23/12/15

La felicidad existe sólo en la representación, es siempre el fruto de una elaboración. Hay que trabajarla. Está en otro lugar, en otro tiempo, es casi una utopía

"Nouvel Observateur: Usted ha escrito mucho sobre la aptitud para ser felices de aquellos que la vida parecía condenar a la desdicha, aquellos que llamamos “resilientes”, rescatados de la desgracia. Igualmente usted ha escrito mucho sobre la inaptitud para la felicidad de aquellos que, como se dice, “tienen todo para ser felices”. En el fondo, ¿qué es este estado que denominamos felicidad?

 Boris Cyrulnik: Comenzaré con una anécdota. Un día un laboratorio me solicitó dar unos cursos postuniversitarios a médicos generales. Yo me propuse anotar durante dos meses las frases divertidas o penetrantes de mis pacientes, para comentarlas con los médicos. Llené así varias libretas. Entre las frases, había una que se repetía regularmente y que siempre anotaba con la misma extrañeza: “A menudo conocí la dicha, pero nunca me hizo feliz”. ¿Cómo explicar esta frase?

 “A menudo conocí la dicha”: dicho de otra manera, conocí situaciones que correspondían a la idea, a la anticipación que yo tenía de lo que era necesario para ser feliz. Siendo pobre, sueño que si fuera rico, sería feliz. Siendo lisiado, sueño que si tuviera mis dos piernas sería feliz. O aún más –pienso particularmente en un paciente: “Si apruebo el concurso (y lo aprobó. 

Fue admitido en una Grande Ecole), si soy nombrado en el Midi (y fue nombrado en el Midi), si puedo trabajar en esta empresa (fue nombrado en esa empresa) yo sería feliz”. Él realizó esas porciones de sueño, por lo tanto “conoció” la dicha… y sin embargo no era feliz, ya que en el curso de su historia personal, había aprendido a no ser feliz. Cuando era niño, sus padres estaban ausentes muchas veces; así que había vivido largos periodos de aislamiento, refugiándose en los libros para escapar del sufrimiento.

 Lo que se impregnó en su memoria, era una manera insegura de amar: “nadie puede amarme, no soy amable; la prueba es que aquellos que amo me abandonan para irse a recorrer el mundo. 

Así pues, que si por desgracia amo a alguien, me dejará”. Como era un muchacho inteligente, había podido esconder su miedo de vivir y su miedo a la sociedad convirtiéndose anormalmente en buen estudiante. Gracias a esto había realizado sus sueños… y sin embargo era desdichado. Porque su memoria estaba impregnada de una inaptitud para ser feliz.

Nouvel Observateur: ¿Tal vez era desdichado, no a pesar de sus éxitos sino a causa de ellos? No hay una forma de desgracia o de no-dicha, que resulta de la realización de nuestros sueños que nos deja carentes de deseo?

Boris Cyrulnik: Mucha gente, en efecto, se pone triste después de realizar un proyecto. Los estudiantes, al día siguiente de un examen, dicen: “estoy vacío, no tengo nada que hacer hoy”. Ellos encuentran rápidamente otra cosa que hacer, ya que son jóvenes y tienen placeres e inquietudes: cosas con las cuales llenar una vida.

 Pero muchos se deprimen después de un acto cumplido. Un amigo, que acababa de realizar una bella exposición de pintura, recientemente, me dijo: esto es para mí una dicha, y sin embargo sé que voy a tener seis meses de depresión…

Nouvel Observateur: ¿no podría extenderse el razonamiento y decir que nuestra sociedad es “depresiva”, según las palabras empleadas por Tony Anatrella, ya que realizó las grandes aspiraciones colectivas de la Postguerra? 

La mayoría de nosotros, vivimos hasta muy viejos y con mejor salud, comemos bien, estamos al abrigo, nos calentamos en invierno y nos refrescamos en verano, estamos asegurados contra las enfermedades, el desempleo, la vejez, tenemos carros y aviones para desplazarnos, tenemos vacaciones varias veces al año…

Todo eso que llamamos progreso, parecía un sueño inaccesible a nuestros bisabuelos. Y, sin embargo, vemos cada vez más a la gente sucumbir en lo que Alain Ehrenberg denomina “la fatiga de ser uno mismo”…

Boris Cyrulnik: Todo lo que usted dice es verdad sin duda alguna. Y podríamos seguir con la enumeración: las mujeres controlan la fecundidad, es decir, pueden convertirse en personas, participar en la aventura social. Los resultados sexuales son mejores que antaño, y mejor compartidos. 

