13/9/22

Cómo comenzó todo en Ucrania: en la década de 1990 la divisoria política real en la esfera pública se acercaba más a la clásica distinción binaria entre izquierda y derecha... El cambio a un vocabulario étnico se produjo con la revolución naranja de 2004... la rivalidad entre grupos oligárquicos que estaban detrás de las principales formaciones políticas partidarias se había vuelto más transparente e intervino en adelante de forma abierta en la lucha electoral. Fue entonces cuando las diferencias etnolingüísticas percibidas entre este y oeste se convirtieron en una división política cada vez más profunda y las identidades culturales comenzaron a absorber distinciones programáticas más convencionales... La política ucraniana paso a ser, después de la revolución naranja, un terreno de confrontación entre dos proyectos nacionalistas rivales, que se percibían a sí mismos como ucranianos étnicos y eslavos orientales

 "(...) Cómo comenzó todo

Ahora bien, a lo largo de los treinta años de independencia de Ucrania ha habido una notable diversidad en la geografía política del país y en sus identidades políticas, pero las diferencias cardinales cambiaron junto con la transformación de las luchas políticas. Contrariamente a la narrativa nacionalista que poco a poco se ha vuelto dominante, en la década de 1990 la divisoria política real en la esfera pública se acercaba más a la clásica distinción binaria entre izquierda y derecha, incluso en los términos empleados por la propia clase política y la profesión periodística.

El cambio a un vocabulario étnico se produjo con la revolución naranja de 2004, cuando el centro de gravedad en el terreno político se trasladó de la presidencia al parlamento. A resultas de este desplazamiento, la rivalidad entre grupos oligárquicos que estaban detrás de las principales formaciones políticas partidarias se había vuelto más transparente e intervino en adelante de forma abierta en la lucha electoral. Fue entonces cuando las diferencias etnolingüísticas percibidas entre este y oeste se convirtieron en una división política cada vez más profunda y las identidades culturales comenzaron a absorber distinciones programáticas más convencionales.

La política ucraniana paso a ser, después de la revolución naranja, un terreno de confrontación entre dos proyectos nacionalistas rivales, que se percibían a sí mismos como ucranianos étnicos y eslavos orientales (Shulman, 2005). Los primeros ensalzaron la lengua ucraniana y su identidad étnica asociada, se mostraba implacablemente hostil hacia Rusia, que equiparaba a la Unión Soviética, y anhelaba una integración liberal euroatlántica. Los segundos se centraron en la defensa de los derechos de la lengua rusa, la iglesia ortodoxa rusa y la memoria histórica de la victoria del pueblo soviético en la segunda guerra mundial (que veían como una victoria propia), y supuestamente favorables a Rusia.

Esta división proporcionaba a las elites una herramienta fácil para movilizar la base de votantes. Sin embargo, al mismo tiempo servía de freno de seguridad para prevenir una consolidación autoritaria del poder: todo dictador potencial apoyado por uno u otro bloque era fácilmente derribado por sus rivales, bastaba movilizar a la otra mitad del país contra él. Este pluralismo por defecto pasó a ser el rasgo distintivo del sistema político ucraniano (Way, 2015). Un pluralismo que también era un seguro frente a una consolidación neoliberal en el terreno económico: la importancia del componente populista no permitía que las elites gobernantes separaran la economía de las configuraciones sociales y políticas locales y obligaba a todas las fuerzas políticas a mantener el legado soviético de mecanismos redistributivos.

La creación de la división supuestamente identitaria sirvió por tanto de amaño útil para la reproducción social durante la década de crecimiento económico entre 2000 y 2010. No obstante, como ocurre con todos los parches político-económicos, este solo fue temporal. Varios factores contribuyeron a su desaparición a comienzos de la década de 2010. En primer lugar, al carecer de controles internos, la amplitud de la dicotomía nacionalista fue creciendo peligrosamente hasta que la polarización alcanzó niveles insostenibles.

En las elecciones legislativas de 2012, el partido (ucraniano étnico) de extrema derecha Svoboda obtuvo el 10 % de los votos. Su popularidad se vio favorecida por el presidente (eslavo oriental) Yanukovich, que pretendía a todas luces orquestar su reelección en 2015 de la misma manera que lo había hecho Jacques Chirac en 2002 frente a Le Pen, pero seguramente subestimó el nivel de tensión ya acumulada en la sociedad. Las actividades depredadoras del equipos de Yanukovich en el terreno económico irritaron tanto a los oligarcas como a los pequeños empresarios, mucho más numerosos, y a las clases medias urbanas en Kyiv y en la parte occidental del país, dando alas al voto nacionalista.

