"Nouvel Observateur: Usted ha escrito mucho sobre la aptitud para ser
felices de aquellos que la vida parecía condenar a la desdicha, aquellos
que llamamos “resilientes”, rescatados de la desgracia. Igualmente
usted ha escrito mucho sobre la inaptitud para la felicidad de aquellos
que, como se dice, “tienen todo para ser felices”. En el fondo, ¿qué es
este estado que denominamos felicidad?
Boris Cyrulnik: Comenzaré con una
anécdota. Un día un laboratorio me solicitó dar unos cursos
postuniversitarios a médicos generales. Yo me propuse anotar durante dos
meses las frases divertidas o penetrantes de mis pacientes, para
comentarlas con los médicos. Llené así varias libretas. Entre las
frases, había una que se repetía regularmente y que siempre anotaba con
la misma extrañeza: “A menudo conocí la dicha, pero nunca me hizo
feliz”. ¿Cómo explicar esta frase?
“A menudo conocí la dicha”: dicho de
otra manera, conocí situaciones que correspondían a la idea, a la
anticipación que yo tenía de lo que era necesario para ser feliz. Siendo
pobre, sueño que si fuera rico, sería feliz. Siendo lisiado, sueño que
si tuviera mis dos piernas sería feliz. O aún más –pienso
particularmente en un paciente: “Si apruebo el concurso (y lo aprobó.
Fue admitido en una Grande Ecole), si soy nombrado en el Midi (y fue
nombrado en el Midi), si puedo trabajar en esta empresa (fue nombrado en
esa empresa) yo sería feliz”. Él realizó esas porciones de sueño, por
lo tanto “conoció” la dicha… y sin embargo no era feliz, ya que en el
curso de su historia personal, había aprendido a no ser feliz. Cuando
era niño, sus padres estaban ausentes muchas veces; así que había vivido
largos periodos de aislamiento, refugiándose en los libros para escapar
del sufrimiento.
Lo que se impregnó en su memoria, era una manera
insegura de amar: “nadie puede amarme, no soy amable; la prueba es que
aquellos que amo me abandonan para irse a recorrer el mundo.
Así pues,
que si por desgracia amo a alguien, me dejará”. Como era un muchacho
inteligente, había podido esconder su miedo de vivir y su miedo a la
sociedad convirtiéndose anormalmente en buen estudiante. Gracias a esto
había realizado sus sueños… y sin embargo era desdichado. Porque su
memoria estaba impregnada de una inaptitud para ser feliz.
Nouvel Observateur: ¿Tal vez era
desdichado, no a pesar de sus éxitos sino a causa de ellos? No hay una
forma de desgracia o de no-dicha, que resulta de la realización de
nuestros sueños que nos deja carentes de deseo?
Boris Cyrulnik: Mucha gente, en efecto,
se pone triste después de realizar un proyecto. Los estudiantes, al día
siguiente de un examen, dicen: “estoy vacío, no tengo nada que hacer
hoy”. Ellos encuentran rápidamente otra cosa que hacer, ya que son
jóvenes y tienen placeres e inquietudes: cosas con las cuales llenar una
vida.
Pero muchos se deprimen después de un acto cumplido. Un amigo,
que acababa de realizar una bella exposición de pintura, recientemente,
me dijo: esto es para mí una dicha, y sin embargo sé que voy a tener
seis meses de depresión…
Nouvel Observateur: ¿no podría extenderse
el razonamiento y decir que nuestra sociedad es “depresiva”, según las
palabras empleadas por Tony Anatrella, ya que realizó las grandes
aspiraciones colectivas de la Postguerra?
La mayoría de nosotros,
vivimos hasta muy viejos y con mejor salud, comemos bien, estamos al
abrigo, nos calentamos en invierno y nos refrescamos en verano, estamos
asegurados contra las enfermedades, el desempleo, la vejez, tenemos
carros y aviones para desplazarnos, tenemos vacaciones varias veces al
año…
Todo eso que llamamos progreso, parecía un sueño inaccesible a
nuestros bisabuelos. Y, sin embargo, vemos cada vez más a la gente
sucumbir en lo que Alain Ehrenberg denomina “la fatiga de ser uno
mismo”…
Boris Cyrulnik: Todo lo que usted dice es
verdad sin duda alguna. Y podríamos seguir con la enumeración: las
mujeres controlan la fecundidad, es decir, pueden convertirse en
personas, participar en la aventura social. Los resultados sexuales son
mejores que antaño, y mejor compartidos.
