"El legado de la Revolución de Octubre está rasgado por dos interpretaciones opuestas. En un sentido, el ascenso de los bolcheviques al poder fue el anuncio de una transformación socialista mundial; por otro lado, fue el acontecimiento que preparó el terreno a una época de totalitarismo. No obstante, las versiones más radicales de estas interpretaciones opuestas —el comunismo oficial y el anticomunismo de la Guerra Fría— terminan convergiendo, pues ambas consideran al Partido Comunista como una fuerza histórica demiúrgica.
La experiencia comunista se agotó hace muchas décadas y no es necesario defenderla, idealizarla ni demonizarla. Debemos comprenderla críticamente en su integridad, como una totalidad dialéctica definida por sus tensiones y contradicciones internas, que presenta múltiples dimensiones con un amplio espectro de sombras y tonos que oscilan —muchas veces en breves períodos de tiempo— entre el ímpetu redentor y la violencia totalitaria, entre la democracia participativa o la deliberación colectiva y la opresión ciega o el exterminio masivo, en fin, entre la imaginación más utópica y la dominación más burocrática.
Como muchos de los otros «ismos» de nuestro léxico político, «comunismo» es una palabra polisémica y en última instancia «ambigua». Dicha ambigüedad no surge únicamente de la discrepancia que separa la idea comunista de sus encarnaciones históricas. Obedece más bien a la enorme diversidad de sus expresiones. No me refiero solo a las diferencias que permiten distinguir el comunismo italiano, el ruso y el chino, sino también a los profundos cambios que experimentaron los movimientos comunistas en el largo plazo, aun si conservaron sus dirigentes y sus referencias ideológicas.
Cuando consideramos su trayectoria histórica como un fenómeno mundial, el comunismo se nos presenta como un mosaico de comunismos distintos. Cuando bosquejamos su posible «anatomía», distinguimos al menos cuatro formas generales, que sin oponerse necesariamente unas a las otras, están vinculadas. Y, sin embargo, no dejan de ser suficientemente distintas como para identificarlas por sí mismas: comunismo como revolución, comunismo como régimen, comunismo como anticolonialismo y comunismo como variante de socialdemocracia.
El formato revolucionario
Es importante recordar el espíritu de la Revolución rusa, pues colaboró en la creación de una imagen emblemática que sobrevivió a las desventuras de la URSS y cubrió con su sombra todo el siglo veinte. Su aura atrajo a millones de seres humanos de todo el planeta, y se conservó bastante bien incluso después del derrumbe de los regímenes comunistas. En los años 1960 y 1970, alimentó una nueva oleada de radicalización política que no solo reclamaba autonomía de la URSS y de sus aliados, sino que también los percibía como enemigos.
La Revolución rusa surgió de la Gran Guerra. Fue un producto del colapso del «largo siglo diecinueve». Ese vínculo simbiótico entre guerra y revolución terminó definiendo la trayectoria del comunismo del siglo veinte. Como destacaron muchos pensadores bolcheviques, la Comuna de París, surgida de la guerra franco-prusiana de 1870, fue precursora de la política militarizada. Sin embargo, la Revolución de Octubre amplificó el fenómeno a una escala más amplia.
La Primera Guerra Mundial transformó el bolchevismo y alteró muchos de sus rasgos: muchas obras canónicas de la tradición comunista, como La revolución proletaria y el renegado Kautsky (1918) de Lenin, o Terrorismo y comunismo (1920) de Trotski, hubieran sido inimaginables antes de 1914. Si 1789 introdujo un nuevo concepto de revolución —no una rotación astronómica, sino un quiebre social y político—, Octubre de 1917 lo replanteó en términos militares: crisis del viejo orden, movilizaciones de masas, doble poder, insurrección armada, dictadura del proletariado, guerra civil y enfrentamiento violento de la contrarrevolución.
El Estado y la revolución de Lenin formalizó el bolchevismo a la vez como una ideología (una interpretación de las ideas de Karl Marx) y como una serie de preceptos estratégicos homogéneos que lo distinguían del reformismo democrático (política característica de los tiempos ya exhaustos del liberalismo del siglo diecinueve). El bolchevismo surgió en una época brutal definida por la irrupción de la guerra en la política. Cambió las prácticas y los lenguajes de esta última. Fue un producto de la transformación antropológica que moldeó el viejo continente al final de la Gran Guerra.
Este código genético del bolchevismo era visible en todas partes: textos y lenguajes, iconografía y canciones, símbolos y rituales. Sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y siguió alimentando a los movimientos rebeldes de los años 1970, cuyas consignas y liturgias enfatizaron hasta la obsesión la idea de un choque violento con el Estado. El bolchevismo creó un paradigma militar de revolución que determinó profundamente las experiencias comunistas de todo el planeta.
