Lo primero que descubriría una vez instalada en mi despacho ministerial es que mi labor resultaría no sólo divertida, sino, además, muy poco costosa. Empezaría organizando un Día del Disfrute Común, un carnaval anual lleno de belleza que pondría el mundo patas arriba, como se hacía en la Edad Media. A continuación redactaría una propuesta de ley sobre vallas publicitarias. No permitiría que volviesen a mostrar anuncios, sino únicamente poesía, textos ingeniosos y arte.
Eso me ocuparía los primeros días. Después me procuraría pianos a prueba de agua y de ladrones, que aparecerían discretamente en plazas públicas y en los campos. Luego redactaría proyectos de ley sobre el Día Artístico de la Acera Italiana, los Días del Arte Automovilístico, en los que uno podría decorar su coche como quisiera: forrado de hierba, o alicatado con trozos de cristal, o embadurnado de tarta.
(...) Recuerdo cuando hace poco cogí el metro en la estación Victoria y, cuando entré en el vagón, alguien que había saboteado el sistema de megafonía empezó a cantar: "¡Ay ho, ay ho, vamos a trabajar...!". Los pasajeros soltamos una carcajada y observamos las reacciones de los demás. Ocurrió una transformación sorprendente: por fin los currantes camino al trabajo divirtiéndose juntos.
Como ministra responsable del espacio público, me acercaría a los artistas jóvenes que intentan cambiar el mundo con el arte, con proyectos creativos de recuperación de lugares degradados, generando diálogo entre grupos, trabajando en orfanatos. En la batalla campal de Seattle me encontré precisamente con esos grupos, los artífices del maravilloso espíritu de carnaval, que diseñaban banderas y marionetas y colgaban pancartas en lugares casi inaccesibles. Pensaba y sigo pensando que representan un futuro dinámico para el arte y que están contribuyendo a que el arte y la vida vuelvan a fundirse.
John Maynard Keynes, el genial economista, habló del espantoso despilfarro de un sistema económico incapaz de apreciar el arte y la belleza. En 1933, en un discurso ante el Gobierno irlandés, instó a políticos y economistas -los que tenían poder- a elevar sus ambiciones e invertir dinero en belleza. Y se lamentaba de que "en Inglaterra, con lo que llevamos gastado en subsidios desde la guerra, podríamos haber convertido nuestras ciudades en las más grandiosas construcciones de la humanidad". (El País, Domingo, 11/01/2009, p. 6/7)
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