"Uno de los misterios más insondables de nuestra profesión de
filósofos no es la pregunta por el ser, si existe el mundo exterior o si
somos realmente libres, sino algo mucho más irritante: que la gente nos
aprecia tanto más cuanto más tristes somos.
¿Por qué parecemos más
profundos cuando somos más negativos? ¿A qué se debe el prestigio del
pesimismo? ¿Por qué, si un filósofo quiere que le tomen en serio, tiene
que ser un cenizo?
Cualquiera puede comprobar esta valoración pública y sus posibles
variantes: tiene más prestigio intelectual el pesimista que el
optimista; es más íntegro quien denuncia que quien aprueba; un
diagnóstico es más profundo cuanto más negativo; un intelectual contento
o es un impostor o es poco inteligente. (...)
Este prestigio de lo negativo se debe a que contrasta con la
banalidad de las buenas noticias, de cierto “pensamiento positivo” cuyo
concepto más sofisticado es el de los “brotes verdes”. Pero no nos
deberíamos medir con las versiones más flojas de aquello a los que nos
oponemos sino con sus mejores argumentos.
¿Es posible todavía defender que el optimismo es más razonable que su contrario y no parecer bobo?
La razón más profunda para no rendirse es que nunca podemos estar
seguros de que las cosas vayan a ir necesariamente a peor y que si
claudicáramos nadie nos garantiza que tal vez nos estemos perdiendo así
lo mejor.
Hay una brevísima fábula de Esopo que siempre he considerado la mejor
ilustración de este optimismo por exclusión, la refutación más poderosa
de la idea de que no pensar en nada es el mejor remedio contra la
desesperación y la muerte. “Un anciano cortó en cierta ocasión leña,
cargó con ella y emprendió un largo trecho. El camino le agotaba. Arrojó
la carga y llamó a la muerte. Ésta apareció al instante y preguntó por
qué le había llamado. El anciano contestó: Para que me coloques de nuevo
la carga encima”.
El anciano había perdido la fuerza y la esperanza, por lo que debió
parecerle que era el momento de poner punto final a aquel esfuerzo. Al
caer en la cuenta de que había sacado demasiadas conclusiones de su
cansancio, retiró su precipitada desesperación y se puso de nuevo en
camino.
Concluir es siempre una
decisión precipitada; mientras hay vida hay esperanza, suele decirse. Yo
preferiría formularlo así: mientras la vida no se haya terminado, no
está todo perdido.
¿Y quién sabe si, frente a todas las evidencias, nos queda algo positivo por vivir?
Fernando Pessoa entendió muy bien hasta qué punto concluir es una
decisión precipitada: “¡No me vengáis con conclusiones! La única
conclusión es morir”.
La pregunta por el optimismo o el pesimismo parece referirse a una
expectativa, pero en realidad es un balance y, como tal, algo que cierra
y concluye. Por eso lo más razonable es resistirse a dar al presente el
carácter de lo definitivo, posponer la respuesta, dejarla abierta.
Siempre es demasiado pronto
para concluir; esta es la justificación racional del optimismo. Lo malo
es lo definitivo, la provisionalidad actúa siempre en nuestro favor.
Mientras el tiempo dure hay posibilidad de ser perdonado, de
aprender, de cambiar, de que haya alivios, pausas, de que el sufrimiento
se interrumpa en algún momento o la injusticia sea reparada.
Lo mejor de nuestra condición
humana es que estamos rodeados de posibilidades y que entre ellas tal
vez haya alguna mejor que aquella que se ha hecho realidad.
No se trata tanto de que el nuestro sea el mejor de los mundos
posibles, según la célebre formulación de Leibniz, como de que es uno
entre los posibles, que no es el único y que hay otras posibilidades. (...)
Que haya mundos posibles es la mejor garantía de que el optimismo no es algo injustificado.
¿Quién sabe si justamente nosotros somos los que estamos capacitados
para posibilitar algo mejor? ¿Quién está en condiciones de asegurarnos,
por el contrario, de que lo mejor se encuentra fuera de nuestro alcance?
¿Cómo lo sabe?
Un pesimista es, en el mejor de los casos, un desmemoriado; en el
peor, un reaccionario que tiende a olvidar los males del pasado e
idealiza un tiempo anterior incontestablemente mejor que nuestro
presente.
Un pesimista es generalmente más dogmático que un optimista y como yo
dudo mucho suelo ser mas bien optimista. Los optimistas lo solemos ser
por defecto, más que por virtud ." (Daniel Innerarity (www.globernance.org). Fuente: El País, EnPositivo)
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