11/9/20

La TMM no es un conjunto de políticas, sino un corpus de pensamiento interdisciplinario que literalmente “sigue el rastro del dinero”. el dinero es un proyecto constitucional, creado, administrado y patrullado por los estados y otras autoridades legales. la TMM sostiene que la política debería ayudar a equilibrar la economía en general, no el presupuesto. Cuando el gobierno de EEUU incurre en déficit, significa que quizás los demás no tengamos que hacerlo. Cuando el gobierno gasta dinero, ese dinero va a alguna parte: a la economía en general. Tal como lo explica Kelton, “sus números rojos son los negros nuestros”. el gasto público no está limitado por los recursos financieros sino por los recursos físicos (tales como mano de obra y maquinaria) disponibles. la TMM propone que mantengamos permanentemente una economía de pleno empleo y estabilicemos los precios por medios adicionales. La TMM demuestra que el sistema podría pagarnos, pero nos deja colgados

 "Poco antes del 4 de julio, el alcalde de la ciudad de Nueva York, Bill de Blasio, al igual que otros políticos estadounidenses, anunció una ofensiva contra la venta de cohetes ilegales. No hay certeza sobre por qué o cómo comenzaron las baterías pirotécnicas, pero el alcalde dejó meridianamente claro que el Departamento de Policía de Nueva York respondería con redadas.

 El nuevo grupo operativo solo incluyó a 42 policías, pero poderoso caballero es Don Dinero. Ante la depresión pospandémica mundial, un movimiento nacional para suprimir las partidas destinadas al orden público y una crisis financiera municipal, De Blasio y otros dirigentes como él seguirán desembolsando pasta para mantener el orden en los arrabales. Para proteger y servir … a no se sabe quién.

Crecí vendiendo petardos allá en mi tierra (donde un policía ejecutó recientemente a Antonio Valenzuela en circunstancias similares a las del asesinato de George Floyd). Mi entrenador de lucha y mis amigos del instituto todavía los venden para ganarse la vida. Pero entiendo que incluso tras un verano de confinamientos, palizas y represiones, algunas personas no disfruten igual que yo explotando papel y pólvora, e incluso consideran peligrosos los fuegos artificiales.

Los alcaldes les prestan sus oídos. Sus nociones de orden público, molestias y salud están codificadas en la ley y cuentan con partidas de las arcas públicas. Como muchos otros, encuentro el acoso policial más peligroso, frustrante y tóxico que los petardos. Lo mismo aplica a una miríada de gritos de hambre, dolor y desesperación. Pero en todo el país, a pesar de las demandas de los manifestantes, los gobiernos municipales han apoquinado partidas para la pasma, a la vez que reasignan fondos de emergencia federal para reforzar los presupuestos para gastos generales.

 Tanto la brutalidad como esas penosas mamonadas siguen propagándose. Por ejemplo, las denuncias por lanzamiento de cohetes pueden acabar en detenciones –y así desencadenar una interacción letal entre la policía y la población. También los polis pueden simplemente multar a la gente por posesión y añadir una carga adicional de 250 dólares a la deuda de hogares negros y/o latinos durante una depresión de por sí racializada. Otra muestra del uso de fondos públicos para arrebatarle más dinero a la población.

Cada dólar presupuestado para estas pequeñas tiranías debería destinarse a otra cosa. Pero como los activistas han argüido hace ya tiempo, debemos precisar qué es la próxima “otra cosa”. Para la organizadora abolicionista Mariame Kaba, las demandas para rebanar los presupuestos de la policía deben ir acompañadas de demandas para  asegurar la financiación de la sanidad, la vivienda, la educación y buenos empleos. Resulta que éstos son cuatro derechos garantizados por el Nuevo Pacto Verde. Si lo llevamos adelante, argumenta Kaba, “para empezar ya necesitaríamos menos policía”.

Concuerdo totalmente. Además, humildemente sugeriría que cualquier visión cooperativa de seguridad y justicia requiere una visión más cooperativa de la hacienda pública que la respalde. Localmente, deberíamos avanzar hacia el control comunitario sobre los presupuestos reales y la mano de obra que sostienen. Pero también deberíamos revisar toda la arquitectura de la hacienda pública en los Estados Unidos.

