27/11/10

El control del cerebro... de la mente... ¿de la moral?

" Parece que en un momento determinado, en torno de los años setenta, los experimentos del doctor Delgado empezaron a preocupar a demasiada gente. En el establishment y fuera de él. El seminal artículo de John Horgan subraya inquietantes controversias.

Dos investigadores de Harvard, Frank Ervin y Mark Vernon, que habían trabajado con Delgado, escribieron que los implantes cerebrales podrían servir para aplacar las iras de los negros. Eran, cabe recordarlo, los tiempos de la gran violencia racial. Un psiquiatra de Tule, Robert Heath, pretendió cambiar con los implantes el sesgo erótico de un homosexual.

En este caso el experimento fue verdaderamente llamativo porque la electroestimulación se produjo mientras el hombre hacía (o intentaba hacer, no lo sé bien) el amor con una contratada. Aún más inquietante popularidad le dio a los experimentos de Delgado el hecho de que el gran Michel Crichton escribiera “The terminal men” (1972), una novela de ciencia ficción que acaba mal, y donde los investigadores tratan de curar la epilepsia con los procedimientos de nuestro doctor.

Algunos psiquiatras, por su parte, negaron la capacidad terapéutica de los procedimientos de Delgado. Sus críticas, sin embargo, se centraban más en la literatura en torno a los experimentos que en los experimentos en sí. El propio neurofisiólogo ya alertaba en sus explicaciones contra el uso demasiado imaginativo de sus técnicas y había incluido en sus propios papers algunas de las deficiencias que sus críticos subrayaban. La literatura, en cualquier caso, se adecuaba al clima de la guerra fría.

Empezaron a correr rumores de que la CIA y el Pentágono estaban detrás de sus investigaciones y que su objetivo final era la organización de comandos militares cuya voluntad pudiera ser controlada mediante los implantes.

Las leyendas suelen tener una vida muy larga y en este caso llegan, prácticamente, hasta nuestros días. Este párrafo de Horgan: «A mediados de la década de 1980 un artículo en la revista Omni y documentales de la BBC y la CNN citaron el trabajo de Delgado como evidencia circunstancial de que los EE.UU. y la Unión Soviética podían haber desarrollado en secreto métodos para modificar de forma remota los pensamientos de la gente.»

No le veo la cara a Delgado, pero oigo perfectamente su sonrisa.

–Leyendas, hubo muchas, muchas…
–Pero al margen de ellas, creo que su trabajo acabó inquietando.

–Eso es cierto. Se hizo incómodo para el Estado y para la gente. Estábamos hablando del control físico de la mente. Incluso hoy se trata de una idea difícil de aceptar. Las personas tienen unas ideas muy arraigadas. ¿Existe la mente? ¡Claro que existe! ¿Existe la música? ¡Claro que existe! Pero pruebe a romper el vinilo donde está almacenada…

El vinilo, dice Delgado con encantador anacronismo. Como buen científico conoce perfectamente sus límites epistemológicos. Una y otra vez repite que él se ocupa del vinilo y no de la música, dejando el campo libre al metaforeo. (...)

–Le repito: las personas sienten aversión ante la posibilidad de que alguien armado de herramientas dé cuenta de la actividad de entes inmateriales.
–¿Dios?
–El mismo caso. Un producto cerebral, como el arte, como la filosofía, como la ciencia. Precisamente esas leyendas a las que usted se refería surgen del enfrentamiento entre herramientas, cables, electrodos, implantes y los entes, Dios, el placer, el miedo, etc.

En fin, nunca trabajé para la CIA ni para los militares americanos. El gobierno sí me apoyó en mis investigaciones, claro. Me compraba gibones porque creía que estos experimentos eran importantes. Pero lo mismo hizo con otros científicos.

–Qué importancia tuvieron las leyendas, y hasta los pleitos…?
–Pleitos…?
–Parece que alguien lo denunció por haberle colocado un implante…
–Ah, ah, una mujer, no estaba muy bien, entienda… A la que yo no había visto jamás y que me pedía no sé si un millón o dos de dólares… Pero, vaya, nunca hubo ni siquiera pleito… (...)

Una noche de este verano, en Chiclana, participé en una larga e íntima conversación con el neurólogo Carlos Belmonte. Él desgranó algunos recuerdos de su vida científica, como el de aquel comerciante gitano que le surtía periódicamente de animales calleros y que a punto estuvo de provocar un grave incidente diplomático cuando secuestró para la ciencia, y con efectos irrevocables, al perro de la señora esposa del embajador de la República Argentina.

Alguien preguntó, aquella noche, hasta qué punto la ciencia se ha resentido de esa sensibilidad contemporánea que se proyecta críticamente sobre los experimentos con animales y que pone cada vez mas trabas éticas y burocráticas, y a veces solo burocráticas, a los ensayos con humanos. El doctor Belmonte calló, circunspecto.

Iba observándolo y me imaginaba lo que pasaba por su cabeza. La incertidumbre del conocimiento, veía. Es indudable que el conocimiento afina la sensibilidad. Que detrás, por ejemplo, de nuestra actual relación con los animales se extiende la popularización de la peligrosa –pero también tan compasiva y solidaria– idea darwiniana de que un hombre y una ameba de hoy tienen un mismo padre originario.

Pero que, al mismo tiempo, esa nueva sensibilidad, ese cuidado social, con los animales, con los hombres, con los enfermos, puede paralizar el conocimiento. Al cabo de un rato, Belmonte habló y dijo uno y su contrario. Que la ciencia se resentía, y que el hombre tenía derecho a que así fuese.

Percibo la misma grieta de la noche de Chiclana en las palabras del doctor Delgado, que trabajó en una época donde los controles no regían ni para monos ni para hombres. Vacila, y al fin dice.

–Hay más controles, sí. Los científicos se han vuelto mas inteligentes.

Cuando la conversación acaba se me ocurre que la moral es el más delicado implante cerebral con que Delgado tuvo que trabajar. Y otra cosa: que para un científico de verdad la moral es otro obstáculo… técnico. De pronto creo comprender aquellos recelos de Belmonte, aparentemente deportivos.

Esquivar la moral es una trampa innoble, claro. Pero hay algo más. La evolución moral también es un producto de la ciencia. Y sólo la ciencia puede discutirla con eficacia." (Diarios de Arcadi Espada, 27/11/2010)

No hay comentarios: