"[Comentario de Y llegó la barbarie. Nacionalismos y juegos de poder en la destrucción de Yugoslavia, José Ángel Ruiz Jiménez, Ariel, Barcelona, 2016, 455 pp.] (...)
(...) El ensayo de Ruiz Jiménez se ocupa fundamentalmente de cuatro
cuestiones: 1) los antecedentes internos de las guerras yugoslavas de la
década de los noventa del pasado siglo; 2) el desarrollo de los
conflictos armados en el espacio de la antigua Yugoslavia; 3) la
implicación internacional en la génesis, enconamiento y resolución
provisional de dichos conflictos; y 4) la situación de las distintas
sociedades de la antigua Yugoslavia tras la guerra.
A continuación
intentaré exponer en forma de relato las tesis más destacadas del autor
en torno a estas cuatro cuestiones. Aunque prescindiré en las siguientes
líneas de las usuales referencias al autor, se ha de entender que
reflejan las ideas de José Ángel Ruiz Jiménez, según la interpretación
que de su obra se ha hecho aquí.
Como es sabido, el estado yugoslavo, cuya forma estatal inicial era
la monarquía constitucional, fue el producto de la combinación de la
victoria serbia en la primera guerra mundial, en tanto que país
integrado en el bando de las potencias aliadas, y la disolución del
viejo Imperio Austro-Húngaro [1]. La Yugoslavia monárquica acabó
con la invasión nazi de primavera de 1941, que dio lugar, entre otras
calamidades, a un estado genocida croata aliado del Tercer Reich
responsable directo del asesinato de cientos de miles de serbios y
judíos.
Tras la liberación en 1945, protagonizada por un movimiento
partisano comunista multiétnico, el estado yugoslavo fue restablecido
con las mismas fronteras, en líneas generales, que había tenido su
estado predecesor. El nuevo estado se constituyó como 'democracia
popular'. Esta 'democracia popular' no otra cosa que una dictadura de
partido único liderada por el héroe de la liberación yugoslava, Josip
Broz, alias Tito.
La estatalización de la economía fue mucho menor que
la que caracterizó al modelo soviético, pues las empresas
'autogestionadas', formalmente de titularidad popular en lugar de
estatal y de gestión autónoma, tenían más peso económico que las
estatales propiamente dichas. Además, Yugoslavia rompió con el Pacto de
Varsovia, lo que le ayudó a mantener buenas relaciones con Europa
occidental.
Pero al igual que la Unión Soviética postestalinista,
incluso en un grado mayor, el proyecto político titista pretendía
combinar la construcción de una identidad nacional yugoslava fuerte con
el reconocimiento o el fomento políticos, según los casos, de
identidades nacionales de nivel subestatal.
Se consideró que esta era la
vía adecuada para neutralizar la desconfianza que entre la población no
serbia de Yugoslavia había generado la excesiva centralidad de Serbia
en la experiencia del primer estado yugoslavo y para superar los odios
asociados a la colaboración croata con la Alemania nazi. Se diseñó y
puso en práctica un estado federal, conformado por seis repúblicas
federadas ―Serbia, Montenegro, Macedonia, Eslovenia, Croacia y
Bosnia-Herzegovina― y dos provincias autónomas dentro de Serbia, Kosovo y
Voivodina.
La más homogénea de estas entidades territoriales desde el
punto de vista cultural (étnico, en el sentido antropológico del
término) era Eslovenia y la menos homogénea, Bosnia-Herzegovina, donde
convivían tres grupos principales: croatas, serbios y 'musulmanes' o
'bosníacos' y los matrimonios mixtos sólo eran habituales en las
ciudades.
Las presidencia federal era en teoría rotatoria, si bien la
autoridad de Tito nunca fue cuestionada por el establishment
político. El partido comunista (más tarde denominado Liga de los
Comunistas Yugoslavos) estaba igualmente federalizado. Las diferencias
en cuanto a nivel de vida entre regiones eran notables y venían de antes
de la guerra, siendo la república más rica Eslovenia y Kosovo la región
más pobre del país.