La necesidad de reivindicaciones más democráticas sobre nuestros sistemas monetarios es perentoria. En el corto plazo, necesitamos desesperadamente mantener y expandir las prestaciones de emergencia para afrontar la pandemia, pero el Partido Republicano ha prometido recortar la próxima ronda de ayudas en el límite arbitrario de un millardo de dólares (a la vez que reclama más fondos federales para la pasma). A la larga, deberíamos exigir dinero público para nuestras propias necesidades, para lo que realmente nos protege, con la misma voracidad que usan Trump y otros para justificar un presupuesto inagotable para polis y tropas, cueste lo que cueste. En esencia, debemos exigir un cheque en blanco.

 No me malinterpreten. Soy un gran admirador de un viejo dicho: “No dejes que tu boca gire cheques que tu trasero no pueda hacer efectivos”. He sido regulador financiero y abogado de oficio. Ambos trabajos consistían principalmente en ayudar a la gente a gestionar facturas abusivas: desde las facturas grandes que nos hunden hasta las facturas pequeñas que nos vuelven locos. Creo que la responsabilidad fiscal es absolutamente, cien por ciento, sin lugar a dudas, ahora y siempre un proceso crítico. Pero la verdadera responsabilidad fiscal no se ciñe a la prudencia personal; desafía al poder sistémico.

Por eso me encanta la teoría monetaria moderna (TMM). La TMM muestra cómo las facturas del gobierno en realidad difieren de las nuestras, comenzando por el hecho de que el gobierno genera y administra el dinero que usamos, y desglosando lo que eso significa. Si miras un billete de un dólar, verás las firmas de sus creadores; no de contribuyentes ni de tenedores de bonos, sino del mismo gobierno que imprime, acuña y teclea la moneda que usamos a diario.

 La lástima es que ese mismo gobierno ampara a los ricos mientras desangra a los pobres. Además, controla y microgestiona nuestro uso general del dinero, sin hacer nada para refrenar la anarquía financiera o la corrupción que de verdad perjudican a la sociedad. En lugar de ver el dinero y los mercados como criaturas de la ley, muchos los imaginamos como lugares de un “orden natural” sagrado y al gobierno como un vigilante de las periferias profanas. Visto así, el dinero y los mercados son lo primero, y la ley y la política “intervienen”.

Pero la economía es en sus fundamentos una construcción del derecho y de la política. En palabras de la profesora de derecho Christine Desan, el orden constitucional del dinero, en particular, “puede unir a las personas o hacer que acaben a degüello”. Podría decirse que el orden contemporáneo nos encierra en una pugna de suma cero. Pero, como sucede a menudo, luchamos por apoderarnos de ese orden y transformarlo y, de camino, deberíamos abordar la hacienda pública como un lugar de lucha más allá de la redistribución.

 Para desmantelar nuestro mundo roto y construir otro nuevo, deberíamos pensar el sistema monetario menos en términos de “impuestos y transferencias” y más en términos de “creación y destrucción”. Cuando hablamos de la responsabilidad fiscal del Distrito de Columbia (Washington), deberíamos insistir en que el Congreso gastara más dinero —en nosotros– y dejara de gastar en actividades que nos perjudican, porque nos perjudican. 

Este argumento exige una visión más profunda de lo que realmente es el dinero —no un recurso natural escaso, sino un recurso social abundante. Este es un hallazgo central de la TMM. Esta forma de pensar parte de una broma que la exasesora económica de Sanders, Stephanie Kelton, suele compartir: una vez que reconocemos que “el dinero no crece en la gente rica” –menos aún en la gente pobre– ganamos más espacio para la creatividad política. En lugar de ser castigados, finalmente nos pueden pagar.

 La TMM no es un conjunto de políticas, sino un corpus de pensamiento interdisciplinario que literalmente “sigue el rastro del dinero”. Sugerir que la fuente del dinero es la actividad comercial de la gente común es un timo. Algunos economistas de TMM lo llaman un “fraude inocente“. No soy tan condescendiente. Así que súbete al coche. Nos vamos de contabilidad forense.

Los economistas ortodoxos sostienen de forma ahistórica que el dinero surgió para facilitar los intercambios voluntarios, una historia conocida como el “mito del trueque”. En este cuento, la gente primero intercambiaba cosas “en especie”, por ejemplo, tu vino por mi lana, pero esto era inconveniente y engorroso. Con el tiempo, las sociedades desarrollaron un medio común de intercambio: el dinero. Es una historia perezosa para gente perezosa: insinúa que el dinero es un lustre sobre otra actividad económica; en el principio fueron los mercados y de ellos surgieron esas monedas con el busto del emperador.

La TMM cuenta otro relato del pasado, presente y futuro del dinero. Nuestros sistemas monetarios no surgen del mercado sino que el dinero es un proyecto constitucional, creado, administrado y patrullado por los estados y otras autoridades legales. Históricamente, los legisladores han consolidado su poder precisamente homogeneizando los medios de pago del tributo y castigando a quienes se negasen a pagarlo. Como ha reconocido el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, el dinero y el poder de establecer la “moneda de curso legal” —instrumentos que podemos usar para redimir nuestras deudas, especialmente con el Estado— es un poder concomitante de la propia soberanía.

Medular para la TMM es el hecho indiscutible de que el gobierno de los Estados Unidos emite en lugar de simplemente usar una moneda. El gobierno de EE.UU. no puede quebrar —si solo pagas en dólares y fabricas dólares, no puedes quebrar. Se deduce que el Congreso no necesita salir por allí en “busca de dinero”. No tiene que pagar impuestos ni pedir prestado un dólar para gastar un dólar. 

Otros países pueden estar enganchados al dólar estadounidense u otra moneda extranjera para importar bienes críticos como alimentos y medicinas; si se les agota, se meten en un lío. Pero en los Estados Unidos, el gobierno federal –o un banco con licencia del gobierno– crea los puntos que usamos en nuestra vida diaria. Mientras le lleguen facturas en dólares, el Gobierno de Estados Unidos, en su conjunto, siempre podrá pagarlas. No necesita un presupuesto federal equilibrado.

Por supuesto, el hecho de que el gobierno pueda gastar tanto dinero como el Congreso autorice no significa que deba gastar tanto dinero como el Congreso quiera. Pero deberíamos ser cuidadosos con el gasto federal no por los costos fiscales para el gobierno en sí, sino por la estabilidad de precios en la economía general.

 La sabiduría popular dice que la inflación (un aumento continuo de los precios generales) ocurrirá si hay demasiados dólares en pos de pocos bienes y servicios. Si el gobierno imprime demasiado dinero, dice esta sabiduría, los precios se dispararán y la gente acabará empujando carretillas de billetes para comprar una barra de pan de 2 mil millones de dólares.

 Los economistas de TMM adoptan un enfoque más pragmático, centrándose en lo que realmente consigue el gasto público. La inflación no ocurre de forma automática o inmaculada. Realmente, antes de subir los precios, las empresas consideran las ganancias, los salarios, el inventario, los cuellos de botella y otros factores concretos. Pero, en general, los economistas de la TMM están de acuerdo en que, en ciertos contextos, el gasto público puede espolear una inflación que es mala para la gente común.

Pero una vez que vemos que el enfoque macroeconómico debería ser la inflación en lugar de los déficits federales o la deuda nacional, se desenmascaran las bobadas de gran parte de lo que nos han dicho sobre la hacienda pública. Por ejemplo, se ha convertido en un acto reflejo comparar el presupuesto federal con los nuestros. Si Washington planea “pagar” algo, lo que sea, debería encontrar un ‘crédito[1]’ equivalente: un aumento recaudatorio o un acuerdo de reducción presupuestaria de igual cuantía.

La idea subyacente es que el gobierno, como nosotros los peones, solo tiene tanto dinero. Para gastar más, tendría que sacarle o pedirle prestado más a otra persona. Pero si te fijas, te darás cuenta de que Washington  D.C. no se estira tanto como nosotros. Unas veces aumenta los impuestos y el gasto a la par; otras no. El Tesoro tiene una deuda pendiente desde 1791 y nunca la ha amortizado del todo. Más concretamente, el cobrador del frac nunca se pasa para embargar el equipamiento militar que el gobierno federal ha instalado por todo mi pueblo y otras comisarías de todo el país

El Congreso está haciendo gasto deficitario en sus prioridades reales (fuerzas de seguridad, guerra, cárceles, deportaciones, extracción) “sin restar un centavo a otro crédito presupuestario, sin preguntas” constantemente. Los debates de las primarias del Partido Demócrata de 2020 recogieron veintiuna preguntas sobre la financiación de programas sociales y cero sobre la financiación de la guerra.