Antiguamente, en el acto
sexual, era un hombre quien obtenía placer con una mujer ansiosa. Hasta
los años 70 dos de cada tres mujeres eran frígidas o insatisfechas. Hoy
menos del 15%. En el 86% de los casos, es un hombre y una mujer quienes
comparten su placer. Se trata de un progreso inmenso, debido al control
de la fecundidad, es decir, gracias a un descubrimiento técnico, seguido
de una ley social.
Pero eso es el bienestar no la felicidad.
Hay una fábula de Péguy que me parece hermosa: la fábula de los
picapedreros. Charles Péguy va en peregrinaje a Chartres. Observa a un
tipo cansado, que suda y que pica piedras. Y le pregunta: “¿qué está
haciendo señor? -Acaso no ve, pico piedras; es duro, me duele la
espalda, tengo sed, tengo calor. Practico un sub-oficio, soy un
sub-hombre”. Péguy continúa y ve más lejos a otro hombre que pica
piedras, que no se ve tan mal.
“¿Señor qué hace? -Gano mi vida. Pico
piedra, no he encontrado otro oficio para alimentar a mi familia, estoy
muy contento de tener éste”. Péguy continúa su camino y se aproxima a un
tercer picapedrero que esta sonriente y radiante y le hace la misma
pregunta, y este responde: “yo señor, construyo una catedral”.
El hecho
es el mismo, la atribución de sentido es completamente diferente. Esta
atribución de sentido viene de nuestra propia historia y de nuestro
contexto social. Cuando se tiene una catedral en la cabeza, no se pica
piedra de la misma manera.
Nouvel Observateur: Así pues, el sentido
de su apólogo es: el malestar no es la infelicidad. Para ser feliz, es
necesario un proyecto que dé sentido a nuestra existencia.
Boris Cyrulnik: Cuidado, el bienestar es
importante: si sufrimos físicamente, si tenemos hambre, si estamos en
duelo, no somos felices. Por lo tanto, no idealicemos el pasado.
Antes,
uno de cada dos niños fallecía en el primer año. Los niños morían de
diarrea, las mujeres de hemorragias y los hombres morían más tarde,
generalmente, de infecciones. Sólo el 2% de la población alcanzaba
nuestra esperanza de vida. La gran mayoría vivía en la desgracia
constante, en el sufrimiento inmediato. Puesto que cuando uno está
atrapado por un sufrimiento, se es prisionero de lo inmediato: no se
tiene la posibilidad de soñar, de elaborar. “Elaborar” es la palabra
importante.
Pero a la inversa, cuando los problemas
materiales están aparentemente solucionados, si el contexto familiar y
social no tiene sentido, el individuo no puede construir su identidad:
“no puedo saber lo que soy, lo que quiero, lo que valgo sino en el
encuentro y en la confrontación con otros.
Voy a la escuela, papá y mamá
son simpáticos, la comida está servida, tengo una pieza para mí, un
televisor y sin embargo no sé quién soy. Tengo el bienestar, más no la
felicidad. No tengo ninguna cuenta que arreglar con la vida, ningún
proyecto que realizar, nada que contar. Ya que jamás he tenido la
ocasión de alcanzar una sola victoria. Entonces me identifico con héroes
efímeros, un cantante del cual olvidaré su nombre seis meses después,
un futbolista que me hará gritar como si estuviera en trance…” Lo
efímero.
“Hasta que llegue un día un
acontecimiento, una experiencia que me identificará”. Eric Zorn dice que
se sintió vivo por primera vez el día que le anunciaron que tenía
cáncer. Y Cyril Collard: es bello, tiene una familia adorable, entra a
la Central con el primer esfuerzo, y no sabe quién es.
Él dice:
“descubro quién soy a partir del momento en que comienzo a drogarme y a
tener sexo sin protección. Porque hasta ahora, sólo he escrito una
biografía con páginas blancas”. Yo sé que voy a ofender a muchas
personas diciendo esto, pero muchos jóvenes se hunden en la droga
simplemente por eso: para vivir algo, para ser alguien. Por otra parte,
existen adicciones sin droga: el juego, el sexo, el amor…
Nouvel Observateur: Usted evocaba el caso
de Zorn. Es un fenómeno muy conocido por los médicos: en una existencia
donde no sucede nada, paradójicamente, la enfermedad puede hacerlo
feliz, ya que permite contar su vida a otros, poner su vida en un
relato…
Boris Cyrulnik: Esto es lo que Paul
Ricoeur llama “la identidad narrativa”. A partir de los 6 años, desde el
instante en que soy capaz de hacer un relato de mi vida, construyo lo
que soy. Pero lo hago en el encuentro: con los otros y con los
acontecimientos –nadar, saltar desde un risco o estar enfermo.