La resistencia europea, al igual que las transformaciones socialistas en China, Corea, Vietnam y Cuba, reprodujeron una simbiosis similar entre guerra y revolución. El movimiento comunista internacional era concebido como un ejército revolucionario formado por millones de combatientes y esto tuvo consecuencias inevitables en términos de organización, autoritarismo, disciplina, división de tareas y, last but not least, jerarquías de género. En un movimiento de guerreros, las dirigentes mujeres solo podían ser excepciones.
Terremoto
Los bolcheviques estaban completamente convencidos de que actuaban en función de las «leyes de la historia». El terremoto de 1917 nació del entrelazamiento de múltiples factores, unos anclados en la longue durée de la historia rusa y otros más contingentes; la guerra los sincronizó súbitamente: un violento levantamiento campesino contra la aristocracia terrateniente, una revuelta del proletariado urbano afectado por la crisis económica y, por último, la desorganización del ejército, formado por soldados campesinos cansados después de tres años de conflictos terribles que parecían no tener fin.
Si estas fueron las premisas de la Revolución rusa, es difícil encontrar en ellas una supuesta necesidad histórica. Durante sus primeros años de existencia, el experimento soviético fue frágil, precario e inestable. Estuvo constantemente amenazado y su supervivencia requería a la vez una energía inagotable y sacrificios inmensos. Victor Serge, testigo de aquellos años, escribió que en 1919 los bolcheviques consideraban el colapso del régimen soviético como un escenario bastante probable, pero también que, en vez de desalentarlos, esa idea reforzó su tenacidad. La victoria de la contrarrevolución habría sido una carnicería.
Tal vez la resistencia de los bolcheviques fue posible porque estaba animada por la convicción profunda de actuar en función de las «leyes de la historia». Pero, en realidad, no obedecieron a ninguna tendencia natural; estaban inventando un mundo nuevo sin ninguna posibilidad de adivinar el resultado de sus esfuerzos, los movía una imaginación poderosa y utópica y definitivamente no sospechaban el futuro totalitario.
A pesar de que recurrían usualmente al léxico positivista de las «leyes históricas», los bolcheviques heredaron su perspectiva revolucionaria militarista de la Gran Guerra. Es verdad que los revolucionarios rusos leían a Clausewitz y participaban de las interminables controversias que planteaba el legado del blanquismo y el arte de la insurrección, pero la violencia de la Revolución rusa no obedeció a un impulso ideológico: surgió de una sociedad embrutecida por la guerra.
Este trauma genético tuvo consecuencias profundas. La guerra transformó la política: cambió sus códigos e introdujo formas de autoritarismo antes desconocidas. Aunque en 1917, en el marco de un partido de masas compuesto principalmente por miembros nuevos y dirigido por un grupo de exiliados, todavía prevalecían el caos y la espontaneidad, el autoritarismo no tardó en consolidarse durante la guerra civil. Lenin y Trotski reclamaban el legado de la Comuna de París de 1871, pero Julius Martov no se equivocaba cuando señalaba que su verdadero ancestro era el Terror jacobino de 1793-1794.
Sin embargo, no debe confundirse el paradigma militar de la revolución con el culto de la violencia. En su Historia de la Revolución rusa, Trotski argumenta con solidez contra la tesis de un «golpe» bolchevique, muy difundida a partir de los años 1920. Rechazando la visión idílica de la toma del Palacio de Invierno que postula que se trató de un levantamiento popular espontáneo, Trotski dedicó muchas páginas a describir la preparación metódica de una insurrección que requería una organización militar eficiente y rigurosa, una evaluación profunda de sus condiciones políticas y una elección cuidadosa de sus tiempos de ejecución.
El resultado fue la dimisión del gobierno interino y la detención de sus miembros sin derramar prácticamente ni una gota de sangre. La desintegración del viejo aparato de Estado y la construcción de uno nuevo fue un proceso difícil que duró más de tres años de guerra civil. Por supuesto, la insurrección requirió preparación técnica y fue ejecutada por una minoría, pero eso no equivale a decir que fue una «conspiración». En oposición a la perspectiva dominante promovida por Curzio Malaparte, Trotski escribió que una insurrección victoriosa se aleja «en su método y en su significado histórico del derrocamiento de un gobierno por un grupo de conspiradores que actúan a espaldas de las masas».
No cabe duda de que la toma del Palacio de Invierno y la dimisión del gobierno provisional fue un acontecimiento de máxima importancia en el proceso revolucionario: Lenin se refirió a este proceso como «derrocamiento» o «levantamiento» (perevorot). No obstante, la mayoría de los historiadores reconocen que este giro se dio en un período de efervescencia extraordinaria, caracterizado por una movilización permanente de la sociedad y por el recurso constante al uso de la fuerza, en un contexto paradójico en el que Rusia, involucrada como estaba en una guerra mundial, era un Estado que había perdido en su territorio el monopolio de la violencia legítima.
