"(...) Unos magos llegan a Jerusalén preguntando por el recién nacido rey de
los judíos, lo que pone de los nervios a Herodes, que ostenta el título
de rey de Judea con el permiso de los romanos.
Podría tratarse del
Mesías, piensa, y los escribas a los que consulta le explican que, según
las profecías, nacerá en Belén. Herodes pide a los magos que, en cuanto
hallen al niño, se lo hagan saber, para que también él pueda adorarlo.
Los magos lo encuentran, pero, advertidos por un ángel, regresan a su
país por otra ruta.
Consumido por la envidia, Herodes ordena matar a
todos los niños de Belén menores de dos años. Jesús se salva por los
pelos: un ángel ha recomendado a su padre que traslade la familia a
Egipto. El episodio termina con una cita de Jeremías, que anticipó la
matanza: “Raquel lloraba a sus hijos y no quería ser consolada porque ya
estaban muertos”.
Cuesta entender por medio de qué extraña lógica un episodio tan cruel
se convirtió en una jornada de burlas y diversión. En la Edad Media era
frecuente, en el día de los inocentes, que un monaguillo suplantara al
obispo y trastocaba la jerarquía: revestido con mitra y báculo el
pequeño se sentaba en la cátedra más alta.
La fiesta está relacionada
con la del “Bisbetó” que todavía hoy se celebra en la escolanía de
Montserrat el día de San Nicolás (Santa Claus). Según la leyenda, el
santo hizo resucitar a unos niños que un hostelero había convertido en
tocino. Por un día, los pequeños son los superiores.
Umberto Eco en su Historia de la feal dad (Lumen) explica que este
tipo de farsas medievales –y otras como la carnavalesca fiesta del asno–
guardan relación con las Saturnales romanas, en las que se permitía a
los esclavos ocupar el lugar de los dueños, y también con las
celebraciones militares en las que los soldados podían usar un lenguaje
lascivo o insultante contra el caudillo que les había dirigido en la
batalla.
Eco sostiene que en la edad media “la risa era la única
medicina del que vivía con pesimismo una vida miserable y difícil”.
No sé por qué ya prácticamente nadie gasta bromas el día 28 de
diciembre. ¿Será porque ya cada día del año es carnaval? En mis años de
infancia nos pasábamos el día por las calles intentando pegar un muñeco
de papel en el abrigo de la gente mayor.
Otras bromas eran toleradas
aquel día: colocar un palillo en la ranura de un timbre para que sonara
sin parar; o atar una moneda de 50 céntimos (de las que tenían un
agujero en medio) con un cordel muy largo y delgado, dejarla en medio de
la acera y tirar desde lejos del cordel, repentinamente, cada vez que
alguien se inclinaba para cogerla. Eran más inocentes las bromas que las
supuestas víctimas de la broma.
Bromas pesadas no recuerdo. En cambio, recuerdo que una de las
primeras formas de iniciación de los niños a la lectura de diarios
consistía en ir pasando las páginas del ejemplar del 28 de diciembre
para detectar cuál era la noticia falsa del día.
Los periódicos serios
han abandonado esta práctica para evitar que la frivolidad corrompa la
veracidad. Ya solamente algunos diarios deportivos publican
inocentadas: no es fácil distinguirlas de las informaciones,
generalmente especulativas, que tienden a publicar habitualmente.
Un inocente era, en mi juventud, el que caía en la trampa de una
broma. Ahora todo el mundo parece muy listo. Nadie se deja engañar por
un bromista. De ahí, seguramente, la restricción del significado de la
palabra inocencia: antónimo o contrario de culpable. Quien no ha sido
encontrado culpable es inocente.
Esta afirmación vale no solamente para
eludir condenas judiciales, sino también para trampear los dilemas
éticos a los que nos vemos confrontados; y para que nuestros ojos puedan
acomodarse a los terribles males que nos rodean: a las matanzas de
niños, por ejemplo. Que no son cosa del pasado. (...)" (Los santos inocentes, de Antoni Puigverd, La Vanguardia, en Caffe Reggio, 28/12/15)
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