Nouvel Observateur: Lo que explicaría que
nuestra sociedad, en términos generales en buena salud, esté al mismo
tiempo acosada por la enfermedad, capturando hasta el más mínimo
síntoma, el cual habría sido considerado sin importancia en el siglo
pasado. Dicho de otra manera, ¿entre mejor se esté, más incapaz se es de
gozar de nuestra salud?
Boris Cyrulnik: Desde luego. El mismo
razonamiento puede hacerse con relación a la violencia. No hay una sola
sociedad que se haya construido sin violencia. La noción de violencia,
cuando uno está inmerso en su interior, no es ni siquiera pensada; no
tiene relevancia, es normal. El hecho que hoy ya no sea soportada es una
prueba de los progresos realizados.
Igual sucede con el maltrato. En la época
en que se consideraba como normal e incluso moral maltratar a los
niños, no se empleaba la palabra “maltrato”, se decía “educación”. El
látigo, que acaba de desaparecer, era vendido en las droguerías y se
pensaba que era bueno hacer daño a los niños. Conocí personas de mi edad
que crecieron en instituciones religiosas: a los sujetos malos se los
encerraba en un calabozo durante varios días, sin luz y sin comida.
Era
así, como se creía, que había que adiestrar a los niños, sino se
convertirían en perversos, ladrones y mentirosos. Hoy, se le avisaría a
la trabajadora social y los curas serían enviados a prisión. En estos
casos, igualmente, la dimensión que adquiere el maltrato, muestra el
progreso alcanzado.
Nouvel Observateur: Se puede extender el
razonamiento, y decir que ¿el grado de insatisfacción, de angustia y tal
vez de infelicidad aumenta a medida que nos aproximamos,
asintomáticamente, a un ideal inalcanzable? Dicho de otra manera,
¿cuanto mejor está la sociedad, peor la gente?
Boris Cyrulnik: Más bien piensan que
están mal. Ya que se necesita una representación de la felicidad y de la
desdicha, y ésta es la función de los artistas, de los periodistas, de
los que fabrican el discurso social. Creo que muchas personas son, sin
saberlo, felices o desdichadas.
[…] Nouvel Observateur: Volvamos sobre la distinción bienestar/felicidad. ¿Qué se necesita para pasar del uno al otro?
Boris Cyrulnik: El bienestar es lo
inmediato, es la percepción: “me alimento bien, me siento bien, no tengo
hambre, no tengo miedo”. La felicidad existe sólo en la representación,
es siempre el fruto de una elaboración. Hay que trabajarla. Está en
otro lugar, en otro tiempo, es casi una utopía.
Pero hay utopías
fundadoras. Pueden ser fundadoras del delito (creo incluso que la
mayoría lo son). La utopía es una representación que provoca un
sentimiento que podemos experimentar en lo real. Enunciar una utopía
seductora provoca una representación que no existe, tal vez, más que en
la verbalización, pero que tiene, sin embargo, efectos sobre lo real.
Y
que nos hace felices. Todo el mundo utiliza esto, los partidos
políticos, las iglesias, las sectas (“todos moriremos, pero nosotros,
gracias a nuestro ritual, viviremos después de la muerte y conoceremos
el paraíso”) e incluso los vendedores de carros.
Nouvel Observateur: ¿Así pues nuestra sociedad depresiva no estaría enferma a causa de su presente, sino de su futuro?
Boris Cyrulnik: Más bien de su falta de
representación del futuro. Yo hice mis estudios en una época en que la
medicina ascendía. Era un éxtasis constante. Había salas con 60 camas.
Las condiciones de vida de los enfermos en los hospitales eran innobles.
Vivían entre las infecciones y los excrementos.
Debí desesperarme. Pero
yo no vivía en esa realidad asquerosa: vivía en la utopía del progreso.
Me decía: encontraremos medicamentos, nuevas técnicas… Es en estos
últimos años que nos hemos dado cuenta que no hay ni un solo progreso
que no tenga efectos indeseables. Mucho tiempo se creyó que el progreso
era lineal, que todos los problemas tendrían solución mañana. Y esta
creencia embelleció mi vida.