 Esto coincidió con el final del superciclo comercial que había sostenido el crecimiento de la economía ucraniana entre 1997 y 2012 (Chim, 2021). Había cada vez menos que redistribuir, especialmente debido a que en 2012 Rusia, afectada por el mismo cambio de ciclo global, lanzó un ataque económico frontal contra Ucrania, con unos precios exorbitantes del gas e incontables guerras comerciales que afectaron a los exportadores ucranianos. A partir de la segunda mitad de 2012, tras el fin del estímulo producido por los proyectos de infraestructura asociados al campeonato europeo de fútbol, Ucrania entró en recesión. La ofensiva económica rusa marcó el cierre del intersticio geopolítico que había sido vital para Ucrania: Yanukovich se vio forzado a elegir un bando a sabiendas de que cualquier elección sería desastrosa.

Todas estas contradicciones se cruzaron en la crisis política llamada Euromaidan en 2013-2014. Depuesto Yanukovich, Crimea anexionada por Rusia y el Donbás sumido en una guerra, el equilibrio interno de la política ucraniana se distorsionó irremisiblemente. Millones de votantes eslavos orientales se vieron ahora expulsados del terreno de juego y el partido ucraniano étnico pasó a ser matemáticamente dominante (D’Anieri, 2018). Este antagonismo, aunque reciente y construido, preside ahora la política nacional.

Al mismo tiempo, sin embargo, tanto la identidad ucraniana étnica como la eslava oriental que se ofertaban en el mercado político estaban muy débilmente arraigadas en la cosmovisión de la gente común. Dondequiera que viviera una persona o cualquiera que fuera la lengua que hablara con más soltura, la actitud popular dominante era un rechazo antipolítico de las disputas partidarias como tales, en vez de un firme apoyo a un bando o a otro. A resultas de esta desconexión entre la clase política y la sociedad, y empujado por la lógica de la esfera pública, Petro Poroshenko pasó su mandato presidencial virando hacia una forma cada vez más radical de nacionalismo ucraniano étnico. Al final encajó una humillante derrota en las elecciones de 2019: el 73 % de los votos favorecieron a Volodymyr Zelenskyi, que era la verdadera encarnación de la actitud antipolítica y antielitista popular.

Sin embargo, una vez elegido, Zelenskyi también comenzó a atenerse a la lógica estructural de la esfera política. En el otoño de 2020, el gobierno ruso se convenció de que Zelenskyi no iba a aceptar su versión de los acuerdos de Minsk, y el Kremlin inició los preparativos militares. En los niveles inferiores de la sociedad ucraniana, mientras tanto, persistía el mismo desapego inveterado con respecto a la política identitaria. Por ejemplo, uno de los líderes de la huelga minera de 2020 en Kryvyi Rih, la ciudad natal de Zelenskyi, fue ensalzado como un héroe de las dos batallas más duras de la guerra del Donbás. No obstante, esto no le importó mucho subjetivamente: en una polémica en torno a la huelga, dijo que nunca se había considerado un patriota (Gorbach, 2022).

El momento actual

¿Qué ocurrió cuando Rusia finalizó sus preparativos bélicos y envió sus tropas a Ucrania? Kryvyi Rih, un bastión de la elite supuestamente eslava oriental, es un ejemplo ilustrativo. El alcalde de la ciudad, Yuriy Vilkul, fue elegido en 2010, tras la victoria presidencial de Yanukovich. El hijo del alcalde, Oleksandr, era director general de dos grandes empresas industriales de la ciudad en el momento crucial de su polémica transferencia a Rinat Ajmétov, el hombre más rico de Ucrania y patrocinador tradicional de los proyectos políticos eslavos orientales. La consolidación del poder político de esta familia en la ciudad vino acompañada de su patrocinio de la construcción de numerosas iglesias ortodoxas rusas y otros proyectos religiosos, así como de monumentos que refuerzan la versión sovietista de la memoria histórica de la segunda guerra mundial.

Activistas nacionalistas y liberales locales estaban convencidos de que la elite dirigente cambiarían de bando nada más asomar las tropas rusas. Sin embargo, Oleksandr Vilkul fue nombrado jefe de la administración militar local. Poco después de la invasión, escribió: “Queridos amigos, cada generación tiene su propia fortaleza de Brest, su propia Stalingrado. No cederemos ni un metro de nuestra tierra natal a los ocupantes. Kryvbas está a nuestras espaldas, no tenemos dónde retirarnos. Tras nuestras espaldas están nuestras familias y las tumbas de nuestras familias… El enemigo será derrotado.”