El gobierno federal puso en práctica políticas de
distribución de la riqueza entre las repúblicas y las provincias
autónomas, pero la gestión de los fondos correspondía a éstas y no al
gobierno federal, con las consiguientes corruptelas entre las
administraciones regionales.
La constitución de 1974 reforzó aún más los poderes de las repúblicas
federadas y de las provincias autónomas: la federación se quedó sólo
con las competencias de defensa exterior, moneda y relaciones exteriores
y todo lo demás pasó a las repúblicas federadas, incluyendo la
administración de los OT/TO, los planes y arsenales dispuestos para una
eventual lucha partisana contra una posible invasión soviética, amén de
la policía ―sólo los servicios secretos eran federales―.
Se reconoció
las repúblicas, por si todo lo anterior fuera poco, el derecho de
secesión. Hasta el tribunal constitucional estaba federalizado, formado
por representantes de las diversas repúblicas y con presidencia
rotatoria.
Las encuestas oficiales obligaban a definirse a los
ciudadanos como eslovenos, croatas, serbios, montenegrinos, macedonios,
bosnios o yugoslavos y sólo una exigua minoría escogía esta última
opción. Lo único que mantenía la coherencia del sistema era la figura de
Tito, la doctrina política oficial comunista y los préstamos
occidentales.
En la década de los ochenta, la situación empezó a degradarse muy
rápidamente. El endeudamiento creció, los préstamos occidentales
empezaron a reducirse y el monopolio político-ideológico del partido a
resquebrajarse y perder crédito. Los factores exteriores jugaron un
papel crucial en esos fenómenos.
Yugoslavia había gozado de una línea de
crédito generosa procedente de Occidente a causa de su posicionamiento
antisoviético durante la Guerra Fría. Esa línea de crédito fue positiva
para la economía yugoslava, pero como consecuencia de las vicisitudes
económicas de los años setenta, ésta comenzó a tener problemas para
refinanciar su deuda
. Tuvo que acudir a las instituciones
económico-financieras internacionales y aceptar algunas medidas de
ajuste neoliberales (todavía muy limitadas, de todos modos) con efectos
negativos en las políticas de redistribución internas. Peor aún fue el
creciente desinterés de Occidente en mantener su generosidad económica
para con los yugoslavos a medida que se iba descubriendo la ruinosa
situación de la URSS y el tigre de papel en que se estaba convirtiendo
el Pacto de Varsovia. La financiación externa se redujo a mínimos.
En
cuanto al resquebrajamiento y pérdida de crédito de la ideología oficial
comunista, Yugoslavia, a pesar de no formar parte del Pacto de
Varsovia, pasó por el mismo proceso de acartonamiento-desencantamiento
ideológico y hastío hacia el antiguo régimen 'socialista' en un contexto
de relajación del terror policial generalizados ―cuyo punto de partida
estuvo en la mismísima elite política de ese régimen― que el resto del
espacio de dominio o influencia soviético.
Por aquel entonces, casi todo el poder político efectivo, dada la
radical federalización del estado y el partido comunista yugoslavos,
estaba en manos de las burocracias de las repúblicas, y el factor
cohesionador de la figura de Tito había desaparecido con su muerte en
1980 (el resto de los viejos líderes de la guerra partisana paneslava de
1941-1945 también habían muerto o se habían retirado con el paso del
tiempo).
Dado el carácter rotatorio anual de la dirección del gobierno
federal, cuyos miembros, además, eran los representantes en él de los
cinco gobiernos federados y los dos provinciales, el fin del sistema de
partido único por la aparición de nuevos partidos, por lo general,
nacionalistas, y la creciente autonomización de las ligas comunistas de
cada república de cualquier aparato central, la única entidad capaz de
forzar la continuidad de la Yugoslavia titista era el ejército (JNA),
una entidad, obviamente, no federalizada. Pero el JNA carecía de
tradición golpista y no estuvo nunca dispuesto a imponer una dictadura
militar o civil dependiente de militares.