Desilusiones
Paradójicamente, la tesis del «golpe» bolchevique es un punto donde se cruzan las críticas conservadoras y las críticas anarquistas de la Revolución de Octubre. Sus motivos son distintos —por no decir diametralmente opuestos— pero sus conclusiones convergen: Lenin y Trotski habrían impuesto una dictadura.
Emma Goldman y Alexander Berkman, expulsados de los Estados Unidos en 1919 a causa de su apoyo ardoroso a la Revolución rusa, no pudieron soportar el gobierno bolchevique y, después de la represión de la rebelión de Kronstadt en marzo de 1921, decidieron abandonar la URSS. Goldman publicó Mi desilusión en Rusia (1923) y Berkman El mito bolchevique (1925). La conclusión de este último es dura y amarga:
Grises son los días que pasan. Uno a
uno han muerto los rescoldos de esperanza. El terror y el despotismo
han aplastado la vida que nació en octubre. Los lemas de la revolución
han sido pisoteados, sus ideales ahogados en la sangre del pueblo. La
vitalidad de ayer está condenando a millones a la muerte; la sombra de
hoy cubre como un manto negro el país. La dictadura pisotea a las masas
bajo sus botas. La revolución ha muerto; su espíritu clama en el
desierto.
Esta crítica merece atención: surgió del interior de la revolución. Su diagnóstico es despiadado: los bolcheviques habían impuesto una dictadura que no siempre gobernaba en nombre de los sóviets, sino que a veces —como en Krondstadt— lo hacía contra ellos, y cuyos rasgos autoritarios se habían vuelto cada vez más insoportables.
De hecho, los bolcheviques no pusieron en cuestión esta mordaz opinión. En El año I de la Revolución rusa (1930), Victor Serge se refirió al período de la guerra civil en la URSS en estos términos:
El partido desempeña en este
momento, dentro de la clase obrera, las funciones de cerebro y de
sistema nervioso; ve, siente, sabe, piensa, quiere para y por las masas;
su conciencia y su organización suplen la debilidad de los individuos
dentro de la masa. Sin él, no sería ésta más que un polvillo de hombres
con aspiraciones confusas, surcadas por destellos de inteligencia -que
se perderían por falta de un mecanismo conductor y que no podrían llegar
hasta la acción en gran escala-, pero de sufrimientos imperiosos… Por
su agitación y su propaganda incesantes, porque decía siempre la verdad
desnuda, eleva el partido a los trabajadores por encima de su estrecho
horizonte individual y les descubre las vastas perspectivas de la
historia. […] A partir del invierno de 1918-1919, la revolución se
convierte en obra del Partido Comunista.
El elogio bolchevique de la dictadura del partido, su defensa de la militarización del trabajo y su violenta respuesta a las críticas de izquierda —anarquistas o socialdemócratas— contra su gobierno, era sin duda aborrecible y peligroso. De hecho, el estalinismo hundió sus raíces en la guerra civil. No obstante, no era fácil plantear una alternativa de izquierda. Como reconoció con lucidez Serge, la alternativa más probable al bolchevismo era simplemente el terror contrarrevolucionario.
Sin ser un golpe, la Revolución de Octubre implicó la toma del poder de un partido que representaba a una minoría y que terminó todavía más aislado una vez que decidió disolver la Asamblea Constituyente. Con todo, hacia el final de la guerra civil rusa, los bolcheviques habían conquistado la mayoría, convirtiéndose en la fuerza hegemónica de un país destrozado.
Este cambio dramático no se explica por la Checa ni por el terror estatal —sin que esto implique negar su carácter despiadado—, sino por la división de sus enemigos, el apoyo de la clase obrera y la conquista tanto del campesinado como de las nacionalidades no rusas. Aun si el resultado final fue la dictadura de un partido revolucionario, la verdad es que la alternativa nunca fue un régimen democrático; la única alternativa era una dictadura militar de los nacionalistas rusos, la aristocracia terrateniente y los pogromistas.
Revolución desde arriba
El régimen comunista institucionalizó la dimensión militar de la revolución. Destruyó el espíritu creativo, anárquico y autoemancipatorio de 1917 en el mismo movimiento en que lo inscribió en el proceso revolucionario. El desplazamiento de la revolución hacia el régimen soviético pasó por diferentes etapas: la guerra civil (1918-1921), la colectivización de la agricultura (1930-1933) y las purgas políticas de los juicios de Moscú (1936-1938).
En 1917, con la disolución de la Asamblea Constituyente, los bolcheviques afirmaron la superioridad de la democracia soviética. Sin embargo, hacia el final de la guerra civil esa democracia estaba agonizando. Durante esa guerra atroz y sangrienta, la URSS introdujo la censura, reprimió el pluralismo político al punto de abolir incluso toda fracción interna en el Partido Comunista, militarizó el trabajo, fundó los primeros campos de trabajo forzado y creó una nueva policía política secreta (la Checa). En marzo de 1921, la represión violenta de Kronstadt se convirtió en el símbolo del fin de la democracia soviética y la URSS salió de la guerra civil transformada en una dictadura de partido único.