La austeridad tiene una diana humana. A nivel federal, esto significa fundamentalmente dejarnos sin un duro y con el potencial de un crecimiento económico. Es una cuestión  contable. Cualquiera del gremio del puño cerrado le dirá que el dinero tiene que venir de alguna parte. Cuando el gobierno de EEUU incurre en déficit, significa que quizás los demás no tengamos que hacerlo. Cuando el gobierno gasta dinero, ese dinero va a alguna parte: a la economía en general. Tal como lo explica Kelton, “sus números rojos son los negros nuestros”. 

Pero cuando el gobierno reduce la deuda, nos está quitando ingresos a todos menos al gobierno, lo cual generalmente significa números rojos para los servicios públicos. Los economistas de la TMM explican que el superávit presupuestario de Bill Clinton significaba esencialmente que el gobierno estaba sacando más dinero de la economía en general del que estaba aportando, abriéndoles la puerta a los prestamistas privados para que rellenasen la demanda de fondos, lo cual condujo a un endeudamiento privado excesivo y a la crisis financiera mundial.

Para decirlo sin tapujos, la sabiduría popular sobre la procedencia del dinero y cómo los gobiernos financian sus operaciones es tanto factualmente incorrecta como moralmente indefendible. Al empeñarse en sonar eminentemente razonables, los halcones del déficit reducen los presupuestos a una aritmética cruda, vacua y elemental: una “ilusión de control“.

Mientras tanto, la TMM sostiene que la política debería ayudar a equilibrar la economía en general, no el presupuesto. De hecho, la TMM, a la postre, “no va de dinero“, sino de reevaluar los límites del gobierno para servir a la población.

Así pues ¿qué implicaciones tiene todo esto para los movimientos sociales? Esta es la pregunta del billón de dólares. Algunos izquierdistas repudian el estudio del dinero, relegándolo a lo superestructural y divorciándolo de la clase y del poder. Esto es frívolo. Al controlar el diseño monetario y oscurecer el papel del estado, la clase propietaria amarra con más fuerza su control sobre los medios de producción y los tipos de trabajo que hacemos. Cuando hablamos de clase, necesitamos hablar más profundamente sobre el dinero: qué es y por qué parece gobernar todo lo que nos rodea.

De manera más inmediata, debemos reconocer que ignorar el gasto federal no ha disciplinado a nuestros amos: les ha dado rienda suelta. Cuando el gobierno federal no gasta suficiente dinero en la economía en general, los hogares y las empresas terminan endeudándose con Wall Street (y Silicon Valley) para llegar a fin de mes. En otras palabras, cuando el gobierno federal se niega a gastar suficiente dinero público en bienes públicos, las empresas del Fortune 500 distribuyen con tacañería las necesidades sociales —vivienda, atención médica, educación, etc.— cargándonos con deudas e hinchando sus propios activos. La pandemia ha demostrado cómo este tipo de dependencia de los acreedores especuladores ha hecho que nuestra economía sea singularmente frágil.

 No podemos afrontar las facturas médicas, el alquiler, los préstamos académicas o multas por lanzar petardos cuando los ingresos se evaporan. La austeridad solo empeoraría las cosas. El primer pensador de TMM que leí no fue un economista, sino Bill Black –criminólogo, profesor de derecho y otrora objeto de un intento de asesinato del activista anti-porno y estafador de cuello blanco Charles Keating. El trabajo de Black sostiene que, en un contexto de austeridad, los acreedores, las aseguradoras y los caseros tratan de chupar sangre hasta de las piedras e incurren en comportamientos cada vez peores. Como los polis.

Hay que combatir, pero continuamente caemos en la trampa de divide y vencerás. Sobre todo, si queremos excarcelar y democratizar la economía, debemos destruir el peligroso mito del “dinero de los contribuyentes“. Si nos preocupamos por los “contribuyentes” y no por la población general, cimentaremos una identidad económica estratificada: favoreciendo necesariamente a los grupos más ricos sobre los más pobres: hombres sobre mujeres, blancos sobre negros,  estadounidenses de nacimientos sobre inmigrantes y así sucesivamente. 

Las personas que se identifican principalmente como “contribuyentes” son la base de Trump y Pence, que viven de la tradición ochentera de demonizar a las “reinas subsidiadas” negras y sus hijos: la “clase criminal embrionaria“. Las multas y tasas municipales —impuestas porque los “contribuyentes” pagarán por los servicios públicos— han contribuido a lo que la profesora de derecho Angela Harris llama un “sistema de vigilancia, disciplina punitiva y control que se extiende para transformar las vidas de los pobres en unas profundamente privadas de libertad”.