Nouvel Observateur: “La idea de progreso
entró en decadencia”, decía Octavio Paz. ¿Piensa Usted que es esta
crisis del progreso la que bloquea nuestra proyección hacia el futuro?
Boris Cyrulnik: Diría casi lo contrario:
es la ausencia de proyecto lo que provoca la crisis del progreso.
Anteriormente, la mayor parte de los hombres pasaban sobre la tierra
como por un valle de lágrimas. Esta idea fue central hasta la Revolución
Francesa. En el discurso cristiano había dos paraísos: el paraíso antes
del pecado y el que se encontraría al final de los tiempos.
Sólo se
podía ser feliz antes de la vida o después de la muerte. Llega la
Revolución Francesa: “la felicidad es una idea nueva en Europa”. A
partir de esta frase de Saint-Just, la felicidad ya no es metafísica, se
convierte en un proyecto social, en algo accesible. Es un objetivo, y
va a ser necesario que nos unamos. El odio nos unirá contra los
aristócratas, contra los curas o, después, contra los capitalistas, que
nos han reducido al estado de acompañantes de las máquinas.
Yo conocí
esto en la región de la Seyne, cuando era médico, en el Centro Médico
Social: los hombres descendían a los tanques de los barcos petroleros a
las cinco de la mañana con un fiambre en el morral, y volvían a salir a
las cinco de la tarde. Volvían a sus casas atontados, bebían un litro de
vino que les servía de somnífero y de tranquilizante, después se
dormían.
Durante decenas de años hacían lo mismo… Algunos de estos
hombres no resistieron: depresión, agotamiento, suicidio. Muchos
soportaron verdaderas torturas físicas, el calor, la sed, gracias al
discurso social que los glorificaba: “Yo, señor, tengo una mujer y tres
niños”. Porque tenían un proyecto: “haremos un paro, nos uniremos y los
trabajadores mejorarán sus condiciones de existencia”. Esta utopía
provocó en ellos una representación del futuro que los hizo felices.
Nouvel Observateur: ¿Se podría ser más feliz en un valle de lágrimas que en un río en calma?
Boris Cyrulnik: No, pero se puede
soportar un valle de lágrimas si se tiene un proyecto que realizar, de
la misma manera que se necesita un proyecto para no morir de
aburrimiento en un río en calma, se necesita una utopía.
En una cultura de la utopía, que reposa
sobre una representación del tiempo futuro, se puede aceptar la duración
del sufrimiento. En nuestra cultura de lo inmediato no se acepta la
espera. El sufrimiento, la angustia, deben desaparecer enseguida: los
deseos deben ser satisfechos de manera inmediata.
Y esta cultura de lo
inmediato conlleva a la frustración, es decir, a la agresión y a la
acrimonia. Puesto que las cosas necesitan de duración para tener
sentido. Si no, se está en una búsqueda extraviada del goce, como sucede
con Don Juan o con el drogadicto.
Nouvel Observateur: ¿Tal como lo hace
Pascal Bruckner, diría usted igualmente que “la ideología de la
felicidad”, la conminación que se nos hace de ser siempre jóvenes,
bellos, de estar en buena salud, productivos, induce mecánicamente al
sentimiento de desdicha?
Boris Cyrulnik: Yo diría más bien de
frustración y de amargura: desde que se deja de gozar, lo real adquiere
un gusto amargo. La búsqueda de la felicidad inmediata destruye la
catedral que tenemos en la cabeza. Es por eso, que a pesar de mejorar
realmente nuestras condiciones de existencia y nuestros sistemas de
protección, hay cada vez más depresivos y agrios. La OMS prevé que la
depresión será la enfermedad del siglo XXI.
Nouvel Observateur: Necesitamos utopías,
según usted. Pero hoy éstas producen miedo y con razón: de la revolución
de Octubre al 11 de Septiembre de 2001, pasando por Nuremberg, la
historia nos ha enseñado que las utopías producen, sobre todo,
desgracia…
Boris Cyrulnik: Ellas son al mismo tiempo
necesarias y peligrosas. Crean un mundo de representación que nos hará
felices. Los participantes de las sectas son felices, en un primer
momento. Los miembros del Frente Nacional son felices. Y los nazis, ¡ni
para que hablar! Observe las películas de Leni Riefenstahl: esos
individuos jóvenes y bellos, orgullosos de ser rubios, delgados,
musculosos… se trataba de una utopía criminal, pero ¡sí que los hizo
felices!