En los años ochenta, los líderes de las ligas comunistas en proceso
de disolución de cada república y de los gobiernos regionales tuvieron
que empezar a buscarse una nueva fuente de legitimación para conservar
el poder o medrar en la vida política en medio de una intensa crisis
económica y de valores.
Como ocurrió en tantos países del antiguo Pacto
de Varsovia, en los cuales el liderazgo postestalinista había creado o
reanimado por prejuicios ideológicos y conveniencia política gran número
de nacionalismos subestatales creyendo poder domesticar la fiera, esa
fuente de legitimación fue el nacionalismo excluyente, una herramienta
muy socorrida para afrontar crisis de legitimación.
Y puesto que desde
la salida de escena de la vieja guardia titista, el gobierno federal
estaba de hecho en manos de los dirigentes de las repúblicas y ningún
impulso de un nacionalismo yugoslavista podía esperarse de él, la clase
política de cada región se dedicó a explotar la supuesta identidad
nacional de su región.
Ha de tenerse, en cuenta, por otro lado, que los
medios de comunicación de masas en la Yugoslavia de los ochenta eran
técnicamente más limitados que los actuales y muy poco plurales:
televisión, radio y prensa en un número de cadenas reducido controlados
por el establishment político, el cual los empleó a fondo para
politizar las identidades culturales y manipular la historia con el
objetivo de insuflar nacionalismo en las poblaciones.
La ventaja del
nacionalismo sobre otras fuentes de legitimación es clara: posibilita
responsabilizar de todo lo malo a agentes externos a la propia nación
(y, por tanto, excusar a los dirigentes locales de sus fracasos o su
dosis de responsabilidad real en los problemas de la sociedad);
obnubilar la capacidad de raciocinio y crítica de las gentes, so pena de
convertirse en traidores; y subordinar toda clase de reivindicación,
proyecto o sentimiento de injusticia sociales a la entelequia metafísica
de la Nación que lucha por sobrevivir frente a la inquina de otras
naciones o estados.
El desempleo, la desigualdad, la falta de
expectativas o la corrupción en la propia Nación pasan a un segundo
plano hasta olvidarse. Las tendencias nacionalistas centrífugas estaban
bien vistas, por añadidura, en Washington, que durante un tiempo las
animó para fomentar esas mismas tendencias en otros países de Europa del
Este y en la URSS esperando con ello debilitar a su rival soviético (la
URSS comenzó a tener problemas serios de conflicto interétnico en el
Cáucaso en los ochenta, mucho antes de hacer implosión).
Habiendo apostado las elites de cada república, en un grado mayor o
menor, por el nacionalismo exclusivista y sin apenas impedimento federal
alguno para desbaratar esa apuesta era sólo cuestión de tiempo y
estrategia política que las repúblicas proclamasen su independencia.
En
1990-1991 el proceso en esa dirección se aceleró mucho cuando Eslovenia y
Croacia reformaron sus ordenamientos jurídicos con el objeto de
establecer el principio de que sus leyes debían de prevalecer siempre
sobre las leyes federales, comenzaron a montar ―con mayor éxito
Eslovenia que Croacia― sus propios ejércitos aprovechándose de los OT/TO
y el contrabando de armas y bloquearon la acción de las cada vez más
fantasmagóricas instituciones federales arguyendo, no sin razón, que la
Serbia de Milošević intentaba hacerse con su control en ventaja suya.
El punto más dramático de todo el asunto era que la antigua
Yugoslavia constituía un pasto ideal para nacionalismos no sólo
excluyentes, sino también irredentistas. Las regiones 'irredentas',
pobladas mayoritariamente por grupos con la misma identidad
étnico-cultural (y ahora político-nacional) pero situadas en las
fronteras de una república federada con otra identidad étnico-cultural
(y político-nacional) dominante, eran (y son) muy numerosas en los
Balcanes.
Las extensas regiones de Krajina y Eslavonia Oriental en
Croacia estaban habitadas por serbios; Bosnia-Herzegovina era un
verdadero mosaico de municipios croatas, serbios y 'bosniacos' (o
'musulmanes'); los albaneses eran mayoría en el noreste de Macedonia; y
la provincia autónoma de Kosovo contaba con un 80% de pobladores
albaneses, según el censo de 1981.
El discurso nacionalista cuestionaba
las fronteras republicanas y defendía que cada 'nación', término que ya
no tenía sólo un sentido cultural, sino también político-estatal, debía
contar con su propio estado, del cual debían formar parte todas las
tierras con una misma 'nación' predominante en número (salvo que algún
mito histórico-nacional señalara otra cosa, como Serbia respecto a
Kosovo).
No es de extrañar, por tanto, que, mientras la proclamación de
la independencia de Eslovenia previo referéndum en la primavera de 1991
no degeneró en un conflicto civil armado, las proclamaciones de
independencia de Croacia, también en 1991, y de Bosnia-Herzegovina en
invierno de 1992, ambas referéndum previo mediante, condujesen a sendos
conflictos civiles genocidas: Krajina y Eslavonia Oriental proclamaron
por la fuerza de las armas sus propias repúblicas independientes (de
Croacia) con la expectativa de una futura fusión con Serbia y los
líderes serbobosnios y bosniocroatas hicieron lo propio frente al
gobierno bosnio musulmán de Itzetbegović con vistas a una futura
incorporación a sus estados-nación matriz.
Estos líderes gozaban del
apoyo financiero y armado de Serbia y Croacia respectivamente, cuyos
presidentes, Milošević y Tudjman habían decidido en 1991 repartirse
entre ellos dos terceras partes de Bosnia-Herzegovina. La única fuerza
armada yugoslava capaz de detener, si quiera provisionalmente, los
conflictos armados civiles de los noventa, el JNA, resultó inoperante
por su respeto hacia la autoridad civil federal ―que ya no era más que
un fantasma―.
En cuestión de meses, los altos manos serbios
yugoslavistas fueron purgados por Milošević, los no serbios desertaron
masivamente del JNA y éste acabó transformado en el ejército de la nueva
Yugoslavia reducida, formada tan sólo por Serbia y el minúsculo
Montenegro, pues Macedonia también había proclamado con éxito su
independencia.
La guerra en Croacia terminó provisionalmente en 1992,
con una Croacia incapaz por el momento de liquidar las repúblicas de
Krajina y Eslavonia Oriental. En cambio, el conflicto en
Bosnia-Herzegovina se prolongó hasta 1995, con la población civil
convertida en blanco de sistemáticas limpiezas étnicas por parte de
todos los bandos ―paramilitares croatas, 'bosníacos' y serbios, aunque
con mayores medios estos últimos por su más fácil acceso a los recursos
del JNA― y víctima de una economía de guerra mafiosa.
La posición de EE.UU. y las grandes potencias europeas fue decisiva a la
hora de enconar el conflicto en Croacia y Bosnia-Herzegovina y dar
forma a su desenlace final. El gobierno norteamericano, partidario en
abstracto de la integridad de Yugoslavia, pero, como se ha apuntado, no
en la práctica, se había desentendido del tema en 1991, una vez que el
país balcánico no le servía ya para nada en su disputa por la hegemonía
mundial.
Los estados de Europa occidental insistían en el principio de
la intangibilidad de las fronteras estatales internacionales acordado en
Helsinki en los años setenta, un principio muy razonable, en mi
opinión, para preservar la paz en Europa y no volver a sufrir desastres
como los padecidos durante la primera mitad del siglo XX.
Sin embargo,
la posición pro integridad de Yugoslavia fue saboteada por la Alemania
recién unificada, deseosa de pasar a un primer plano en la escena
internacional, reafirmar su poder en Europa, lograr mayor influencia en
su tradicional zona de influencia y más comprensiva por razones
históricas al tipo de nacionalismo romántico [2] que se estaba
prodigando en los países ex comunistas.
En efecto, Alemania reconoció
unilateralmente las independencias de Eslovenia y Croacia, arrastrando
con su decisión al resto de miembros de la CE ―pronto UE―. Y lo que es
peor: hizo asumir a la UE una mezcla explosiva de principios de Helsinki
adulterados (se respetaba el principio si se respetaban las fronteras
regionales internas del estado desmembrado) y nacionalismo etnicista
(cada nación ha de tener su propio estado porque la convivencia entre
naciones dentro de unas mismas fronteras no es posible).
Cuando el
gobierno norteamericano volvió a intervenir en la zona en 1995 por
razones de prestigio y para humillar la ineficaz diplomacia europea,
asumió esa mezcla explosiva. En consecuencia, EE.UU. decidió dos cosas:
1) Que las fronteras internacionales de los estados salidos de la
antigua Yugoslavia debían coincidir con las fronteras republicanas
internas de la extinta federación; y 2) Que cada nueva república
independiente debía ser de alguna manera étnicamente homogénea.
Por esta
razón, bombardeó duramente a las fuerzas serbobosnias alrededor de
Sarajevo y obligó a Milošević, que había dejado de apoyarles con la
finalidad de conseguir el levantamiento de las sanciones contra Serbia, a
presionarles para que aceptasen la paz, al mismo tiempo que permitía
que Croacia expulsase a la población serbia de Krajina y Eslavonia
Oriental y bosniocroatas y serbobosnios 'simplificasen' el mapa de
Bosnia-Herzegovina desde el punto de vista étnico.
El resultado final
fueron los acuerdos de la base norteamericana de Dayton suscritos con
grandes dificultades por Tudjman, Milošević y los líderes bosniocroatas,
serbobosnios y 'bosniacos'.
Esos acuerdos ponían fin a la guerra y, si
bien reconocían formalmente la independencia e integridad de
Bosnia-Herzegovina, creaban un engendro inclasificable e ingobernable
sin intervención exterior (estrambótica confederación de tres entidades:
la Federación Croata-Musulmana, la República Serbia de Bosnia y el
distrito capitalino de Sarajevo; las dos primeras divididas, a su vez,
en un gran número de cantones autónomos croatas, bosníacos y serbios,
todo ello bajo la supervisión de una especie de gobernador colonial
designado por las potencias occidentales).
Las guerras balcánicas de los años noventa tuvieron un corolario en
la intervención de la OTAN en la ex provincia autónoma de Kosovo en la
primavera de 1999. A día de hoy se sabe que los problemas de convivencia
en Kosovo no habrían trascendido a la opinión pública internacional de
no haber mediado los intereses nada humanitarios de los Estados Unidos.
Desde principios de los ochenta, Kosovo había devenido una región
problemática para el gobierno regional serbio a causa de las
reivindicaciones albanokosovares de elevación de su estatus al de
república federada, la pobreza de la provincia autónoma ―la zona más
pobre de toda Yugoslavia, como ya se ha indicado antes― y la corrupción
excepcional y la política discriminatoria anti serbia de las autoridades
kosovares.
En un contexto en que el nacionalismo etnicista, excluyente e
irredentista, había pasado a ser una fuente de legitimación de primer
orden de las elites políticas establecidas y de los intelectuales
deseosos de medrar, tanto las autoridades provinciales como la oposición
albanokosovares lo abrazaron con gran pasión.
La respuesta serbia,
igualmente dictada por el nuevo frenesí nacionalista no se hizo esperar:
Milošević, entonces presidente de Serbia, anuló de facto y por
la fuerza la autonomía kosovar en 1988. Un movimiento independentista de
signo pacífico, cuya principal estrategia de lucha era la desobediencia
civil y la construcción de estructuras estatales paralelas a la
administración pública oficial, dominó el nacionalismo albanokosovar,
pero sus éxitos, desde el punto de vista del proyecto independentista,
fueron escasos.
Las estructuras paralelas ofrecían un servicio peor a la
población que la administración serbia, aparte de hallarse infiltradas
por toda clase de mafias. Kosovo ni siquiera recuperó su autonomía
provincial. Aún más importante que esta falta de éxito a efectos de
explicar el arrinconamiento de ese movimiento de signo pacífico, fue la
proliferación de armas y del contrabando en Kosovo a raíz del colapso
del estado albanés a mediados de los noventa.
Al final, una anárquica
organización mafioso-guerrillera llamada UÇK apareció como el paladín de
la causa independentista albanokosovar en los últimos años del siglo
XX. Su estrategia era el atentado y la extorsión. El gobierno
norteamericano la incluyó en su lista de organizaciones terroristas. Las
operaciones del UÇK y las contraoperaciones de la policía serbia
generaron una espiral de violencia que afectó a la población civil de
Kosovo.
Las acciones del UÇK y el gobierno serbio y la violencia contra
civiles inocentes desplegada por ambos, mucho más limitada de lo que
luego dieron a entender los mass media, no preocupaban demasiado
ni a los EE.UU. ni a la opinión pública internacional.
Pero la Casa
Blanca vio en ellas un excelente pretexto para llevar a cabo una
intervención militar de poco riesgo y mucho beneficio. En aquel momento,
EE.UU. quería fortalecer la imagen de la OTAN ampliando su radio de
acción, cambiando su naturaleza de alianza occidental defensiva y
asegurando su expansión hacia el este.
De paso, deseaba demostrar que
ningún gobierno que se resistiese al reformismo socioeconómico
neoliberal y su ola 'liberalizadora'-privatizadora, como era todavía el
caso del gobierno de Milošević, podía sobrevivir en Europa. Nada mejor
para alcanzar esos objetivos que una intervención militar humanitaria en
Europa oriental contra un malvado líder genocida. Presupuesto lo
anterior, todo lo demás vino de suyo.
Los medios de comunicación de masas difundieron la noticia de que se
hallaba en curso en Kosovo un (inexistente) genocidio de vastas
proporciones implementado por Milošević y sus salvajes sicarios.
Para
aparentar que se había intentado encontrar una salida negociada y
pacífica a la crisis, se ofreció a la delegación yugoslava un
acuerdo-trampa imposible de aceptar (más deshonesto aún que el ultimátum
austro-húngaro a Serbia de julio de 1914: la delegación yugoslava tenía
que aceptar convertir toda Serbia y Montenegro en un protectorado
militar de la OTAN). El UÇK aceptó el acuerdo, pero, naturalmente, la
Yugoslavia reducida no.
Y la OTAN se puso a bombardear Serbia y Kosovo
en un acto de agresión contrario a la Carta de Naciones Unidas,
impulsando con sus bombardeos un intento serbio de limpieza étnica de
albanokosovares, esto es, aquello que precisamente se suponía que iba a
evitarse. Por si esto fuera poco, como los mandos serbios habían sido
muy eficaces a la hora de proteger los posibles objetivos militares, las
bombas 'otánicas' destruyeron infraestructuras civiles, provocaron
'daños colaterales' o, simplemente, cayeron en la nada, pero apenas
dañaron al ejército y los cuerpos de seguridad enemigos. Eso sí,
sembraron el país de tóxicas toneladas de plutonio y uranio
empobrecidos.
Tras 78 días de absurdo e infructuoso bombardeo ―desde el
punto de vista de la misión publicitada en los medios de comunicación de
masas−, Milošević aceptó un nuevo trato a priori mejor para él [3]
y, todo sea dicho, también para su país. La administración serbia se
debía retirar de Kosovo, pero se descartaba la exigencia de la ocupación
'atlántica' de Serbia y Montenegro y EE.UU. se comprometía a asegurar
la integridad territorial del país bombardeado.
El desmembramiento de Yugoslavia y las subsiguientes guerras
balcánicas dejaron a los flamantes nuevos estados independientes, salvo
Eslovenia, en una situación lamentable. Todavía al acabar la primera
década del siglo XXI todos los territorios de la antigua
Yugoslavia estaban en términos relativos peor que al inicio del proceso
de disolución de Yugoslavia [4]: todos estaban más
endeudados, más deprimidos económicamente, con más desempleo e
inseguridad que antes, aunque, claro está, con grandes diferencias entre
ellos.
Serbia y Macedonia (por sus problemas con su minoría albanesa y
con el gobierno griego) son poco menos que unos parias internacionales y
las mafias violentas campan a sus anchas [5].
