"Sabíamos que en Brasil, mayoritariamente solidario,
sensible al dolor ajeno y que ama a sus pequeños, existían monstruos de
odio. Confieso, sin embargo, que ignoraba que fueran tantos y con tanta
carga de sadismo. Lo demuestran los comentarios sórdidos y hasta
blasfemos que invocan a Dios con motivo de la muerte de Arthur, de siete
años, nieto inocente de Lula, condenado y encarcelado por corrupción.
Un niño aún no tiene tiempo de conocer hasta qué
abismos de ceguera puede conducir la política como ideología. Y cae
sobre nuestras conciencias de adultos la infamia de convertir en bromas
baratas, ironía y sarcasmo en las redes sociales, el dolor de un abuelo
por la pérdida de su nieto. Lula, aún condenado y en la cárcel, no ha
perdido ni su dignidad como persona, ni el pedazo de historia positiva
que dejó escrita en este país.
Quienes llegan a alegrarse de la pérdida del nieto de Lula como un castigo de Dios por haber apoyado como presidente a Gobiernos como el de Venezuela —que hoy mata de hambre a sus niños, como he leído en este diario— están revelando hasta qué pozo de ceguera y de insensibilidad humana puede llegar el soberbio Homo sapiens.
Esa ausencia de empatía y de decoro ha contagiado a políticos con grandes responsabilidades como al hijo del presidente Bolsonaro, el diputado federal Eduardo, que todo lo que supo escribir en la red sobre la triste muerte del nieto de Lula es que el expresidente debía estar “en una cárcel común, como un preso común”. Lo escribió sin una sola palabra de piedad o, por lo menos, de respeto por su enemigo político.
Le respondió Fernando Lula Negrao, quien apuntó que las palabras del hijo del presidente eran propias "de la falta de misericordia, de los odios, de las angustias y de la falta de amor que es típica de los psicópatas, de los asesinos seriales y de los cobardes…” . Un juicio duro que millones de brasileños que no han perdido la capacidad de solidarizarse con el dolor ajeno aplauden.
También, Alexandre Braga, seguramente otro de los millones de brasileños sanos, no envenenados por la ideología, le respondió con sensatez: “[Eduardo Bolsonaro] perdió la oportunidad de callarse. Lula ya está acabado y preso. Respete el dolor del abuelo. Basta de ese odio malvado y vamos a pensar en Brasil”.
Intenté recordar tiempos oscuros de la historia en los que el ser humano llegó a degradarse hasta el punto de no solo no respetar la inocencia de la infancia, sino de hacer de ella carne de infamia. Solo me vinieron a la memoria aquellos campos de concentración nazi donde los niños eran quemados vivos porque “no servían para trabajar”. Fue en uno de aquellos campos donde uno de los responsables dedicaba la poca agua que había para regar las flores de su jardín dejando morir de sed a los niños.
Para alguien como yo que ha dedicado tantas columnas a contar lo positivo del alma brasileña (que tanto me ha enseñado y reconfortado en los momentos en que no es difícil perder la confianza en el ser humano), el hecho de leer comentarios sin alma, sin empatía, cargados de odio, sarcasmo e incluso regocijándose de la muerte de un inocente, solo por el odio a Lula, hace que prefiera no haber vivido este día.
Soy de los periodistas que criticaron, en su momento, el hecho de que Lula, que llegó con la esperanza de renovar la política, hubiese acabado contagiado por los halagos de los poderosos y por la política fácil de la corrupción. Hoy, sin embargo, ante esos camiones de basura que las redes sociales están vomitando contra él y hasta contra el nieto inocente que ha perdido, me atrevo a pedirle perdón en nombre de esos millones de brasileños que aún no se han vendido al odio fácil y saben aún mantener su dignidad ante la muerte de un niño.
Hubo quien escribió que, después de los campos de concentración del nazismo, no era posible seguir creyendo en Dios. ¿Y después de esos odios y sucios insultos lanzados contra Lula tras haber perdido a su nieto, es posible seguir creyendo en Brasil? El Brasil de las cloacas, que hoy han manchado gratuitamente el alma de un niño, terminará como le sucedió al nazismo.