Diez años más tarde, la colectivización de la agricultura terminó brutalmente con la revolución campesina, inventó nuevas formas de violencia totalitaria y promovió la modernización burocrática centralizada del país. En la segunda mitad de los años 1930, las purgas políticas eliminaron físicamente los vestigios del bolchevismo revolucionario y disciplinaron a toda la sociedad mediante el reino del terror. Durante dos décadas, la URSS creó un sistema de campos de concentración gigantesco.
En cierto sentido, a partir de la mitad de los años 1930, la URSS llegó a coincidir bastante bien con la definición clásica del totalitarismo elaborada pocos años después por muchos pensadores políticos conservadores: una convergencia entre ideología oficial, liderazgo carismático, dictadura de partido único, supresión del derecho y del pluralismo político, monopolio de todos los medios de comunicación con fines de propaganda oficial, terror fundado en un sistema de campos de concentración y represión del libre mercado capitalista mediante una economía centralizada.
Si bien esta descripción, utilizada frecuentemente para señalar las semejanzas entre el comunismo y el fascismo, no es del todo errada, no deja de ser extremadamente superficial. Aun si uno decide obviar las enormes diferencias que separaron las ideologías fascistas y comunistas, además del contenido económico y social de sus sistemas políticos, la verdad es que la definición canónica del totalitarismo no permite comprender la dinámica del régimen soviético. Básicamente, es incapaz de inscribirlo en el proceso histórico de la Revolución rusa. Describe a la URSS como un sistema estático y monolítico, cuando en realidad el estalinismo implicó una transformación extensa y profunda de la sociedad y de la cultura.
Igualmente insatisfactoria es la definición del estalinismo como una contrarrevolución burocrática o una revolución «traicionada». Es cierto que el estalinismo implicó una desviación radical de toda idea de democracia y autoemancipación, pero no fue, propiamente hablando, una contrarrevolución. En la medida en que el estalinismo vinculó conscientemente las transformaciones de la Revolución rusa con la Ilustración y con la tradición del Imperio ruso, es pertinente compararlo con la Francia napoleónica. Pero el estalinismo no fue una restauración del Antiguo Régimen en términos políticos, económicos, ni culturales.
Lejos de restaurar el poder de la vieja aristocracia, el estalinismo creó una élite de gestión intelectual, científica y económica nueva, reclutada en las clases más bajas de las sociedades soviéticas —especialmente el campesinado— y educada por las nuevas instituciones comunistas. Esto es clave para explicar por qué el estalinismo gozó de consenso social a pesar del terror y de las deportaciones masivas.
Monumental y monstruoso
Interpretar el estalinismo como un paso en el proceso de la Revolución rusa no implica postular la hipótesis de un desarrollo lineal. La primera ola de terror ocurrió durante la guerra civil, cuando una coalición internacional puso en cuestión la existencia misma de la URSS. La brutalidad de la contrarrevolución de las fuerzas blancas, la violencia extrema de su propaganda y de sus prácticas —pogromos y masacres— llevó a los bolcheviques a imponer una dictadura implacable.
Durante los años 1930, Stalin inició la segunda y tercera olas de terror —colectivización y purgas— en un país pacificado, cuyas fronteras habían sido reconocidas a nivel internacional y sin que mediara la amenaza política de fuerzas internas ni externas. Por supuesto, el ascenso de Hitler en Alemania despejó la posibilidad de una nueva guerra en el mediano plazo pero, lejos de preparar y fortalecer a la URSS frente al peligro que se avecinaba, el carácter tremendo, irracional y ciego de la violencia estalinista terminó debilitándola significativamente.
El estalinismo fue una «revolución desde arriba», una mezcla paradójica de modernización y retroceso social. Sus resultados fueron la deportación masiva, el sistema de campos de concentración, un conjunto de juicios que exhumaron las fantasías de la Inquisición y una ola de ejecuciones que descabezaron el Estado, el partido y el ejército. Según Nikolái Bujarin, en las áreas rurales el estalinismo implicó el retorno a un formato de «explotación feudal» que tuvo consecuencias económicas catastróficas. Mientras los kulaks morían de hambre en Ucrania, el régimen soviético transformaba a cientos de miles de campesinos en ingenieros y técnicos.
En síntesis, el totalitarismo soviético, tendencia prometeica a la vez peculiar y espantosa, combinó la modernidad y el barbarismo. Arno Mayer lo define como «una amalgama inestable y desigual de conquistas monumentales y crímenes monstruosos». Por supuesto, cualquier académico o militante de izquierda compartiría sin vacilar el juicio de Victor Serge, que afirma la separación radical, en términos morales, filosóficos y políticos, entre el estalinismo y el socialismo auténtico: la URSS se convirtió en «un Estado totalitario, castocrático, absoluto, embriagado de poder, para el que el ser humano no cuenta». Pero eso no modifica el hecho, reconocido incluso por Serge, de que este totalitarismo rojo desplegó y prolongó un proceso histórico iniciado por la Revolución de Octubre.