Y la utopía comunista, en mi opinión, ha sido también criminal.
Pero hizo feliz a muchos corajudos proletarios que recuperaron su
dignidad gracias a ella. Cuando yo estaba en la Juventudes Comunistas,
¡era formidablemente feliz! Hasta el día en que me enviaron a Rumania y a
Hungría por lo buen militante que era. Un tío que era muy joven me dio
direcciones de amigos que tenía que visitar allí, se trataba de
veteranos de la Resistencia.
Fui hasta ese lugar. Todos habían
desaparecido, habían sido capturados por la policía. Comencé entonces a
dudar, hice preguntas y lo real destruyó mi utopía. Abrí los ojos y eso
me convirtió en desdichado; ya que perdí una bella esperanza, un bello
relato, noviecitas, amigos, noches de teatro, compromisos “US go home”,
todas esas cosas que habían encantado mi juventud.
Nouvel Observateur: ¿Fue la utopía lo que
usted perdió? ¿O la camaradería, las reuniones de célula, la venta del
periódico L’Humanité, es decir, el sentimiento de pertenencia?
Boris Cyrulnik: Yo habría podido
conservar ese sentimiento de pertenencia (tenía dieciséis años) si los
mayores a quienes yo hacía preguntas hubieran aceptado dudar y
sorprenderse conmigo. El sentimiento de pertenencia como la utopía, es
delicioso y peligroso. Nos ayuda a identificarnos.
Pero cuando este
sentimiento de pertenencia es cerrado, trae consigo el desprecio por los
demás, la ausencia de empatía, y puede conducir al crimen. “Si yo
pertenezco a la raza de los señores, que importa que los judíos mueran,
que los gitanos mueran, después de todo no son completamente hombres.
Vamos a purificar el mundo y eso está bien”.
Nouvel Observateur: ¿Por qué el sentimiento de pertenencia produce tanta felicidad?
Boris Cyrulnik: Opera como el mito, más
el afecto. Yo estoy en un mundo confuso, no sé lo que está bien ni lo
que está mal. No sé lo que me volverá fuerte. Y de pronto llega alguien,
un fabricante de mitos, que puede ser un filósofo, pero que muchas
veces es un soldado o un cura.
Observo un movimiento de masas alrededor
mío, que hace que este hombre sea iluminado por la mirada de los demás.
Tiene un discurso –religioso, filosófico, científico– gracias al cual el
mundo será al fin claro: ahora sé lo que está bien y lo que está mal,
dónde están los hombres y dónde las mujeres, dónde están los buenos y
donde los malos; el mundo está categorizado. Además, hay ritos que
permiten ir a escuchar a este hombre maravilloso. No conozco mito sin
rito.
El contenido de su discurso nos importa un pepino. Los discursos
de Hitler casi no se entendían. Pero la escenografía provocaba un trance
colectivo. Le Pen encontró casi lo mismo: pasa en medio de la masa
ordenada (una masa comunista no habría estado ordenada), hay hombres
bellos, bien vestidos, los reflectores lo enfocan, lo siguen, cada vez
más luminoso; sube una gran escalera; se voltea, abre los brazos. Los
tambores suenan, los estandartes (oriflammes) se mueven. Y lloro.
Recuerdo un paciente que era realmente
desdichado. No tenía ni familia, ni oficio, ni proyecto. No tenía nada.
Estas son las psicoterapias más difíciles. El muchacho creía poder
calmar su desdicha bebiendo, lo que, evidentemente, agravaba todo. Un
día, lo vi llegar tranquilo y me dijo: estoy mejor, dejé de beber, entré
al Frente Nacional. Él encontró un lugar de pertenencia, unas
categorías mentales que le permitían organizar su mundo, ritos de
interacción. Este muchacho se volvió feliz.
Nouvel Observateur: ¿Entre más cerrado y sectario es el grupo, es más seguro y genera más felicidad?
Boris Cyrulnik: Sin duda. El racismo, el
fanatismo, la intolerancia, son euforizantes. Esta es la clave de las
sectas o de los partidos extremistas. El cáncer de la democracia es la
duda, puesto que se discute todo. Por lo tanto angustia. El racismo hace
feliz. Usted se da cuenta: “no tengo nada que hacer, nada que probar.
