27/12/21

El fecundo mito de las amazonas

 "Las amazonas están vivas y nos siguen interpelando. A decir de Esther Peñas, autora del ensayo De la estirpe de las amazonas (Wunderkammer, 2021), este mito, nacido en la Grecia clásica y que ha sufrido diversos avatares a lo largo de los siglos, continúa vigente. Como toda ficción mítica que se precie, la de las amazonas trasciende las categorías de verdad y mentira.

 Da igual si existieron o no estas mujeres, subraya Peñas; lo que importa es su capacidad metafórica y simbólica, su presencia como arquetipos en nuestro inconsciente colectivo. Lo relevante es que las amazonas tienen mucho que contarnos todavía sobre quiénes somos.

De las lecturas del mito que ofrece el ensayo, la del autogobierno ocupa un lugar central. En una entrevista concedida a su editorial, Peñas explica a qué se refiere con ese término: las amazonas “son mujeres soberanas, que luchan y empuñan sus armas para defenderse del enemigo, que cabalgan la vida de una manera plena y libre, que no se achantan fácilmente, que se dan sus normas y sus leyes, que se rigen por sus costumbres, y que están dispuestas a entregar su vida por aquello en lo que creen”. A continuación, en paráfrasis del verso gongorino y del poemario de Blas de Otero, agrega: las amazonas “son mujeres fieramente humanas”.

 Antes de releer en clave contemporánea el mito, Peñas se remonta en su ensayo hasta la Grecia clásica. Para indagar en su origen se zambulle en lo que escribieron los más doctos del lugar: Aristóteles, Heródoto, Apolodoro, Quinto de Esmirna o Diodoro de Sicilia. Ese repaso a la biblioteca clásica arroja una primera conclusión: raro es el prohombre griego que no patinó con el asunto. Ahí tenemos a todo un médico como Hipócrates, por ejemplo, asegurando que las amazonas cauterizaban el pecho derecho de sus bebés con un instrumento de bronce, que previamente habían calentado al rojo vivo. Con eso, detenían el crecimiento de esa mama y lograban que “toda su fuerza y volumen” se desviasen “hacia el hombro y el brazo derechos”, lo que explicaba su enorme destreza bélica. Ciencia en estado puro, vaya.

 Una segunda conclusión es que, como todo mito, el de las amazonas se nutre de datos contradictorios. Así, no hay acuerdo en si tenían dos pechos o uno, en si fueron vírgenes o practicaron una promiscuidad desaforada, y tampoco en si mataban a sus hijos varones con tal de tener únicamente descendencia femenina. En cambio, sí hay acuerdo en que eran una tribu conformada exclusivamente por mujeres, todas bellísimas –no hay amazona fea, asegura Peñas–, y tan diestras en el manejo de las armas que, según Homero, luchaban como hombres. También hay consenso en que su destino era morir a manos de algún héroe griego. En fin, no hace falta ser Freud para advertir que el mito es una fantasía masculina: por bella y salvaje que fuera la amazona, siempre encontraba un Belerofonte o Aquiles que la domase.

De entre las múltiples citas que ofrece el ensayo, las dedicadas a Estrabón ejemplifican como ninguna otra esa tensión psíquica tan masculina. Por un lado, el historiador y geógrafo supo reconocerles a estas mujeres cualidades como el dominio del arado, la siembra y el pastoreo, y hasta afirmó que “las más valientes” se dedicaban “a la caza a caballo y a practicar ejercicios bélicos”. Lo dejó escrito en su legendaria Geografía. Sin embargo, también ahí anotó que le resultaba inimaginable que un grupo de mujeres fuera capaz de conquistar un territorio y organizarlo. En esto último creyó encontrar la clave de la cuestión: “¿Quién podría creer que un ejército de mujeres, o una ciudad, o una tribu, jamás podrá organizarse sin hombres?”

 La confusión entre mito y realidad estraboniana nos deja entrever un mecanismo mental genérico. Una cosa es fantasear con mujeres bellas y aguerridas, incluso con esas “vírgenes sin miedo en la batalla” de las que habló Esquilo; y otra cosa es asumir que puedan ser iguales o mejores, y no digamos ya aceptar su independencia respecto del deseo heterosexual masculino (ese apetito salvaje que lo gobierna e impregna todo desde tiempo inmemorial, y que considera como bárbaro, monstruoso, anormal o incivilizado cuanto no se subordina a él). En ese sentido, los griegos de entonces no eran muy distintos de tantos varones actuales: ni siquiera en la ficción querían ver cuestionada su posición dominante.

Cambiarle el final a la historia

El momento culminante del mito amazónico lo representa el asesinato de Pentesilea a manos de Aquiles en la Guerra de Troya. Ese instante, tantas veces inmortalizado por el arte como epítome del amor trágico, suele omitir dos detalles. Uno es que el héroe de la historia también mató a Polemusa, Antandra, Hipótoe, Antíbrota y Harmótoa, compañeras todas de la reina de las amazonas. El otro es que, una vez que Aquiles calmó su cólera asesinando a Pentesilea, se enamoró perdidamente de ella y, según Robert Graves, practicó la necrofilia. Dicho de otro modo: el mejor de los aqueos flojeaba de algo más que del talón.