Las asociaciones de contribuyentes de todo el mundo nos presionan para limitar la acción del gobierno arguyendo que los estados están incapacitados fiscalmente.

Ya hemos visto a opositores explotar este grito: “¡dinero de los contribuyentes!”. Algunos aducen que la “única crítica sustantiva” a la que se enfrentó la campaña de Sanders se refería a los aumentos de impuestos para las clases media y trabajadora. Debido a que se dice que todos los programas sociales implican aumentos de impuestos generalizados, no es de extrañar que muchas personas de color y otros grupos marginados sigan siendo justamente escépticos de que los votantes alguna vez “pelearán por alguien a quien no conocen”. La historia confirma sus sospechas.

 En Racial Taxation: Schools, Segregation, and Taxpayer Citizenship, 1869-1973, la historiadora del derecho Camille Walsh argumenta que el Tribunal Supremo rechazó la reivindicación de la enseñanza como derecho federal, encabezada por estudiantes, familias y activistas chicanos, sobre todo debido a la carga que colocaría sobre los derechos (implícitos e indefinidos) de los contribuyentes blancos.

 La TMM puede ayudar a darle la vuelta a este guion. Presentar reiteradamente los impuestos como “el precio que pagamos por una sociedad civilizada” perderá credibilidad a medida que se intensifique la barbarie. No hay que exigirle a la gente que aporte su grano de arena a los derechos que ya deberíamos tener —¡o un sistema de seguro que habría ayudado a estabilizar la economía cuando golpeó la pandemia! Como sostiene la socióloga Tamara Nopper, rechazar el marco del “dinero de los contribuyentes” —y su enfoque en los suburbios blancos como el “parangón de la presupuestación moral y la innovación social” — es el siguiente paso lógico para los movimientos abolicionistas. 

El historiador Destin Jenkins sostiene que la verdadera inversión en las comunidades negras exige que rechacemos la financiación local y racista y que “apalanquemos el poder financiero federal”. A la postre, desmantelar sistemas opresivos exige aún más ambición, incluida la aceptación del gasto deficitario. Y también lo hace el cuidado de un mundo nuevo frente a la amenaza fundamental para nuestra seguridad: el cambio climático.

Si los empeños pasados ​​para obtener derechos socioeconómicos han fracasado en gran parte debido al abuso de la retórica de la responsabilidad fiscal, ¿qué significa esto para el futuro? El Nuevo Pacto Verde (NPV), por ejemplo, es un programa basado en derechos —que nos promete específicamente sanidad, vivienda y empleo garantizados, así como educación. Si el pasado nos puede orientar, resulta imperativo que superemos el mito del dinero de los contribuyentes.

 En general, el NPV nos obliga a contemplar no lo que sacrificamos sino lo que podemos ganar. La mirada fiscal debe coincidir: como sostiene la economista Pavlina Tcherneva el izquierdismo de “gravar a los ricos para pagar por el progreso”, es un “cordón umbilical imaginario” que nos encadena a nuestros opresores. El dinero no crece en los ricos.

El éxito de cualquier programa basado en derechos depende de ganar un apoyo fiscal completamente madurado. Los derechos pueden ser abstractos, inestables y vagos. Sin la financiación adecuada, los derechos —incluso los llamados “derechos negativos”, como la libertad de expresión o el sufragio— no son reales. Sin embargo, reivindicar derechos, en las calles si no en los tribunales, es también una de las pocas vías por las que las personas de color y otros grupos marginados han logrado victorias políticas en este país.

La movilización del NPV se articula en torno a un derecho por encima de los otros. Debido a su orientación hacia una transición Justa, el NPV requiere de una Garantía de Empleo impulsada localmente y financiada con fondos federales, comprometiendo al gobierno federal a proporcionar a cualquiera que lo desee un empleo con un salario digno para cuidar de las personas, la comunidad y el planeta

 Para que el programa cambie la forma en que trabajamos, también necesitamos protecciones de rentas para apoyar a los trabajadores que abandonen los sectores intensivos en emisiones y programas de desarrollo de la fuerza laboral que complementen los salarios en los sectores críticos para el NPV. Es probable que esto signifique mayores déficits federales, pero la TMM nos demuestra por qué esto no es un problema. De hecho, una vez que dejamos de obsesionarnos con los déficits, podemos ver más claramente cómo pagar el NPV manteniendo la inflación dominada.