Soy blanco, nací en un buen lugar y en una buena familia, pertenezco a
la esencia humana superior”. Esta es la aristocracia de los
despreciables. Yo vacilo al decir esto, pero asistimos hoy a un fenómeno
comparable en los barrios: “Soy un niño nacido en la periferia, no
tengo trabajo, hablo mal el idioma, no participo en la aventura social y
cultural: soy humillado”.
Nouvel Observatur: “Siento odio”, como dicen…
Boris Cyrulnik: El odio que me permitirá reparar mi autoestima herida. Es maravilloso poder odiar a alguien…
Nouvel Observateur: ¿El odio hace feliz?
Boris Cyrulnik: Sí, en la medida en que,
como el mito, categoriza: bien/mal, negro/blanco, ellos/nosotros. Y
además refuerza el sentimiento de pertenencia: el amor del semejante y
el odio del diferente. “Tienes el mismo enemigo que yo: gracias al odio,
nos amaremos”. Es esto lo que vemos en los barrios, en donde estos
muchachos atacan los símbolos del orden social establecido: las
patrullas de los policías, los bomberos, los carros…
He tenido muchas
veces la ocasión de discutir con ellos; me aterra su euforia, la misma
de los racistas después de una emboscada. La violencia y el odio tienen
un efecto antidepresivo, euforizante, unificador. Es en los grupos de
pertenencia humillados donde se encuentran los héroes más magníficos.
Nouvel Observateur: ¿Qué es un Héroe?
Cyrulnik: Alguien que tiene la función
de reparar la identidad de un grupo humillado, “reparar su herida
narcisista”, como dicen los psicoanalistas. El héroe me representa,
pertenece al mismo grupo que yo: en cierta medida es un poco de mí. Su
valentía es la mía. Hoy el Medio Oriente está lleno de héroes.
Héroes
bellos, muy valientes, totalmente sometidos a un discurso social,
prestos a morir por la realización de esta utopía “yo, candidato al
martirio, no sólo voy a reparar a mi pueblo humillado, sino que, si por
fortuna muero seré aún más amado –aún vivo– después de mi muerte.
Gracias a mi sacrificio heroico viviré eternamente en la
representación”. Esta es la trascendencia perfecta. La vida es la
des-dicha (mal-heur), no les interesa. Lo que es interesante para ellos,
es lo absoluto, la gran felicidad del fanático. Se está más allá de la
euforia: se está en el éxtasis, que roza el sufrimiento extremo.
Nouvel Observateur: ¿Todo el mundo puede convertirse en fanático, o es asunto de ciertas personalidades?
Boris Cyrulnik: Los extasiados, los
místicos, por ejemplo, son personas muy ansiosas. El éxtasis es un
mecanismo defensivo. Yo pienso que son personas que no soportan el
malestar de la duda. ¿Dónde está el bien, dónde está el mal? Esto no es
claro. ¿Son los Palestinos o los Israelíes quienes tienen razón? Eso
depende… todos vivimos en la duda y en la ambivalencia.
Por mi parte
encuentro muy tranquilizador que la gente dude. Puesto que la
ambivalencia es fuente de conflictos, de debates y de evolución. La
ambivalencia nos permite tomar en cuenta a los demás: “Yo quiero
comprender lo que él piensa, por qué me agrede, tal vez él tiene sus
razones”.
La duda puede ser también fuente de angustia. Los que, entre
nosotros, no han adquirido un mecanismo tranquilizador de control de la
angustia, sufrirán hasta el momento en que alguien –Bin Laden u otro–
les aporte al fin la verdad. Es así como nacen los kamikazes.
Por el contrario en una sociedad en paz,
habituada a vivir en lo inmanente y lo relativo, los héroes son un poco
anticuados: El Saint-Cyriens (el especialista militar) que está presto
al asalto con una ametralladora y un casco con plumas de color rojo y
gris, guantes blancos, es para nosotros hoy ridículo.
Nosotros tenemos
héroes instantáneos: Zidane, Kouchner, Lady Di. Un grupo que necesita
héroes pequeños no hará odiseas, pero es un buen signo: eso quiere decir
que vivimos un presente aceptable. Eso quiere decir también que no
tenemos la misma idea de felicidad…
Nouvel Observateur: “Hay dos cosas que el
hombre detesta, escribió uno de sus colegas psicoanalistas: la
felicidad y la libertad…”
Boris Cyrulnik: Está dicho de una manera
un poco abrupta, pero creo que es verdad. Si la libertad es una utopía,
proporciona felicidad. Las utopías de la liberación son maravillosas.