Estas cuatro frases contienen nada menos que cinco alusiones a los discursos de Stalin en tiempos de guerra. La identidad eslava oriental, durante mucho tiempo percibida como prorrusa, se convirtió en una herramienta de movilización en contra de la invasión rusa. La sociedad civil local, ucraniana étnica, se sintió molesta y desorientada ante este giro de los acontecimientos, pero al margen de lo que puedan pensar de ello, el hecho es que la resistencia a la invasión rusa se organiza de modo eficiente bajo el lema del antifascismo soviético y de la fe ortodoxa. El dirigente político que durante años se opuso al etnonacionalismo ucraniano y combatió la descomunización del espacio urbano después del Euromaidan, recibe ahora visitas amistosas de las cabezas visibles del nacionalismo ucraniano y se ha puesto a renombrar todos los topónimos que tienen alguna cosa que ver con Rusia (que implica cambios más amplios que la eliminación de nombres comunistas).

¿Qué decir de la clase trabajadora? Ninguno de mis informadores antes apolíticos o eslavos orientales de Kryvyi Rih parecen albergar dudas con respecto a la invasión. El abanico de reacciones va de los exabruptos emocionales patrióticos en los grupos de chat a la implicación personal en el esfuerzo de guerra. Un dirigente sindical ha pedido el envío de armas a compañeros extranjeros que querían enviar ayuda humanitaria; un minero desplazado de Donetsk ha abandonado su escepticismo con respecto a la política y ha participado con entusiasmo en la defensa de la ciudad. Abundan los ejemplos.

¿El final de la ambigüedad?

Durante décadas, la relación de la clase obrera ucraniana con la política fue distante, por no decir activamente antagonista. La política en todas sus variantes y colores se percibía como el dominio de la corrupción y las mentiras. ¿Qué ha cambiado? Probablemente no gran cosa. La reacción unívoca a la invasión rusa es tan fuerte precisamente por su carácter no político: la experiencia de la guerra y la respuesta a ella son viscerales, no mediatizadas por ideologías corruptoras y politiqueos. Contrariamente a anteriores acontecimientos políticos, este se se siente real. Afecta al tejido mismo de la vida cotidiana y no se basa en reflexiones abstractas mediatizadas por una clase intelectual. De ahí el nivel sorprendente de implicación personal.

 Volodimir Artiuj plantea algo similar cuando compara las narrativas oficiales rusa y ucraniana que acompañaron este año a las conmemoraciones de la segunda guerra mundial: “Mientras que el lado ucraniano desecha signos icónicos y apela a la experiencia física visceral, en el lado ruso se emplean casi exclusivamente símbolos carentes de toda relación con la experiencia vivida” (Artiuj, 2022). Ambas estrategias discursivas excluyen la posibilidad de construir un movimiento político sostenible desde abajo, pero mientras el simbolismo ruso es desmovilizador, la apelación ucraniana a la realidad vivida moviliza generando una potente lealtad emocional con el acontecimiento. Oleg Zhuravlev y Volodimir Ishchenko han estudiado una política inmediata similar en el caso del Euromaidan; una enorme movilización que no tenía ninguna agenda verbalizada, basándose en su lugar en vínculos emocionales entre los participantes en el movimiento, y entre ellos y su objeto político (Zhuravlev & Ishchenko, 2020).

¿Se estabilizará este vínculo lo suficiente para crear un sentido común compartido, construyendo de este modo, finalmente, una nación ucraniana efectiva, no dividida, en respuesta a la guerra? Resulta tentador anticipar la aparición de una síntesis hegeliana a partir de dos ideologías antitéticas, cuya coexistencia hacía que Ucrania fuera un tanto deficiente en muchas narrativas. Sin embargo, incluso si se hace realidad un proyecto como este, ¿cuáles serían sus características? O bien podría deslizarse de nuevo hacia un etnonacionalismo estrecho, o bien convertirsde en un proyecto nacional inclusivo, basado en la experiencia compartida de la guerra, en la aspiración a ingresar en la Unión Europea y en un programa redistributivo. Puede quedarse en un estadio prenacional (después de todo, ¿qué es el nacionalismo si no una negación romántica de la racionalidad de la Ilustración?) o transformarse en un programa político más fácil de leer.

Poca cosa se puede prever con certeza en un momento en que todo –incluida la futura realidad geográfica de Ucrania– depende del resultado de la guerra. Sin embargo, es importante reconocer que la guerra tampoco es una variable independiente; su trayectoria la estructura la acción política contradictoria de la gente que habita el país."                   (  , Viento Sur, 24 junio 2022)

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