Esto es crucial: la miopía inflacionaria es un enemigo histórico de la garantía de empleo. Activistas como Coretta Scott King tuvieron que luchar contra la Reserva Federal (Fed), que argumentaba que un derecho a un empleo exigible lanzaría los precios a un período inflacionario. Hogaño, la Fed todavía trata de mitigar los precios generales manteniendo a suficientes personas desempleadas para que los trabajadores tengan demasiado miedo como para luchar por alzas salariales.

 En otras palabras, el banco central sostiene que mantener a algunas personas paradas a propósito es necesario para garantizar precios estables. Como argumentan los economistas de la estratificación, esto significa que ciertas comunidades  —donde se incluye a gente negra, indígena y latina; gente discapacitada; gente queer; veteranos y personas con antecedentes penales— viven en una depresión perpetua por designio. Como sostiene el profesor de derecho Lua Kamál Yuille, las leyes contra la discriminación no han corregido la situación: sigue sin haber empleo justo sin pleno empleo.

La TMM rechaza que se sacrifique a trabajadores a un volcán inflacionario que rara vez entra en erupción. No estamos interesados ​​en contener el gasto del NPV. Precisamente porque el NPV aspira a la transformación de nuestros sistemas de energía, vivienda, transporte y agricultura; y de resultas promete abrirle un hueco a cualquiera, deberíamos lanzarnos a una expansión fiscal directa e inexorable. La congresista Alexandria Ocasio-Cortez ha reconocido con razón que tenemos un modelo para nuestro empeño. Durante la Segunda Guerra Mundial, los economistas del Tesoro aprendieron una lección importante que aún apuntala a la TMM: a la postre, el gasto público no está limitado por los recursos financieros sino por los recursos físicos (tales como mano de obra y maquinaria) disponibles.

 Es otra forma de decir que la estabilidad de precios sigue siendo clave. Pero, contrariamente a los críticos, la inclusión de una Garantía de Empleo no debería ser motivo de alarma. Los datos recientes indican que el gasto en empleo ha tenido escasa influencia en la inflación últimamente. 

No es de extrañar, entonces, que un exgobernador de la Fed incluso haya acusado a la Fed de carecer de una “teoría funcional de la inflación”, punto. Contrariamente a la sabiduría popular, la TMM propone que mantengamos permanentemente una economía de pleno empleo y estabilicemos los precios por medios adicionales. Debido a que la TMM aprecia la complejidad real de los precios, ampara los impuestos como una herramienta de gestión de la inflación. Pero también incluye la regulación ambiental, antimonopolio y financiera como “créditos no fiscales”.

El análisis detallado de la inflación exige experiencia industrial y laboral. Los economistas  centrados en el déficit renuncian al matiz prefiriendo juguetear con el PIB o los datos de desempleo para la economía en su conjunto, pero el enfoque granular es el camino hacia un NPV funcional. Algunos aspectos del NPV pueden presionar los precios, otros quizás no. Encoger las industrias de defensa, combustibles fósiles, financiera, inmobiliaria y de seguros podría reducir algunos precios. 

La maquinaria bélica devora barriles y barriles de petróleo, toneladas de acero y otros recursos intensivos en emisiones. Pero el gasto militar que no produce bienes que “ansíe” el consumo civil también es más inflacionario que otros gastos. Si el componente M4A[2] del NPV elimina los empleos en aseguradoras y recorta lo suficiente el derroche de la industria sanitaria, podría ser deflacionario. Wall Street presiona los precios al especular con materias primas, inclusive combustibles y vivienda. El endeudamiento bancario no reglamentado también puede espolear la inflación.

Si necesitáramos gravar o reglamentar ciertas actividades para evitar que la inflación fluya del NPV, podríamos comenzar con actividades que nos perjudiquen activamente. En general, la izquierda debería centrarse en cobrar impuestos a los ricos, regular el crédito y los alquileres, y considerar otras herramientas para atajar el destripamiento de empresas por fondos buitre. Nada estabiliza los precios tanto como estabilizar los precios. Y estabilizar los precios sobre las espaldas de los ricos y poderosos va de la mano con hacer la paz.