Antiguamente, en el acto sexual, era un hombre quien obtenía placer con una mujer ansiosa. Hasta los años 70 dos de cada tres mujeres eran frígidas o insatisfechas. Hoy menos del 15%. En el 86% de los casos, es un hombre y una mujer quienes comparten su placer. Se trata de un progreso inmenso, debido al control de la fecundidad, es decir, gracias a un descubrimiento técnico, seguido de una ley social.

Pero eso es el bienestar no la felicidad. Hay una fábula de Péguy que me parece hermosa: la fábula de los picapedreros. Charles Péguy va en peregrinaje a Chartres. Observa a un tipo cansado, que suda y que pica piedras. Y le pregunta: “¿qué está haciendo señor? -Acaso no ve, pico piedras; es duro, me duele la espalda, tengo sed, tengo calor. Practico un sub-oficio, soy un sub-hombre”. Péguy continúa y ve más lejos a otro hombre que pica piedras, que no se ve tan mal. 

“¿Señor qué hace? -Gano mi vida. Pico piedra, no he encontrado otro oficio para alimentar a mi familia, estoy muy contento de tener éste”. Péguy continúa su camino y se aproxima a un tercer picapedrero que esta sonriente y radiante y le hace la misma pregunta, y este responde: “yo señor, construyo una catedral”.

 El hecho es el mismo, la atribución de sentido es completamente diferente. Esta atribución de sentido viene de nuestra propia historia y de nuestro contexto social. Cuando se tiene una catedral en la cabeza, no se pica piedra de la misma manera.

Nouvel Observateur: Así pues, el sentido de su apólogo es: el malestar no es la infelicidad. Para ser feliz, es necesario un proyecto que dé sentido a nuestra existencia.

Boris Cyrulnik: Cuidado, el bienestar es importante: si sufrimos físicamente, si tenemos hambre, si estamos en duelo, no somos felices. Por lo tanto, no idealicemos el pasado. 

Antes, uno de cada dos niños fallecía en el primer año. Los niños morían de diarrea, las mujeres de hemorragias y los hombres morían más tarde, generalmente, de infecciones. Sólo el 2% de la población alcanzaba nuestra esperanza de vida. La gran mayoría vivía en la desgracia constante, en el sufrimiento inmediato. Puesto que cuando uno está atrapado por un sufrimiento, se es prisionero de lo inmediato: no se tiene la posibilidad de soñar, de elaborar. “Elaborar” es la palabra importante.

Pero a la inversa, cuando los problemas materiales están aparentemente solucionados, si el contexto familiar y social no tiene sentido, el individuo no puede construir su identidad: “no puedo saber lo que soy, lo que quiero, lo que valgo sino en el encuentro y en la confrontación con otros.

 Voy a la escuela, papá y mamá son simpáticos, la comida está servida, tengo una pieza para mí, un televisor y sin embargo no sé quién soy. Tengo el bienestar, más no la felicidad. No tengo ninguna cuenta que arreglar con la vida, ningún proyecto que realizar, nada que contar. Ya que jamás he tenido la ocasión de alcanzar una sola victoria. Entonces me identifico con héroes efímeros, un cantante del cual olvidaré su nombre seis meses después, un futbolista que me hará gritar como si estuviera en trance…” Lo efímero.

“Hasta que llegue un día un acontecimiento, una experiencia que me identificará”. Eric Zorn dice que se sintió vivo por primera vez el día que le anunciaron que tenía cáncer. Y Cyril Collard: es bello, tiene una familia adorable, entra a la Central con el primer esfuerzo, y no sabe quién es. 

