"(...) ojo, que en esta postrera guerra de clases, el contraataque podría manifestarse en un odio a las clases medias. (...)
¿y si los votantes del Front National, de la Lega o de Alternativa
por Alemania rechazan a los inmigrantes solo como derivación del odio
que experimentan hacia el discurso que privilegia preceptos formales
como la tolerancia y los derechos humanos, en lugar de atender a la
precariedad de sus condiciones materiales? Dicho de otro modo, no se
trataría tanto de xenofobia como de clasemediofobia.
Creo que este viraje interpretativo es crucial si queremos entender
el éxito de los Bannon, Trump, Salvini, Le Pen, Farage o Wilders. Esta
lista de nombres funciona como metonimia de un mal endógeno que buscamos
cercar mediante conceptos heredados de otro tiempo: fascistas,
populistas, racistas, xenófobos.
A mi juicio, nos equivocamos al emplear
odres viejos para fenómenos nuevos. ¿De verdad hay tantos fascistas en
Italia? ¿Está tan extendido el suprematismo en Dinamarca u Holanda?
¿Casi un tercio de los franceses es racista? ¿Son todos los brexiters fervorosos
e irracionales nacionalistas? Razonablemente podemos atrevernos a
responder que no es así.
Pero sí podemos apostar que lo que tienen en
común todos estos militantes de la reacción conservadora, es la
desconfianza en un discurso que otrora aceptaron como universal, y ahora
asocian al establishment que cercena sus expectativas de seguridad y protección.
Desde esta nueva premisa, sería muy tentador interpretar la oleada
reaccionaria como una alianza entre los excluidos y los poderosos. El
obrero de la metalurgia de Pittsburgh y el multimillonario Trump, unidos
contra el buenismo irresponsable de la clase media californiana o
neoyorkina.
No podemos negar que este diagnóstico es en buena medida
acertado, si atendemos al éxito de estos partidos en las poblaciones
alejadas de las grandes capitales económicas y culturales, así como en
las zonas desindustrializadas (sirvan de ejemplo las manifestaciones
neonazis en Sajonia, o la pregnancia del Front National en las
provincias mineras de Pas-de-Calais).
Sin embargo, tampoco podemos
obviar que muchos ciudadanos que en clave socioeconómica se encuadrarían
en la clase media, están impugnando el discurso liberal que hasta ahora
legitimaba su posición. La piedra de toque de esta tendencia es el
rechazo de la “ideología de género”, que los nuevos reaccionarios (y
aquí el aprendiz Casado) retratan como una frivolidad de las vanguardias
“progres”, en lugar de entenderlo como una avance para la consecución
de la igualdad universal. Por consiguiente, nos equivocaríamos al
interpretar exclusivamente este giro conservador como una reacción
errada pero comprensible de los desempleados y los desfavorecidos por la
estructura económica.
En las circunstancias actuales, la batalla discursiva contra lo
políticamente correcto (que no es más que un modo de designar una
ideología liberal que ahora se identifica como un discurso de clase) es
anterior e independiente de las condiciones económicas en las que pueda
arraigar. Y esta es la novedad específica del fenómeno: como la
apelación formal a los derechos humanos y a la libertad individual ya no
parece tan natural como el aire que respiramos, como ahora el Trump o
Salvini de turno pueden decir que eso es el discurso con el que los
privilegiados ocultan la desigualdad y perjudican frívolamente a los
desfavorecidos nacionales, es posible posicionarse como oponente, con
independencia de que el que así se posiciona padezca esa desigualdad o
pertenezca a las propias clases medias.
O lo que es lo mismo, no hace
falta sufrir o haber sufrido penalidades materiales para, por
resentimiento o deseo de cambio radical, posicionarse en contra del
discurso de la tolerancia. Ahora, una vez la posición universalista ha
perdido su hegemonía, la contraria es una opción entre otras tantas, con
la que mucha gente se puede identificar sin que sea necesaria una
experiencia previa de precariedad, injusticia y rabia. .
La aporía a la que lleva este cuadro de situación, en la que en la
actualidad estamos atrapados, es que cualquier intento de defender ese
proyecto civilizatorio ilustrado refuerza los motivos de su oposición.
Quizás Trump sea el que mejor haya entendido esa lógica: si 300
periódicos estadounidense se asocian para defender la libertad de
prensa, para él y sus seguidores es síntoma de que el establishment se
rearma para defender sus privilegios. Por consiguiente, de nada sirven
nuestras loas a la sociedad abierta frente a sus enemigos, ni mucho
menos la división entre racionalistas ilustrados e irracionalistas
autoritarios, de nuevo reciclada de otras coyunturas históricas.
La
campaña de propaganda en favor de valores democráticos básicos solo
tiene como efecto lo que se quiere evitar, a saber, que estos resulten
desnaturalizados y aparezcan como el discurso de una facción. Cuando la
propia identidad es el problema, es imposible escapar siendo uno mismo.
En esta trampa está encerrada la clase media, incapaz de reaccionar a
la pérdida de una hegemonía discursiva que no había sido nunca
cuestionada.
El atisbo de solución, por todo lo argumentado, debería
pasar por tres vías.
La primera sería una mejor redistribución de la
riqueza que compense la desigualdad, que se manifiesta de manera
creciente en la cesura entre grandes metrópolis y el resto del
territorio. Pero no nos engañemos. Como con acierto suele advertir Jorge
Moruno, la redistribución sin reconocimiento simbólico es inútil. No en
vano, el auge de la derecha reaccionaria demuestra que puede haber
reconocimiento sin redistribución.
La segunda vía, por ello, sería una
visibilización que dé carta de normalidad a otros modos y expectativas
de vida, que dignifique los temores y demandas de los que consideran que
la sociedad abierta les cierra sistemáticamente sus puertas.
Si, como
hemos defendido en este texto, la oposición al universalismo liberal no
puede explicarse solo por la precariedad material, mejorar los
mecanismos redistributivos no va a impedir mecánicamente que muchos
ciudadanos se identifiquen con el discurso reaccionario.
Es necesario,
por ello, generar prácticas de reconocimiento, fundamentalmente desde
las instituciones, pero también desde las factorías de nuestro
imaginario colectivo, para que no haya países, ni regiones, ni
profesiones ni identidades, que se sientan invisibilizadas por el
discurso que les invita formalmente a participar en la deliberación
colectiva.
Por último, la tercera vía, que sería la condición de posibilidad de
las anteriores, tiene que pasar por una epistemología de la clase media,
un ejercicio de autorreflexividad y prudencia que nos permita entender
que el lugar desde el que producimos discurso ya no es (si es que alguna
vez lo fue) neutral.
Nuestro lugar de enunciación, el de la pretensión
de universalidad válida para todos, es hoy un motivo para la reacción.
Sin cambiar el contenido y el lugar de nuestra propia posición, por
tanto, difícilmente podremos dejar de producir los efectos que buscamos
prevenir." (Gonzalo Velasco, CTXT, 12/09/18)
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