En definitiva, necesitamos un marco de hacienda pública que nos permita tratar nuestras crisis como crisis reales. Desde 2008, los críticos de todo el espectro político han reprendido a la “economía ortodoxa” por, francamente, estar equivocada en todo. Por el contrario, los teóricos de la moneda moderna acumulan aciertos sobre los eventos macroeconómicos más importantes de nuestro tiempo. A diferencia de algunos de nuestros compañeros de viaje, los izquierdistas de la TMM nos hemos comprometido a perfilar un programa político.

Solo le pedimos a la gente que sea tan crítica con el dinero como con todo lo demás. Adoptar un marco de dinero público no significa escupir jerga contable: significa más bien perseverar en una óptica que no nos haga perder de vista la pieza a cobrar. Significa alentar a las personas para que dirijan la pegada hacia arriba, y no hacia abajo o de través, cuando se trata de asuntos dinerarios. No fabricamos el dinero. Pero nos lo merecemos. Tanto como haga falta.

La pandemia está desenmascarando la insidia de nuestras instituciones monetarias. Mientras que la Fed usa creativamente sus poderes legales, para empujar sobre hilos de títeres, el Congreso y el Tesoro renuncian a emplear métodos más sencillos, poderosos y justos. Una vez más, el desastre demuestra que nos enfrentamos al fascismo y al neoliberalismo de frente. Durante décadas, el Partido Republicano ha demostrado que emitirá ese cheque en blanco por la seguridad de la tribu de la gente que considera merecedoras de atención. Por el contrario, la dirección demócrata del Congreso ha demostrado una “obsesión por los déficits” y ya ha mostrado signos de que retrocede al modo austeridad.

Es la hora de la contrapresión. Además de los billones de dólares en estímulo directo a los hogares, la pandemia exige una moratoria de pagos, cuando no una condonación. La moratoria federal a los desahucios ha caducado; otra vez empiezan a llegar litigios de vivienda a los estados. Pero el NPV existe porque la mayoría de nosotros estamos en crisis crónica —precisamente porque nuestra economía tritura y machaca nuestras obligaciones básicas para poder operar. Cerrémosla.

 El pasado Día del Trabajo[3], tuve el orgullo de unirme a casi otras mil personas bajo el liderazgo del Reverendo Dr. Delman Coates, en una marcha sobre la Fed, siguiendo los pasos de Scott King, para exigir un verdadero pleno empleo y el uso de “dinero público para el poder público.” Anteriormente, esto sirvió como lema de la conferencia anual de la TMM: una infrecuente reunión de “economía” donde cualquiera puede charlar con alguien que escribe libros de texto técnicos para ganarse la vida. Nos encanta. Pero sólo hemos empezado.

Es un error subestimar la capacidad de la población para echar una mirada honesta a las entrañas de la sociedad. De hecho, los movimientos suelen exigir que la gente piense más profundamente sobre conceptos difíciles como “propiedad”, “género” y “raza”. Así debe ser con el “dinero” —en un registro accesible e inclusivo, al servicio de movimientos más poderosos. Pero las personas que viven al día de nómina en nómina, o sin nómina a sin nómina, están acostumbradas a hacer malabarismo con el dinero.

 Si la gente puede llegar a aceptar algo tan retorcido como la sabiduría popular actual, puede llegar a aceptar algo tan sencillo como la TMM. El público ve que el gobierno federal está tomando medidas drásticas para salvar a los ricos, mientras hilvana y deshilvana los méritos de los demás para ser asistidos. Las matemáticas no cuadran. La TMM demuestra que el sistema podría pagarnos, pero nos deja colgados. Por ende debe desecharse el statu quo.

Los formuladores de políticas ya están incorporando muchos argumentos de la TMM. Ahora viene la parte difícil: que se haga de una puñetera vez. En las postrimerías de la Revolución de Octubre, un economista se refirió con predilección a la imprenta del Comisariado de Hacienda como una ametralladora “disparada contra el trasero del orden burgués …”. Nos podemos remitir a tradiciones menos violentas: principalmente una marcha algo famosa para “cobrar un cheque ” —por el importe que fuera de justicia. 

Pero no importa cómo se mire, establecer un gobierno para el pueblo significa en última instancia tomar el poder monetario: en otras palabras, “la única salida hay que atravesarla“. No hay que tener miedo de reescribir las reglas de nuestro libro mayor compartido: de quiénes poseerán y de quiénes deberán."               (Raúl Carrillo, redmtt, 14/08/20. Traducción de Stuart Medina Miltimore)

No hay comentarios: