"Uno de los elementos más llamativos de la violencia religiosa y
nacionalista que actualmente golpea el planeta es su utopía regresiva a
una presunta Edad de Oro cuyo recobro la justificaría.
Dicha mítica Edad
de Oro, ya sea la del etarra, ya la del yihadista, se contrapone a un
mundo decadente e impuro que contamina los valores de la perdida Arcadia
y obliga a quien se aferra a ellos a recurrir a la fuerza de las armas,
al terrorismo impuesto por una exaltación legítima.
Un examen
comparativo del paso del abertzale a etarra y del salafista a yihadista
nos muestra la existencia de un elemento común: la de servirse del
pasado legendario como un instrumento contra el presente, un salto atrás
de varios siglos que les proyectaría a un futuro justiciero y feliz.
Para el padre fundador de la moderna nación vasca, el ultracatólico y
xenófobo Sabino Arana, la utopía se articula en torno a raza, lengua y
fueros cuya prístina pureza y homogeneidad étnica habrían sufrido de la
contaminación de los que él denominaba “nuestros moros” o maketos
que habría desvirtuado su genuino espíritu primigenio.
Diversos
historiadores (Juan Pablo Fusi, Juaristi, Elorza, etcétera) han
analizado con pertinencia la transformación del pensamiento carlista de
Sabino Arana en la ideología supuestamente revolucionaria del núcleo
duro del extremismo etarra (el salto del idílico mundo de Amaya o los vascos en el siglo VIII,
la novela de Navarro Villoslada que leí en mi niñez, a un discurso
ideológico con ingredientes marxistas) y esto me dispensa de demorarme
en ello.
Señalaré no obstante que el odio a la supuesta opresión del
etarra no abarcaba únicamente a quienes la encarnaba (policía,
militares, funcionarios estatales) sino también a civiles que nada
tenían que ver con ella.
En el caso de la violencia yihadista, primero de los talibanes, luego
de Al Qaeda y ahora del autoproclamado Califato Islámico o Daesh nos
hallamos así mismo ante una idealización del pasado, de un retroceso de
14 siglos ya sea al del mundo tribal de la Península arábiga en tiempos
del Profeta, ya al del poder político y religioso velador de la fe
islámica de los llamados cuatro califas justos de la dinastía rachidí.
Dicha regresión ideal tampoco tiene en cuenta el hecho de que las luchas
tribales y de clanes acarrearon el asesinato de tres de los cuatro
califas y desmienten la Arcadia feliz de la pureza primigenia que
reivindican.
Sobre el cisma que enfrentó entre sí a los musulmanes a la
muerte de Mahoma y ocasionó la ruptura definitiva entre suníes y chiíes,
el lector de estas líneas puede acudir con provecho a la obra del
historiador tunecino Hicham Djaït, La gran discordia.
Conviene recordar que el imaginario occidental en torno a los califas
omeyas y sobre todo abasíes —el esplendor de la corte de Harún
Al-Rachid evocado en Las mil y una noches— refleja un mundo que
nada tiene que ver con el rigorismo extremo y el fanatismo llevado a
los límites del delirio de Abu Bakr Al-Bagdadi y sus huestes de Raqqa y
Mosul.
La civilización árabe de los primeros siglos de la hégira es al
contrario una civilización abierta a las culturas de los territorios que
conquista, en las antípodas de quienes hoy destruyen los tesoros de
Nínive y Palmira con un odio irracional a cuanto simboliza el saber y
las artes.
La actual utopía yihadista atenta no solo a cuanto representa
el enemigo opresor aunque se trate de víctimas civiles situadas a miles
de kilómetros de distancia sino también contra las creaciones del
espíritu humano a partir de un borrón y cuento viejo de un totalitarismo
ciego que se erige en paradigma aberrante de la destrucción del
patrimonio creado por el ser humano desde que entró en la historia.
Si el terrorismo etarra es por fortuna cosa del pasado el yihadista se
extiende por cuatro continentes, azota a diario el orbe musulmán y no se
prevé su extinción durante años o décadas. Tanto el Dar Al-Islam como
en Occidente habrá que habituarse a contender con él.
La guerra contra
la barbarie terrorista engendra nueva violencia y a estas alturas no se
le ve salida alguna. Nos movemos en un círculo vicioso: los ataques del
Estado Islámico en Europa y Estados Unidos y su repercusión mediática,
alimentan la fascinación nihilista de quienes se inmolan para alcanzar
el glorioso Estatus de mártires. Ningún Gobierno se siente a salvo de un
posible atentado y este es precisamente el objetivo de los yihadistas." (Juan Goytisolo
, El País, 17 ENE 2016)
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