"Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social [1]
–un meditado discurso sobre la civilización, la cultura y la dignidad
humana- es tal vez el libro más complejo de Simone Weil, escrito en 1934
cuando apenas tenía 25 años y enriquecido probablemente por su
experiencia como operaria en cadenas de montaje en varias fábricas de
París, actividad que dejó honda huella en su corta vida. (...)
Al investigar el carácter de la opresión, en consecuencia, Simone
Weil intentó comprender no sólo su origen, sino también las causas de su
reproducción y la posibilidad real de eliminarla. Mientras el fin
último de la sociedad sea el progreso –dadas las versiones conocidas de
la sociedad industrial: la del extremo individualismo y la del extremo
estatismo-, la opresión –sostuvo- será inherente a la vida de los
trabajadores.
Esto es así porque las razones de su explotación no se
reducen a factores económicos, pues son además de naturaleza cultural y
social, inherentes al régimen de producción de la gran industria y no
sólo a las formas de propiedad. Su origen, pues, está en la cultura
moderna que es principalmente una cultura de especialistas, asentada en
la división entre trabajo manual y trabajo intelectual.
Unos dirigen y
otros ejecutan -tanto en el ámbito económico como en el político-, y
quienes ejecutan permanecen subordinados a quienes coordinan. La
opresión es, entonces, primordialmente una cuestión cultural que cumple
una función social vinculada al progreso económico.
Subrayó
entonces Simone Weil el hecho de que el mecanismo de la opresión
capitalista se hubiera mantenido sorprendentemente intacto en el sistema
de producción socialista, precisamente después de la revolución y el
cambio del régimen de propiedad. Reflexión que la condujo además a
incorporar a su análisis las implicaciones de la lucha por el poder -un
problema que obvió Marx-, dado que la revolución no tiene lugar en todas
partes y a un mismo tiempo.
El surgimiento de la URSS, en su opinión,
había revelado que la competencia por el poder en la civilización
moderna estaba indisolublemente vinculado al crecimiento industrial y a
la intensidad de la explotación del trabajo. Concluyó entonces que la
opresión había permanecido como una constante histórica en la
civilización contemporánea y, en consecuencia, las revoluciones habían
fracasado en el objetivo de liberar a los trabajadores.
La victoria de
la revolución –afirmó- ha consistido sólo en transformar una forma de
opresión en otra; los cambios jurídicos y políticos, por tanto, resultan
del todo insuficientes para destruirla.
Mientras garantice el
crecimiento de la economía, puesto siempre al servicio de la lucha por
el poder, la opresión será invencible. Son las cosas –afirmó- y no los
individuos las que otorgan límites al poder, dado que éste depende del
desarrollo de la producción y requiere un considerable excedente de
bienes.
En la dinámica de una sociedad opresora todo poder, pues,
mantiene y reproduce hasta el límite las relaciones sociales en las que
se fundamenta; entre ellas, las relaciones económicas que se nutren de
la opresión. Es imposible, entonces, construir una sociedad libre sin
derribar el principio que fortalece la opresión: la relación entre la
lucha por el poder y el desarrollo de las fuerzas productivas.
La
revolución subordinó así el fin de la emancipación de los seres humanos
al objetivo del crecimiento de la producción, lo que se traduce en la
subordinación del desarrollo de la democracia y de la libertad que
permanece prisionera de la economía en el mundo contemporáneo.
La
idea de que el crecimiento industrial no tiene límites constituía para
Simone Weil precisamente la contradicción interna que todo régimen
opresor lleva en sí como un “germen de muerte”. Contradicción que
expresa la oposición entre el carácter limitado del crecimiento de la
producción como base del poder y el carácter ilimitado de la lucha por
el poder; circunstancia que se percibe siempre en cada proceso de
transformación social.