El otro Brasil, el anónimo, el que hoy se ha horrorizado viendo desfilar a los monstruos sueltos en las redes sociales, el mayoritario, acabará (¿o será solo mi esperanza?) dominando a los monstruos que hoy nos asustan para dar paso a los ángeles de la paz." (Juan Arias, El País, 02/03/19)
Quienes llegan a alegrarse de la pérdida del nieto de Lula como un castigo de Dios por haber apoyado como presidente a Gobiernos como el de Venezuela —que hoy mata de hambre a sus niños, como he leído en este diario— están revelando hasta qué pozo de ceguera y de insensibilidad humana puede llegar el soberbio Homo sapiens.
Esa ausencia de empatía y de decoro ha contagiado a políticos con grandes responsabilidades como al hijo del presidente Bolsonaro, el diputado federal Eduardo, que todo lo que supo escribir en la red sobre la triste muerte del nieto de Lula es que el expresidente debía estar “en una cárcel común, como un preso común”. Lo escribió sin una sola palabra de piedad o, por lo menos, de respeto por su enemigo político.
Le respondió Fernando Lula Negrao, quien apuntó que las palabras del hijo del presidente eran propias "de la falta de misericordia, de los odios, de las angustias y de la falta de amor que es típica de los psicópatas, de los asesinos seriales y de los cobardes…” . Un juicio duro que millones de brasileños que no han perdido la capacidad de solidarizarse con el dolor ajeno aplauden.
También, Alexandre Braga, seguramente otro de los millones de brasileños sanos, no envenenados por la ideología, le respondió con sensatez: “[Eduardo Bolsonaro] perdió la oportunidad de callarse. Lula ya está acabado y preso. Respete el dolor del abuelo. Basta de ese odio malvado y vamos a pensar en Brasil”.
Intenté recordar tiempos oscuros de la historia en los que el ser humano llegó a degradarse hasta el punto de no solo no respetar la inocencia de la infancia, sino de hacer de ella carne de infamia. Solo me vinieron a la memoria aquellos campos de concentración nazi donde los niños eran quemados vivos porque “no servían para trabajar”. Fue en uno de aquellos campos donde uno de los responsables dedicaba la poca agua que había para regar las flores de su jardín dejando morir de sed a los niños.
Para alguien como yo que ha dedicado tantas columnas a contar lo positivo del alma brasileña (que tanto me ha enseñado y reconfortado en los momentos en que no es difícil perder la confianza en el ser humano), el hecho de leer comentarios sin alma, sin empatía, cargados de odio, sarcasmo e incluso regocijándose de la muerte de un inocente, solo por el odio a Lula, hace que prefiera no haber vivido este día.
Soy de los periodistas que criticaron, en su momento, el hecho de que Lula, que llegó con la esperanza de renovar la política, hubiese acabado contagiado por los halagos de los poderosos y por la política fácil de la corrupción. Hoy, sin embargo, ante esos camiones de basura que las redes sociales están vomitando contra él y hasta contra el nieto inocente que ha perdido, me atrevo a pedirle perdón en nombre de esos millones de brasileños que aún no se han vendido al odio fácil y saben aún mantener su dignidad ante la muerte de un niño.
Hubo quien escribió que, después de los campos de concentración del nazismo, no era posible seguir creyendo en Dios. ¿Y después de esos odios y sucios insultos lanzados contra Lula tras haber perdido a su nieto, es posible seguir creyendo en Brasil? El Brasil de las cloacas, que hoy han manchado gratuitamente el alma de un niño, terminará como le sucedió al nazismo.
El otro Brasil, el anónimo, el que hoy se ha horrorizado viendo desfilar a los monstruos sueltos en las redes sociales, el mayoritario, acabará (¿o será solo mi esperanza?) dominando a los monstruos que hoy nos asustan para dar paso a los ángeles de la paz." (Juan Arias, El País, 02/03/19)
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