Si evitamos todo enfoque teológico, es fácil observar que este resultado no era ineluctable en términos históricos ni estaba inscripto coherentemente en el patrón ideológico marxista. Sin embargo, tampoco debemos contentarnos, como hace el funcionalismo radical, con atribuir los orígenes del estalinismo a las circunstancias históricas de la guerra y el atraso social de un país gigante con un pasado absolutista, condiciones que hipotéticamente habrían determinado la necesidad de reproducir los espantos de una «acumulación primitiva de capital» con el fin de construir el socialismo.
Durante la guerra civil rusa, la ideología bolchevique jugó un rol determinado en esa metamorfosis que llevó del levantamiento democrático a una dictadura totalitaria y despiadada. Está claro que su visión normativa de la violencia como «partera de la historia» y su indiferencia culpable frente al marco jurídico de un Estado revolucionario —concebido como fase transicional y condenado a la extinción—, favorecieron la emergencia de un régimen autoritario de partido único.
Son muchas las tendencias que conectan la revolución con el estalinismo, lo mismo que la URSS con los movimientos comunistas de todo el mundo. Pues el estalinismo fue a la vez un régimen totalitario y, durante muchas décadas, la corriente hegemónica de la izquierda internacional.
De Moscú a Hunan
Los bolcheviques eran occidentalizadores radicales. La literatura bolchevique estaba plagada de referencias a la Revolución francesa, a 1848 y a la Comuna de París, y nunca mencionaba la Revolución haitiana ni la Revolución mexicana. Para Trotski y Lenin, que amaban esta metáfora, la «rueda de la historia» llevaba de Petrogrado a Berlín, pero no del ilimitado campo ruso a las explotaciones agrícolas de Morelos o a las plantaciones antillanas.
En un capítulo de la Historia de la Revolución rusa, Trotski condenaba el hecho de que los libros de historia ignoraran tan frecuentemente a los campesinos, de modo análogo a los críticos de teatro que no prestan atención a los trabajadores, aun cuando son ellos quienes manejan las cortinas y preparan el escenario. Sin embargo, en su propio libro los campesinos aparecen casi siempre como una masa anónima. Trotski no los ignora, pero los mira de lejos, más con indiferencia analítica que con empatía.
Los bolcheviques habían empezado a cuestionar su definición del campesinado —heredada de los escritos de Marx sobre el bonapartismo francés— como clase culturalmente atrasada y políticamente conservadora, pero su tropismo proletario era demasiado fuerte como para llevar a término el proceso. La revisión completa quedó en manos del comunismo anticolonial que, durante el período de entreguerras y no sin confrontaciones teóricas y estratégicas, sacó todas las conclusiones de aquel cuestionamiento durante el período de entreguerras.
En China, el giro comunista hacia el campesinado resultó a la vez de la derrota de las revoluciones urbanas de mediados de los años 1920 y del esfuerzo de inscribir el marxismo en una cultura y una historia nacionales. Después de la represión sangrienta desatada por el Kuomintang (KMT), las células del Partido Comunista fueron prácticamente desmanteladas en las ciudades y sus miembros fueron perseguidos y detenidos. En el campo, donde se retiraron en busca de protección y lograron reorganizar su movimiento, muchos dirigentes comunistas empezaron a mirar con otros ojos al campesinado y abandonaron su perspectiva occidentalista que postulaba el «atraso» asiático.
En 1927, antes de las masacres perpetradas por el KMT en Shanghái y Cantón, Mao Zedong anunció el giro estratégico que fue objeto de virulentas discusiones entre la Internacional Comunista y su sección china durante la década de 1930. De vuelta en su Hunan nativa, Mao escribió un informe famoso donde designó al campesinado —en vez de al proletariado urbano— como la fuerza dirigente de la Revolución china.
En 1931, contra los agentes de Moscú, que concebían a las milicias campesinas exclusivamente como gatillos capaces de precipitar lenvantamientos urbanos, Mao insistió en construir una república soviética en Jiangxi. Si no hubiese creído en el carácter rural de la Revolución china, no hubiese podido organizar la Larga Marcha con la que resistió a la campaña de aniquilación lanzada por el KMT. Considerada en principio como una derrota trágica, este proyecto épico pavimentó el camino de la exitosa batalla de la década siguiente, primero contra la ocupación japonesa y después contra el KMT.
Aunque la proclamación de 1949 de la República Popular China en Pekín resultó de un proceso que, desde los levantamientos de 1925 a la Larga Marcha y la lucha antijaponesa, hundía sus raíces en Octubre de 1917, no es menos cierto que fue producto de una revisión estratégica. Un complejo vínculo genético unía a las revoluciones china y rusa. La Revolución china combinó significativamente las tres dimensiones fundamentales del comunismo: revolución, régimen y anticolonialismo.
Como quiebre radical con el orden tradicional, la revolución anunció el fin de siglos de opresión; como conclusión de una guerra civil, culminó con la conquista del poder por un partido militarizado que, desde un principio, impuso su dictadura apelando a las formas políticas más autoritarias. Y como conclusión de quince años de lucha, primero contra la ocupación japonesa y después contra el KMT —fuerza nacionalista que se había convertido en agente de las grandes potencias occidentales—, la victoria comunista de 1949 marcó, no solo el fin del colonialismo en China, sino también, en una escala más amplia, un momento importante en el proceso global de descolonización.
Vientos de Bakú
Después de la Revolución rusa, el socialismo cruzó las fronteras de Europa y se posicionó en las agendas del Sur Global y del mundo colonial. Dada su posición intermediaria entre Europa y Asia, con un territorio gigante que se extiende entre ambos continentes, habitada por una variedad de comunidades étnicas, religiosas y nacionales, la URSS se convirtió en un nuevo punto de intersección entre Occidente y el mundo colonial. El bolchevismo logró hablarles tanto a las clases proletarias de los países desarrollados como a los pueblos colonizados del Sur.
Sin contar la notable excepción del movimiento anarquista, cuyos militantes e ideas circularon ampliamente en Europa meridional, Europa del Este, América Latina y distintos países asiáticos, el anticolonialismo prácticamente no había existido durante el siglo diecinueve. Después de la muerte de Marx, el socialismo fundó sus esperanzas y expectativas en la fuerza creciente de la clase obrera industrial, principalmente masculina y blanca y concentrada en los países capitalistas desarrollados de Occidente (sobre todo los de religión protestante).
Todo partido socialista de masas incluía corrientes poderosas que defendían la «misión civilizadora» de Europa en el mundo. Los partidos socialdemócratas —sobre todo los de los imperios más grandes— habían pospuesto la liberación colonial hasta el triunfo del socialismo en Europa y en los Estados Unidos. Los bolcheviques rompieron radicalmente con esa tradición.
El segundo congreso de la Internacional Comunista, celebrado en Moscú en julio de 1920, aprobó un documento programático que convocaba a realizar revoluciones coloniales contra el imperialismo: su meta era la creación de partidos comunistas en el mundo colonial y el apoyo de los movimientos de liberación nacional. El congreso afirmó con claridad un giro radical respecto a las viejas perspectivas socialdemócratas sobre el colonialismo.
Unos meses después, los bolcheviques organizaron un Congreso de los pueblos de Oriente en Bakú, República Socialista Soviética de Azerbaiyán, que reunió a dos mil delegados de veintinueve países asiáticos. Grigori Zinóviev afirmó explícitamente que la Internacional Comunista había roto con las antiguas actitudes socialdemócratas según las cuales la «Europa civilizada» podía y debía «actuar como tutora de la Asia bárbara». La revolución dejó de ser considerada como una esfera exclusiva de los obreros europeos y estadounidenses «blancos», y en adelante el socialismo se hizo impensable sin la liberación de los pueblos colonizados.
Aunque las relaciones conflictivas entre el comunismo y el nacionalismo terminarían de aclararse durante las décadas siguientes, la Revolución de Octubre fue sin duda el momento inaugural del anticolonialismo mundial. En los años 1920, el anticolonialismo pasó de pronto de la esfera de la posibilidad histórica al campo de la estrategia política y de la organización militar. La conferencia de Bakú anunció este cambio histórico.
La alianza entre el comunismo y el anticolonialismo experimentó distintos momentos de crisis y tensión, vinculados tanto a conflictos ideológicos como a los imperativos de la política exterior de la URSS. Al final de la Segunda Guerra Mundial, el Partido Comunista Francés participó de un gobierno de coalición que reprimió violentamente las revueltas anticoloniales de Argelia y Madagascar, y la década siguiente apoyó a Guy Mollet, primer ministro durante el comienzo de la guerra de Independencia de Argelia. En India, durante la Segunda Guerra Mundial, el movimiento comunista terminó ocupando una posición marginal a causa de su decisión de suspender su lucha anticolonial y apoyar la participación del Imperio británico, en una alianza militar con la URSS contra las fuerzas del Eje.
Aunque estos ejemplos muestran con claridad las contradicciones del anticolonialismo comunista, no cambian en nada el rol histórico que jugó la URSS como base de retaguardia de muchas revoluciones anticoloniales. Todo el proceso de descolonización se desplegó en el contexto de la Guerra Fría y en función de las relaciones de fuerza impuestas por la existencia de la URSS.
En retrospectiva, la descolonización se presenta como una experiencia histórica en la que las dimensiones contradictorias del comunismo mencionadas antes —emancipación y autoritarismo, revolución y dictadura— se combinaron sin cesar. En la mayoría de los casos, se concibió y se organizó las luchas anticoloniales como campañas militares desplegadas por ejércitos de liberación, y estos impusieron, desde el comienzo, dictaduras de partido único.
En Camboya, tras una guerra violenta, la dimensión militar de la lucha anticolonial sofocó por completo todo impulso revolucionario, y la conquista del poder de los Jemeres Rojos resultó inmediatamente en el establecimiento de un poder genocida. La felicidad de La Habana insurgente del primero de enero de 1959 y el terror de los campos de exterminio camboyanos son polos dialécticos del comunismo concebido como anticolonialismo.
Reformistas revolucionarios
La cuarta dimensión del comunismo del siglo veinte es socialdemócrata: en ciertos países y durante ciertos períodos, el comunismo jugó el papel asignado tradicionalmente a la socialdemocracia. Fue el caso de algunos países occidentales, especialmente durante los años de la posguerra y gracias a un conjunto de circunstancias vinculadas al contexto internacional, a la política exterior de la URSS y a la ausencia o debilidad de partidos socialdemócratas clásicos. Pero el proceso también es visible en países surgidos de la descolonización.
Los ejemplos más significativos de este peculiar fenómeno son Estados Unidos durante la época del New Deal, Italia y Francia durante la posguerra y la India (Kerala y Bengala Occidental). Por supuesto, el comunismo socialdemócrata fue geográfica y cronológicamente más limitado que las otras variantes, pero aun así existió. Hasta cierto punto, el renacimiento de la socialdemocracia posterior a 1945 fue un subproducto de la Revolución de Octubre, que había cambiado el equilibrio de poder a escala mundial y forzado al capitalismo a transformarse significativamente y a adoptar un «rostro humano».
«Comunismo socialdemócrata» es un oxímoron que pretende dar testimonio de los vínculos entre los comunismos indio, italiano y francés y las revoluciones, el estalinismo y la descolonización. No niega la capacidad de esos movimientos de dirigir procesos de insurrección —sobre todo durante la resistencia contra la ocupación nazi— ni sus conexiones orgánicas con Moscú. La primera crítica abierta de estos movimientos a la política exterior de la URSS llegó en los años 1960, primero con la ruptura sino-soviética y después cuando los tanques invadieron Checoslovaquia.
Su estructura y su forma de organización internas eran, al menos hasta fines de los años 1970, mucho más estalinistas que socialdemócratas, lo mismo que su cultura, sus fuentes teóricas y su imaginación política. Pero a pesar de estos rasgos claramente reconocibles, esos partidos jugaron un papel típicamente socialdemócrata: reformar el capitalismo, contener la desigualdad social, garantizar que la mayor cantidad de gente posible accediera a la salud pública, a la educación y al ocio; en síntesis, mejorar las condiciones de vida de las clases trabajadores y otorgarles representación política.
Por supuesto, uno de los rasgos peculiares del comunismo socialdemócrata fue su exclusión del poder político, salvo por unos años entre el final de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría (el canto del cisne del comunismo socialdemócrata se hizo oír en Francia a comienzos de los años 1980, cuando el PCF participó de un gobierno de izquierda en el marco de una coalición dirigida por François Mitterrand). A diferencia del Partido Laborista británico, el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) o las socialdemocracias escandinavas, el comunismo era incapaz de atribuirse la paternidad del Estado de bienestar.
En Estados Unidos, el Partido Comunista fue, junto a los sindicatos, uno de los pilares de izquierda del New Deal, pero nunca entró al gobierno de Roosevelt. No hizo la experiencia del poder, pero sufrió las purgas del macartismo. En Francia y en Italia, los partidos comunistas tuvieron mucha influencia en el nacimiento de las políticas sociales de la posguerra, principalmente a causa de su fuerza y de su capacidad de presionar a los gobiernos.
La arena de su reformismo social era el «socialismo municipal» desplegado en ciudades gobernadas que eran baluartes hegemónicos, como Bolonia o el «cinturón rojo» parisino. En un país mucho más grande como India, los gobiernos comunistas de Kerala y Bengala Occidental podrían ser considerados como formas equivalentes de Estados de bienestar «locales» y poscoloniales.
En Europa, el comunismo socialdemócrata tuvo dos premisas: por un lado, la resistencia, que legitimó a los partidos comunistas como fuerzas democráticas; por otro, el crecimiento económico que siguió a la reconstrucción de la posguerra. Como sea, los años 1980 pusieron fin a la época del comunismo socialdemócrata. La caída del comunismo en 1989 arrojó una nueva luz sobre el recorrido histórico de la socialdemocracia.
El Estado de bienestar plenamente desarrollado solo existió en Escandinavia. En otras partes del mundo, se trató más del resultado de una autorreforma del capitalismo que de una conquista socialdemócrata. A finales de la Segunda Guerra Mundial, en medio de un continente en ruinas, el capitalismo no logró garantizar su recomienzo sin una poderosa intervención estatal. Más allá de sus objetivos —obvios y ampliamente satisfechos— de defender el principio del «libre mercado» contra la economía soviética, el Plan Marshall fue, como su nombre indica, un «plan» que aseguró la transición de una guerra total a una reconstrucción pacífica.
Sin esa asistencia colosal, muchos países europeos materialmente destrozados no hubiesen logrado recuperarse tan rápidamente, y Estados Unidos temía que un nuevo colapso económico llevara a países enteros hacia el comunismo. Desde este punto de vista, el Estado de bienestar también fue un resultado inesperado de la confrontación contradictoria y compleja entre el comunismo y el capitalismo comenzada en 1917.
Más allá de los valores, convicciones y compromisos de sus miembros, incluso de sus dirigentes, la socialdemocracia jugó un papel de rentista: podía defender la libertad, la democracia y el Estado de bienestar en los países capitalistas solo porque existía la URSS y el capitalismo se había visto obligado a transformarse a sí mismo en el marco de la Guerra Fría. Después de 1989, el capitalismo recuperó su rostro «salvaje», redescubrió el ímpetu de sus épocas heroicas y desmanteló el Estado de bienestar en casi todo el mundo.
En la mayoría de los países occidentales, la socialdemocracia viró al neoliberalismo y se convirtió en un instrumento fundamental de la nueva transición. Y junto a la vieja socialdemocracia desapareció también el comunismo democrático. En 1991, la autodisolución del Partido Comunista Italiano fue el epílogo emblemático de este proceso: no se convirtió en un partido socialdemócrata clásico, sino en un defensor del liberalismo de centroizquierda que pretendía seguir explícitamente el modelo del Partido Demócrata de Estados Unidos.
Después de la caída
En 1989, la caída del comunismo cerró el telón de una obra tan épica y emocionante como trágica y aterradora. La época de la descolonización y del Estado de bienestar habían terminado, y el colapso del comunismo-régimen también arrasó con el comunismo-revolución. En vez de liberar nuevas fuerzas, el fin de la URSS engendró y propagó cierta conciencia de la derrota histórica de las revoluciones del siglo veinte: paradójicamente, el naufragio del socialismo real se tragó la utopía comunista.
La izquierda del siglo veintiuno está obligada a reinventarse, a distanciarse de los patrones previos. Está creando nuevos modelos, nuevas ideas y una nueva imaginación utópica. La reconstrucción no es una tarea fácil y la caída del comunismo no solo dejó a la izquierda mundial sin alternativas al capitalismo, sino que generó un mapa mental distinto. Una nueva generación creció en un mundo neoliberal en el que el capitalismo se convirtió en la forma de vida «natural».
La izquierda descubrió un conjunto de tradiciones revolucionarias que habían sido reprimidas o marginadas en el curso del siglo anterior, entre las que destaca el anarquismo, y reconoció la pluralidad de sujetos políticos previamente ignorados o relegados a una posición secundaria. Las experiencias de los movimientos antiglobalización, la Primavera Árabe, Occupy Wall Street, los Indignados de España, Syriza en Grecia, Nuit debout y los gilets jaunes en Francia, los movimientos LGBT y Black Lives Matter son escalones en el proceso de construir una nueva imaginación revolucionaria discontinua, nutrida por la memoria, pero al mismo tiempo cercenada de la historia del siglo veinte y privada de un legado útil.
Nacido como un intento de tomar el cielo por asalto, el comunismo del siglo veinte se convirtió, con y en contra del fascismo, en una expresión de la dialéctica de la Ilustración. En última instancia, las ciudades industriales de estilo soviético, los planes quinquenales, la colectivización agrícola, la carrera espacial, los gulags convertidos en fábricas, las armas nucleares y las catástrofes ecológicas fueron distintas formas de triunfo de la razón instrumental.
¿No fue el comunismo el rostro aterrador de un sueño prometeico, de una idea de progreso que erradicó toda experiencia de autoemancipación? ¿No fue el estalinismo una tormenta que «apiló escombros sobre escombros», según la metáfora de Walter Benjamin, y a la que millones de personas confundieron con el «progreso»? El fascismo combinó una serie de valores conservadores heredados de la contrailustración con un moderno culto de la ciencia, la tecnología y la potencia tecnológica. De modo similar, Stalin combinó el culto de la modernidad técnica con una forma radical y autoritaria de Ilustración: el socialismo se transformó en una «utopía fría».
Sin elaborar esta experiencia
histórica, la nueva izquierda mundial no será capaz de ganar. Extraer el
núcleo emancipatorio del comunismo de este campo en ruinas no es una
operación abstracta o ideológica: requerirá nuevas luchas y nuevas
constelaciones, en las que el pasado volverá a surgir y la memoria
refulgirá con una luz desconocida. Las revoluciones no responden a
ninguna agenda, llegan siempre de forma inesperada.
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