Juzgó, pues, como un rotundo fracaso la teoría
del socialismo científico, sesenta y cinco años antes de la desaparición
de la URSS. Marx, en efecto, nunca explicó por qué las fuerzas
productivas tienden obligatoriamente a desarrollarse, como si poseyeran
naturalmente esa virtud. Y es en esa “misteriosa” tendencia donde
descansa precisamente la teoría marxista de la revolución.
Una creencia
que se trasladó al movimiento socialista –afirmó Weil-, poniendo a los
seres humanos al servicio del progreso y no al revés. Advirtió, sin más,
que esta posición coincidía por completo con la corriente general del
pensamiento capitalista que hizo del desarrollo ilimitado de las fuerzas
productivas la “divinidad de la religión económica”. Concluyó,
entonces, que dicha teoría era “ingenua” y “utópica” y calificó a Marx
de “idólatra” de la sociedad futura, al estimar que esta surgiría de una
transformación mecánica, de un sombrío dispositivo generador de
justicia y de libertad permaneciendo intactas la técnica y la cultura de
la organización del trabajo.
La fe en el crecimiento económico, además,
permitió a Marx concebir la ilusión de que en la nueva sociedad el
trabajo podría llegar a ser superfluo; una utopía en cuyo nombre –afirmó
Weil- “se ha derramado inútilmente la sangre de los revolucionarios y
de los trabajadores”. La conclusión inevitable era, desde luego,
preguntarse por los límites del progreso económico; la respuesta de Weil
fue que el progreso se había transformado en regresión.
Qué hacer siguiendo el método de Marx
La
sociedad libre significó para Simone Weil un ideal del cual sería
posible alcanzar una aproximación real. Abolir la opresión, en efecto,
transformando las condiciones materiales de la existencia humana:
provocando un cambio en la concepción misma del trabajo que caracteriza a
la civilización industrial.
Construir un régimen social que se acercara
a este ideal supondría, pues, modificaciones no sólo en el ámbito de la
producción, sino también a nivel cultural, principalmente en lo que se
refiere a la separación existente entre trabajo manual y trabajo
intelectual. El movimiento revolucionario, de hecho, ignoró siempre la
necesidad de este planteamiento, aun cuando –aseguró Weil- es justamente
lo que habría que hacer si se siguiese el método de Marx. [2]
Es
decir, investigar primero la cuestión del trabajo en relación con la
reorganización del sistema de producción, como un medio para garantizar
el bienestar de la población. Se daría, de esta forma, verdadero sentido
al ideal revolucionario, vinculándolo a la abolición de la opresión
social.
Habría que construir, pues, una primera representación:
un ideal de la nueva civilización alejada de la religión de la economía y
de la producción. Para Simone Weil sería aquella donde el trabajo
manual fuese el núcleo de la actividad económica, considerado un “valor
supremo”. En consecuencia, sería evaluado no por su productividad, sino
como actividad vital del individuo; no sólo objeto de honores y de
recompensas, sino estimado como una necesidad del ser humano que da
sentido a su existencia.
La futura civilización, en fin, revaloraría el
trabajo manual, posicionándolo en el centro mismo de la cultura. Otorgar
al trabajo tal jerarquía sería, sin duda, un verdadero logro
revolucionario; un punto de partida para construir el mundo social
alternativo. Revisar la condición del trabajo y su relación con la
libertad, la justicia y la democracia significaba para Simone Weil, en
suma, “la única conquista espiritual del pensamiento humano desde la
civilización griega”.
Notas
[1] Weil, Simone. Las causas de la libertad y de la opresión social. Paidós. Barcelona, 1995.
[2]
“Ningún marxista, incluyendo al propio Marx, se ha servido realmente de
él. La única idea verdaderamente valiosa de su obra es también la única
que ha sido completamente desatendida. Por eso no es extraño que los
movimientos sociales surgidos de Marx hayan fracasado”. Op. cit., p. 54." (Rebelión, 14/09/2012,Mailer Mattié, CEPRID)
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