Sin ustedes no existiría el arte. Les
doy las gracias por despreciarme”, escupe al espectador desde el
comienzo de la obra, asumiendo ser una de esas “flores negras de la
sociedad civilizada” sobre las que habló su admirado Hawthorne." (Alex Vicente, El País, 14/02/19)
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