Bosnia-Herzegovina es un protectorado internacional con la kafkiana
organización política territorial antes descrita.
Sus instituciones
confederales y federales no funcionan, su burocracia cantonal es inmensa
en proporción a la población, el país depende económicamente de la
ayuda exterior y las mafias, su desempleo es astronómico (cerca de la
mitad de la población activa) y las divisiones y animadversidades
interétnicas están muy lejos de haberse superado.
Lo mismo puede decirse
de Kosovo, excepto respecto al problema de la convivencia interétnica,
'resuelto' por la expeditiva vía expulsar a las últimas familias
serbokosovares ante las mismísimas narices de los estadounidenses. Por
cierto, EE.UU. incumplió su promesa de respetar la integridad
territorial yugoslava (y, por ende, serbia, en tanto que estado sucesor)
al incitar la proclamación unilateral de independencia del gobierno
kosovar y reconocerlo, propinando con ello el tiro de gracia a los
principios de Helsinki [6]. Eslovenia y Croacia han
conseguido entrar en la Unión Europea y en la zona euro, si bien muchos
de sus ciudadanos comienzan a plantearse si eso es una suerte o, más
bien, una desgracia.
Este es a grandes rasgos el relato que se puede encontrar en forma mucho más detallada y argumentada en los capítulo 1 a 7 de Y llegó la barbarie.
El ensayo de José Ángel Ruiz Giménez se cierra con un apartado
conclusivo en que el autor reflexiona sobre la narración precedente
producto de años de investigación.
En ese apartado pueden leerse
interesantísimas ideas acerca de los usos de la historia, la tarea del
historiador, los peligros del nacionalismo en determinados contextos, la
guerra como negocio y el papel de la comunidad internacional, los
medios de comunicación y la sociedad civil en la evolución de los
conflictos.
Me gustaría finalizar este escrito con una admonición. La Europa surgida
de las revoluciones y contrarrevoluciones del siglo XIX ha girado
durante demasiado tiempo en torno a la idea de estado-nación y la
politización de las identidades étnico-culturales que está en su base [7].
Incluso hoy eso sigue siendo así a pesar de la crisis de la soberanía
estatal y la globalización (más aún: también gracias a ellas, como
reacción a las mismas y a los trastornos sociales que han causado).
Es
necesario emplear toda nuestra imaginación para idear discursos y
proyectos políticos que tengan como meta la despolitización final de
esas identidades. Esta despolitización, y en modo alguno las ideas de
soberanía y autodeterminación nacionales, constituye el único camino a
transitar si se quiere evitar que las sociedades europeas sigan
precipitándose por el despeñadero nacionalista.
Notas
[1] La
presencia turca en los Balcanes había quedado circunscrita a sus límites
actuales como consecuencia de la derrota del Imperio Otomano en las
guerras balcánicas de 1912-1913.
[2] Y base última, a fin de cuentas, del principio de autodeterminación de los pueblos de matriz wilsoniana.
[3] No
obstante, Milošević fue desalojado del poder al año siguiente tras una
derrota electoral por un margen muy estrecho. Como se sabe, fue
extraditado poco después a La Haya y falleció durante su juicio ante el
TPIY por crímenes contra la humanidad.
[4] Es
decir, comparando tanto los indicadores socioeconómicos y los niveles de
violencia de la Yugoslavia de los ochenta con los propios de sus ex
territorios veinte años después como sus respectivas posiciones respecto
a Europa en los mismos períodos de tiempo.
[5] La
Unión Europea intenta convertir ahora Serbia en un inmenso campos de
retención y detención de refugiados, en la medida en que estos no queden
confinados en Turquía o la 'solución final' turca fracase.
[6] Vaya independencia la de Kosovo: ¡ser una inmensa base militar de la OTAN!
[7] En
contraste con otras épocas históricas: por ejemplo, el mundo romano
clásico. Un modelo de diversidad cultural (dentro de sus confines)." (Ramón Campderrich Bravo, Mientras tanto)
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