Él dice: “descubro quién soy a partir del momento en que comienzo a drogarme y a tener sexo sin protección. Porque hasta ahora, sólo he escrito una biografía con páginas blancas”. Yo sé que voy a ofender a muchas personas diciendo esto, pero muchos jóvenes se hunden en la droga simplemente por eso: para vivir algo, para ser alguien. Por otra parte, existen adicciones sin droga: el juego, el sexo, el amor…

Nouvel Observateur: Usted evocaba el caso de Zorn. Es un fenómeno muy conocido por los médicos: en una existencia donde no sucede nada, paradójicamente, la enfermedad puede hacerlo feliz, ya que permite contar su vida a otros, poner su vida en un relato…

 Boris Cyrulnik: Esto es lo que Paul Ricoeur llama “la identidad narrativa”. A partir de los 6 años, desde el instante en que soy capaz de hacer un relato de mi vida, construyo lo que soy. Pero lo hago en el encuentro: con los otros y con los acontecimientos –nadar, saltar desde un risco o estar enfermo.

Nouvel Observateur: Lo que explicaría que nuestra sociedad, en términos generales en buena salud, esté al mismo tiempo acosada por la enfermedad, capturando hasta el más mínimo síntoma, el cual habría sido considerado sin importancia en el siglo pasado. Dicho de otra manera, ¿entre mejor se esté, más incapaz se es de gozar de nuestra salud?

Boris Cyrulnik: Desde luego. El mismo razonamiento puede hacerse con relación a la violencia. No hay una sola sociedad que se haya construido sin violencia. La noción de violencia, cuando uno está inmerso en su interior, no es ni siquiera pensada; no tiene relevancia, es normal. El hecho que hoy ya no sea soportada es una prueba de los progresos realizados.

Igual sucede con el maltrato. En la época en que se consideraba como normal e incluso moral maltratar a los niños, no se empleaba la palabra “maltrato”, se decía “educación”. El látigo, que acaba de desaparecer, era vendido en las droguerías y se pensaba que era bueno hacer daño a los niños. Conocí personas de mi edad que crecieron en instituciones religiosas: a los sujetos malos se los encerraba en un calabozo durante varios días, sin luz y sin comida.

 Era así, como se creía, que había que adiestrar a los niños, sino se convertirían en perversos, ladrones y mentirosos. Hoy, se le avisaría a la trabajadora social y los curas serían enviados a prisión. En estos casos, igualmente, la dimensión que adquiere el maltrato, muestra el progreso alcanzado.

Nouvel Observateur: Se puede extender el razonamiento, y decir que ¿el grado de insatisfacción, de angustia y tal vez de infelicidad aumenta a medida que nos aproximamos, asintomáticamente, a un ideal inalcanzable? Dicho de otra manera, ¿cuanto mejor está la sociedad, peor la gente?

Boris Cyrulnik: Más bien piensan que están mal. Ya que se necesita una representación de la felicidad y de la desdicha, y ésta es la función de los artistas, de los periodistas, de los que fabrican el discurso social. Creo que muchas personas son, sin saberlo, felices o desdichadas.

[…]  Nouvel Observateur: Volvamos sobre la distinción bienestar/felicidad. ¿Qué se necesita para pasar del uno al otro?

Boris Cyrulnik: El bienestar es lo inmediato, es la percepción: “me alimento bien, me siento bien, no tengo hambre, no tengo miedo”. La felicidad existe sólo en la representación, es siempre el fruto de una elaboración. Hay que trabajarla. Está en otro lugar, en otro tiempo, es casi una utopía. 

Pero hay utopías fundadoras. Pueden ser fundadoras del delito (creo incluso que la mayoría lo son). La utopía es una representación que provoca un sentimiento que podemos experimentar en lo real. Enunciar una utopía seductora provoca una representación que no existe, tal vez, más que en la verbalización, pero que tiene, sin embargo, efectos sobre lo real. 

Y que nos hace felices. Todo el mundo utiliza esto, los partidos políticos, las iglesias, las sectas (“todos moriremos, pero nosotros, gracias a nuestro ritual, viviremos después de la muerte y conoceremos el paraíso”) e incluso los vendedores de carros.

 Nouvel Observateur: ¿Así pues nuestra sociedad depresiva no estaría enferma a causa de su presente, sino de su futuro?

Boris Cyrulnik: Más bien de su falta de representación del futuro. Yo hice mis estudios en una época en que la medicina ascendía. Era un éxtasis constante. Había salas con 60 camas. Las condiciones de vida de los enfermos en los hospitales eran innobles. Vivían entre las infecciones y los excrementos. 

