"(...) Durante la primera mitad del siglo XIX, Otero de Herreros (un
municipio de unos ochocientos vecinos) tenía una economía de
subsistencia basada en la actividad agropecuaria.
Las pequeñas rentas
individuales se redondeaban, como en el Antiguo Régimen, gracias a la
explotación por los vecinos de los bienes comunales. En primer lugar,
los frutos del uso del agua, la recogida de leña y el pastoreo eran
recursos gratuitos para los campesinos y jornaleros por
su aprovechamiento de los bienes del común.
Por otro lado, los bienes de
propios (mediante cesión onerosa a terceros del patrimonio municipal
reservado a tal efecto) proporcionaban al Ayuntamiento unos ingresos que
le permitían mantener el modesto patrimonio urbano y sus servicios
(como la escuela de niños) y aliviar las cargas tributarias de los
vecinos.
Los habitantes de Otero eran pobres, pero –salvo en los casos
de graves inclemencias meteorológicas– no penetraban en el infierno del
hambre extrema y sus miserias concomitantes.
Sin embargo, las rutinas de la pequeña localidad segoviana
desaparecieron bruscamente en 1855, con la desamortización de los bienes
municipales auspiciada por el ministro liberal Pascual Madoz.
En esa fecha, comenzaron a pasar a manos privadas los montes, prados,
dehesas boyales, e incluso una parte estimable del patrimonio urbano de
Otero.
La subasta de los bienes comunales (entre otros terrenos, el que
responde al extravagante nombre de Meadero de los machos) prosiguió sin solución de continuidad, culminando en el despojo total de la comunidad de vecinos, hasta la Dictadura de Primo de Rivera (bienintencionada, en este apartado, merced a la política municipal de Calvo Sotelo,
si bien con escasos resultados en la práctica).
En la lista de los
ganadores figuraban los principales miembros de la oligarquía burguesa
de la capital de la provincia (juristas y comerciantes, sobre todo),
como el famoso abogado y sabio local Carlos de Lecea.
Sin olvidar a los pocos campesinos acomodados del propio Otero, que
controlaban el gobierno municipal, siendo esta desigualdad doméstica la
que elevó hasta un grado de calor explosivo el clima de tensión social y
política que hacía irrespirable el aire del pueblo.
A la mayor parte de
los vecinos se la privó de sus medios tradicionales de subsistencia,
con la circunstancia agravante de que los nuevos propietarios de los
terrenos parasitaron aún más la economía municipal con sus delirios de
grandeza y su falta de iniciativa para modernizar la vida local a través
de sus cuantiosas adquisiciones en el municipio.
Había ganas de revancha en el pueblo. La antigua armonía vecinal se
había fundido en una olla a presión. Y la tapa estaba a punto de volar
por los aires.
El odio a los poderosos dio sus primeros frutos a partir
de 1931, con la llegada de la Segunda República. Los humillados –casi
todos los vecinos– no escatimaron medios para darle la vuelta a la
tortilla. Lo primero que hicieron fue controlar el Ayuntamiento y
utilizar el poder municipal para castigar a los caciques, especialmente a
los domésticos (y a sus clientes y empleados), así como a la Iglesia
local.
En esta labor de acoso –y, en ocasiones, de puro matonismo–
destacaron los vecinos afiliados al Partido Radical Socialista y el Ayuntamiento paralelo organizado
por los militantes de la UGT y de la Casa del Pueblo. Todo ello bajo el
telón de fondo de la legislación agraria del primer bienio republicano,
que luego quedaría en nada gracias a los amigos políticos en
Madrid de la oligarquía segoviana.
Pero, volviendo a Otero, el rencor
popular pasó a ser venganza, y la creciente prepotencia de los nuevos
ricos se convirtió, antes de la irrupción del terror falangista contra
los jornaleros locales, en angustia de los privilegiados y expoliadores.
Para estos últimos pintaban bastos, mientras que los campesinos y
jornaleros extenuados por casi un siglo de abusos señoriales se afanaban en recuperar sus tierras expropiadas.
Vino el 18 de julio de 1936 y la violencia truncó las ilusiones
revolucionarias: juicios militares sumarísimos, numerosas penas de
cárcel para los gamberros (en palabras del Marqués de Lozoya),
y cinco asesinatos de republicanos a manos de los militares rebeldes y
sus aliados de Falange.
El tiempo retrocedió, la propiedad –después de
las zozobras republicanas– se consolidó en los registros de los
beneficiarios ilegítimos del proceso desamortizador (con efectos de
futuro a favor de sus herederos) y resucitó en este humilde pueblo de
Segovia la sumisión y el silencio forzoso. Este segundo elemento se
extinguió (no del todo) con la muerte de Franco.
Pero
el primero –la estructura jurídica de la propiedad– ha permanecido
intacto hasta el año 2015. No se trata de nada retórico. Los dueños del
antiguo patrimonio vecinal o de su producto son ahora los sucesores de
los beneficiarios de la Ley Madoz.
Naturalmente, hoy sería
absurdo remover los títulos dominicales. Pero –y en esta conclusión
reside el gran mérito del paciente trabajo de Javier Monjas– no se debe
añadir una segunda injusticia –la del olvido– a la primera, la del gran
despojo patrimonial que unos señoritos con dinero cometieron contra sus
vecinos más humildes e indefensos.
Dicen que el tiempo lo cura todo.
Estoy de acuerdo. Pero a condición de que el sonido de la verdad
histórica sea más potente que el de las agujas del reloj." (Félix Bornstein, Cuarto Poder, 20/10/2015)
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