"El 17 de julio de 2014, Eric Garner murió asfixiado a manos de un policía. Este hombre negro estaba vendiendo cigarrillos ilegalmente en una de las miles de esquinas de Nueva York. Esto fue razón suficiente para que un policía le inmovilizase hasta matarlo, a pesar de que iba desarmado y gritó varias veces que no podía respirar.
Exactamente un mes después de la muerte de Garner empecé a estudiar en Ithaca College, una pequeña universidad en el norte del Estado de Nueva York, a cuatro horas de la esquina donde él vendía sus cigarrillos. Nunca pensé que la muerte de ese señor terminaría afectando mi vida en Ithaca, mi relación con el color de mi piel y lo que significa ser latina.
No me malinterpreten, yo siempre he sabido que soy latina y siempre he estado orgullosa de serlo. Lo que no entendía era cómo los latinos nos habíamos convertido en una sola raza y cómo nuestra raza se había reducido a un solo color, cuando hay 20 países en América Latina y cada uno de ellos tiene personas y culturas de todo tipo, de regiones indígenas a descendientes de Europa.
Aclaro que esta no era mi primera vez en Estados Unidos (EE UU). Por cosas de la vida, nací en Nueva York pero me crié entre República Dominicana y Colombia. Asistí a colegios americanos en donde aprendí inglés y español a la vez y había pasado muchos veranos en EE UU.
Pero al llegar me tocó aprender de manera rápida y agresiva que yo soy una mujer de color. Aunque soy pálida, pertenezco a esa mayoría que son las personas de color. Los blancos (europeos y americanos puros) eran del primer mundo, una sociedad organizada y civilizada. El resto de nosotros (latinos, árabes, africanos, asiáticos, indígenas, etc.), entre miles de otras designaciones y culturas, éramos los inferiores. Se lo intentaba explicar a familiares y amigos, pero todos se burlaban de mí por decir semejante cosa.
Me tocó aprender también que el racismo es un sufrimiento colectivo y que lo que le pasa a uno nos afecta a todos. Después de ser agrupados durante tantos años bajo etiquetas coloridas, se termina creando un vínculo solidario con todos aquellos que sufren las mismas injusticias. Quizás por esto mis mejores amigos terminaron siendo un grupo de personas de todas las esquinas del mundo. Todos llegamos sabiendo que existían prejuicios, pero el clima racial que nos esperaba estaba en realidad lleno de hostilidad y tensiones políticas. Mi historia es la suya, igual que la de ellos es mía.
Cuando llegué a Ithaca la discriminación racial se servía en forma de microagresiones. Preguntas ignorantes y estereotípicas que suenan más a insultos que a curiosidad.
- “¿Vendes cocaína?”.
- “¿Por qué no comes comida picante?” “¿Los tacos llevan tal y tal cosa?” (La comida colombiana no es como la mexicana...).
- “¿En Colombia hay internet?”.
- “¿Cómo aprendiste inglés?” (De la misma manera que tú aprendiste francés, estudiando).
Después evolucionó a que me llevasen a fiestas como objeto exótico, presumiendo de que tenían una amiga colombodominicana como si fuera un trofeo. Algunos de los profesores me utilizaban como ejemplo de la movilidad social, sin saber que venía de una posición socioeconómica alta en Colombia y República Dominicana, asumiendo que venía de la pobreza por el hecho de ser latina. Me fui dando cuenta de que a las personas de mi alrededor también les afectaría de dónde vengo: a mi novio y a muchos de mis amigos les preguntaron qué hacían con alguien del Cartel de Cali, como si el dinero colombiano solo viniese de la droga.
Recuerdo especialmente el día que me echaron de una fiesta por estar hablando español. Había entrando en la casa por casualidad, y después de hablarle brevemente a un amigo en español, un insolente con una tremenda borrachera nos echó, diciendo que aquello era América y que había que hablar inglés. Por la tensión política que se vive en mi universidad por las elecciones de 2016 nunca conté nada de aquel encuentro, que pasó en una casa de apasionados seguidores de Donald Trump.
Vi también cómo trataban a mis amigos. A una le dijeron que era muy negra para ser latina. A otra no le creían que estaba enferma y sus profesores la acusaron de vaga (de mano del estereotipo de que los afroamericanos no trabajan). A un amigo de Pakistán un profesor le preguntó medio en broma: "¿Tú no serás terrorista?", como si el tono jocoso lo hiciese menos insultante, y a otro que estaba con unos conocidos le pidieron que dejara de rezar (es musulmán y lo hace cinco veces al día).
Cuantas más cosas nos pasaban, más me sumaba a protestas sobre injusticias raciales. Me dediqué a asistir a clases de política, me puse a buscar información sobre la injusticia racial estadounidense y me decidí a ser periodista en EE UU para contar las historias que los medios silencian (aunque Mic, Vice y Fusion se han convertido en mis mejores amigos).
El día a día de las personas de color en Estados Unidos es muy distinto del de las personas blancas. Desde lo más mínimo, como no ver a representantes de su raza en la televisión, a ser insultados y catalogados como criminales por el color de su piel. Con la muerte de Eric Garner y después la de Michael Brown en la Florida, y con el comienzo de Black Lives Matter, la línea entre ser blanco y de color se volvió aún más visible.
Es triste que el sistema educativo de EE UU no explique por qué en la práctica sigue habiendo segregación racial en el país. Es triste que intenten borrar las injusticias cometidas ante latinos, negros, asiáticos, indígenas, árabes, etc. mientras nos siguen estigmatizando a punta de películas y de una historia mal contada.
Son muchas tristezas, lo sé. Pero de ellas he aprendido a apreciar las diferencias entre las personas y a la vez, a no hacer distinciones. Me he dado cuenta de que todo lo que pasa en el mundo tiene una razón que usualmente no vemos y hay que buscar nuevas perspectivas para rellenar los espacios en blanco de las historias oficiales. He aprendido cómo hacerse escuchar, cómo usar mi voz para el cambio social y cómo impedir que conviertan mi cultura en un simple murmullo." ( Isabella Grullón , El País, 06/08/16)
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