Debí desesperarme. Pero yo no vivía en esa realidad asquerosa: vivía en la utopía del progreso. Me decía: encontraremos medicamentos, nuevas técnicas… Es en estos últimos años que nos hemos dado cuenta que no hay ni un solo progreso que no tenga efectos indeseables. Mucho tiempo se creyó que el progreso era lineal, que todos los problemas tendrían solución mañana. Y esta creencia embelleció mi vida.

Nouvel Observateur: “La idea de progreso entró en decadencia”, decía Octavio Paz. ¿Piensa Usted que es esta crisis del progreso la que bloquea nuestra proyección hacia el futuro?

Boris Cyrulnik: Diría casi lo contrario: es la ausencia de proyecto lo que provoca la crisis del progreso. Anteriormente, la mayor parte de los hombres pasaban sobre la tierra como por un valle de lágrimas. Esta idea fue central hasta la Revolución Francesa. En el discurso cristiano había dos paraísos: el paraíso antes del pecado y el que se encontraría al final de los tiempos. 

Sólo se podía ser feliz antes de la vida o después de la muerte. Llega la Revolución Francesa: “la felicidad es una idea nueva en Europa”. A partir de esta frase de Saint-Just, la felicidad ya no es metafísica, se convierte en un proyecto social, en algo accesible. Es un objetivo, y va a ser necesario que nos unamos. El odio nos unirá contra los aristócratas, contra los curas o, después, contra los capitalistas, que nos han reducido al estado de acompañantes de las máquinas. 

Yo conocí esto en la región de la Seyne, cuando era médico, en el Centro Médico Social: los hombres descendían a los tanques de los barcos petroleros a las cinco de la mañana con un fiambre en el morral, y volvían a salir a las cinco de la tarde. Volvían a sus casas atontados, bebían un litro de vino que les servía de somnífero y de tranquilizante, después se dormían. 

Durante decenas de años hacían lo mismo… Algunos de estos hombres no resistieron: depresión, agotamiento, suicidio. Muchos soportaron verdaderas torturas físicas, el calor, la sed, gracias al discurso social que los glorificaba: “Yo, señor, tengo una mujer y tres niños”. Porque tenían un proyecto: “haremos un paro, nos uniremos y los trabajadores mejorarán sus condiciones de existencia”. Esta utopía provocó en ellos una representación del futuro que los hizo felices.

Nouvel Observateur: ¿Se podría ser más feliz en un valle de lágrimas que en un río en calma?

Boris Cyrulnik: No, pero se puede soportar un valle de lágrimas si se tiene un proyecto que realizar, de la misma manera que se necesita un proyecto para no morir de aburrimiento en un río en calma, se necesita una utopía.

En una cultura de la utopía, que reposa sobre una representación del tiempo futuro, se puede aceptar la duración del sufrimiento. En nuestra cultura de lo inmediato no se acepta la espera. El sufrimiento, la angustia, deben desaparecer enseguida: los deseos deben ser satisfechos de manera inmediata. 

Y esta cultura de lo inmediato conlleva a la frustración, es decir, a la agresión y a la acrimonia. Puesto que las cosas necesitan de duración para tener sentido. Si no, se está en una búsqueda extraviada del goce, como sucede con Don Juan o con el drogadicto.

Nouvel Observateur: ¿Tal como lo hace Pascal Bruckner, diría usted igualmente que “la ideología de la felicidad”, la conminación que se nos hace de ser siempre jóvenes, bellos, de estar en buena salud, productivos, induce mecánicamente al sentimiento de desdicha?

Boris Cyrulnik: Yo diría más bien de frustración y de amargura: desde que se deja de gozar, lo real adquiere un gusto amargo. La búsqueda de la felicidad inmediata destruye la catedral que tenemos en la cabeza. Es por eso, que a pesar de mejorar realmente nuestras condiciones de existencia y nuestros sistemas de protección, hay cada vez más depresivos y agrios. La OMS prevé que la depresión será la enfermedad del siglo XXI.

Nouvel Observateur: Necesitamos utopías, según usted. Pero hoy éstas producen miedo y con razón: de la revolución de Octubre al 11 de Septiembre de 2001, pasando por Nuremberg, la historia nos ha enseñado que las utopías producen, sobre todo, desgracia…

Boris Cyrulnik: Ellas son al mismo tiempo necesarias y peligrosas. Crean un mundo de representación que nos hará felices. Los participantes de las sectas son felices, en un primer momento. Los miembros del Frente Nacional son felices. Y los nazis, ¡ni para que hablar! Observe las películas de Leni Riefenstahl: esos individuos jóvenes y bellos, orgullosos de ser rubios, delgados, musculosos… se trataba de una utopía criminal, pero ¡sí que los hizo felices!

 Y la utopía comunista, en mi opinión, ha sido también criminal. Pero hizo feliz a muchos corajudos proletarios que recuperaron su dignidad gracias a ella. Cuando yo estaba en la Juventudes Comunistas, ¡era formidablemente feliz! Hasta el día en que me enviaron a Rumania y a Hungría por lo buen militante que era. Un tío que era muy joven me dio direcciones de amigos que tenía que visitar allí, se trataba de veteranos de la Resistencia. 

Fui hasta ese lugar. Todos habían desaparecido, habían sido capturados por la policía. Comencé entonces a dudar, hice preguntas y lo real destruyó mi utopía. Abrí los ojos y eso me convirtió en desdichado; ya que perdí una bella esperanza, un bello relato, noviecitas, amigos, noches de teatro, compromisos “US go home”, todas esas cosas que habían encantado mi juventud.

Nouvel Observateur: ¿Fue la utopía lo que usted perdió? ¿O la camaradería, las reuniones de célula, la venta del periódico L’Humanité, es decir, el sentimiento de pertenencia?

Boris Cyrulnik: Yo habría podido conservar ese sentimiento de pertenencia (tenía dieciséis años) si los mayores a quienes yo hacía preguntas hubieran aceptado dudar y sorprenderse conmigo. El sentimiento de pertenencia como la utopía, es delicioso y peligroso. Nos ayuda a identificarnos. 

Pero cuando este sentimiento de pertenencia es cerrado, trae consigo el desprecio por los demás, la ausencia de empatía, y puede conducir al crimen. “Si yo pertenezco a la raza de los señores, que importa que los judíos mueran, que los gitanos mueran, después de todo no son completamente hombres. Vamos a purificar el mundo y eso está bien”.

Nouvel Observateur: ¿Por qué el sentimiento de pertenencia produce tanta felicidad?

Boris Cyrulnik: Opera como el mito, más el afecto. Yo estoy en un mundo confuso, no sé lo que está bien ni lo que está mal. No sé lo que me volverá fuerte. Y de pronto llega alguien, un fabricante de mitos, que puede ser un filósofo, pero que muchas veces es un soldado o un cura. 

Observo un movimiento de masas alrededor mío, que hace que este hombre sea iluminado por la mirada de los demás. Tiene un discurso –religioso, filosófico, científico– gracias al cual el mundo será al fin claro: ahora sé lo que está bien y lo que está mal, dónde están los hombres y dónde las mujeres, dónde están los buenos y donde los malos; el mundo está categorizado. Además, hay ritos que permiten ir a escuchar a este hombre maravilloso. No conozco mito sin rito. 

El contenido de su discurso nos importa un pepino. Los discursos de Hitler casi no se entendían. Pero la escenografía provocaba un trance colectivo. Le Pen encontró casi lo mismo: pasa en medio de la masa ordenada (una masa comunista no habría estado ordenada), hay hombres bellos, bien vestidos, los reflectores lo enfocan, lo siguen, cada vez más luminoso; sube una gran escalera; se voltea, abre los brazos. Los tambores suenan, los estandartes (oriflammes) se mueven. Y lloro.

Recuerdo un paciente que era realmente desdichado. No tenía ni familia, ni oficio, ni proyecto. No tenía nada. Estas son las psicoterapias más difíciles. El muchacho creía poder calmar su desdicha bebiendo, lo que, evidentemente, agravaba todo. Un día, lo vi llegar tranquilo y me dijo: estoy mejor, dejé de beber, entré al Frente Nacional. Él encontró un lugar de pertenencia, unas categorías mentales que le permitían organizar su mundo, ritos de interacción. Este muchacho se volvió feliz.

Nouvel Observateur: ¿Entre más cerrado y sectario es el grupo, es más seguro y genera más felicidad?

Boris Cyrulnik: Sin duda. El racismo, el fanatismo, la intolerancia, son euforizantes. Esta es la clave de las sectas o de los partidos extremistas. El cáncer de la democracia es la duda, puesto que se discute todo. Por lo tanto angustia. El racismo hace feliz. Usted se da cuenta: “no tengo nada que hacer, nada que probar. 

 Soy blanco, nací en un buen lugar y en una buena familia, pertenezco a la esencia humana superior”. Esta es la aristocracia de los despreciables. Yo vacilo al decir esto, pero asistimos hoy a un fenómeno comparable en los barrios: “Soy un niño nacido en la periferia, no tengo trabajo, hablo mal el idioma, no participo en la aventura social y cultural: soy humillado”.

Nouvel Observatur: “Siento odio”, como dicen…

Boris Cyrulnik: El odio que me permitirá reparar mi autoestima herida. Es maravilloso poder odiar a alguien…

Nouvel Observateur: ¿El odio hace feliz?

Boris Cyrulnik: Sí, en la medida en que, como el mito, categoriza: bien/mal, negro/blanco, ellos/nosotros. Y además refuerza el sentimiento de pertenencia: el amor del semejante y el odio del diferente. “Tienes el mismo enemigo que yo: gracias al odio, nos amaremos”. Es esto lo que vemos en los barrios, en donde estos muchachos atacan los símbolos del orden social establecido: las patrullas de los policías, los bomberos, los carros… 

He tenido muchas veces la ocasión de discutir con ellos; me aterra su euforia, la misma de los racistas después de una emboscada. La violencia y el odio tienen un efecto antidepresivo, euforizante, unificador. Es en los grupos de pertenencia humillados donde se encuentran los héroes más magníficos.

Nouvel Observateur: ¿Qué es un Héroe?

 Cyrulnik: Alguien que tiene la función de reparar la identidad de un grupo humillado, “reparar su herida narcisista”, como dicen los psicoanalistas. El héroe me representa, pertenece al mismo grupo que yo: en cierta medida es un poco de mí. Su valentía es la mía. Hoy el Medio Oriente está lleno de héroes. 

Héroes bellos, muy valientes, totalmente sometidos a un discurso social, prestos a morir por la realización de esta utopía “yo, candidato al martirio, no sólo voy a reparar a mi pueblo humillado, sino que, si por fortuna muero seré aún más amado –aún vivo– después de mi muerte. 

Gracias a mi sacrificio heroico viviré eternamente en la representación”. Esta es la trascendencia perfecta. La vida es la des-dicha (mal-heur), no les interesa. Lo que es interesante para ellos, es lo absoluto, la gran felicidad del fanático. Se está más allá de la euforia: se está en el éxtasis, que roza el sufrimiento extremo.

Nouvel Observateur: ¿Todo el mundo puede convertirse en fanático, o es asunto de ciertas personalidades?

Boris Cyrulnik: Los extasiados, los místicos, por ejemplo, son personas muy ansiosas. El éxtasis es un mecanismo defensivo. Yo pienso que son personas que no soportan el malestar de la duda. ¿Dónde está el bien, dónde está el mal? Esto no es claro. ¿Son los Palestinos o los Israelíes quienes tienen razón? Eso depende… todos vivimos en la duda y en la ambivalencia. 

Por mi parte encuentro muy tranquilizador que la gente dude. Puesto que la ambivalencia es fuente de conflictos, de debates y de evolución. La ambivalencia nos permite tomar en cuenta a los demás: “Yo quiero comprender lo que él piensa, por qué me agrede, tal vez él tiene sus razones”. 

La duda puede ser también fuente de angustia. Los que, entre nosotros, no han adquirido un mecanismo tranquilizador de control de la angustia, sufrirán hasta el momento en que alguien –Bin Laden u otro– les aporte al fin la verdad. Es así como nacen los kamikazes.

Por el contrario en una sociedad en paz, habituada a vivir en lo inmanente y lo relativo, los héroes son un poco anticuados: El Saint-Cyriens (el especialista militar) que está presto al asalto con una ametralladora y un casco con plumas de color rojo y gris, guantes blancos, es para nosotros hoy ridículo. 

Nosotros tenemos héroes instantáneos: Zidane, Kouchner, Lady Di. Un grupo que necesita héroes pequeños no hará odiseas, pero es un buen signo: eso quiere decir que vivimos un presente aceptable. Eso quiere decir también que no tenemos la misma idea de felicidad…

Nouvel Observateur: “Hay dos cosas que el hombre detesta, escribió uno de sus colegas psicoanalistas: la felicidad y la libertad…”

Boris Cyrulnik: Está dicho de una manera un poco abrupta, pero creo que es verdad. Si la libertad es una utopía, proporciona felicidad. Las utopías de la liberación son maravillosas. Pero la libertad es angustiante, ya que nos hace responsables de nuestras elecciones.

En Portugal, bajo el régimen de Salazar, había mucho sufrimiento, pobreza, desapariciones, pero no había angustia. Si todo andaba mal, se sabía quién era el responsable: los militares decían que eran los comunistas; la gente del pueblo decía que eran los curas y los militares. Había una utopía que les daba esperanza, pero sobre todo, había ritos de interacción. La gente del pueblo se encontraba a escondidas, se ayudaba, discutía. 

Eso creaba vida, vida con sentido. Cuando Salazar murió, fue necesario aumentar las consultas para la angustia, no estaba el salvador para expiar las faltas, no había un totalitario que dijese donde está la verdad, no había más enemigo que combatir para que al fin se pudiese vivir maravillosamente: la gente se convertía en dueña de su destino. La angustia aparecía junto con la libertad.

Nouvel Observateur: Hoy nuestra sociedad no lucha por la libertad, si no por el tiempo libre: las 35 horas de trabajo, las vacaciones. Para mucha gente, trabajo = desdicha; distracciones = felicidad. ¿Cree usted en ésto?

Boris Cyrulnik: La búsqueda de la felicidad inmediata conduce a la frustración. La gente en vacaciones, cuando se le impide gozar, tiene reacciones muy agresivas. Si se construye una civilización de diversiones sin sentido, yo temo que nos volvamos cada vez más agresivos. 

Por el contrario, se puede inventar una cultura de las 35 horas de trabajo. Apuesto a que aquellos que se beneficiaran de esta nueva moral de la felicidad, serán quienes tienen una doble vida, organizada alrededor de dos proyectos: un proyecto social (hay que ganarse la vida) y un proyecto personal (intentar una bella aventura).

Nouvel Observateur: Muchas personas pasan su vida imaginando cuan felices serán durante su jubilación. Y cuando llega, se hunden en la depresión.

Boris Cyrulnik: En el momento de la jubilación se observan descompensaciones sorprendentes. Pienso en ese hombre que me dijo murmurando: “Desde que estoy jubilado ya no soy nadie”. Este es el ejemplo del tipo que había invertido todo en su trabajo. Pero si el futuro está en la doble vida, la jubilación puede convertirse en una promoción. Aquellos que tengan otro proyecto de existencia, podrán realizarse.

Nouvel Observateur: Mucha gente vive con un sueño de felicidad: “si pudiera dejaría todo y me iría a vivir en Provenza. Allá, viviría con muy poco, comería ensaladas, tendría todo el tiempo para mí y mi familia”. ¿Este sueño, que muy pocos realizan, les ayuda a vivir o hace crecer su sentimiento de frustración?

Boris Cyrulnik: Hay que distinguir entre la fantasía y la mitomanía. La fantasía es un mecanismo de defensa precioso: “estoy triste, mi patrón me exaspera, mi mujer me enerva; si estuviera en Forcalquier, sería maravilloso, mi mujer sería adorable, nuestra relación se renovaría, desayunaríamos en la terraza…” En fin, toda la fantasmagoría.

 Este es un mecanismo eficaz porque, sacando a la gente de lo real, les permite sentirse bien, a pesar de estar en una realidad agresiva. El problema está en introducir la fantasía en lo real: realizar una parte de esta fantasía. “¿No puedo pagarme una casa en Fourcalquier? Pues bien, pagaré dos días en un hotel de los Alpes de Alta Provenza, que me permitirán aguantarme aún tres meses en ese oficio que detesto”. La fantasía modifica lo real y lo hace aceptable.