Por todo ello, Peñas sostiene que no es inocente que el arte haya recreado el mito hasta la saciedad, pero en su versión mutilada. De hecho, ese modo de hacerlo “desactiva su virulencia”. Ahí están la cantidad ingente de pinturas, esculturas o literatura que muestran solo una parte de la historia, esa donde Aquiles llora frente a la mujer que acaba de asesinar y de la que dice estar enamorado. Ante esta calamidad de proporciones colosales, Peñas comenta con garbo que acaso enamorarse de una amazona resulte “una amenaza mítica para la civilización”.

Por desgracia, la historia del arte y de la literatura aporta pocos ejemplos en dirección contraria. El primero se remonta al escritor romántico alemán Heinrich von Kleist, quien en su Pentesilea (1808) cambió el desenlace e hizo no solo que Pentesilea matase a Aquiles, sino que lo cargase como si fuera un fardo, dijera unas palabras sentidas, se suicidase y que sus compañeras la cubriesen de rosas rojas. Si bien esta obra teatral inspiró el poema sinfónico de título homónimo compuesto por Hugo Wolf y el libreto de la ópera Pentesilea op. 39, de Othmar Shoek, esa senda fue poco transitada posteriormente.

 Otra de las honrosas excepciones tiene sabor español. Se trata de  Aquiles y Pentesilea (2016), una obra teatral de Lourdes Ortiz. En su reescritura del mito, la dramaturga madrileña imagina que la reina de las amazonas y el héroe griego abandonan la batalla y emprenden una vida en común, una alocada idea que intentarán sabotear Artemisa –la amazona por antonomasia– y Ulises. Como si cabalgara a lomos del eslogan “haz el amor y no la guerra”, Ortiz reflexiona sobre la reciprocidad del afecto y transforma en metáfora la muerte de la amazona. “Muerte de amor me das, y no otra muerte quiero”, le dice Pentesilea a su enamorado mítico. El sexo y el amor, mejor en vida.

Una relectura contemporánea

A principios del siglo XX, el mito comenzó a leerse en clave femenina. O al menos de manera más inclusiva, puesto que las amazonas se convirtieron en símbolo del movimiento lésbico. Ese punto de inflexión, señala Peñas, gozó de aroma literario, pues en su origen estuvo Natalie Clifford Barney, la gran anfitriona de la vida literaria parisina y mecenas, entre otros, de Paul Valéry. Barney era abiertamente lesbiana, la apodaban la Amazona y, por si faltaba algo, escribió Pensamientos de una amazona. Además, sirvió de inspiración a Carta a la amazona, de la poeta rusa Marina Tsvietáieva. Gracias a ellas dos, hablar del amor entre mujeres se volvió más habitual y menos clandestino.

 Sin embargo, aquel París no era tan abierto de mente como parecía. La crítica literaria de entonces –masculina, claro– se regocijaba con las escenas lésbicas que Zola incluyó entre dos prostitutas en la novela Nana o con los poemas eróticos de Canciones de Bilitis, de Pierre Louÿs. En cambio, no prestó atención o le pareció depravada la escritura de Renée Vivien, una notable poeta que cumplía estrictamente con los cánones del malditismo: era adicta al láudano, llevaba una vida sexual tumultuosa –fue amante de Barney– y murió joven debido a sus excesos. En aquel efervescente París, como antaño en la Grecia clásica, la horma masculina no consideraba la posibilidad de que las mujeres se imaginaran a sí mismas como se les antojara.

En cualquier caso, esa relectura de principios del siglo XX del mito amazónico lo recargó de energía metafórica y lo ha empujado hasta nuestros días. Lejos de restringirlo al universo lésbico, Peñas lo relee de modo que abarque a todas aquellas mujeres que han presentado batalla para reivindicar su derecho a salirse de la norma. Así, dedica un buen número de páginas a valorar no solo las figuras de Barney y Vivien, sino también las de Valentine Penrose (amazona órfica), Gertrude Stein (amazona vanguardista) y Audre Geraldine Lorde (afroamazona). A sabiendas de lo injusta y personal que es toda selección, Peñas deja en manos de la lectora o el lector reivindicar a otras mujeres, desde Medea o Judith a María Zambrano, Angela Davis, Claude Cahun, Emma Goldman o Simone Weil.

De la estirpe de las amazonas funciona, asimismo, como un crisol de referencias. Al fin y al cabo, el ensayo es un gozoso encuentro entre la Biblioteca Clásica Gredos, el mitólogo Josep Campbell, la psicología junguiana y la historia del arte, a la vez que rescata toda clase de literatura en honor de las amazonas, la escasa bibliografía existente sobre ellas o unas cuantas semblanzas biográficas de mujeres únicas. Ese esfuerzo lector es uno de los méritos de Esther Peñas (amazona surrealista, católica y poeta de ojos azules, al parecer de la escritora Isabel González, presentadora del libro una lluviosa tarde del otoño madrileño).

El otro gran mérito de la autora es haber escrito sobre las amazonas con el entusiasmo y el pulso lírico de quienes prefieren que el texto transmita antes por contagio que por erudición. Como resultado, las amazonas vuelven a ser un estandarte visible en el fragor de la batalla por romper las costuras de ese corsé llamado normalidad."                    (Rubén R. Arribas, CTXT, 24/12/21)

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