Pero la libertad es angustiante, ya que nos hace responsables de
nuestras elecciones.
En Portugal, bajo el régimen de Salazar,
había mucho sufrimiento, pobreza, desapariciones, pero no había
angustia. Si todo andaba mal, se sabía quién era el responsable: los
militares decían que eran los comunistas; la gente del pueblo decía que
eran los curas y los militares. Había una utopía que les daba esperanza,
pero sobre todo, había ritos de interacción. La gente del pueblo se
encontraba a escondidas, se ayudaba, discutía.
Eso creaba vida, vida con
sentido. Cuando Salazar murió, fue necesario aumentar las consultas
para la angustia, no estaba el salvador para expiar las faltas, no había
un totalitario que dijese donde está la verdad, no había más enemigo
que combatir para que al fin se pudiese vivir maravillosamente: la gente
se convertía en dueña de su destino. La angustia aparecía junto con la
libertad.
Nouvel Observateur: Hoy nuestra sociedad
no lucha por la libertad, si no por el tiempo libre: las 35 horas de
trabajo, las vacaciones. Para mucha gente, trabajo = desdicha;
distracciones = felicidad. ¿Cree usted en ésto?
Boris Cyrulnik: La búsqueda de la
felicidad inmediata conduce a la frustración. La gente en vacaciones,
cuando se le impide gozar, tiene reacciones muy agresivas. Si se
construye una civilización de diversiones sin sentido, yo temo que nos
volvamos cada vez más agresivos.
Por el contrario, se puede inventar una
cultura de las 35 horas de trabajo. Apuesto a que aquellos que se
beneficiaran de esta nueva moral de la felicidad, serán quienes tienen
una doble vida, organizada alrededor de dos proyectos: un proyecto
social (hay que ganarse la vida) y un proyecto personal (intentar una
bella aventura).
Nouvel Observateur: Muchas personas pasan
su vida imaginando cuan felices serán durante su jubilación. Y cuando
llega, se hunden en la depresión.
Boris Cyrulnik: En el momento de la
jubilación se observan descompensaciones sorprendentes. Pienso en ese
hombre que me dijo murmurando: “Desde que estoy jubilado ya no soy
nadie”. Este es el ejemplo del tipo que había invertido todo en su
trabajo. Pero si el futuro está en la doble vida, la jubilación puede
convertirse en una promoción. Aquellos que tengan otro proyecto de
existencia, podrán realizarse.
Nouvel Observateur: Mucha gente vive con
un sueño de felicidad: “si pudiera dejaría todo y me iría a vivir en
Provenza. Allá, viviría con muy poco, comería ensaladas, tendría todo el
tiempo para mí y mi familia”. ¿Este sueño, que muy pocos realizan, les
ayuda a vivir o hace crecer su sentimiento de frustración?
Boris Cyrulnik: Hay que distinguir entre
la fantasía y la mitomanía. La fantasía es un mecanismo de defensa
precioso: “estoy triste, mi patrón me exaspera, mi mujer me enerva; si
estuviera en Forcalquier, sería maravilloso, mi mujer sería adorable,
nuestra relación se renovaría, desayunaríamos en la terraza…” En fin,
toda la fantasmagoría.
Este es un mecanismo eficaz porque, sacando a la
gente de lo real, les permite sentirse bien, a pesar de estar en una
realidad agresiva. El problema está en introducir la fantasía en lo
real: realizar una parte de esta fantasía. “¿No puedo pagarme una casa
en Fourcalquier? Pues bien, pagaré dos días en un hotel de los Alpes de
Alta Provenza, que me permitirán aguantarme aún tres meses en ese oficio
que detesto”. La fantasía modifica lo real y lo hace aceptable.
La mitomanía es un mecanismo diferente.
El sueño está cortado de la realidad sensible e incluso no debe
adaptarse a ella. Ya que el sueño es tan bello y la realidad tan
miserable que lo que yo quiero como mitómano, es ser amado por la idea
que usted se hace de mí. No por lo que yo soy. Usted sólo puede amarme,
si soy maravilloso. Así pues, voy a mentir y encerrarme en ese mito.
[…]
Nouvel Observateur: Otro complemento de
la felicidad es la fe. En un libro reciente del Dalai Lama se lee lo
siguiente: “encuestas recientes señalan que la fe contribuye de manera
substancial a la felicidad y muestran que la gente que está animada por
la fe, cualquiera sea, en general se sienten más felices que los ateos.
Según estos estudios, la fe permite afrontar mejor la vejez, los
periodos críticos o los acontecimientos traumáticos”. ¿Estos son hechos o
bagatelas?
Boris Cyrulnik: Creo que es verdad. Lo he
escuchado muchas veces en mis treinta y ocho años de práctica. Y he
leído muchos trabajos de psicología y de sociología que van en ese
sentido. Por ejemplo, hay pocos decesos de gente anciana durante las
fiestas religiosas. Y después hay una avalancha de decesos.
Esto quiere
decir que estas personas son estimuladas: durante la fiesta, aún tienen
el gusto por la vida –están acompañadas, hay rituales, todo es sensato–,
estas personas esperan la finalización de todo esto para partir.
Igualmente en el grupo de trabajo que dirigimos con Michel Mancieux, hay
creyentes que nos explican hasta qué punto la creencia juega un papel
importante en la resiliencia.
Pero no sólo la creencia religiosa es
importante. En mi opinión, la creencia en un bello proyecto de
existencia –creer en el hombre, por ejemplo– produce los mismos efectos.
Nouvel Observateur: En el ejemplo de
personas ancianas, ¿qué es lo importante: la religión o los ritos
sociales que rodean a la fiesta? En otras palabras, ¿no perdió nuestra
sociedad una de las llaves de la felicidad, al cambiar el lazo social de
antaño por el anonimato de la sociedad urbana?
Boris Cyrulnik: Cuando el lazo social es
fuerte, es el mejor tranquilizante que hay. Pero también conocemos lo
que provoca el exceso de tranquilizante: el estadio 1 de adormecimiento.
Uno cree que es consciente y no lo es verdaderamente. Cuando el lazo es
fuerte –conocí esto en una sociedad rural de mi infancia– uno está
bien; se sabe quién es quién y quién hace que: cada cual tiene atribuido
su función.
Está el payaso, el jefe, el experimentado, el agitado. El
grupo del pueblo tenía una función homeostásica; se autoequilibraba.
Cuando alguno moría, el grupo se reacomodaba y otro tomaba su lugar. (...)
Nouvel Observateur: Para recapitular, la
felicidad no es un objeto que se pueda atrapar; la felicidad se
construye en el tiempo y en el intercambio.
Boris Cyrulnik: En el compartir. El
intercambio es un término comercial. Compartir es un término creador:
vamos a hacer un niño, compartamos los placeres y las preocupaciones,
vamos a hacer una casa. El intercambio es un placer inmediato.
Compartir, es vivir juntos en lo que se ha creado. Exige el encuentro de
dos mundos mentales, por lo tanto el conflicto, que es creador.
Nouvel Observateur: ¿Solo no se es feliz?
Boris Cyrulnik: Solo, nada puede
desarrollarse. Los niños rumanos que hemos visto en la televisión,
estaban sanos: cerebro sano, biología sana. No sabían hablar, hacían sus
necesidades sobre ellos mismos, ya que no conocían la alteridad. El
hombre es una especie viviente constituida por la alteridad.
No puedo
ser yo mismo sino hay otro. Incluso la bipedia no es posible si no hay
un grupo: ésta es un factor cultural. Muchos de los niños abandonados
caminan en cuatro patas. Y cuando llega la palabra, se crean mundos
intersubjetivos, construcciones de representaciones verbales con
combinaciones infinitas.
Nouvel Observateur: La felicidad es un objetivo, no un estado…
Boris Cyrulnik: El paraíso es un lugar
imaginario. Uno lo busca. De la misma manera la felicidad está ligada a
un lugar metafórico: Cythere. Hay que partir en su búsqueda. La
felicidad no es un deber, aquí y ahora. Si está aquí y ahora, se trata
entonces de la felicidad de los farmaceutas: del prozac. Pero cuando el
efecto se disipa, esta felicidad desaparece. Para encontrar la felicidad
es necesario de una aventura: desatar las velas y navegar."
(Entrevista a Boris Cyrulnik, Extraído de: Nouvel Observateur No. 1939, enero 3 del año 2002. Traducción de William González V., en Socioideas,18/08/2015)
No hay comentarios:
Publicar un comentario