La mitomanía es un mecanismo diferente. El sueño está cortado de la realidad sensible e incluso no debe adaptarse a ella. Ya que el sueño es tan bello y la realidad tan miserable que lo que yo quiero como mitómano, es ser amado por la idea que usted se hace de mí. No por lo que yo soy. Usted sólo puede amarme, si soy maravilloso. Así pues, voy a mentir y encerrarme en ese mito.
[…]
Nouvel Observateur: Otro complemento de la felicidad es la fe. En un libro reciente del Dalai Lama se lee lo siguiente: “encuestas recientes señalan que la fe contribuye de manera substancial a la felicidad y muestran que la gente que está animada por la fe, cualquiera sea, en general se sienten más felices que los ateos. Según estos estudios, la fe permite afrontar mejor la vejez, los periodos críticos o los acontecimientos traumáticos”. ¿Estos son hechos o bagatelas?

Boris Cyrulnik: Creo que es verdad. Lo he escuchado muchas veces en mis treinta y ocho años de práctica. Y he leído muchos trabajos de psicología y de sociología que van en ese sentido. Por ejemplo, hay pocos decesos de gente anciana durante las fiestas religiosas. Y después hay una avalancha de decesos. 

Esto quiere decir que estas personas son estimuladas: durante la fiesta, aún tienen el gusto por la vida –están acompañadas, hay rituales, todo es sensato–, estas personas esperan la finalización de todo esto para partir. Igualmente en el grupo de trabajo que dirigimos con Michel Mancieux, hay creyentes que nos explican hasta qué punto la creencia juega un papel importante en la resiliencia.

Pero no sólo la creencia religiosa es importante. En mi opinión, la creencia en un bello proyecto de existencia –creer en el hombre, por ejemplo– produce los mismos efectos.

Nouvel Observateur: En el ejemplo de personas ancianas, ¿qué es lo importante: la religión o los ritos sociales que rodean a la fiesta? En otras palabras, ¿no perdió nuestra sociedad una de las llaves de la felicidad, al cambiar el lazo social de antaño por el anonimato de la sociedad urbana?

Boris Cyrulnik: Cuando el lazo social es fuerte, es el mejor tranquilizante que hay. Pero también conocemos lo que provoca el exceso de tranquilizante: el estadio 1 de adormecimiento. Uno cree que es consciente y no lo es verdaderamente. Cuando el lazo es fuerte –conocí esto en una sociedad rural de mi infancia– uno está bien; se sabe quién es quién y quién hace que: cada cual tiene atribuido su función. 

Está el payaso, el jefe, el experimentado, el agitado. El grupo del pueblo tenía una función homeostásica; se autoequilibraba. Cuando alguno moría, el grupo se reacomodaba y otro tomaba su lugar.  (...)

Nouvel Observateur: Para recapitular, la felicidad no es un objeto que se pueda atrapar; la felicidad se construye en el tiempo y en el intercambio.

Boris Cyrulnik: En el compartir. El intercambio es un término comercial. Compartir es un término creador: vamos a hacer un niño, compartamos los placeres y las preocupaciones, vamos a hacer una casa. El intercambio es un placer inmediato. Compartir, es vivir juntos en lo que se ha creado. Exige el encuentro de dos mundos mentales, por lo tanto el conflicto, que es creador.

Nouvel Observateur: ¿Solo no se es feliz?

Boris Cyrulnik: Solo, nada puede desarrollarse. Los niños rumanos que hemos visto en la televisión, estaban sanos: cerebro sano, biología sana. No sabían hablar, hacían sus necesidades sobre ellos mismos, ya que no conocían la alteridad. El hombre es una especie viviente constituida por la alteridad. 

No puedo ser yo mismo sino hay otro. Incluso la bipedia no es posible si no hay un grupo: ésta es un factor cultural. Muchos de los niños abandonados caminan en cuatro patas. Y cuando llega la palabra, se crean mundos intersubjetivos, construcciones de representaciones verbales con combinaciones infinitas.

Nouvel Observateur: La felicidad es un objetivo, no un estado…

Boris Cyrulnik: El paraíso es un lugar imaginario. Uno lo busca. De la misma manera la felicidad está ligada a un lugar metafórico: Cythere. Hay que partir en su búsqueda. La felicidad no es un deber, aquí y ahora. Si está aquí y ahora, se trata entonces de la felicidad de los farmaceutas: del prozac. Pero cuando el efecto se disipa, esta felicidad desaparece. Para encontrar la felicidad es necesario de una aventura: desatar las velas y navegar."  

 (Entrevista a Boris Cyrulnik, Extraído de: Nouvel Observateur No. 1939, enero 3 del año 2002. Traducción de William González V., en Socioideas,18/08/2015)

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